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El viejo iba al parque todos los días a las tres de la tarde. En cualquier época del año, siempre llevaba la misma americana a cuadros y los mismos pantalones de color oscuro, desgastados en las rodillas. Fuera invierno o verano, se cubría la cabeza calva con una gorra, en invierno para protegerse del frío, en verano para resguardarse del sol. Se sentaba invariablemente en el mismo banco. Pasaba la primera media hora apoyado en el respaldo, dormitando con los ojos entornados. A la media hora se despertaba, sujetaba el bastón entre las dos piernas, apoyaba las manos en el puño y se dedicaba a observar a los parquícolas.
Era inexplicable cómo lograba encontrar desocupado el mismo banco. Tal vez porque los asiduos lo veían llegar a la misma hora y procuraban dejárselo libre, por discreción o por respeto a su avanzada edad. O, tal vez, porque a esa hora las madres ya se habían llevado a los niños a casa para darles de comer, y los ociosos preferían las cafeterías de los alrededores, donde servían cafés y capuchinos.
La única asidua que encontraba el viejo cuando llegaba al parque era una niña pequeña de piel negra, tan negra que por la noche seguro que se la tragaba la oscuridad. Sólo su pelo rizado tenía reflejos entre castaños y rubios. Llevaba la ropa limpia, a veces tejanos y camiseta; otras, un vestidito floreado; y siempre, las mismas zapatillas deportivas de talla liliputiense.
El viejo encontraba a la pequeña en el parque incluso cuando ya no quedaban otros niños. No sabía que llegaba a las ocho de la mañana y se pasaba allí el día entero. La llevaba un hombre que rondaba los treinta, tan negro como la chica y con la cabeza rapada. La sentaba en un banco y se marchaba. La niña tendía ambas manos y tanteaba los asientos vacíos a su lado, como si explorara las habitaciones de una casa. Después se levantaba, daba un paseo con paradas ocasionales en otros bancos y volvía al primero. Algunas veces se inventaba juegos, como pasar corriendo junto a los árboles y rozarlos con la mano o trazar círculos a la pata coja. Así llenaba las dos primeras horas, hasta las diez, cuando aparecían los primeros niños, en compañía de sus madres o abuelas.
No es que los niños jugaran con ella. En el parque regían unas estrictas normas de comportamiento. Las madres y las abuelas se hacían compañía, y su relación se reflejaba en los pequeños. La negrita no tenía a nadie y, por lo tanto, se quedaba sola. Además, no hablaba griego. Cuando unos niños intentaron incluirla en su grupo, vieron que no podían comunicarse y perdieron el interés. Pero la negrita había aprendido a moverse en la periferia de las tribus indígenas. Jugaba sola siguiendo los pasos de los demás niños, de manera que formaba parte del juego sin añadirse al grupo.
A la una de la tarde la negrita abandonaba por un rato la plaza, cruzaba la calle estrecha y se dirigía al chiringuito de enfrente. Sacaba dos euros del bolsillo y los dejaba encima del mostrador. Luego se acercaba a las bandejas con las tartas de queso, de espinacas y las pizzas e indefectiblemente señalaba con el dedo la misma tarta de queso. Por supuesto, la vendedora sabía bien qué tarta pediría la niña, pero ésta seguía indicándola con el dedo. Después, tarta y servilleta en mano, se encaminaba a la nevera donde guardaban los refrescos y las botellas de agua, la abría y sacaba un botellín de agua mineral. Volvía a la plaza con la tarta de queso y el agua, se sentaba en el banco y comía. Luego tiraba la servilleta y el botellín de plástico en la papelera. Antes de terminar de comer, la plaza ya estaba medio desierta.
Un día, cuando fue a buscar su comida, el precio de la tarta había subido veinte céntimos y no le alcanzaba el dinero para ambas cosas. La vendedora intentó explicarle que debía pagar veinte céntimos más pero, como ya hemos dicho, la niña no entendía ni una palabra de griego. La vendedora lo intentó otra vez y desistió.
– Escucha, hoy pongo yo los veinte céntimos que faltan, pero mañana tendrás que traer dos con veinte. ¿De acuerdo? -La negrita la miraba sin comprender.
– Pero bueno, ¿lo dices en serio? -intervino su compañera, la que horneaba las bandejas con las tartas-. ¿Cómo esperas que entienda que necesita más dinero si tú pagas la diferencia?
