177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Sólo hay tres McCloy en este distrito -dijo Burden al día siguiente-. He visitado a cada uno de ellos y los tres me han parecido ciudadanos normales y honrados. Los dos de Pomfret son hermanos. Uno es profesor en el instituto de enseñanza secundaria y el otro trabaja de ayudante en un laboratorio. El tercero, James McCloy, vive aquí y dirige un pequeño negocio de decoración no demasiado próspero.

– ¿Peces pequeños? -preguntó Wexford, que seguía obsesionado con sus metáforas acuáticas.

– Muy pequeños. No parece que tengan más dinero del necesario para no pasar hambre. Con todo, he repasado la guía telefónica y tropecé con algo esperanzador. Hay una compañía en Londres, concretamente en Deptford, llamada McCloy & Son Ltd. ¿Adivinas a qué se dedica?

– Etonne-moi -dijo Wexford, citando las palabras de Diaguilev a Cocteau. Percatándose de que Burden le miraba con suspicacia, añadió con divertida impaciencia-: Lo ignoro, Mike, y no estoy de humor para suspenses.

– Pintan las superficies laminadas de electrodomésticos pequeños.

– ¿En serio?

– He pedido informes a Londres y estoy esperando respuesta. Si surge algo prometedor iré a Deptford.

– Mientras esperas, podrías ponerte en contacto con la comisaría de Stamford, en Lincolnshire. Me gustaría saber qué ocurrió el quince de marzo, cuando el camión de Hatton fue robado, y si tienen algún McCloy en su distrito.

– ¿Stamford, señor? ¿No hay allí un puente donde el viejo Harold obtuvo una victoria antes de su fracaso en Hastings?

– Falso -replicó Wexford-. Es un antiguo y encantador pueblo de piedra gris que actualmente y por fortuna la A-I evita. Shakespeare lo menciona. «Una buena yunta de novillos castrados en la feria de Stamford.» Pregúntales también si tuvieron algún robo sonado a finales de mayo. Puede que no ocurriera por su zona, pero es probable que hayan oído hablar de él.

Para entonces, el pequeño ascensor ya había soportado estoicamente el peso de Wexford en cuatro ocasiones y ya no era tanta la turbación que él experimentaba al entrar. Mientras el aparato descendía a la planta baja, el inspector jefe meditó una vez más acerca de las misteriosas proezas de McCloy como salteador de caminos contemporáneo. Había consultado el archivo del período en cuestión pero no había encontrado nada. Ahora, también él esperaba una llamada prometida para la tarde. Los de Scotland Yard habían de iluminarle una vez hubiesen consultado sus expedientes. Mas ¿cómo era posible que se le hubiese escapado a él y a los periódicos?

Los sargentos Camb y Martin estaban cotilleando en el vestíbulo cuando Wexford salió del ascensor. Se acercó a ellos tosiendo suavemente.

– Hablábamos de la encuesta de la señora Fanshawe, señor -explicó Camb.

– Tenía entendido que la habían aplazado.

– El juez de instrucción quiere reanudarla, pero le he dicho que no tenemos nada nuevo para proseguirla. Estoy esperando a que la señora Fanshawe se reponga.

– ¿Tan mal está? -preguntó Martin.

Como una vieja en la cola del supermercado, pensó burlonamente Wexford.

– Me temo que el accidente la ha trastocado. Está tan mal para declarar como hace seis semanas. Dios sabe que la compadezco. Su marido y su única hija han fallecido. Te aseguro que no es fácil intentar explicar a una mujer enferma que su hija ha muerto cuando ella insiste en que está viva y en Alemania.

– Tal vez esté viva -dijo Wexford, más por el deseo malicioso de meter cizaña que por convicción. Estaba harto del apellido Fanshawe. Él no cargaba a la sección de uniformados con sus problemas y no veía por qué tenía que escuchar las lamentaciones de Camb-. Quizá la muchacha del coche fuera otra.

– Imposible, señor. La tía la identificó.

– En cualquier caso es su problema, sargento -dijo Wexford, irritado-. Usted es el agente del juez. Todos tenemos nuestros problemas y debemos afrontarlos como mejor podamos. -Empujó la puerta y, por encima del hombro, añadió-: Ignoro por qué se dedica a entorpecer la labor del agente del juez, Martin. Si quiere trabajo, suba y mencione a Burden el nombre de McCloy. Yo me voy al dentista.

