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– ¡Despierta, Seitaridis, que se te escapa Henry…! Menos mal que ha ido fuera. No lo haces mal, pero aún te falta mucho… ¡Délas, eres un genio! ¡Le has quitado hasta los calzoncillos a Zizou! ¡Fissas, gilipollas! ¿Estas son horas de regatear? No me extraña que el Panathinaikós te mandara al Benfica… Karagunis, a por Basinás. ¡Cambia de táctica! ¡Que no, Vrisas, que no! ¿Dónde has aprendido a jugar? ¡Por eso acabaste en la Fiore…! Zagorakis, qué grande eres, menuda finta sobre Lizarazou… Muy bien, al centro, al centro, figura, al centro… Sí… sí… A Jaristeas… ¡Goool! ¡Gol! ¡Gol! ¡Goooool!
El que grita y se desgañita es Fanis Uzunidis, médico cardiólogo responsable del Servicio de Cardiología del Hospital Estatal General de Atenas, mi médico de cabecera y novio no oficial de mi hija. Conocí al doctor Fanis Uzunidis en el Estatal General hace cuatro años, y nuestra relación significa mucho para mí. Al forofo de fútbol acabo de conocerlo esta noche, y mi relación con él no me dice nada.
– Si no te calmas al final tendremos que llevarte a tu propio hospital con un infarto -le digo.
– Si llegamos a las semifinales, ¿a quién le importa el corazón? -Y como si quisiera ilustrar sus palabras, grita-: ¡A por Lizarazou, Basinás! ¡Pilla a Lizarazou!
– ¿Y todos esos consejos que nos dais a los pacientes para que no nos alteremos?
– Pero ¿a qué viene tanto hablar de medicina? -contesta irritado y sin apartar la mirada de la caja tonta.
– ¡Déjale ya que vea el partido en paz! -interviene Adrianí-. ¿Ahora te ha dado por charlar? Y pensar que cuando estamos solos tengo que sacarte las palabras con pinzas…
La idea de que Fanis viniera a nuestra casa a ver el partido fue de Adrianí. Hasta se ofreció a cocinar para él. Yo propuse encargar suvlakis, porque es lo que se hace cuando hay partido, o al menos eso dicen mis ayudantes. «Esta noche en casa, suvlakis y fútbol por la tele.» Lo repite Dermitzakis todos los miércoles, desde septiembre hasta mayo. Pero Adrianí no quiso ni oír hablar del tema. «No vamos a servir suvlakisa Fanis. Deja, prepararé algo ligero, sin salsas. Será más fácil de comer y a ti no se te indigestará con los nervios del partido.» Hizo albóndigas y tarta de calabacín. Deliciosos, aunque el suvlakitiene un encanto especial, no se puede negar.
Fanis no deja de consultar su reloj.
– ¡Cinco minutos, muchachos! ¡Cinco minutos más y estamos en la semifinal! -grita.
Desde la calle llega el estruendo de pitidos rítmicos y ensordecedores.
– ¿Qué están celebrando? ¡Hasta el último segundo no hay nada escrito! -comenta Adrianí, que sigue viendo el partido en la tele-. ¡Eso es cantar victoria antes de tiempo!
– Pero bueno, ¿es que no pitas? ¡Pita, campeón! -suplica Fanis-. ¿Es necesario que agotes hasta el último segundo de descuento? ¡Un puñetero sueco! ¿A qué esperas? -Se ve que el sueco le ha oído y se ha enfadado, porque lo atormenta con un minuto más de partido antes de señalar el fin del encuentro-. ¡Hemos pasado! ¡Hemos pasado! ¡Estamos en las semifinales! -Fanis, de pie y con los puños en alto, da saltos de entusiasmo. Quién podría imaginar que este hombre hacía electrocardiogramas y libraba recetas médicas por la mañana. Me agarra del brazo y empieza a tirar de mí-. ¡Venga, vámonos!
– ¿Adonde?
– ¡A Omonia, a Sintagma, a donde sea! Esta noche arderá Atenas, comisario.
– Ni arderá ni es asunto nuestro.
Me mira como si no diera crédito a sus oídos.
– ¿Vas a quedarte en casa un día como éste?
– ¡Tiene razón! -le secunda Adrianí-. ¿Cuándo fue la última vez que celebramos una victoria? Basta con contar las bofetadas que nos dieron en Chipre y en Imia. [1]
No lo dice porque quiera celebrarlo, sino porque para ella nuestro matrimonio es como una partida de cartas en la que siempre ha de alinearse con mi oponente, como si yo fuera la banca. Decido dejarlo pasar y participar sin ganas en la celebración nacional, sobre todo para no decepcionar a Fanis.
La calle Protesilau aún está en calma. Sólo unos cuantos coches pitan rítmicamente. Los bocinazos empiezan a cobrar fuerza entre Ifikratus y Filolau. Al mismo tiempo, aumenta el gentío que aúlla y agita banderas. Con penas y trabajo logramos avanzar hasta el cine Palas, pero allí el movimiento de coches y peatones se detiene por completo.
– ¡Cuidado, no nos separemos! -grita Adrianí, y se agarra a mi brazo. Cinco metros más adelante Fanis agita una mano.
Un grupo de jóvenes que llevan la bandera griega a modo de capa pasan de largo entonando:
– ¡Franceses, cabrones, seremos campeones!
Uno de ellos me da una palmada en el hombro.
– ¡Muy bien hecho, abuelo! ¡Hay que salir a celebrarlo! ¡Menuda fiera, el yayo!
Un hombre de mi edad, a quien zarandean de un lado al otro, comenta emocionado:
– El pueblo unido jamás será vencido, señor mío. El pueblo unido jamás será vencido.
No sé si es el entusiasmo del griego que gana, aunque sea una partida de chaquete, o el entusiasmo del poli ante una manifestación pacífica, pero la cosa es que empiezo a disfrutar. Pero es mi sino: nueve de cada diez veces el principio de la diversión acarrea también su fin. Noto que Adrianí me tira de la manga.
– Te suena el móvil.
Debido a la insistencia de Adrianí, por un lado, y, a las quejas del departamento y las broncas de Guikas, que me llamaba dinosaurio con busca, por otro, acabé comprándome un móvil para que me dejaran en paz. Generalmente, es Adrianí o mis ayudantes quienes lo oyen sonar. Al final me compraré un Hyundai, para no ser un dinosaurio con Mirafiori.
Me llevo el teléfono al oído y me tapo el otro con un dedo, a ver si consigo oír algo. La voz de Vlasópulos llega del más allá.
– Comisario, tiene que ir al Estadio Olímpico enseguida. Es muy urgente.
– ¿Por qué? ¿Se ha venido abajo el techo de Calatrava?
– Puede, no tengo ni idea. Sólo sé que son órdenes del director. Él también va.
– Ven a buscarme con un coche patrulla. Te esperaré en la esquina de Formíonos con Ymitú. Es que si no, no llegaré nunca. Hay mucha gente.
Dejo a Adrianí al cuidado de Fanis y me largo. El Palas está a cinco manzanas de la esquina de Formíonos, pero tardo tres cuartos de hora en llegar. El coche patrulla ya está esperándome.
– ¿Cómo has venido tan rápido? -pregunto extrañado.
– Pedí un coche de Tráfico de Kesarianí.
Sonríe y espera un elogio por su ingenio, pero se queda con las ganas. El conductor enfila hacia Zografu para salir a la avenida Kifisiás, ya lejos del centro, y tomar la calle Spiru Luis desde Marusi. Por suerte, el camino está despejado, en Spiru Luis hay el tráfico de siempre y llegamos al OAKA [2] en un cuarto de hora.
En la entrada me espera un cincuentón alto de cara bronceada. Tan ansioso está, que se apresura a abrirme la puerta del coche como si fuera el portero de un hotel.
– Kalavritis, ingeniero.
– Comisario Jaritos. ¿Fue usted quien nos llamó?
– Sí. Acompáñeme, le enseñaré el motivo.
Le sigo al interior de las instalaciones olímpicas y en la penumbra vislumbro la mole del estadio y el techo de Calatrava en las alturas. A la izquierda, unas instalaciones provisionales recuerdan las casetas de tiro de los parques de atracciones.