Dejó la bandeja que llevaba, cogió del mostrador los dos euros que había dejado la niña como todos los días y volvió a depositarlos en la palma de su mano. Después le señaló la bandeja con las tartas de queso, la nevera con las botellas de agua y los dos euros, e hizo un gesto de negación. Sacó veinte céntimos de la caja y los puso en la mano de la niña. Luego volvió a señalar las tartas y la nevera.
– ¿Lo has entendido? -preguntó en griego al tiempo que recuperaba la moneda de veinte céntimos. Terminó la lección dándole un pequeño empujón en el trasero, para que supiera que tenía que irse. La niña comprendió y se fue.
– ¡Ay, pobrecita! ¡Se queda sin comer! -dijo la vendedora con pesar.
A su compañera le pareció inútil comentar lo evidente y volvió en silencio al horno.
Aquella noche la negrita apareció de nuevo en el chiringuito, acompañada del hombre que la llevaba por las mañanas al parque. Le mostró los dos euros que llevaba en la mano y luego, la caja. La vendedora se dio cuenta de lo que pretendía y sacó una moneda de veinte céntimos.
– La tarta de queso ha subido veinte céntimos -explicó.
El negro de la cabeza rapada asintió con una sonrisa y acarició el pelo rizado de la pequeña. El día siguiente la negrita llevaba dos euros con veinte.
– ¿Lo ves? Se ha quedado un día sin comer y lo ha comprendido -exclamó en tono triunfal la compañera, orgullosa de que su trato cruel hubiera demostrado ser más eficaz que la bondad, como ocurre siempre.
El viejo no sabía nada de todo eso, ni siquiera sabía que la negrita se alimentaba a base de tartas de queso y agua porque, cuando llegaba a su banco, ella ya había terminado de comer y estaba jugando sola. Al principio el viejo no prestó atención a la niña. Se sentaba en el banco y apoyaba el bastón entre las piernas. Al cabo de media hora cambiaba de postura. Dejaba el bastón a un lado, se reclinaba en el respaldo y enlazaba las manos sobre la barriga. Su mirada vagaba por el horizonte, a unos treinta metros de él. Quién sabe. Quizás añoraba los viejos cafés que antes rodeaban la plaza y donde se podía pasar el día entero con un café, mirando a los amigos que jugaban al chaquete. Los cafés fueron sustituidos por las cafeterías modernas. Una vez intentó sentarse en una de ellas, aunque no sin muchas reticencias, porque no le gustaban las sillas de plástico ni las mesas metálicas. Para él, los cafés han de tener sillas de madera con asiento de enea y mesas también de madera, para estampar encima las cartas de la baraja y hacer temblar los vasos de la mesa contigua. Decidió ir de mala gana, porque no le quedaba más remedio. Apenas se hubo sentado y ya estuvo allí el camarero. Quiso pedir un café dulce, pero el muchacho se le adelantó.
– Abuelo, la cafetería es para jóvenes, aquí no te encontrarás a gusto. -le dijo y añadió-: Además, podrían gastarte alguna broma pesada y amargarte el día. -A continuación señaló el banco-. ¿Por qué no vas a sentarte allí? -propuso-. Mira, los bancos están recién pintados y han plantado parterres. Estarás más cómodo bajo los árboles.
El viejo quiso decirle que, en sus tiempos, los paisajes románticos consistían en pinos, tomillo y florecitas silvestres, y no en tres parterres plantados para fingir zonas verdes con vistas a los Juegos Olímpicos. Pero se calló porque, de pronto, le invadió un gran temor. Que el camarero cambiara de actitud y del paisaje romántico pasara a las vejaciones. Ya sabía que era «un viejo de mierda», pero una cosa es saberlo y otra muy distinta que te lo griten en público. Cruzó en silencio la calle estrecha y se sentó en el parque. A partir de aquel día se sentía agradecido de que le dejaran el banco libre. Claro que pasar de la mesa fija en el café al banco fijo en el parque suponía un retroceso, aunque se alegraba de poder conservar al menos un lugar propio.
Fue la negrita la que primero se fijó en el viejo. Seguramente le llamó la atención su actitud, sentado así con la espalda apoyada en el banco, la mano derecha en el bastón y los ojos cerrados. A lo mejor, hasta llegó a pensar que estaba muerto. Los niños pequeños confunden fácilmente el sueño con la muerte. Por los ojos cerrados y la inmovilidad, no por filosofar sobre el tema, como los mayores. Se acercó, pues, para verlo de cerca y examinarlo con más detenimiento.