– ¿Le duelen las muelas, señor?

– Está usted desfasado, sargento -dijo Wexford con una sonrisita-. Hoy día la gente no visita al dentista por un dolor de muelas, sino para hacerse un reconocimiento.

El día era demasiado hermoso para pasear en coche. Wexford cruzó la calzada hasta el kiosco de Grover y giró por la calle York. En el escaparate de Joy Jewels el sol inflamaba los hilos de diamantes falsos y las gargantillas doradas, y las hojas de los plátanos ensombrecían el asfalto con patrones de mantelerías de damasco. Una vez la gasolinera y las casas menudas, en una de las cuales vivía George Carter, quedaban atrás, la calle desembocaba en una senda. Era tal la inclinación de las colinas y la disposición de los árboles que, si se mantenía la mirada al frente, todo lo que podía verse era absolutamente bucólico. Quien no conocía el distrito, al alcanzar la cresta de la colina se habría asombrado y quizá enfadado al vislumbrar la calle Ploughman a sus pies.

Y no porque hubiese algo que pudiera consternar al más purista de los estéticos. A lo largo de los siglos se habían erigido en la calle Ploughman cerca de veinticinco casas destinadas, principalmente, a la pequeña aristocracia, las viudas y parientes del señor del feudo. De un tiempo a esta parte se habían levantado casas igualmente grandes y espaciadas para el estamento profesional.

Desde donde estaba, Wexford podía vislumbrar tejados, un parche amarillo de barda fresca, tejas rojas cincuenta metros más allá, y la pizarra gris de los pináculos y torreones tan apreciada por la burguesía victoriana. Más allá, perdida entre los brazos extendidos de un cedro negro, la estructura embreada, apuntalada en el suelo, que techaba una casa de tejado de dos aguas construida en dos niveles.

Wexford descendió enérgicamente agradeciendo la sombra que le brindaba el follaje de los árboles. Un Bentley surgió de detrás del seto de tamariscos de la casa, aceleró con arrogancia y, al pasar frente al inspector, lo impulsó contra el seto.

«Y si fuera a atropellar a un pillo -citó Wexford mentalmente-, podría pagar por el daño infligido. Qué maravilloso es tener dinero…»

Caramba, empezaba a parecerse a Maurice Cullam. Había anotado la matrícula del Bentley. La gente de allí tenía coches muy bonitos. Había otro Bentley frente a la casa gótica de pizarra gris, con un elegante Cortina amarillo acurrucado a su vera. La felicidad marital, pensó Wexford sonriendo para sus adentros. Hasta los coches de las esposas tenían un tamaño considerable. Nada de minis o cacharros de segunda o tercera mano. Pero las mujeres sólo alcanzarían la igualdad, reflexionó un Wexford satisfecho de la profundidad de su nueva idea, el día en que los hombres dejaran de considerar natural el hecho de que sus esposas tuvieran el coche más pequeño. Y siempre lo creían así, independientemente de su opulencia, independientemente de que las esposas fueran más ricas o más gruesas que los maridos. Trató en vano de acordarse de alguna esposa cuyo coche fuera más grande que el del marido. Y no porque tuviera especial interés en que las mujeres fueran iguales que los hombres. Por lo que a él respectaba, estaba satisfecho con el statu quo. Pero el hecho de haber dado con una verdad novedosa aunque universal le divertía, y siguió meditando sobre el tema hasta alcanzar la casa de Jolyon Vigo.

La muchacha morena y delgada bajó del tren procedente de Londres y al cruzar la barrera de la estación de Stowerton preguntó a la mujer que recogía los billetes dónde podía encontrar un taxi.

– Sólo hay uno, pero es probable que a esta hora esté libre. Mire, allí lo tiene, esperando en la parada.