– Están construyendo las cantinas -explica Kalavritis. Después señala algo parecido a una enorme valla-. Éste es el muro de las naciones. Sobre él proyectarán imágenes y dará la sensación de estar en movimiento.
– ¿Por qué no dejamos la visita turística para otra ocasión? -señalo.
Se recupera de inmediato de su delirio constructor.
– Tiene razón. Ya hemos llegado.
Me encuentro ante un lago enorme, con fuentes en el centro. Aún no lo han llenado, y el suelo a su alrededor está levantado. Los focos del fondo se encienden de repente y el espacio queda iluminado.
– Mire -dice Kalavritis, señalando un lugar fuera del lago.
Por entre la tierra removida asoma una mano con los dedos abiertos, como si estuviera insultándonos [3].
– Llama a la científica -le indico a Vlasópulos, que está a mi lado-. Y al forense. -Vlasópulos se va corriendo y yo me vuelvo hacia Kalavritis-. ¿Quién lo encontró?
– Los obreros albaneses que están plantando. -Y señala unos árboles raquíticos metidos en unos hoyos redondos como pozos-. Vieron una mano que salía del agua y me llamaron enseguida. Mañana deberíamos echar cemento en la plaza circundante, frente al muro de las naciones que le decía. Detuve los trabajos enseguida, metí a los operarios en una caravana para que no pudieran hablar con nadie más y llamé a la policía.
– Muy bien hecho. Ahora, llame a un par de obreros para que excaven.
– ¿No va a esperar a su director? Dijo que está de camino.
– ¿Por qué habría de esperarle? No será él quien coja la pala.
– No, pero… a lo mejor quiere estar presente cuando saquen al cuerpo.
– ¿Cómo sabe que va a haber un cuerpo? -Me mira sorprendido-. Quizá sólo hayan enterrado la mano -le explico.
La idea le produce un evidente alivio y suspira murmurando «ojalá». Cuando se dispone a salir en busca de los obreros, le detengo.
– Preferiría obreros que no sepan griego -le digo.
Se echa a reír.
– Ninguno de ellos habla griego. Llegan de noche en autocar desde Albania y por la mañana ya empiezan a trabajar, para terminar las obras a tiempo para las Olimpiadas. ¿Cuándo iban a aprender el idioma?
Ahora que me he quedado solo, observo la mano con más atención. Mi idea inicial no parece muy probable. La tierra alrededor está excavada hasta una profundidad considerable, y si sólo estuviera la mano, se habría caído o, al menos se habría inclinado a un lado. Mucho me temo que, cuando excaven un poco más, encontraremos el cuerpo que sostiene la mano. Rodeo el lago. El lado opuesto linda con un arco metálico que se extiende paralelo al techo de Calatrava, formando algo similar a un largo paseo cubierto. Parece que por el otro lado las obras ya han terminado. De repente, se me ocurre que los que plantaron la mano no la dejaron asomar por error, sino porque querían que la descubriéramos. Pero ¿por qué? ¿Por qué llamar la atención hacia alguien que, sin lugar a dudas, has asesinado y, con toda seguridad, has enterrado ilegalmente? Tal vez averigüe más cuando desenterremos al muerto.
Kalavritis aparece bajo el arco metálico, acompañado de un par de albaneses provistos de palas y azadas. Les enseño cómo deben cavar alrededor de la mano, para que no golpeen accidentalmente el cadáver y lo desmiembren. Poco después empieza a asomar un cuerpo que, a primera vista, parece masculino.
– ¡Mala suerte! -dice Kalavritis, decepcionado-. Hay un cadáver.
No le contesto porque, mientras tanto, yo había cambiado de opinión y ya me esperaba el hallazgo. Cojo una de las palas y enseño a los albaneses cómo quitar la tierra que cubre el cuerpo sin golpearlo. Así llegamos a desenterrar a un hombre de unos treinta y cinco años, completamente desnudo y con el pelo negro y rizado. Tiene los ojos cerrados y el antebrazo izquierdo pegado al muslo. La mano que nos insultaba era la derecha.
Sobre el vientre desnudo del muerto habían escrito con pintura negra: «Al Qaeda.»
– ¡No! -susurra Kalavritis a mi lado-. ¡Dios mío, eso no!
Yo no digo nada. Me quedo mirando la víctima desnuda de Al Qaeda insultándonos.
El agente americano está de pie detrás de Guikas, director de Seguridad y jefe mío, que tan pronto nos mira a nosotros como al tráfico de la avenida Alexandras a través de la ventana. A Guikas no le gusta nada tenerlo a sus espaldas, pero no puede evitarlo. En uno de los dos sillones que están delante del escritorio de Guikas se sienta Stavrópulos, el forense que ha hecho la autopsia de la víctima de Al Qaeda. El otro lo ocupo yo.
El agente americano se llama no-sé-qué Parker; no me acuerdo de su nombre de pila. Tiene unos treinta y cinco años, es alto y lleva el pelo rapado. Luce un traje de lino de color claro, una camisa azul marino y corbata. Me parecería más normal encontrármelo en una sucursal del Banco Nacional que en el despacho de Guikas.
Parker se da la vuelta detrás de Guikas y mira a Stavrópulos.
– So, tell me again -indica.
– Ya se lo he dicho -responde Stavrópulos en inglés-. Ese hombre murió de causas naturales.
– I don 't believe it. There must be some mistake.
Cada palabra del agente irrita más a Stavrópulos.
– No hay ningún error. El hombre murió de un infarto.
La conversación se desarrolla en inglés. Yo lo hablo con muletas, Guikas y Stavrópulos, con bastón, y Parker, sobre patines. Cualquiera le da alcance.
Entre nosotros: al americano no le falta la razón. ¿Cómo creer que ese tipo al que desenterramos desnudo, con la mano derecha en alto y las palabras «Al Qaeda» escritas en la barriga, falleció de muerte natural? Las mismas dudas corroen a Guikas.
– ¿Está seguro de haber descartado cualquier otra posibilidad, señor Stavrópulos? -pregunta en griego.
– Completamente, señor director.
– Cuéntelo con todo detalle en inglés, a ver si le convencemos.
– No hallamos rastros de estrofantina ni de estricnina en su organismo. Llenamos la cavidad torácica con agua, pero no aparecieron burbujas, lo cual elimina la posibilidad de que le inyectaran aire para provocarle un infarto.
– Nada de eso sería necesario -interviene Parker-. Pudieron matarle clavándole una aguja directamente en el corazón. Una mujer de Richmond acabó así con su marido.
– Quedaría un hematoma -aduce Stavrópulos de inmediato-. Lo buscamos, pero no había nada de eso.
– Según el ADN, era árabe -insiste Parker.
– También los árabes sufren infartos -replica Stravrópulos.
– Que yo sepa, sería la primera vez que un atentado terrorista produce una muerte natural -intervengo yo con mi inglés cojo.
Parker no me hace el menor caso, como si hubiera dicho la mayor tontería del mundo, y se dirige a Guikas.
– Quisiera que uno de nuestros forenses examinara el cadáver.
Guikas está en un aprieto. Se vuelve para mirar a Stavrópulos, quien se encoge de hombros con indiferencia.
– Que lo examine. No encontrará nada más.
Guikas no está del todo convencido.
– Debo informar al ministro, Fred. -Así recuerdo el nombre de pila del americano.
– Listen, Nic. ¿Qué tratamos de evitar? Que el presidente propague la noticia de que Atenas no es segura para los viajeros. ¿Te imaginas lo que pasaría? Los primeros en no venir serían nuestros atletas. Nadie quiere echar a perder los Juegos. El presidente, tampoco. Créeme.
Guikas tiene que tragarse el «Nic», además del chantaje. Llama al ministro. Le cuenta en pocas palabras lo que quiere el americano y se queda esperando instrucciones. Al final, dice «gracias, lo entiendo», y cuelga el teléfono. Luego se vuelve hacia mí.
– Me ha dicho que haga lo que pide éste, no vaya a ser que la prensa extranjera nos acuse de falta de seguridad cara a los Juegos Olímpicos. -Acto seguido se dirige a Parker-: Vale, el ministro lo aprueba -anuncia en tono agrio.