Pero el viejo ni dormía ni estaba muerto. Por entre los párpados entornados espiaba a la niña que se acercaba. La vio detenerse delante de él y observarlo. Entonces abrió los ojos de golpe y la amenazó con el bastón.
– ¡Largo de aquí, negrata! ¡Vete! -le gritó, pero no tenía fuerza suficiente para sostener el bastón en alto mucho rato y pronto tuvo que bajar la mano.
La negrita no se asustó demasiado. Se limitó a retroceder y siguió observándolo con curiosidad. Él murmuraba un monólogo exasperado.
– Negros, egipcios, albaneses, de todas partes… Si ahora lo raro es oír hablar griego por la calle… Y luego dicen que estamos en democracia… ¡En tierra de nadie, estamos! Metaxás [14] no permitió que nos invadieran los italianos y los de ahora van y dejan entrar a los albaneses y a los negratas…
La niña escuchaba con atención las palabras del viejo, aunque no entendía nada. Seguramente le resultaba interesante su imagen, la forma en que se inclinaba para mirarse las puntas de los zapatos mientras hablaba solo. Sin embargo, no tardó en perder el interés. Llegó el turno de tarde de los asiduos del parque, y la negrita corrió a participar en el mismo simulacro de juego que había hecho por la mañana, en la periferia del grupo de niños.
Al día siguiente cayó un chaparrón a primera hora de la tarde, y el viejo no fue al parque. La negrita buscó refugio bajo el tejadillo del chiringuito. La vendedora la vio pegada a la pared para no mojarse y se apiadó de ella. La hizo entrar en el chiringuito y le ofreció un taburete.
– Es una pena, pobrecita, quedará empapada -se justificó ante su compañera.
La otra quiso decirle que no era asunto suyo cuidar de niños desconocidos y que la clientela no vería con buenos ojos que una negrita estuviera sentada en el taburete observándolos. Por no mencionar que «negro» significa, ante todo, «sucio» y que esto podía ahuyentar a los clientes. Pero prefirió no discutir con su compañera de trabajo y siguió ordenando en silencio las latas de naranjada en la nevera. A fin de cuentas, no llueve todos los días.
La vendedora interpretó el silencio de su compañera como aceptación, sacó una tarta de espinacas del mostrador y la ofreció a la niña. La otra tampoco protestó, aunque pensó que, si el día siguiente también llovía, debería poner freno a la generosidad de su colega.
Por suerte, a última hora de la tarde dejó de llover. Por la mañana salió el sol y secó los bancos del parque. Así la niña pudo corretear de nuevo a sus anchas y el viejo volvió a encontrar su banco. Y otra vez llamó la atención de la pequeña, aun sin proponérselo. Ella se acercó y se puso a observarle. En esta ocasión no se había reclinado en el respaldo del banco ni tenía los ojos entornados. Apoyaba ambas manos en el puño del bastón y mantenía los ojos bien abiertos, aunque contemplando un punto indeterminado.
Al final, la presencia obstinada de la niña le obligó a dirigir la mirada a ella. Fiel a sus principios y a sus prejuicios, cogió el bastón y la amenazó con él.
– ¡Vete, lárgate! No te acerques, no quiero pillar tus piojos. Sólo me faltaría eso, en mi situación.
El viejo no se dio cuenta enseguida de que la niña estaba sola en el parque. Lo descubrió un día por pura casualidad. Miró a su alrededor y no vio a ningún otro negro. Entonces dedujo que la pequeña se encontraba sola. Al principio pensó que su acompañante habría ido a hacer algún recado, pero al observar lo mismo el día siguiente y el otro, comprendió que la niña se quedaba sin compañía. «Fíjate -se dijo-. Dejan a sus críos en el parque como si fueran perros abandonados. Si no vuelven a casa por la noche, ni preguntarán si se han perdido o los ha atropellado un coche. Se alegrarán de tener una boca menos que alimentar.»
Este pensamiento satisfizo sus convicciones, aunque no su curiosidad. De forma que, cuando al día siguiente volvió a ahuyentar a la niña con la amenaza del bastón, se arrepintió enseguida. Dio la vuelta al bastón y, en lugar de agitarlo contra la pequeña, lo agitó señalándose a sí mismo, al tiempo que susurraba «ven, ven», con esa hipocresía edulcorada que sólo los viejos dominan a la perfección.