La mujer observó a la muchacha mientras ésta descendía vigorosamente los escalones. Pocas mujeres tan elegantes y presuntuosas como aquélla se detenían alguna vez en la estación de Stowerton, ni siquiera procedentes de Londres, ni siquiera en pleno verano. La recolectora de billetes, que acababa de hacerse la permanente, consideró horroroso el corte de pelo geométrico y excesivamente corto de la chica. Parecía un muchacho, o por lo menos un muchacho de los tiempos en que los hombres aún conservaban cierta dignidad y acudían al barbero. Flaca y sin pecho, un palo tieso de los pies a la cabeza. Había que reconocer, no obstante, que esa clase de figura era ideal como percha. El traje que vestía tenía el color y la textura de la arpillera, un traje de bolsillos abotonados, con un toque extranjero, pero la mujer estaba dispuesta a apostar a que no le había costado menos de cuarenta guineas. No era justo que una criatura tan joven -¿cuántos años tendría? ¿veintitrés, veinticuatro? -dispusiera de cuarenta guineas para malgastarlas en un trozo de arpillera. Poderoso caballero es don Dinero, pensó la mujer. También el dinero era el culpable de esa altiva elevación del mentón, de esa postura y esos andares dominantes y de esa voz engreída.

La muchacha se acercó al taxi y dijo al conductor:

– ¿Puede llevarme al hospital de Stowerton, por favor?

Cuando llegaron, abrió su bolso de cuero marrón para pagar al taxista y éste observó que, además de dinero inglés, la muchacha llevaba algunos billetes extranjeros muy raros. En cierto modo, deseó que le tendiera uno por error para así poder armarle un escándalo, pero no lo hizo. El taxista decidió que la muchacha era una criatura astuta con la cabeza bien puesta sobre los hombros. Aunque forastera en el lugar, sabía adónde iba. Mientras el hombre daba marcha atrás, la vio entrar con aplomo en el despacho del conserje.

– ¿Puede indicarme cómo llegar a la sección privada?

– Siga por este pasillo, señora, y al final verá una señal con una flecha.

El conserje la llamó señora porque preguntó por la sección privada. Si hubiese preguntado por la sección quinta, habría contestado que las visitas matutinas en las secciones públicas no estaban permitidas y puede que hasta la hubiera llamado cariño, porque hoy se sentía benévolo. Por otro lado, era inimaginable que alguien como ella buscara la sección pública. Ella era una dama, una damita auténtica.

La enfermera Rose iba retrasada con las camas ese martes por la mañana. Había atendido a la señora Goodwin a las nueve, y se había quedado un rato charlando y dándole coba. Con los pacientes privados estabas a un paso de convertirte en su doncella particular, y si querían que les hicieras la manicura mientras te contaban la historia de su vida, no tenías más remedio que obedecer. Pero en cualquier caso no se habría retrasado si esos policías no hubiesen aparecido de nuevo para bombardear con más preguntas a la pobre señora Fanshawe. Evidentemente, no podía hacer la cama de la señora Fanshawe con los agentes fisgoneando alrededor, y ya eran cerca de las doce cuando consiguió sentar a la pobre mujer en una silla y retirar las sábanas.

– ¿Cuánto puede tardar una carta en llegar a Alemania? ¿Una semana? -preguntó la señora Fanshawe, quitándose los anillos y apuntando el reflejo que el sol creaba en ellos hacia los ojos de la enfermera Rose.

– Varias semanas -aseguró la enfermera parpadeando-. No le dé más vueltas.

– Debí enviarle un telegrama. Creo que te encargaré uno.

Gato escaldado del agua fría huye, pensó la enfermera Rose. No tenía la menor intención de complacer a la señora Fanshawe. Si se arriesgaba a echarle otra mano, su vida se convertiría en una sucesión de recados, en un ir y venir por toda la ciudad enviando mensajes absurdos a una muchacha que no existía.

– ¿Quiere que le cepille el pelo? -preguntó, ahuecando las almohadas.

– Gracias, querida. Eres una buena chica.

– Bien, volvamos a la cama. ¡Ooh! Es usted ligera como una pluma. No debería dejar esos anillos encima de la mesa.

La enfermera Rose había sido una gran ayuda, pensó la señora Fanshawe. No parecía muy inteligente, pero debía de serlo, pues era la única que no sostenía esa estupidez de que Nora estaba muerta. Y ahora envidiaba sus anillos. Qué criatura tan extraña… Cuando Nora llegara la enviaría al piso a desenterrar aquella cosa de imitación que se le había antojado en Selfridges. No valía más de treinta chelines, pero la enfermera Rose lo ignoraba, y decidió que se lo daría a ella.

Se recostó cómodamente mientras le cepillaban el cabello.

