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– Pero mi hija no iba en el coche.
Raras veces el sargento Camb había sentido tanta compasión como por aquella mujer recostada sobre una pila de almohadas. Su corazón sufría por ella. Y ella, no obstante, se hallaba en una de las mejores habitaciones del hospital. Tenía teléfono y televisión. Vestía un absurdo camisón cargado de volantes y encajes, y en sus finos dedos los anillos -diamantes y zafiros sobre platino- vibraban cada vez que asía y soltaba la sábana.
Es cierto que el dinero no da la felicidad, pensó el humilde sargento. Había observado que no había flores en la habitación, y sobre la mesa, junto a la silla que ocupaba la agente de policía, sólo vio una tarjeta deseándole una pronta recuperación. De su hermana, supuso el sargento. No tenía a nadie más en el mundo. Su marido había muerto y su hija…
– Lo lamento mucho, señora Fanshawe se disculpó Camb, pero su hija iba en el coche. Volvía a Londres con usted y con el señor Fanshawe.
– No sufrieron se apresuró a puntualizar la joven policía. No sintieron nada.
La señora Fanshawe se tocó la frente, donde el cabello teñido revelaba un centímetro de raíz canosa.
– Me duele la cabeza dijo. No recuerdo nada. Todo me resulta muy confuso.
– No se preocupe la tranquilizó Camb. Recuperará la memoria muy pronto. Se pondrá bien, ya lo verá. -¿Para qué?, se preguntó. ¿Para vivir sin marido, sin hija?
Su hermana nos ha facilitado gran parte de la información que necesitábamos.
La señora Fanshawe y la señora Browne, estaban muy unidas, y apenas había nada que ésta no supiera de los Fanshawe. Por boca de ella habían averiguado que Jerome Fanshawe tenía un chalet en Eastover, entre Eastbourne y Seaford, que había visitado el 17 de mayo con su mujer y su hija para disfrutar de una semana de vacaciones. Nora, la hija, había renunciado a su empleo de profesora de inglés en un colegio alemán antes de Semana Santa. Estaría en pleno cambio de trabajo y, por tanto, desocupada, imaginó Camb, pues de lo contrario nada la habría inducido a acompañar a sus padres. Pero les había acompañado. La señora Browne había estado en el apartamento de los Fanshawe de Mayfair y los había visto partir.
Habían abandonado Eastover unos días antes de lo previsto. La señora Browne ignoraba el motivo, a menos qué se debiese al mal tiempo. Quizá ya nunca lo sabrían, porque el Jaguar de Fanshawe había patinado, se había estrellado y luego incendiado a ocho kilómetros del hospital donde ahora yacía la única superviviente.
– No la molestaré por mucho tiempo -dijo amablemente Camb-. Es probable que recuerde pocas cosas del accidente, pero ¿cree que podría contarme lo poco que recuerda?
Dorothy Fanshawe había olvidado quiénes eran esas personas amables aunque fastidiosas del mismo modo que había olvidado dónde estaba. Su hermana la había visitado y agotado, y personas desconocidas para ella la habían zarandeado con una familiaridad irritante. Después, alguien le contó que Jerome había muerto y aguardó a que rompiera a llorar. La señora Fanshawe jugueteó con sus anillos -eran un gran consuelo para ella, esos anillos- y dijo:
– Eso significa que ahora todo es mío, mío y de Nora.
Pensaron que deliraba y se marcharon. Ella se alegró de verles partir, con sus modales entrometidos y su falta de respeto. Sólo existía una persona a la que deseaba ver y por eso contempló con fijeza el joven rostro de la agente de policía. Había caído en coma, pero no estaba loca. Sabía perfectamente que ésa no era la cara que buscaba.
– ¿Estoy en Londres? -preguntó.
– No, señora Fanshawe respondió el sargento, pensando en lo trémula y débil que sonaba la voz de la mujer-. Está en el hospital de Stowerton, Sussex.
– Está usted muy bien informado -replicó ella, satisfecha de lo bien que había encajado el golpe-. Quizá pueda decirme por qué mi hija no ha venido a verme. ¿Nadie le ha comunicado que estoy aquí? Nora querría saberlo.
– Oh, señora Fanshawe… -La agente de policía parecía muy desdichada, casi abatida, y cuando desvió sus ojos hacia el sargento Camb, tropezó con una severa mirada de desaprobación. Más vale que lo dejes, decía la mirada. Quizá sea mejor así. Deja que se entere poco a poco. La mente posee sus propios mecanismos para suavizar los golpes, pensó el sargento.
– Y ahora, volviendo al… accidente -dijo Camb-, trate de contarme qué ocurrió dejaron atrás Eastover. Anochecía y había poco tráfico porque era lunes. Había llovido y la carretera estaba mojada. ¿Qué ocurrió, señora Fanshawe?