– Ven, acércate, quiero decirte una cosa…
La negrita había retrocedido dos pasos, como hacía siempre que el viejo la amenazaba con el bastón, y seguía observándolo con curiosidad renovada. Era como si jugaran cada día al mismo juego. El viejo la amenazaba con el bastón y ella se apartaba un par de pasos y se quedaba mirándolo con curiosidad. Esta vez, sin embargo, la sorprendió el cambio en el tono de voz del viejo y se entretuvo para escuchar un poco más. No entendía qué le decía, pero el sonsonete tembloroso de su voz le resultaba agradable. El viejo se dio cuenta, dejó el bastón a un lado y la llamó con un gesto de la mano.
La niña se atrevió a acercarse un pasito.
– Ven, siéntate a mi lado -indicó el viejo, y dio una palmadita al asiento del banco para transmitirle que la invitaba a sus aposentos. La niña, sin embargo, no se atrevía a acercarse tanto. Hasta hacía un momento, el viejo la amenazaba con el bastón, y esa amabilidad tan repentina le resultaba sospechosa.
El viejo comprendió que la negrita no estaba dispuesta a sentarse a su lado y se apresuró a formularle la pregunta que lo carcomía antes que se marchara.
– ¿Estás sola? ¿No tienes a nadie que te acompañe? -Su voz había perdido el dulce sonsonete y la pequeña se alejó corriendo.
El viejo, sin embargo, no iba a desistir tan fácilmente. Volvió a intentarlo al día siguiente. Esta vez, procuró no asustarla con el bastón. Recurrió enseguida al sonsonete melindroso y al «ven, ven, que te diré una cosa…». Y la invitó de nuevo a sentarse a su lado dando palmaditas en el asiento del banco.
El bastón que no la amenazó, por un lado, y el dulce tonillo que se repitió, por el otro, indujeron a la pequeña a acercarse más, aunque no llegó a sentarse en el banco. Seguramente buscaba la manera de pasar el rato hasta que llegara al parque el turno infantil de la tarde.
– ¿Vienes sola aquí? ¿Dónde está tu madre? -preguntó el viejo a la niña.
Por el tono de voz, ella supo que el viejo quería charlar, así que decidió quedarse, aunque ya iban llegando los primeros niños. Tal vez le pareció más interesante jugar a adivinar qué le decía el viejo que seguir de lejos los movimientos de los niños.
– Os abandonan en el parque como si fuerais perros. Entiendo que tu madre tiene que trabajar para alimentarte, pero ¿no habría sido mejor quedaros en vuestra casa? Ojalá supiera qué tiene este país que os atrae a todos. Es un lugar de mierda. Allí estarías en tu pueblo, y los pueblos son otra cosa. Conoces a todo el mundo y todos te conocen, siempre hay quien te ofrece un plato de comida en un momento de necesidad. Aquí estás en tierra extraña. Cuando yo vine a Atenas tenía veinticinco años, y esto todavía era un pueblo. Ahora vivo en el extranjero. Ni los conozco ni me conocen.
La negrita, absorta en el monólogo del viejo, se había olvidado de jugar. No entendía ni una palabra, aunque quizás el tono de su voz le recordara los viejos de su tierra. Todos los viejos de todos los lugares y latitudes del mundo hablan de la misma manera y agitan el bastón del mismo modo. Las generaciones cambian, pero los viejos son siempre los mismos.
– ¿Y te pasas el día entero aquí sola? -prosiguió él. Ahora la miraba a los ojos. La mirada de la niña delataba que no entendía nada de lo que le decía, pero no le importó en absoluto-. ¿Y quién soy yo?, te preguntarás. Otro tipo solitario. No soy un negrata, como tú, soy griego. En tu caso, se entiende, pero ¿en el mío? Al menos tú puedes corretear de un lado al otro. Yo me quedo sentado durante horas en este banco, hasta que me levanto para ir a casa a sentarme en el sillón. Debes caminar, dice el médico del seguro. Ya camino, pero ¿qué quieres que te diga? Voy arrastrando los pies porque lo manda el médico. -Contempló a la niña como si le acabara de ocurrir una idea genial-: Oye, allí, en tu aldea, los negros viejos se sientan con las piernas cruzadas al suelo, delante de sus chozas, y los jóvenes pasan y les besan la mano, ¿verdad que sí? Aquí nos sentamos en un banco y ni nos miran siquiera. Y el médico del seguro me grita al oído, como si estuviera sordo. Si es viejo, piensa, o está sordo o chochea, lo mejor será gritarle.