– Cuando vaya a buscar mi almuerzo -dijo-, pensaré en cómo redactar el telegrama. Ah, y quita de mi vista esa tarjeta de mi hermana. Me pone enferma.

Rose se alegró de poder escapar. Salió de la habitación arrastrando la bolsa de ropa sucia y, puesto que no miraba por dónde iba, cerca estuvo de chocar con una muchacha alta y morena.

– ¿Puede decirme dónde está la señora Fanshawe?

– Justamente aquí -respondió la enfermera Rose. En su vida había visto unos zapatos como los de esa joven. De piel de becerro marrón, tenía una hoja de haya cobriza en el empeine, y una forma tan extraña y extravagante que la enfermera Rose decidió que se trataba de la última moda. Nada parecido se había visto antes en Stowerton y, ya puestos, la enfermera Rose decidió que tampoco en Londres-. Es la hora de su almuerzo -añadió.

– Supongo que no pasará nada si lo retrasa diez minutos.

A ti no, pensó indignada la enfermera Rose, quienquiera que seas. Mas no podía permitir que tan apetecibles zapatos desaparecieran de su vista sin un comentario, e impulsivamente dijo:

– Disculpe la pregunta, pero sus zapatos son muy elegantes. ¿Dónde los compró?

– A nadie le hace daño un cumplido -respondió la chica con frialdad-. Están fabricados en Florencia pero los compré en Bonn.

– ¡Bonn! Eso está en Alemania, ¿no? ¡Ooh, no puede ser! Usted no puede ser Nora. ¡Nora está muerta!

En algún momento de la mañana Wexford había citado a Justice Shallow y ahora, mientras contemplaba la casa de Jolyon Vigo, pensó que era la clase de paraje en el que Shallow hubiera vivido. Hubiese resultado una casa madura incluso en tiempos de Shakespeare, una casa «blanca y negra», enmaderada, sólida, un lugar tan idóneo para vivir que ya de antemano parecía conferir distinción, buen gusto y superioridad a su dueño. Un rosal trepador con flores de un amarillo terso se extendía por los gabletes a bandas negras, arrimándose contra las rosas tudor labradas antaño por algún artesano en cada centímetro de roble. A ambos lados del camino principal habían plantado un enmarañado jardín de setos bajos y matas de flores minúsculas. Estaba tan cuidado, parecía tan artificial, que Wexford tuvo la sensación de que las flores habían sido bordadas en la tierra.

Una cochera algo más moderna hacía de garaje. Debajo del frontón descansaba un pequeño mirador y un reloj de sol vertical. Las puertas del garaje estaban abiertas -el único atisbo de descuido- y Wexford divisó dos automóviles en su interior. De nuevo le divirtió observar la aplicación general de lo que empezaba a considerar como la ley de Wexford. Una mujer estaba abriendo la puerta de un Minor azul claro. Portando un niño en los brazos, la cerró de un golpe seco y se escurrió entre el pequeño vehículo y el enorme Plymouth aleteado de color azul que descansaba a treinta centímetros de aquél.

La frase «mujer con niño» sugería, en cierto modo, una campesina con un bebé envuelto en un chal. En este caso, Wexford consideró más oportuno la frase «dama con infante».

– ¿Qué desea? -preguntó la mujer con la voz brusca y aguda característica de la burguesía local. Antes de que pudiera añadir algo más, como tenía intención de hacer, Wexford se apresuró a presentarse y le preguntó por su marido.

– Está en la consulta. Siga el camino entrelazado.

Maravillado de que alguien pudiera decir tal cosa sin un ápice de encogimiento o humor, Wexford miró a la mujer de arriba abajo. Delgada y morena, de aspecto insulso, tenía el rostro gastado. La mujer sentó al niño en un cochecito y echó a andar por el sendero. El bebé, robusto y guapo, tenía pelo rubio y ojos azules. Daba la impresión de que su nacimiento había minado las fuerzas de la madre, reduciéndola a una cáscara usada. La pareja hizo pensar a Wexford en una mariposa fresca y lozana escapada de una crisálida seca.