– Conducía mi marido -comenzó la mujer, y se preguntó por qué la cara de ese hombre tenía una expresión tan melosa. Tal vez había reparado en sus anillos. Los deslizó arriba y abajo de los dedos, recordando de súbito que los cinco juntos valían cerca de veinte mil libras-. Conducía Jerome… -Qué nombre tan ridículo, como en Tres hombres en una barca. La ocurrencia le provocó una risita sofocada que, no obstante, sonó como un crujido áspero-. Yo iba sentada a su lado haciendo punto. Seguro que estaba haciendo punto. Siempre lo hago cuando Jerome conduce. Lo hace demasiado rápido -dijo quejumbrosa-. Demasiado rápido, y jamás me hace caso cundo le digo que conduzca más despacio, así que hago punto, para evadirme, ya sabe.
Mezquino y egoísta, así era Jerome. Un hombre de cincuenta y cinco años no tenía derecho a conducir como un adolescente alocado. Así se lo había dicho, mas él la había ignorado, del mismo modo que ignoraba cuanto ella decía. Pero estaba acostumbrada a que la ignoraran. Nora tampoco la escuchaba. Pensándolo bien, lo único en lo que ella y Jerome coincidían era en la difícil, exasperante e irritante criatura que tenían por hija. Muy propio de ella eso de marcharse y no telefonear a sus padres. Jerome tendría algo que decir al respecto… Entonces, en su mente confusa giró apaciblemente el recuerdo de que Jerome ya nunca tendría nada que decir, ya nunca conduciría a ciento veinte kilómetros por hora ni fastidiaría a Nora ni haría esas otras cosas terribles y humillantes. Esta noche, cuando se sintiera mejor, escribiría a su hija y le diría que su padre había muerto. Con Jerome fuera del mapa y todo ese dinero para ellas dos, intuía que la relación con Nora iba a mejorar considerablemente…
– Estaba tejiendo un suéter para Nora -dijo. ¡Qué maravilloso temple debía de tener para recordar ese detalle después de lo que había sufrido!-. Aunque no se lo merecía, la muy díscola. -¿Por qué había dicho eso? Nora había estado díscola, más díscola que nunca, pero Dorothy Fanshawe no alcanzaba recordar el motivo de su desobediencia. Deseaba que el policía, o quienquiera que fuese, borrara de su cara esa expresión de corderito sensiblero. No había por qué compadecer a Dorothy Fanshawe de Astbury Mews, Upper Grosvenor Street, W. I. Ahora era una viuda feliz, rica por derecho propio, en fase de recuperación, madre de una hija atractiva e inteligente-. No recuerdo de qué estábamos hablando -prosiguió-, mi último marido y yo. De nada, probablemente. La carretera estaba mojada y yo no paraba de decirle que condujera más despacio.
– ¿Iba su hija en el asiento trasero, señora Fanshawe?
¡Dios santo, qué hombre tan tozudo!
– Le repito que Nora no iba en el coche. Nora había regresado a Alemania y seguro que sigue allí.
Para el sargento, las palabras atropelladas y nerviosas de la mujer sonaban a desvaríos de loca. Contrariamente a lo que afirmaban los médicos, él creía probable que el accidente le hubiese dañado irremediablemente el cerebro. No osó desvelarle la cruda realidad. Podía ser perjudicial para ella. Tarde o temprano, si algún día recuperaba la razón, recordaría que su hija había abandonado su empleo en Alemania seis semanas antes del accidente, y que no había mencionado una palabra a su tía o a sus amigos acerca de la posibilidad de regresar a Europa. La tía, la señora Browne, había identificado el cuerpo de la muchacha. Nora estaba muerta y enterrada.
– Por supuesto dijo el sargento con dulzura-. Seguro que está en Alemania. ¿Por qué se desvió su marido, señora Fanshawe?
– Yo estaba haciendo punto.
– ¿Chocaron con algo, reventó un neumático?
– Ya se lo he dicho, no estaba mirando, estaba haciendo punto.
– ¿Gritó o dijo algo su marido?
– Creo que dijo: «Dios mío» -respondió la señora Fanshawe. En realidad no recordaba nada, sólo que ella estaba haciendo punto y de repente despertó en aquella cama con su entrometida hermana al lado. Pero Jerome siempre decía «Dios mío» o incluso «Jesús». Tenía un vocabulario limitado y ella hacía veinte años que había dejado de rogarle que no blasfemara-. No recuerdo nada más. -Eso era cuanto iban a sonsacarle. No tenía intención de malgastar sus fuerzas. Las necesitaba para la carta que pensaba escribir a Nora.
Camb miró con compasión los labios febriles y trémulos de la mujer y las largas uñas sin limar que jugueteaban con los anillos. No había obtenido información alguna de la Fanshawe. Hubiera debido comprender que era demasiado pronto. Sino él, sus superiores. De todos modos, tenían que irse. La joven doctora había dicho diez minutos y ya llevaban veinte. Ahí llegaba la enfermera. Qué uniformes tan curiosos vestían hoy día, pensó el sargento mientras contemplaba la bata de nailon azul marino y esa especie de gorra blanca con visera. La pobre señora Fanshawe miró a la enfermera con desesperación. Normal, agotada como estaba y con el corazón destrozado.