De repente, como si se avergonzara de haberle confesado sus debilidades o como si la considerara responsable de sus desgracias, agarró el bastón y empezó a agitarlo.
– Ya basta, vete de aquí. ¡Vete, negrata, largo!
La negrita hacía rato que había asumido los cambios de humor del viejo y no se asustó. Corrió hacia los niños y reemprendió su juego solitario de siempre.
A lo largo de los días siguientes, aquel encuentro del viejo con la pequeña se convirtió en una rutina. El viejo se reclinaba en el respaldo del banco, cerraba los ojos y dormitaba durante media hora. Mientras dormía, la niña no se acercaba. Esperaba que abriera los ojos y la llamara, siempre de la misma manera:
– Ven aquí… ven… que te diré una cosa…
La niña siempre aceptaba la invitación, como si visitar al viejo formara parte de su agenda diaria. Y él le contaba siempre las mismas penas y los mismos lamentos, hasta que se hartaba y la echaba con el bastón.
La relación se estrechó más cuando, por fin, la niña respondió a la invitación persistente del viejo y se sentó a su lado en el banco. Cruzó los brazos y lo miró, esperando que iniciara el sonsonete incomprensible de todos los días. Pero esta vez oyó cosas distintas, al menos eso le pareció, a juzgar por el cambio de su tono de voz. Como si quisiera recompensarla, el viejo empezó a hablarle de su hija, que estaba casada en Canadá y cada año por Navidad le enviaba una postal escrita en inglés y un jersey de lana. En casa tenía catorce jerséis, tantos como años llevaba su hija en Canadá, todos por estrenar, porque estaban hechos para el clima de Canadá y, si te los ponías en Atenas, te asfixiabas de calor. A veces se cabreaba al pensar que su hija había olvidado hasta el clima de Atenas y que lo confundía con el de Vancouver; otras veces se lamentaba de ello.
Aquél fue el principio de una hermosa amistad, como dijo Humphrey Bogart a Claude Rains en la película Casablanca. El viejo invitaba a la niña a su banco y ella se sentaba a escuchar sus monólogos. Seguía sin entender nada, aunque la inflexión de su voz y la expresión de su rostro, surcado de arrugas incontables que se contraían y se dilataban, la ayudaban a imaginar sus propias historias. Del viejo aprendió su primera palabra en griego: «abuelo».
– Yo soy el abuelo -le repetía-. Abuelo… di «abuelo»… -Y silabeaba la palabra.
La negrita pronunció mal la palabra repetidas veces, hasta que consiguió aprenderla. Se sentaba junto al viejo y, cada vez que se acordaba, gritaba sin que viniera a cuento: «¡Abuelo! ¡Abuelo!» Pero llegaba un momento en que se aburría, se levantaba del banco e iba a jugar. El viejo se indignaba por el abandono, pero la niña no volvía, por mucho que la llamara. Entonces el viejo recordó el viejo arte de la compra de la amistad. Unos días después llamó a la negrita:
– Ven, que tengo una cosa para ti. Ven…
Y sacó un caramelo del bolsillo de su chaqueta. Empezó a agitarlo, pero cuando la negrita se acercó para cogerlo, lo retiró bruscamente y exigió que antes se sentara a su lado. A partir de ese día el viejo siempre llevaba en el bolsillo una provisión de caramelos para atraer a la pequeña, aunque ella sólo se quedaba a su lado hasta que la golosina se deshacía en su boca. Alguna vez que quiso masticarla para terminar antes, el viejo la detuvo, agitando un dedo:
– No…, nunca… -le advirtió-. Se te estropearán los dientes.
Al principio lo decía para evitar que la niña hiciera trampas para terminar antes, pero al poco tiempo empezó a preocuparse de verdad. Un día, cuando un chico empujó a la negrita para apartarla y la tiró al suelo, el viejo le gritó y lo amenazó con el bastón.