El inspector jefe no estaba muy seguro de lo que era un camino entrelazado, pero cuando lo tuvo delante supo que lo había encontrado y, sonriendo, bajó el peldaño enlosado y penetró en un túnel verde. Los árboles, cuyas ramas se encontraban y entrelazaban sobre la cabeza de Wexford, eran manzanos y perales y la verde fruta ya pendía en abundancia. El camino conducía a unos invernaderos, y lo que en otros tiempos fuera el establo hacía ahora de consulta. Entre tanto esplendor selvático, el cartel que informaba del horario de la consulta constituía una nota discordante. Wexford abrió una puerta corredera y entró en la sala de espera.

Una bonita muchacha de bata blanca salió a recibirle y él le recordó que tenía hora con el doctor Vigo. Luego, poco aficionado a Elle o Nova, tomó asiento y examinó la habitación.

Resultaba extraño imaginar a Charlie Hatton en ese lugar, y Wexford se preguntó por qué no había acudido al dentista de la ciudad. De las paredes no colgaban los clásicos carteles instando a las madres jóvenes a ingerir leche durante el embarazo y a traer a sus pequeños semestralmente para un reconocimiento. Tampoco había información sobre cómo obtener un tratamiento dental a través de la Seguridad Social. Era imposible imaginar a alguien sentado aquí presionando con un pañuelo una mandíbula hinchada.

Las paredes estaban forradas con papel rayado de estilo Regencia, y los dos muebles tapizados parecían realmente antiguos. Las cortinas eran de cretona oscura adornada con un diseño de medallones. Una discreta lámpara de araña absorbía la luz del sol y proyectaba lunares irisados en el techo. A Wexford el lugar le hizo pensar en una sala de estar de una persona con gusto. Había docenas de ellas en Kingsmarkham, y sin embargo ésta no era más que la sala de espera de un dentista. Se preguntó cómo sería el resto de la casa. Le esperaba una sorpresa. Estaba admirando la elegante disposición de un ramo de jazmines, astutamente colocado para que temblara sobre el borde del jarrón y se arrastrara por la consola, cuando la chica regresó para decirle que el señor Vigo le aguardaba.

Wexford la siguió hasta la consulta.

No había nada fuera de lo común, únicamente sillas, bandejas con instrumental y otros artilugios como tubos, abrazaderas y alambres. Las persianas, de un azul claro, estaban echadas para evitar el sol del mediodía.

Vigo estaba de pie junto a una de las ventanas, manipulando el instrumental de una bandeja, y no levantó la vista cuando Wexford entró. El inspector sonrió para sus adentros. Conocía ese aire de estar perpetuamente atareado, preocupado por cuestiones inextricables, tan propio de algunos médicos y dentistas. Formaba parte de la mística. En pocos instantes Vigo miraría alrededor, se mostraría sorprendido y ofrecería una rápida disculpa por estar enfrascado en asuntos que un policía no podía comprender.

La cabeza del dentista era leonina, de cabello rubio y abundante, mandíbula fuerte y prominente y labios delgados. Cuando llegara a viejo se le pondría cara de cascanueces, pero todavía faltaba mucho para eso. Se diría que estaba contando, y en cuanto hubo terminado se volvió y reaccionó tal como Wexford había previsto.

– Le ruego me disculpe, inspector jefe, pero no podía dejar este asunto inconcluso. Tengo entendido que desea hablar conmigo sobre el difunto señor Hatton. No tengo más pacientes hasta después del almuerzo, de modo que podemos entrar en la casa.

Se quitó la bata blanca y dejó al descubierto un traje de seda azul pizarra cuyo corte, tela y color no eran lo bastante masculinos para su altura y su musculoso tórax. Tenía la figura de un jugador de rugby y consiguió que Wexford, que medía metro ochenta, se sintiera pequeño a su lado.

El inspector le siguió por el camino entrelazado y entraron en la casa a través de una puerta cristalera. Fue como penetrar en un museo. Deslumbrado, Wexford vaciló. Había oído hablar de los salones chinos, del Chippendale chino, pero nunca había visto una sala decorada en ese estilo. La intensidad de los colores convertía el jardín en una estampa monocroma. Hundió los pies en una alfombra de tonos azulados y cremosos que evocaban el cielo en verano y, por orden de Vigo, se hundió, algo inquieto, en una butaca de raso amarillo cuyos apoyabrazos representaban unos dragones encabritados. El dentista caminó con aparente soltura entre las mesas y vitrinas repletas de objetos de porcelana y jade y se detuvo, con una leve sonrisa en los finos labios, bajo la imagen alargada de un pez rojo pintado sobre seda.