Parker se vuelve hacia Stavrópulos con una sonrisa radiante.
– El forense Garner estará con usted dentro de una hora. -Ve que nos hemos quedado de piedra y sigue sonriendo-: Estábamos seguros de su colaboración, por eso le llamamos ayer, para ganar tiempo -explica. Luego le da una palmada a Guikas en la espalda-. Thanks, Nic.
Por un lado, lo siento por Guikas. Por otro, recuerdo que cuando volvió de un seminario de seis meses con el FBI, hablaba maravillas de los sistemas y los métodos yanquis. Pues ahora que apechugue.
– ¿Qué hemos hecho hasta ahora? -pregunta Parker sin dirigirse a nadie en particular.
Guikas se vuelve hacia mí y espera que me explique.
– Estamos seguros de que el muerto no trabajaba en las obras. Nadie le conocía. Ahora tenemos que averiguar quién era, dónde vivía y dónde trabajaba, si es que lo hacía. Y eso llevará su tiempo. -Todo esto en un inglés macarrónico.
– Nada de eso es suficiente ni prioritario -dice Parker-. No nos importa quién era. Lo que nos urge averiguar es quiénes tienen relación con Al Qaeda en Grecia y han querido enviarnos un mensaje. Ya deberíamos haberlo investigado. -Después se dirige a mí por primera vez-: No eres lo bastante rápido -suelta-. You are not fast enough.
– No le hagas caso, tú a lo tuyo -interviene Guikas. Pero no habla en inglés, para apoyarme, sino en griego, para consolarme.
Me levanto sin pronunciar palabra y salgo del despacho. Si me despidiera de los otros dos sin hacerlo de Parker, sería una grosería. Así que decido no despedirme de nadie.
Mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, están en el Departamento de Extranjería tratando de averiguar la identidad del muerto que insultaba. Un pelotón de policías está peinando los lugares que frecuentan los emigrantes ilegales con la absurda esperanza de tener doble suerte: primero, que alguien le reconozca, y segundo, que quiera admitirlo.
El comentario de Parker me ha cabreado y opto por largarme para evitar estallidos inoportunos. Pido un coche patrulla y voy al OAKA, a ver si descubro algo que se me escapara la noche en que encontramos el cadáver. El tipo murió de muerte natural, de acuerdo, pero alguien pudo burlar las medidas de seguridad para enterrarlo junto al lago. Quien lo hizo ha de tener un pase y trabajar en las obras.
– ¿Puede darme la lista de los conductores acreditados de las obras? -le pido a Kalavritis, el ingeniero que me recibió la primera noche y que casi se ha convertido en mi cicerone permanente.
– Por supuesto. ¿Le serviría de algo?
– Alguien metió al muerto en el recinto. Es muy probable que fuera un conductor. Lo cargó en el camión y entró, convencido de que nadie le detendría. También me gustaría hablar con todos los obreros que trabajan en el lago, excepto con los que encontraron el cadáver. A ésos ya los interrogamos.
– ¡Necesitará un intérprete! -advierte riéndose-. Son todos albaneses. Le mandaré a Sotiris, el capataz que habla albanés.
Me acompaña a un despacho prefabricado y me trae la lista. Mientras le echo un vistazo, me doy cuenta de mi esperanza secreta: encontrar nombres de conductores árabes. Quedo decepcionado porque no hay ni uno. Son todos griegos.
Pronto llegan los primeros albaneses con Sotiris, el capataz, un muchacho que rondará los veinticinco. La foto del muerto no les dice nada, y tampoco han visto actividades sospechosas. Los únicos camiones que se acercan al lugar donde ellos trabajan son los que llevan los árboles y los que cargan cemento.
Los albaneses se suceden, Sotiris va traduciendo sus palabras, pero yo sigo sin averiguar nada nuevo.
– ¿Eres de Albania? -le pregunto.
– No, soy de Lárisa.
– ¿Y cómo has aprendido el idioma?
– De un albanés que me dio clases. -Se fija en mi mirada de asombro y se echa a reír-: Empecé a estudiarlo cuando todavía estaba en Formación Profesional, porque comprendí que serían los albaneses quienes construirían las instalaciones olímpicas. Salí de la escuela con el título de capataz y sabiendo albanés. Durante estos últimos cuatro años me ha ido de fábula. Está en mi curriculum: «Idiomas extranjeros: inglés y albanés.»
Dos horas más tarde, cuando ya sé que no voy a descubrir nada nuevo, suena el móvil. Es Guikas.
– Ven, el americano quiere hablar con nosotros.
El coche patrulla ya se ha ido y tengo que coger el autobús. Tardo tres cuartos de hora en llegar al despacho de Guikas. El único nuevo en el grupo es otro americano, un cincuentón con barba y camiseta, quien ha cogido una de las sillas de la mesa de reuniones y se ha sentado junto a Stavrópulos. Deduzco que es Garner, el forense americano. Stavrópulos me dirige una mirada de satisfacción.
Garner es el primero en hablar.
– Estoy de acuerdo con mi colega -dice en inglés-. Ese hombre murió de un infarto.
Tres pares de ojos se dirigen simultáneamente hacia Parker, como si hubiéramos estado esperando este momento. Nuestras miradas y el callejón sin salida en que nos encontramos le enfurecen, y se revuelve hacia Guikas como una fiera.
– This is foul play, Nicos -dice-. Al Qaeda está preparando algo y no sabemos qué. Me sentiría más tranquilo si hubiese sido una bomba humana o un cadáver decapitado. Porque al menos es lo habitual. Is standard terrorist procedure. ¿Una víctima del terrorismo que ha muerto por causas naturales? Something big is going on. Están preparando algo gordo.
– Por gordo que sea, no ha habido ningún crimen -intervengo yo.
Se vuelve y me mira como si acabara de detectar mi presencia y el hecho le molestara sobremanera.
– So? -pregunta.
– So, en Grecia no se puede investigar un crimen que no ha llegado a cometerse.
– Pero podemos aumentar las medidas de seguridad. -La observación va dirigida a Guikas, no a mí-. Es preciso colocar más cámaras en la calle. ¿Cuántas hay de momento?
– Unas doscientas cincuenta.
– Necesitamos más. Quiero ver a los responsables de los sistemas de seguridad dentro de un cuarto de hora. Fifteen minutes.
En realidad, yo ya habría podido marcharme, porque la seguridad no es asunto mío. Pero veo que Guikas me indica que me quede. Se van Stavrópulos y Parker. Los responsables de Seguridad para los Juegos Olímpicos llegan al cabo de una hora, y cuando han decidido en qué puntos es necesario reforzar las medidas, son casi las once y media.
Saco el Mirafiori del garaje de la jefatura y emprendo el camino a casa. La ciudad está tranquila y desierta. De no ser porque todas las ventanas están iluminadas, se diría que es el 15 de agosto. De vez en cuando pasa algún autobús o taxi apresurado. En cuanto doblo por Spiru Merkuris, un grito sale de todas las ventanas a la vez. Al principio, me parece inarticulado. Sólo a la tercera distingo la palabra «gol».
Al llegar a la altura del parque, las calles se han llenado de gente que grita y agita banderas. Un viejo que conduce un Mercedes de los años setenta saca la cabeza por la ventanilla y aúlla:
– ¡Es una vergüenza! ¡Ni cuando la Liberación había tantas banderas! [4]
El Mirafiori avanza centímetro a centímetro. Poco antes de llegar a la esquina con Eftijidu el tráfico se colapsa por completo y quedo atrapado entre coches que pitan rítmicamente y griegos abanderados que vitorean:
– E-e-e… o-o-o… ¡Campeones…!
En medio de este pandemonio no sé cuándo ha empezado a sonar el móvil, pero en un momento dado consigo oírlo.
– ¿Dónde estás, papi? -dice la voz de Katerina en el otro extremo.
– Estoy atrapado entre Spiru Merkuri y Eftijidu, y creo que estaré aquí unas cinco horas.
– ¡Muy bien, pues ahora vamos contigo!