Y así ocurrió que el viejo empezó a pasar más tiempo en el banco. Se decía a sí mismo que era porque hacía mejor tiempo y no tenía por qué apresurarse en volver a su pisito de dos habitaciones. En el fondo, sin embargo, se quedaba para cuidar de la niña, aunque no quisiera admitirlo ni ante sí mismo. Y acabó conociendo al negro de cabeza rapada que iba al parque a recogerla. En cuanto entraba en el parque, la niña lo dejaba todo, corría a su lado y le cogía la mano. En un par de ocasiones, señaló al viejo y dijo: «¡Abuelo! ¡Abuelo!» El hombre sonrió y le habló en una lengua incomprensible. El viejo tenía ganas de decirle que la gente no deja a sus hijos abandonados como perros en el parque. Pero lo vio tan alto, fuerte y rapado que prefirió callar. Era negro, es decir, imprevisible. A saber cómo reaccionaría. También temió otra cosa. Que hiciera caso de sus comentarios y no llevara más a la niña al parque.
La relación de la pequeña con el viejo, que siempre llevaba un surtido de caramelos para atraerla y se quedaba hasta tarde para cuidar de ella, prosiguió a lo largo de varias semanas hasta que un día el viejo dejó de ir al parque, así, sin aviso previo. La negrita se extrañó al principio, miraba en silencio el banco vacío pero, transcurridos algunos días, otros empezaron a ocupar el asiento del viejo y ella reemprendió sus actividades habituales, que consistían en esperar el turno infantil de la tarde para jugar en su periferia.
La ausencia del viejo habría pasado desapercibida por completo si una de las mamás de la tarde no hubiese dicho a las demás:
– ¿Os acordáis del viejecito que se sentaba en el banco de enfrente?
– ¿Quién? ¿El que jugaba con la negrita?
– Sí. Lo encontraron muerto en su casa. Se ve que alguien entró a robar, lo encontró dentro y le mató.
– ¡Santo Dios! En qué mundo vivimos, Dios mío… -dijo una de las madres, santiguándose, como si antes no supiera en qué mundo vivía.
– ¿Lo han cogido? -preguntó otra.
– Qué van a coger -respondió la primera con sarcasmo-. Se ve que los conocía, porque no habían forzado la puerta ni las ventanas. Esto significa que les abrió él mismo. Al menos, eso cree la policía.
– Ya, bueno, la policía no se entera de nada -intervino en tono despectivo la mujer que se había santiguado.
Era cierto que la policía no sabía nada. Y nunca se habría enterado de no ser porque una de las vecinas del viejo pasó casualmente por el parque en el momento en que el negro con la cabeza rapada llegaba para recoger a la niña y llevarla a casa. Entonces corrió a la comisaría para decirles que le había visto merodeando cerca del piso del viejo.
La policía no tuvo que investigar mucho para descubrir que el viejo jugaba por las tardes con la negrita, que solía llamarle abuelo. Tampoco tuvo dificultades con el negro, ya que éste confesó casi enseguida el asesinato y delató a su cómplice.
– Ellos son así -comentó la primera madre con despecho-. Confiesan con la misma facilidad con la que matan.
El único problema, si se puede hablar de problema alguno, era la negrita. Los vecinos del inmueble donde vivía nunca habían visto a una mujer en el piso. Sólo al hombre y a la niña, a la que consideraban su hija. Cuando la policía registró el apartamento, encontró sólo un colchón y un catre, donde al parecer dormía la pequeña. Las camas estaban hechas y la casa, impoluta. Ni un vaso sucio en la cocina.
Así la negrita acabó en un orfanato. El personal de la institución intentó preguntarle su nombre, pero descubrió que no sabía griego. Se dirigieron a ella en inglés y en francés, sin resultado alguno. Sólo hablaba una lengua extraña que nadie entendía y algunas veces pronunciaba la palabra «abuelo». De modo que decidieron llamarla Marina. Claro que hubieran podido averiguar su nombre por el padre, pero ¿qué más daba? Cualquiera sabía cuándo saldría de la cárcel y cualquiera sabía, además, si querría recuperar a su hija. Mejor para ella tener un nombre griego.
La negrita pronto se acostumbró al nombre Marina y aprendió el griego tan bien que la palabra «abuelo» ya no le causaba ninguna impresión. En menos de un año, se había convertido en una auténtica griega, con excepción de su color. Es una forma de integración.
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Dictador ultraderechista, primer ministro de Grecia desde 1936 hasta 1940. No permitió la entrada de las tropas de Mussolini en territorio griego. (N. de la T.)