No, no era Nora. Durante una fracción de segundo la señora Fanshawe creyó que lo era. Pero Nora nunca llevaba bata, detestaba el trabajo de la casa, y esa muchacha vestía una bata, no el elegante traje que la señora Fanshawe había creído ver al principio. También llevaba una gorra. ¿Era posible que su hermana hubiese contratado a una criada nueva para el piso de los Fanshawe sin consultarle? Desde luego que era posible, teniendo en cuenta lo entrometida que era su hermana. Entrometida e irresponsable. Una persona responsable ya habría avisado a Nora.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó la señora Fanshawe.
– Rose, señora Fanshawe. Enfermera Rose. He venido a ponerla cómoda y a servirle su té. Seguro que le apetece una taza, ¿verdad? Me temo que tendrán que marcharse, sargento. No puedo permitir que mi paciente sufra una recaída.
Muy locuaz, pensó la señora, Fanshawe, y se toma su trabajo muy en serio. Se incorporó sobre la cama.
– Rose -dijo-, me gustaría escribir una carta a mi hija. Está en Alemania. ¿Puedes traerme papel y bolígrafo?
La muchacha no lo sabe, pensó Camb, es nueva. Nadie se lo ha contado. Cruzó una mirada con la agente.
– ¿Así que ya se encuentra mejor? -dijo la enfermera-. ¡Quiere escribir! Estupendo, y como no tiene papel, le diré lo que voy a hacer: iré a la habitación de la señora Goodwin y le pediré unas hojas. Cuando acabe mi turno echaré su carta al buzón, ¿qué le parece?
– Es muy amable -dijo lacónicamente la señora Fanshawe-. Y luego podrías traerme el té.
Una chica impertinente e irrecuperable, pensó. El tiempo lo dirá. Jerome ya no estaría para molestarla, para asediarla por los rincones y pellizcarle el trasero como hacía con la au pair danesa. Jerome estaba muerto. Ella salía decirle que un día se mataría con el coche y así había sido. ¿Por qué no había muerto ella también? ¿Qué buena estrella había decretado que se salvara y estuviera ahora sentada en su propia cama, en su piso?
Pero no era su cama ni su piso. Con cuidado, la señora Fanshawe ordenó sus pensamientos y recuerdos. Jerome estaba muerto, Nora estaba en Alemania y ella en algún hospital. Había sido todo un detalle que le buscaran una criada para el hospital.
A menos que esa Rose fuera una enfermera. Claro, debía de ser una enfermera. Qué tonta soy, pensó. Siento como si estuviera, en un sueño muy largo, pero cada vez, que lo abandono me noto tan cansada que me sumerjo de nuevo en él.
La imprecisa información facilitada por esos chismosos no había sido muy útil que digamos. Hoy día la gente era de lo más ineficiente. Primero su hermana había olvidado informar a Nora, después este policía dijo que Nora iba en el Jaguar con ella y con Jerome. ¿Acaso la tomaban, por loca? ¡Como si una madre no supiera dónde está su hija! Si hasta recordaba la dirección: Goethestrasse 14, Köln, Alemania Occidental. La señora Fanshawe estaba orgullosa de escribir Köln en lugar de Colonia. ¡Qué reservas de fuerza e intelecto debía de tener para recordar tales detalles! Y después de todo lo que había pasado. En ese momento, la enfermera regresó con el papel.
– Gracias, enfermera -dijo la señora Fanshawe para demostrar, que comprendía la situación. Trató de empuñar el bolígrafo, pero este zigzagueó por todo el papel como la plancheta que su padre solía utilizar.
– ¿Prefiere que escriba yo? -se ofreció la enfermera Rose.
– Sí, será lo mejor. Yo te dictaré. ¿Empezamos?
La enfermera tuvo que valerse de toda su capacidad de concentración para seleccionar de entre los murmullos y disgresiones justo aquello que la señora Fanshawe quería decir. Pero ella era una muchacha de buen corazón y, además, siempre salía a cuenta mostrarse atenta con los pacientes del ala privada. El año pasado, cuando uno de ellos abandonó el hospital después de una estancia de dos semanas, le regaló un reloj de viaje y un frasco de Rocha’s Femme casi lleno.
– «Querida Nora leyó la enfermera en voz alta. Ya casi estoy recuperada y creo que deberías venir a verme. Tu pobre padre así lo habría querido. Supongo que tu tía te lo habrá contado todo y que has estado demasiado atareada, pero ahora te ruego que vengas. Lo pasado, pasado está. Te quiere, mamá.» ¿Correcto, señora Fanshawe? Tengo sellos por valor de nueve peniques. Creo que la echaré al correo cuando salga a tomar el té.
A su regreso del buzón, situado al final de la calle Charteris, la enfermera Rose tropezó con la hermana del ala privada.
– Acabo de echar al buzón una carta de la pobre señora Fanshawe -dijo virtuosamente-. Me gusta ayudar a los pacientes. Haría cualquier cosa por animarles. La señora Fanshawe quería que la carta para su hija saliera esta misma noche.
– Su hija está muerta.
– ¡Oh, hermana! ¿No lo dirá en serio? ¡Qué horror! Jamás pensé… ¿cómo iba a imaginar?… ¡Oooh, hermana!
– Vuelva al trabajo, enfermera, y procure ser menos impulsiva.