– ¿Y tú dónde estás? -pregunto, porque había creído que me llamaba desde Salónica.
– En Atenas. He llegado esta mañana. No podía ver la semifinal contra Chequia sola en Salónica. Me habría dado algo.
– No salgáis de casa. Esto es un infierno.
– Pero ¿que dices? ¿Cómo vamos a quedarnos en casa una noche como ésta? ¡Todo el mundo está en la calle!
Cuelgo y decido esperar. De todas formas, tampoco puedo ir a ninguna parte. Me sentía muy orgulloso de que mi hija abogada saliera con un médico cardiólogo. Una letrada con un científico, la pareja ideal. ¿Cómo iba a imaginar que ambos son, ante todo, forofos del fútbol? Insondable, el alma humana.
Tres jóvenes empiezan a golpear el capó del Mirafiori entonando al ritmo:
– ¡Grecia, seguro, a Portugal dale duro!
El Mirafiori puede morir de muerte natural esta noche, como el cadáver que insultaba.
Entre sueños oigo la melodía de «Vamos como entonces» y creo encontrarme en la Plaka de mi juventud o en Kaníoglu de Nea Filadelfia a principios de los años sesenta. La canción suena una y otra vez, como si quisiera arrastrarme a bailar un vals, cuando oigo la voz de Adrianí a mi lado:
– Despierta, te suena el móvil.
Me incorporo sobresaltado y, aún medio dormido, busco el botón. Diez segundos después consigo oír la voz de Vlasópulos.
– Comisario, hemos encontrado otro cadáver. En la Estación del Norte. Pasaré por su casa en diez minutos.
Menos mal, porque el Mirafiori está en cuidados intensivos después de las bofetadas que le dieron cuando ganamos a Chequia.
Consulto el despertador de la mesilla, que indica las seis y cinco. Me levanto de la cama. Adrianí ha vuelto a pillar el sueño, pero debo despertarla para comunicarle el cambio de planes. Habíamos quedado en ir al aeropuerto para despedir a Katerina y Fanis, que salen para Lisboa. Fanis removió cielo y tierra, recurrió a sus contactos y consiguió dos pasajes en un vuelo chárter para la final.
– Después de tantos años con Fanis, nunca habíamos viajado al extranjero -se justificó Katerina.
– Id, hija mía. Aunque podríais haber empezado por Estambul y Santa Sofía, como todo el mundo.
Vlasópulos me espera con el coche patrulla delante de la puerta. Hace sonar la sirena, aunque sólo por cumplir el expediente, porque las calles están vacías.
– ¿Dónde lo habéis encontrado? ¿En el Intercity?
Me mira y se echa a reír.
– No. Ya verá.
En diez minutos llegamos a la Estación del Norte, aunque Vlasópulos pasa de largo y se detiene un poco más allá, delante de un flamante convoy de la nueva línea de cercanías.
– ¿Lo metieron en un tren de cercanías? -pregunto, atónito.
– Sí, antes de estrenarlo. Se ve que querían inaugurarlo.
Junto al tren hay dos coches patrulla y una ambulancia. Subo al vagón y me topo con Parker, el agente americano. Está de pie en medio del paso y conversa en voz baja con Guikas.
Prefiero no cabrearme a primera hora de la mañana y opto por echar un vistazo al muerto antes que nada. Es un tipo moreno, de rostro enjuto y con un bigotito fino. A primera vista me parece paquistaní, aunque bien podría ser un tamil de Sri Lanka; cualquiera los distingue. Está desnudo, como el muerto del OAKA, y en su pecho lampiño han escrito con rotulador verde: «Ansar Al Islam.» Tiene la mano derecha en alto con los dedos abiertos, como si estuviera insultándonos. Stavrópulos y Garner se inclinan sobre él y lo examinan detenidamente. Seguro que, mientras estaba vivo, el pobre jamás había recibido tantas atenciones.
– You know what this means: Iraq, Al Zarqawi! -suena la voz enfurecida de Parker a mis espaldas.
Me vuelvo y veo que se acerca con Guikas. Como se la tengo jurada desde nuestro último encuentro, ni siquiera me digno a responder. Dirijo una mirada interrogadora a mi superior.
– Es la organización que secuestra y ejecuta extranjeros en Irak. Zarqawi es el líder -me explica.
– A ése ya podía haberle llamado más tarde, al menos trabajaríamos tranquilos -le digo, señalando a Parker.
– Te comprendo, pero son las órdenes. Si existe la menor sospecha de un atentado terrorista, hay que avisar inmediatamente a los americanos.
Stavrópulos y Garner ya han terminado e intercambian opiniones en voz baja. Mientras, espero a que Stavrópulos quede libre para hacerle algunas preguntas preliminares, me aborda el jefe de estación.
– Disculpe, comisario. ¿Tardarán mucho?
– ¿Tiene prisa?
Me mira ansioso.
– Es que habíamos programado un recorrido de prueba con el señor ministro de Transporte y Comunicaciones. Llegará dentro de una hora, con la prensa.
– Cambien de convoy.
– Será difícil. Los otros no están a punto.
– Entonces, cancelen el viaje.
– ¡Imposible! -exclama aterrorizado-. Buscan cualquier pretexto para acusarnos de no estar preparados.
– ¿Qué quiere que le diga? Aunque a lo mejor al señor ministro le apetece viajar con un muerto que insulta.
Me toma por chalado y opta por marcharse. Stavrópulos ya ha dejado de hablar con Garner, y me acerco a él.
– ¿Alguna conclusión?
– Sí. Al menos exteriormente no se aprecian indicios de agresión. No le dispararon, ni le acuchillaron, ni le estrangularon, ni tiene magulladuras.
– Más de lo mismo, entonces. Éste también murió de muerte natural.
– Eso parece, aunque te lo confirmaré cuando hayamos hecho la autopsia.
Es evidente que Parker está manteniendo la misma conversación con Garner porque, en cuanto terminan, se dirige rápidamente a Guikas.
– ¿Recuerdas lo que te comenté el otro día, Nic? -dice en inglés-: This is big.
– Ha redactado una lista y quiere que procedamos a detener a unos islamistas -me explica Guikas en griego.
– Pues adelante. A lo mejor así nos deja hacer nuestro trabajo en paz.
– ¿Y si decide enviar unos cuantos a Guantánamo?
No sé qué responder y le miro en silencio. Los fotógrafos han empezado a fotografiar el cadáver y la científica está peinando el suelo. Dejo a los técnicos a lo suyo y bajo del tren. Vlasópulos ha traído al tipo que encontró el cadáver, un hombre de unos treinta y cinco años, encargado de los equipos de limpieza.
– En realidad no lo encontré yo -dice-. Abrí las puertas para que entraran los equipos a limpiar y poco después oí gritos. Lo descubrió una de las mujeres.
– Cuando echaste un vistazo, como dices, ¿no viste a un tipo sentado haciendo un gesto obsceno?
– No, yo subí en la cabina del conductor y el muerto estaba en el último vagón. No había mucha luz y tal vez no me fijé.
– ¿Cuánto tardó en entrar el equipo de limpieza desde que abriste la puerta?
Piensa un poco.
– Un cuarto de hora, más o menos.
– ¿Y mientras tanto el convoy quedó sin vigilancia?
Se encoge de hombros.
– ¿Qué podía pasar? ¿Que robaran los asientos y las puertas automáticas?
Quizá sea cierto que no vio al muerto, pero lo más probable es que quien fuera subiese al tren mientras las puertas estaban abiertas y el convoy, sin vigilancia.
La mujer de la limpieza sigue conmocionada y le cuesta hablar. Subió al vagón por la puerta de delante y vio a una persona que la insultaba. Al principio, le tomó por un bromista. Cuando se dio cuenta de que estaba en cueros y muerto, empezó a gritar y echó a correr. Punto final. Su testimonio apoya la hipótesis de que el muerto subió al tren en el cuarto de hora en que éste quedó sin vigilancia.