– No sé qué puede preguntarme acerca de los dientes del señor Hatton -comenzó-. Llevaba dientes postizos.

Wexford había ido a hablar del tema pero durante un instante no consiguió pronunciar palabra. ¿Hablar de dientes falsos en semejante escenario? Sus ojos tropezaron con unas fichas de ajedrez dispuestas sobre una mesa situada en un extremo de la sala. Había dos ejércitos, uno de marfil y otro de jade rojo, y los peones iban a caballo, los blancos armados con lanzas, los rojos con flechas. Uno de los caballeros rojos, erigido sobre un esplendoroso corcel, poseía un rostro contemporáneo y occidental, un rostro fuerte y afilado que, absurdamente, le recordó a Charlie Hatton. La figura le sonreía, como si intentara decirle algo.

– Lo sabemos, señor Vigo -dijo Wexford, desviando bruscamente la mirada para posarla sobre una vajilla de porcelana destinada al té de jazmín-. Pero nos parece extraño que un hombre de exiguos recursos tuviera una dentadura postiza tan espléndida.

Vigo poseía una risa atractiva, casi infantil, que refrenó con un movimiento de la cabeza.

– Una verdadera tragedia. ¿Tiene idea de quién pudo…? Lo lamento, no debí preguntarlo.

– No tengo inconveniente en responder, pero no, no tenemos ni idea. Estoy aquí porque quiero que me cuente cuanto sepa acerca del señor Hatton, y en especial acerca de sus fuentes de ingresos.

– Sólo sé que conducía un camión. -Vigo seguía disfrutando con orgullo y júbilo la fascinación de su visitante-. Pero comprendo a qué se refiere. También a mí me sorprendió, pero es poco lo que puedo decirle. -Se acercó a una vitrina con tiradores que representaban la cola larga y curvada de un dragón-. ¿Le apetece una copa de jerez?

– No, gracias.

– Qué lástima. -Vigo no insistió, pero se sirvió una copa de manzanilla y acto seguido tomó asiento junto a una ventana que daba a un patio sombreado, presidido por un planetario sobre un plinto de piedra-. El señor Hatton solicitó hora conmigo a finales de mayo. Era la primera vez que le visitaba.

Finales de mayo. El 22 de mayo Hatton había ingresado quinientas libras en su cuenta bancaria, su parte, sin duda, del misterioso y esquivo robo.

– Si lo desea, puedo decirle el día exacto. Lo comprobé antes de su llegada. Fue el martes veintiuno de mayo. Me telefoneó ese mismo día a la hora del almuerzo y pude atenderle casi enseguida porque un paciente había cancelado su cita. Llevaba dientes falsos desde los veinte años, y muy deficientes por cierto. No se sentía cómodo y quería una dentadura nueva. Le pregunté cómo había perdido sus dientes auténticos y dijo que por causa de la piorrea. A esas alturas yo ya conocía algo de su situación (por lo menos sabía a qué se dedicaba) y le pregunté si era consciente del elevado coste que representaba una dentadura nueva. Respondió que el dinero no era un problema (ésas fueron sus palabras exactas) y que quería la mejor dentadura que pudiera ofrecerle. Finalmente le hice un presupuesto de doscientas cincuenta libras que él aceptó sin rechistar.

– ¿No le sorprendió?

Vigo bebió un sorbo de jerez con aire pensativo. Se acercó a una de las piezas del ajedrez, un castillo almenado, y la acarició con orgullo.

– Me quedé estupefacto y, para ser sincero, algo inquieto. -No se explayó en el objeto de su inquietud, pero Wexford dedujo que se debía a la posibilidad de que nunca llegara a cobrar las doscientas cincuenta libras-. Con todo, hice la dentadura y se la coloqué a principios de junio, hace aproximadamente un mes.

– ¿Cómo le pagó Hatton?

– Oh, al contado, y el mismo día. Me pagó con billetes de cinco libras que, si no recuerdo mal, ingresé en el banco. Inspector jefe, sé adónde quiere ir a parar, pero yo no podía preguntarle de dónde había sacado el dinero sólo porque fuera vestido con ropa de trabajo y condujera un camión.

– ¿Volvió a verle después?

– Regresó en una segunda ocasión para que le hiciera un reconocimiento. Oh, y otra vez para decirme que estaba encantado con la nueva dentadura.

