177688.fb2 Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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De refilón

Ambas manos sostienen con fuerza las cajas llenas de peras. Las palmas, vueltas hacia arriba y con los dedos juntos, sirven de base, mientras los pulgares sujetan la última caja, la de más arriba, como si fueran ganchos. Los antebrazos desaparecen en el interior de dos mangas a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Al puño de la izquierda le falta el botón y las puntas se menean extrañamente.

Los pies han encontrado refugio en un par de zapatillas deportivas de lona. La tela es de color granate, aunque encima hay una capa negra o marrón, según el color del barro que la cubre.

– ¡Allí no! ¡En la otra pila, donde pone A-A! ¡Te lo he dicho mil veces! ¡Serás idiota!

El pie izquierdo da un giro brusco para cambiar de dirección y se hunde en uno de los charcos del camino. El agua salta como de una fuente que acabara de ponerse en marcha. Los téjanos negros no absorben las salpicaduras, las escupen, y las gotas van resbalando una tras otra, lentamente al principio, tanteando la superficie, y después más rápido, como si estuvieran deslizándose por una rampa bruñida. Las más débiles se quedan atascadas en la rodilla derecha, allí donde el tejido está desgastado, pero gracias al ímpetu acumulado superan el obstáculo y siguen bajando hasta el calzado de lona.

– ¡Si estropeas las peras me las pagarás, inútil!

El pie derecho da un salto repentino a la derecha y queda suspendido en el aire para evitar el charco, mientras los brazos se afanan desesperadamente por sujetar la carga. Por un instante, las cajas pierden el equilibrio y se tambalean, pero los pulgares-gancho las retienen y les permiten recuperar la estabilidad.

Los pies ya pisan las losas con firmeza, sin encontrar más obstáculos. Sólo retroceden un paso cuando van a tropezar con unas naranjas caídas y aplastadas, que evitan con destreza antes de seguir avanzando hacia la pila de cajas. Los brazos se levantan y las cajas quedan suspendidas en el aire, luego bajan con cuidado y quedan depositadas sobre las demás peras. Los pulgares se relajan y los antebrazos empiezan a asomar por entre las rendijas de las cajas.

La piel recuerda la del pescado, similar a la lubina, de un color blanco sucio que vira al gris hacia los nudillos y con estrías que se vuelven más profundas cerca de las articulaciones. Las uñas no son prolongaciones de los dedos, sino apéndices escamosos de tres colores: negros en los extremos, blancos en el centro y amarillentos en la raíz. El tinte amarillento se expande por los dedos segundo y tercero de la mano derecha, mientras que el pulgar de la izquierda carece de uña.

Las manos se desplazan despacio hacia los bolsillos del pantalón. La izquierda se esconde enseguida en su refugio, aunque la derecha cambia de opinión en el último instante y vuelve a dirigirse a las cajas de peras.

Los dedos empiezan a recorrer la madera de arriba abajo con dulzura, suavemente, como si la acariciaran. Llegan a la cuarta caja y se meten rápidamente por la rendija. Al salir, cobijan en el hueco de la mano una pera envuelta en su pañuelito blanco. El pulgar y el meñique la sostienen pegada al pantalón, mientras la palma forma una pantalla que oculta la fruta.

La mano derecha se mete apresuradamente en el bolsillo derecho del pantalón, como una alimaña que se refugia en su madriguera para esconder la presa. Los pies reemprenden el camino, ahora ya más lenta, más ociosamente, a ritmo de paseo y no de trabajo. El derecho da un giro lento, el izquierdo lo sigue. Caminan pegaditos a unos montones de cajas vacías y tiradas de cualquier manera, unas de pie, otras de lado y otras más, medio rotas.

Los pies se detienen allí donde terminan las hileras de cajas y empieza un muro desnudo. En la base crece un poquito de hierba, amarilla y pisoteada. Los pies trazan un círculo de noventa grados delante de la hierba, el izquierdo por delante y el derecho algo rezagado. Las rodillas se doblan al unísono y bajan hacia el suelo, hasta quedar al mismo nivel. Luego se separan, con la punta del pie derecho mirando hacia uno de los edificios y la punta del pie izquierdo hacia las pilas de cajas vacías que acaba de dejar atrás.