Vlasópulos interroga al resto del personal, aunque no averigua nada importante. Todos coinciden en que debieron de meter el cadáver por la parte de atrás de la estación, que por la noche queda desierta. Nadie vio ningún camión, de modo que debieron de traerlo en un coche pequeño. El hecho de que allí estuvieran aparcados camiones grandes cargados de mercancías facilitó las cosas a los autores. Escondieron su coche detrás de los camiones y esperaron el momento oportuno para bajar al muerto y llevarlo hasta el tren.
No me queda nada más por hacer y me dirijo a mi despacho. Durante todo el trayecto rezo por no volver a encontrarme con Parker. Parece que Dios atiende mis oraciones, a pesar de estar ocupado a jornada completa en ayudar a nuestro equipo a ganar el euro, como llamamos a la copa para abreviar, influidos por la moneda.
Mi despacho está tranquilo. Una de dos: o los periodistas no han olido todavía lo sucedido o intuyen la importancia del caso y corren directamente a hablar con Guikas, dejándome a mí en paz. Cinco minutos más tarde suena el teléfono. Es Stavrópulos.
– El hombre murió de tuberculosis -dice-. Los pulmones están hechos polvo.
– ¿Cuándo falleció?
– Calcula unas cuarenta y ocho horas. Más adelante lo sabremos con mayor precisión.
No puede ser, de un momento al otro saltará la buena noticia. Es cuestión de tiempo. Llamo a mis dos ayudantes.
– Pedid fotografías del segundo muerto al laboratorio y peinad los hospitales. En alguno de ellos debían de tratarle la tuberculosis.
Vlasópulos y Dermitzakis se marchan y yo informo a Guikas.
– O sea, que esta vez tampoco hay víctima.
– Depende. Si buscamos una víctima de asesinato, no la hay. Pero si se trata de la profanación de un cadáver, eso ya es otro cantar.
– ¿Tú qué piensas?
– De momento, nada. A primera vista, parece un atentado terrorista, aunque hay algo que no encaja y todavía no sé qué es.
– Tendré que informar a Parker.
– De eso ya se ocupará Garner. Estaba presente en la autopsia.
– Tienes razón. Cada uno a lo suyo. Nos pasamos de serviciales.
Me echo a reír y Guikas me observa cariacontecido. Sé que hemos entrado en la fase que exige más paciencia. Seguro que tardaremos días en llegar a alguna parte. Pero la suerte está de mi parte y Dermitzakis llama al cabo de dos horas.
– Le hemos localizado, comisario. En el Sismanoglio.
Entro en el ascensor para subir a informar a Guikas, luego se me ocurre que podría toparme con Parker, pulso el botón de parada y vuelvo a bajar.
Últimamente recurro tanto a los coches patrulla que ya me veo trasladado a Intervención Inmediata. Dermitzakis me espera en la escalinata del Sismanoglio y juntos nos dirigimos al despacho del director. Con él está el médico que examinó al muerto cuando ingresó en el hospital.
– Le trajeron una noche porque expectoraba sangre -dice el médico-. Estaba muy mal.
– ¿Cuánto tiempo se quedó en el hospital?
– Unas horas, supongo. Cuando volví a pasar, no estaba en su cama.
Da por sentado que conozco la razón y no se toma la molestia de explicármela. Muchos inmigrantes ilegales se escapan de los hospitales, por temor a que la dirección avise a la policía y sean deportados.
– ¿Tiene sus datos?
– Los tengo yo -interviene el director ejecutivo y me tiende la ficha del paciente.
Se llamaba Zia Sharif y era paquistaní, nacido en 1970. En la ficha figuraba una dirección en Llosia. Enviaré a alguien a comprobarla, aunque hay muchas probabilidades de que sea falsa.
Indico al conductor del coche patrulla que me lleve a casa, aunque podría coger el autobús. Las calles están desiertas por la final contra Portugal.
Ya son las nueve. Adrianí está planchando en la cocina.
– ¿No vienes a ver el partido? -pregunto-. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor vemos a los chicos con las caras pintadas de azul y blanco!
Sostiene la plancha en el aire y me dirige una mirada severa.
– Claro, si no lo dices, revientas.
Pero deja la plancha y viene a sentarse a mi lado. Para ser sincero, sí que temo ver a Katerina y a Fanis pintados con los colores de la bandera y, de tanto en tanto, echo miradas furtivas hacia las gradas donde están los nuestros. A medida que avanza el partido mi humor mejora, no sé si por el entusiasmo de nuestros seguidores o por la multitud de banderas. Medio campo está lleno de banderas griegas, unas tendidas como pancartas y otras ondeando al viento. ¿Se habrá despertado mi patriotismo? A saber. Tantos años de izar y arriar banderas en la academia, alguna secuela habrán dejado.
Cuando marcan el gol me levanto de un salto y empiezo a aullar sin darme cuenta, quizá para suplir dignamente la ausencia de Fanis.
– ¿Has visto? ¡Ha marcado el mismo que metió el gol contra Francia! -dice Adrianí-. Cómo se llama…
Yo no lo sé pero, justo en ese momento, el locutor pronuncia el nombre de Jaristeas.
– ¡Bravo, Jaristeas! -grita Adrianí con entusiasmo-. ¿Has visto? De cabeza, como ese día. ¡Menuda cabeza, hijo mío! ¡Un coco de hierro!
Mientras vuelven a mostrar la secuencia del gol, me parece ver a Katerina saltando, pero Dermitzakis interrumpe la escena.
– Nada, comisario. El paquistaní había dado una dirección falsa.
– ¡Están jugando la Copa de Europa y tú me llamas para hablar del paquistaní! ¡Qué demonios! ¿Te has contagiado de Parker? Déjalo para mañana.
Y cuelgo el teléfono.
Vuelta al pasado. En 1987, cuando ganamos la Copa de Europa de baloncesto, yo estaba apostado delante del hipódromo con una unidad antidisturbios, esperando la llegada de las multitudes para poner freno a su entusiasmo. Diecisiete años más tarde me encuentro en el interior del estadio antiguo, al frente de una unidad de vigilancia, esperando la llegada de los campeones de Europa. Por primera vez en mucho tiempo vuelvo a llevar uniforme y me siento recién salido del baúl con la naftalina.
La recepción en el estadio estaba prevista para las siete. Son las ocho y el autocar con los campeones todavía no ha aparecido. Hace calor, y mi cabeza suda bajo la gorra. Me pongo en contacto con Vlasópulos, que está cerca del Eginitio.
– ¿Alguna luz en el horizonte?
– No, y se rumorea que tardarán cinco horas en llegar al estadio.
– ¿Cómo viajan? ¿En carreta de bueyes?
– En autocar, pero ha quedado rodeado por la multitud y avanza a diez kilómetros por hora.
El estadio está lleno a rebosar desde las cinco y eso me preocupa. Hasta el momento, no hemos tenido que intervenir ni una vez. La gente corea consignas y canta sin interrupciones ni intermedios. No paran ni para respirar. Con el paso de las horas empezarán a inquietarse y a buscar válvulas de escape. Ya suenan las primeras consignas en contra de los albaneses.
– ¡Albaneses, capullos, acabaréis en el trullo!
– ¡Sinvergüenzas! ¿Habéis venido para celebrar la Copa, o para insultar a gente que no os ha hecho nada? -grita un cincuentón a los jóvenes que están sentados detrás de él.
– Ellos construyen las obras olímpicas por cuatro cuartos y nosotros les insultamos -añade el de al lado.
Los jóvenes pasan de todo y siguen coreando consignas contra los albaneses.
Un comisario baja del palco de autoridades y viene a mi lado.
– La cosa está que arde -dice-. El arzobispo y la alcaldesa están molestos con el retraso y nos culpan a nosotros.
También yo tengo los nervios de punta, porque no estoy acostumbrado a estar de pie y, pasadas ya tres horas, me duelen las piernas.
– Si no hubiese tanta gente, los traeríamos en helicóptero, pero así no podría ni aterrizar.
A nuestro alrededor las consignas se convierten en vítores y gritos de «aquí están los campeones», y finalmente los futbolistas entran en el estadio. Algunos aficionados entusiastas saltan al campo para abrazarlos, mientras los nuestros intervienen tratando de poner orden en el cotarro.