Wexford se sintió nuevamente turbado por el seductor espectro de colores que atraía sus ojos allí donde miraba. Inclinó la cabeza y se concentró en sus feas y enormes manos.

– ¿Le mencionó alguna vez el nombre de McCloy? -preguntó imperturbable.

– No que yo recuerde. Me habló de su esposa y de un cuñado con el que trabajaba. -Hizo una pausa y trató de recordar-. Oh, también mencionó a un amigo que estaba a punto de casarse. Creyó que debía interesarme porque el muchacho había hecho algunas reparaciones eléctricas en mi casa. Hatton dijo que quería regalarle un tocadiscos por la boda. El pobre ha muerto y no sé si debería decir esto…

– Hable, doctor Vigo.

– En fin, creo que le gustaba alardear de lo mucho que gastaba. No quiero parecer esnob, pero lo encontré de mal gusto. Mencionó a su mujer únicamente para decirme que le había comprado un vestido y trató de darme la impresión de que su cuñado era un don nadie porque nunca conseguía llegar a fin de mes.

– Pero el cuñado trabajaba en lo mismo que él.

– Lo sé, por eso me sorprendió. Hatton dijo que tenía muchos asuntos entre manos y que de tanto en tanto le salía un buen negocio. Pero, francamente, imaginé que hacía trabajos suplementarios, como pintar casas o limpiar ventanas.

– La gente que limpia ventanas no habla de grandes negocios, doctor Vigo.

– Supongo que no. El caso es que no suelo tener mucho trato con gente de la… -Se detuvo. Wexford sabía que iba a decir «clase»-, del entorno del señor Hatton -concluyó el dentista-. Imagino que está sugiriendo que esas actividades suplementarias no eran legales, y ahora que lo pienso, es probable que Hatton adoptara un aire misterioso cuando hablaba de ellas. Pero era algo muy sutil.

– Bien, no le entretendré más. -Wexford se incorporó. Quizá fue su mente excesivamente suspicaz la que le hizo percibir una relajación en aquellos musculosos hombros.

Vigo le abrió la puerta de roble labrado.

– Le acompaño hasta la salida, inspector jefe.

El vestíbulo era una sala cuadrada y espaciosa, de suelo enlosado y cubierto de suaves alfombrillas. Cada centímetro de la anciana y bruñida madera atrapaba la luz del sol. De las paredes pendían grabados de Blake, las escenas del infierno, Nebuchadnezzar con sus garras de águila, el desnudo Newton con sus rizos dorados. Desprovisto de su traje de seda azul, Vigo habría ofrecido una imagen semejante, pensó Wexford.

– El otro día tuve el placer de atender a su hija -oyó decir al dentista-. Es una chica encantadora.

– He oído que tiene mucho éxito -repuso Wexford con sequedad.

El cumplido le había desagradado ligeramente. Lo juzgó de falso y zalamero. Por otro lado, había advertido cierto tono de incredulidad en Vigo, como si le asombrara que un viejo ganso como él pudiera engendrar un cisne.

El portal se abrió y la señora Vigo entró con el niño en los brazos. Por primera vez desde su llegada, Wexford recordó que había otro niño, mongólico, confinado en alguna institución.

El bebé, que Vigo procedió a tomar en sus brazos, tenía seis o siete meses. Nadie hubiera dudado de la paternidad. La criatura ya poseía la mandíbula y los miembros atléticos de su padre. Vigo alzó al niño, riéndole los gorgoteos, y en su rostro se adivinó una adoración bobalicona.

– Permítame que le presente a mi hijo, inspector Wexford. ¿No es una maravilla?

– Se parece mucho a usted.

– Eso dicen. Aparenta más de siete meses, ¿verdad?

– Será un tipo grande -dijo el inspector-. Y ahora que ya nos hemos felicitado por nuestros respectivos retoños, me marcho.

– Una sociedad de mutua admiración, ¿eh?

Vigo rió en tanto el rostro de su esposa permanecía grave. La mujer le arrebató el niño con brusquedad, como si tanta veneración la ofendiera. Wexford pensó de nuevo en el niño mongólico a quien ningún dinero podría cambiarle el destino. La aflicción por mi hijo ausente colma la habitación, descansa sobre su lecho, camina conmigo…

Wexford salió al enmarañado jardín bañado por el sol.