Algunas caras de los futbolistas me suenan, pero he olvidado la mayoría de los nombres. Al cien por cien, es decir, cara y nombre, recuerdo sólo a Zagorakis y al «alemán loco», como llaman los forofos a Rechangel. A medias, es decir, la cara sólo, recuerdo al «coco de hierro», como le llama Adrianí, el que metió el gol en la final.
Veo que el arzobispo baja del palco y me dispongo a escuchar la versión sacra de nuestro éxito futbolístico cuando suena mi radio.
– ¡Ven enseguida a jefatura! -ordena la voz de Guikas-. Te mando un sustituto.
– ¿Qué ocurre?
– Ven y lo verás.
Por su tono de voz ya adivino qué voy a ver. Llamo a Margaritis, director de la jefatura y amigo mío, para tratar de averiguar algo más.
– Pásate por aquí. No puedo hablar de esto por línea abierta -dice, con lo que mi preocupación aumenta exponencialmente.
Fuera del estadio impera el caos. Los seguidores fanáticos que han querido acompañar al autocar pretenden entrar en el recinto; mientras, los nuestros intentan disuadirlos, porque en el estadio ya no cabe ni un alfiler y hay un gran alboroto. Tardo casi media hora en encontrar un coche patrulla disponible que me lleve a jefatura. Me recibe Margaritis en persona.
– Ahora entenderás por qué no podía hablar -dice, y me conduce ante una fila de pantallas de televisión.
Delante de las pantallas están sentados técnicos de paisano y entre ellos Guikas, que no aparta la mirada de los televisores.
– La tercera -me indica Margaritis.
Miro y veo a un hombre que insulta a la cámara. Está desnudo y tiene la mano derecha levantada, como los dos anteriores. Sin embargo, en este caso hay dos diferencias: en primer lugar, se trata de un hombre negro, y en segundo, no lleva nada escrito en el cuerpo. En cambio, lleva un cartel colgado del cuello.
– Nos la envió el zepelín hace un rato -prosigue Margaritis-. Hacía un vuelo de prueba cuando detectó a un tipo sentado en un banco y haciendo ese gesto obsceno.
– Enséñale toda la serie -interviene Guikas.
En la pantalla aparecen fotografías sucesivas del muerto sacadas desde distintos ángulos, pero no me interesan. Sólo me llama la atención el cartel.
– ¿Pueden ampliar la imagen para ver qué pone? -pregunto a Margaritis.
El técnico que tengo delante empieza a pulsar las teclas del ordenador. La imagen se amplía hasta que puedo leer con claridad: «Hezbollah.» Qué bien, la colección completa, para que todas las organizaciones queden satisfechas, pienso.
– ¿Dónde le han encontrado? -pregunto a nadie en concreto.
El técnico vuelve a pulsar teclas. En la esquina inferior izquierda de la pantalla leo: «Calle Ermú, 20.20 h.»
– ¡Y luego dicen que el zepelín no vale lo que cuesta! -comenta Guikas-. Los caza al vuelo.
Sí, los insultos mortuorios.
– ¿A qué altura de Ermú? -pregunto al técnico.
– En el tramo que convirtieron en zona peatonal hace poco, de cara a las Olimpiadas. Pasada la plaza de los Santos Incorpóreos.
– Ya he dado orden que cerquen el recinto -anuncia Guikas-. Vete y yo informaré a Parker.
– ¿Es necesario?
Se vuelve y me mira con expresión agria.
– No quiero problemas, y menos justamente hoy, sólo porque a ti no te gusta colaborar -me espeta.
– Al menos, déme una hora de margen.
Aunque no me contesta, sé que me la concederá. Aviso primero al forense Stavrópulos y a la científica. Después llamo por radio a mis dos ayudantes y les indico que me esperen en la plaza de los Santos Incorpóreos.
Vamos por la avenida Alexandras para evitar el tráfico y, con la sirena en marcha, llegamos a la plaza en diez minutos. Vlasópulos y Dermitzakis ya están allí. Stavrópulos y la científica, aún no.
Desde la plaza accedemos al nuevo tramo peatonal de la calle Ermú, que termina a la altura de la avenida Pireo. A la derecha se alza un edificio neoclásico que está siendo restaurado. El muerto se encuentra sentado en un banco unos cuarenta metros más allá, de cara a una calle empinada provista de barandilla de madera que termina en una especie de rellano. En la fotografía no se apreciaba pero, visto al natural, parece dirigir su imprecación a alguien que está en el descansillo.
Aparentaba más edad que en la foto. Su cabello rizado empieza a encanecer. Tiene la boca entreabierta y le falta la mitad de los dientes inferiores. Debe de tener más de cincuenta años, aunque con los negros nunca se sabe. Es posible que su aspecto avejentado se deba a la dureza de su vida.
– ¡Tampoco éste tiene heridas visibles! -dice Stavrópulos detrás de mí-. Salvo que le hayan apuñalado por la espalda, pero lo dudo. -A pesar de todo, da la vuelta al banco para asegurarse-. Nada. Ni puñalada, ni tiro en la nuca. -Cuando se dispone a sacar sus instrumentos, yo le detengo.
– Llévalo al depósito ahora mismo. No perdamos tiempo.
Mientras trasladan el cadáver a la ambulancia, una limusina negra llega a toda velocidad y se detiene justo delante de nosotros. De su interior sale Parker.
– Wait, wait -grita, y corre hacia la ambulancia-. I must have a look at him.
– Esperad, quiere verle -indico a los camilleros.
Ellos dejan la camilla en el suelo y observan con curiosidad a Parker, que examina al muerto. La mano derecha del cadáver está insultando al aire. Stavrópulos le informa de que no hay indicios de violencia.
– Esto es de locos. This is sick! -exclama Parker, furioso-. Y la cosa irá a más, porque los islamistas están enfermos. -Luego se vuelve hacia mí-. ¡Y usted aún no ha hecho nada! -me recrimina-. You have done nothing so far.
– ¿Por qué? ¿Lo ha hecho usted? -contesto, cabreado.
Tiene la respuesta preparada.
– Es su responsabilidad. It’s your job. Nosotros sólo estamos aquí para ayudar. -Entonces me comunica que Guikas nos espera. Now! No sé si fue Guikas quien convocó la reunión o si se la impuso éste.
Se ofrece a llevarme con la limusina.
– Gracias, pero he venido en un coche patrulla -respondo. Me ha ofendido cuanto ha querido y no pienso deberle el transporte.
Menos mal que se me ocurrió la brillante idea de mandar a Parker directamente al despacho de Guikas porque, nada más salir al rellano, veo a un pelotón de periodistas delante de mi oficina. A la tercera va la vencida. Las dos primeras veces conseguimos mantenerlo en secreto, pero parece que ahora alguien se ha ido de la lengua.
– ¿Qué es esa historia del muerto en la zona peatonal, comisario?
– ¿Es cierto que hace un gesto obsceno?
– ¿Y que lleva colgado un cartel con el nombre de Hezbollah?
Intento pararles los pies.
– En estos momentos no puedo deciros nada.
– ¿A qué viene tanto secretismo? -Se alza la voz indignada de un periodista de la televisión-. Se rumorea que no es el primero, que ya ha habido otros muertos antes.
– ¿Hay sospechas de un atentado terrorista? -pregunta otro.
– Tened paciencia, se emitirá un comunicado oficial.
La promesa de un comunicado oficial los calma un poco y aprovecho la oportunidad para escaparme.
– ¿Cómo se han enterado? -se extraña Guikas.
– Por jefatura -contesto-. Alguien fue al lavabo y aprovechó la ocasión para hacer una llamadita.
Me mira en silencio. Parker, que no participa en esa conversación hecha en griego, nos interrumpe con una teoría nueva. Aunque me crispe los nervios, he de reconocer que es el único que tiene ideas.
– Estos cadáveres desnudos significan algo. Son un mensaje. A message.
– ¿Qué mensaje? -pregunta Guikas.
– De la cárcel de Abu Graib -responde Parker en tono triunfal-. Las fotos más ofensivas de Abu Graib mostraban a iraquíes desnudos. Quieren recordárnoslos.
– Es una idea interesante -observa Guikas satisfecho, porque necesita desesperadamente agarrarse a algo.
– Hay algo que no encaja.
Parker se vuelve y me mira.
– ¿Qué es lo que no encaja?
– El insulto. This. -Y levanto la mano con los dedos abiertos para dárselo a entender, ya que no sé cómo se dice «insulto» en inglés-. Este gesto obsceno de insultar es típicamente griego. Es imposible que la conozcan los árabes.
Parker tiene la respuesta preparada.
– Es para despistarnos. They are trying to mislead us. Esto indica que los autores viven en Grecia y la conocen. Hemos de averiguar qué iraquíes de los que viven aquí tienen parientes en Abu Graib.
De vuelta en casa, me encuentro con Katerina y Fanis, que deliran de entusiasmo por la victoria.
– ¡Por lo poco que hemos podido ver, Lisboa es una ciudad preciosa! -dice Katerina-. ¡Y la gente, qué amable! Piensa, mamá, que a pesar de su derrota, nos estrechaban la mano y nos sonreían.
– ¡Nosotros haríamos lo mismo! -sentencia Adrianí.
Me acuerdo de los jóvenes que insultaban a los albaneses en el estadio. Fanis quiere decir algo, pero Katerina le manda callar con un ademán.
– Me pareció verte dando saltos en la televisión -le digo.
– Ni sé lo que hice en medio del entusiasmo. Es muy posible que estuviera dando saltos.
– Todos saltábamos. ¡Sólo los imbéciles no saltaban! -apostilla Fanis.
Suena mi móvil y la conversación queda interrumpida.
– La causa de la muerte fue insuficiencia renal -anuncia la voz de Stavrópulos-. No se le podría calificar de víctima. Le faltaba un riñón. Es posible que se lo extirparan, o también que lo vendiera.
– ¿Cuándo murió?
– Hace veinticuatro horas, más o menos.
De repente, comprendo qué es lo que no encajaba en la teoría de Parker. Los muertos no estaban desnudos para hacernos recordar Abu Graib. Estaban desnudos porque los habían robado, del depósito o bien de la funeraria.
Vuelta a la rutina. Katerina toma el tren de las ocho para Salónica y su doctorado. La acompaño a la estación, porque Fanis tiene turno de mañana. Hemos quedado en que vendrá a cenar esta noche. Katerina calcula que presentará su tesis dentro de seis meses y que luego volverá a Atenas, para gran alborozo de todos los interesados, sobre todo mío, porque por fin me libraré de los gastos que implica su estancia en Salónica.
De vuelta a la rutina. Forman parte de la misma los baches, las calles excavadas, los raíles del tranvía, las obras del periférico y las aceras levantadas. Me cuesta Dios y ayuda sacar el Mirafiori sano y salvo de estas trampas y conducirlo de una pieza hasta mi casa.
– Las nuevas aceras tienen carril para ciegos -anuncia Adrianí.
– Han confundido los cegatos con los ciegos.
– ¿Por qué?
– ¡A lo mejor en Grecia somos todos medio cegatos, pero no tenemos tantos ciegos como para que sean necesarias las aceras especiales!
Me fulmina con la mirada y coge el carrito para ir al mercado. Quiere comprar berenjenas para hacer imam, uno de los platos preferidos de Fanis.
Decido ir al trabajo en autobús, porque tenemos aceras para ciegos pero no carriles para cacharros y, si el Mirafiori se cae en una zanja, tendrán que sacarlo con escaleras mecánicas, que tanto se han puesto de moda.
Cambio de autobús y al cabo de media hora llego a Alexandras. Vlasópulos me ve pasar y corre detrás de mí.
– ¡Le hemos localizado! -anuncia satisfecho-. Seguía una terapia en el Tzanio.
– Llámales y diles que quiero hablar con el director del Departamento de Diálisis.
El director es un cuarentón que se llama Meskos. Nos espera en su despacho, con el historial clínico del africano abierto encima de su escritorio. Lo toma para hojearlo.
– Se llamaba Abdala Abu Sahín y era de Sudán -nos dice-. Nacido en 1960. Era paciente nuestro desde marzo de 2002.
– Según la autopsia, sólo tenía un riñón. ¿Era así, o se lo extirparon después de la muerte?
– Sólo tenía un riñón. Dijo que el otro se lo habían extirpado, algo más que probable. No creo que pudiera venderlo en las condiciones en que estaba. Claro que nunca se sabe, hay muchas estafas en el tema de los trasplantes.
– ¿Murió en el hospital?
– No. Según veo, tenía hora para una sesión de terapia, pero no acudió.
El director consulta su reloj para darme a entender que ya me lo ha contado todo y que tiene otras cosas que hacer. No le culpo, aunque me queda una última pregunta.
– Si hubiera muerto en el hospital y nadie hubiese reclamado el cuerpo, ¿a dónde lo habrían llevado?
– Al depósito -responde sin vacilación-. Cuando está previsto que un cadáver sea repatriado, ha de haber una dirección para avisar a la familia y alguien debe cubrir los gastos del traslado. Hasta entonces, permanece en el depósito. -Hace una pequeña pausa y añade-: Generalmente, sin embargo, no se dan estas condiciones y el muerto termina en algún laboratorio o facultad de medicina para servir a propósitos educativos o de investigación.
Mando a Vlasópulos y a Dermitzakis a investigar en las inmediaciones del depósito, por si alguien hubiera visto un coche sospechoso los días en que encontramos los cadáveres. Nos separamos y yo me dirijo al Departamento Forense.
Stavrópulos está rellenando formularios en su despacho. Levanta la cabeza y me mira extrañado.
– ¿Tú por aquí? No sueles visitarnos.
– He venido para hacerte una pregunta, pero no te apresures en contestar. ¿Cabe la posibilidad de que ya hubieras visto estos cadáveres antes de que te llamáramos para practicarles la autopsia?
– Que les hubiera visto… ¿dónde? ¿En el metro? -pregunta con ironía.
– No, aquí. En el depósito.
– ¿Me estás tomando el pelo?
Le explico mi teoría. Los tres cuerpos tuvieron que ser robados, ya fuese de la morgue de algún hospital o del depósito de cadáveres. El segundo y el tercero no habían muerto en el hospital. Si éste fuera también el caso del primero, que murió de un infarto, sólo pudieron haber robado los cadáveres del depósito.
Mi teoría no le gusta nada. Se levanta de un salto y me dice, indignado:
– ¿Te has vuelto loco, Jaritos? ¿Qué crees que es el depósito? ¿Una verdulería?
– ¿Qué riesgo corría quien robó los cadáveres? Estamos hablando de tres árabes que no tenían dónde caerse muertos. El ladrón sabía que nadie los reclamaría.
– No sé si sabes que nosotros también somos un organismo público. Aquí también hay archivos y protocolos.
– Ya lo sé. Veamos los puntos en común. El gesto obsceno, que conecta a los tres cadáveres, tuvo que esbozarse antes de comenzar el rigor mortis. ¿Es cierto?
– Cierto.
– Por lo tanto, el autor de los robos debió de tener acceso inmediato a los cuerpos.
– También es cierto.
– Y ahora una pregunta: cuando traen a un muerto a las tres de la madrugada, ¿lo registráis enseguida o lo dejáis para la mañana siguiente?
Se siente incómodo y responde a regañadientes:
– Normalmente, lo dejamos para la mañana.
– Entonces, alguien que hiciera el turno de noche habría podido manipular un cadáver y sacarlo del depósito sin que nadie se percatara. El cadáver no estaba registrado, por lo tanto, para vosotros no existía.
Suelta un largo suspiro.
– Quién se lo iba a imaginar… -murmura.
– Nadie. Yo tampoco, al principio. Hazme un favor. Averigua discretamente si algún miembro del personal estaba de guardia las tres noches en que fueron robados los cadáveres.
Mientras le espero llamo a Vlasópulos para ver si han localizado algún coche sospechoso.
– Un Toyota Yaris, comisario. Las fechas coinciden. Se fijó en él un vecino que padece de insomnio y suele pasarse las noches en el balcón. Imaginó que se trataba de un asunto de drogas, porque el coche aparecía siempre a eso de las dos de la madrugada. Hacia las tres él se acostaba y el Yaris seguía allí. Por la mañana ya no estaba.
– ¿Color?
– Plateado, aunque estaba oscuro y no podría jurarlo.
Stavrópulos regresa y se sienta a su escritorio. A juzgar por su expresión deduzco que mi teoría se ha confirmado.
– Pavlos Orkópulos, trabaja por convenio. Estuvo aquí las tres noches.
– ¿Le tocaba la guardia nocturna?
– La primera noche, sí. Las otras dos, no. Se cambió el turno con un compañero. Está matriculado en Formación Profesional y dijo que prefiere trabajar de noche, porque se está más tranquilo y puede estudiar para los exámenes de septiembre. -Calla y me mira-. ¿Y ahora qué hacemos?
– Nada. Si me lo llevo para interrogarle, lo negará todo y nos será difícil demostrar que fue él quien robó los cadáveres. Pero alguien tuvo que introducir el cuerpo en el Estadio Olímpico. O sea, que hay un cómplice.
Llamo por teléfono a Kalavritis, el ingeniero del Estadio Olímpico, y le pido que me espere junto a la entrada a la obra dentro de un cuarto de hora.
– Pon la sirena y pisa a fondo -le digo a Vlasópulos, que ha venido a buscarme con un coche patrulla. Quiero llegar antes de que algún listillo avise a Parker y tenga que cargar con su presencia.
Kalavritis me espera en la entrada, paseándose nervioso arriba y abajo.
– ¿Hay alguna novedad? -pregunta, y su mirada me dice que preferiría que no la hubiera.
– Quiero una lista de los coches registrados en la obra.
Su inquietud va en aumento.
– Si ha de haber un escándalo, debo informar a la dirección de la empresa. No quiero cargar con la responsabilidad.
– Lo que buscamos no tiene nada que ver con la empresa ni directamente con las obras -le tranquilizo.
Vuelve a acompañarme a la oficina prefabricada, donde espero. Estoy sobre ascuas pero, por suerte, no llego a quemarme porque Kalavritis no tarda ni cinco minutos en presentarse con la lista. Más o menos por la mitad veo el Yaris y leo el nombre del propietario: Sotiris Kumerkas. Mando a Vlasópulos en busca del coche y pido que me traigan a Sotiris, el capataz que presume de saber albanés en su curriculum.
– ¿Otro interrogatorio de albaneses? -pregunta él, sonriendo.
– No, hemos terminado con el interrogatorio y con los albaneses. Sólo queda una pregunta. Quiero que me digas cómo los trasladasteis.
– ¿A quiénes?
– A los muertos del depósito. ¿Los llevabais envueltos en una sábana?
Se produce una pequeña pausa.
– ¡Al final lo ha descubierto! -dice impertérrito y sin dejar de sonreír.
– Sí, y a tu cómplice, también. Orkópulos.
Sigue sonriendo tan tranquilo.
– En el asiento trasero del coche. Los sentábamos detrás y, un poco más abajo, retirábamos la sábana hasta la cintura -Se echa a reír-. Parecían hombres vivos que insultaban al conductor del coche que iba delante.
– ¿Por qué lo hicisteis? No lo entiendo.
– Fue Orkópulos quien me dio la idea. Una tarde que íbamos juntos en el coche vi que no dejaba de hacer el gesto. Cuando le pregunté a quién insultaba, me dijo que a las cámaras instaladas para los Juegos Olímpicos. «Insulto a los maderos que controlan las cámaras», explicó. Entonces, se me ocurrió otra cosa: dejar en ridículo el sistema de seguridad al completo.
– ¿Por qué? ¿Qué ganabais con eso?
– ¡Vamos, comisario! -exclama indignado-. ¡Setenta mil policías en las calles, más el zepelín, más las cámaras! Queríamos organizar unos Juegos Olímpicos y hemos vuelto a los tiempos de la dictadura. Y todo eso porque los americanos nos contagian el miedo al terrorismo como si fuera el sida. Nos drogan con sus sistemas de seguridad. Se nos ocurrió ridiculizarlos con muertos que insultan para demostrar que no valen nada.
– Pues con las cámaras os habéis equivocado. No hay ningún policía mirando. Sólo hay una cinta que graba el tráfico. Y ¿quieres que te diga una cosa? Entre nosotros. La mitad pronto serán inservibles. Porque los nuestros tendrán demasiada pereza para cambiar las cintas, o se olvidarán de hacerlo, o estarán ocupados en cualquier otra cosa.
Me mira fugazmente decepcionado, pero enseguida se recupera.
– ¡Sí, pero lo del muerto y el zepelín sí que fue bueno! -grita entusiasmado-. Imagínese, todo un zepelín, dos millones de euros mensuales en alquiler, y lo único que pilla es un muerto que lo insulta con la mano. ¡Qué metedura de pata!
– Todo esto es provisional, Kumerkas. No volveremos a los tiempos de la dictadura que, de todas maneras, tú no viviste.
Se echa a reír de nuevo.
– ¡Vamos, comisario! En Grecia todo va al revés. Nada más permanente que lo provisional y nada más provisional que lo permanente. Le daré un ejemplo. Mañana por la mañana salen los suyos y anuncian: se realizarán controles estrictos y se impondrán cuantiosas multas a todos los operadores de maquinaria que no lleven casco. Un gran milagro que dura tres días, como diría mi madre. Pasado ese tiempo se olvidarán y volveremos a lo de siempre. Ahora dicen que las cámaras son provisionales, que sólo las han instalado para los Juegos Olímpicos. Pero seguro que después de los Juegos se inventarán mil excusas para no retirarlas y dejarlas donde están indefinidamente.
– ¿Y vale la pena ir a la cárcel por eso?
– ¡Expresamos el sentir popular! -replica con orgullo-. Mañana la prensa y los medios de comunicación se pondrán de nuestra parte, por no decir que nos declararán presos políticos. Aunque nos caigan un par de años, seremos famosos, como Kenderis y Zanu. [5] Si abrimos una cafetería, serviremos cafés a cuatro euros y cañitas a cinco, y amortizaremos este episodio en menos de un año.
Lo dejo en manos de Vlasópulos e indico a Dermitzakis que me lleve a Orkópulos, el futuro socio, a comisaría. En el momento de salir de la zona de obras veo llegar la limusina de Parker. El vehículo se detiene justo delante de mí y el americano baja como un rayo, fuera de sí.
– ¿Qué significa esto? -grita en inglés-. ¿Por qué no me ha informado? Siempre actúa a mis espaldas. You are operating behind my back.
– Finish-le digo en tono cortante.
Me mira asombrado.
– Finish? -repite mecánicamente-. What do you mean?
Le veo como al entrenador de los portugueses y me entran ganas de dar saltos como hizo Rechangel, que tomó las riendas del equipo sin ninguna esperanza y lo condujo a la victoria final.
– ¡Todo ha terminado! -insisto, y le explico lo ocurrido.
Me escucha con cara de pasmo y, para cuando acabo, ha tenido que cerrar el pico. Luego se echa a reír y me da una palmada en la espalda, entusiasmado.
– Great, Kostas! -exclama. Y sigue en inglés-: Not, I'm sure that nothing will happen. Estoy seguro de que no pasará nada.
– ¿Y eso? ¿Hemos ganado puntos en su estima? -pregunto en tono irónico.
– ¡Si a nosotros nos han vuelto locos, seguro que también volverán locos a Al Qaeda! -responde y me rodea los hombros con el brazo con la intención de meterme en la limusina.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Chipre e Imia representan derrotas políticas y territoriales frente a Turquía. Aquí Adrianí mezcla el fútbol con la política. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Iniciales en griego de Centro Atlético Olímpico de Atenas. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En Grecia, la mano levantada con los dedos abiertos es un gesto obsceno. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Se refiere a la liberación de los nazis, cuando el ejército alemán se retiró de Atenas tras cuatro años de ocupación. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Se refiere a Kostas Kenderis y Katerina Zanu, los velocistas griegos que fueron descalificados para los últimos Juegos Olímpicos por haber fingido un accidente en moto para evitar un control antidoping. (N. de la T.)