La mano derecha sale lentamente del bolsillo del pantalón con la pera entre los dedos. La sacude un poco para quitar la envoltura de seda y luego empieza a llevarla a la boca, muy lentamente, como si quisiera retrasar el primer mordisco.

Un segundo par de pies aparece en escena y se dirige al primero. Caminan a buen ritmo y en línea recta, sin desviarse. La colisión se produce cuando el pie izquierdo recién llegado avanza inesperadamente y tropieza con el tobillo que ya estaba allí. El pie derecho recién llegado pierde el equilibrio y da un traspiés en el aire. Por un momento, parece que va a caer encima del otro par de pies, pero consigue adelantarse y al aterrizar arrastra la mano derecha que sostenía la pera. La palma de la mano, sorprendida, deja caer la fruta. La pera va a parar sobre la hierba mojada, con las marcas de la dentadura que la ha mordido contra el suelo.

El pie izquierdo recién llegado se arrastra sobre el otro pie izquierdo como si quisiera empujarlo, se engancha en el espacio entre ambos pies, consigue liberarse, tropieza con el pie derecho rival y lo arrastra consigo. Al final, se detiene junto al otro pie derecho, aunque con la rodilla algo doblada.

– ¿Qué? ¿Descansando a las once de la mañana? ¡Inútil! ¿Qué te has creído? ¿Que sigues en tu país, comiendo a costa del partido?

El segundo par de pies se aleja aún más rápido, con el ímpetu que confiere la mala leche. Los dedos de la mano derecha se abren y abrazan la pera. La huella del mordisco se ha ensuciado. Los dedos levantan la pera y la acercan al pantalón, cambian de dirección en mitad del recorrido y la llevan hacia la manga del brazo izquierdo. Apoyan la cara mordida de la pera al tablero de ajedrez y empiezan a frotarla en diagonal, como se mueven los alfiles en una partida. El movimiento se repite varias veces, luego los dedos cambian de rumbo y llevan la pera hacia la boca. Al mismo tiempo ambos pies se mueven hacia las rodillas, para dejar espacio libre y evitar nuevas colisiones.

– Eh, Tuerto, ve a Stamatakos; que te dé cinco cajas de melones y me las traes al camión.

– ¿Por qué dar trabajo siempre a él y no dar a nosotros?

– Porque cobra la mitad que vosotros. ¡Despierta, tío, esto es la globalización! ¿Sabes qué significa globalización? Que todos los muertos de hambre de los Balcanes pueden venir aquí para trabajar por un mendrugo de pan. Y que yo puedo dar el trabajo al que come menos. ¡Esto es la globalización!

– Él no ser nuestro.

– ¡Me importa un pito! Oye, Tuerto. ¿Aún estás ahí?

La pera a medio comer cae de la mano y va a parar al suelo, mientras ambos brazos se desplazan hacia atrás. Los dedos se pegan al muro y empiezan a subir. El cuerpo se levanta apoyándose en las plantas de los pies. Cuando ya está del todo erguido, los pies dan media vuelta para enfilar la recta que apunta al edificio de enfrente. Ahora mantienen el rumbo fijo hacia su destino, como un barco que se dispone a atracar en el puerto.

El suelo del edificio está sembrado de verduras: lechugas, coles, tomates, coliflores; toda una huerta pisoteada. Los pies avanzan con destreza entre hortalizas, pisan con firmeza las hojas más grandes y evitan las más resbaladizas. A su alrededor se libra una guerra verbal en todos los frentes, por los precios y por atraer a los compradores ensalzando el atractivo de los productos.

Los pies, que seguían acercándose a las cajas de los melones, se detienen bruscamente a cierta distancia. La mano izquierda se mete en el bolsillo del pantalón mientras la derecha empieza a rascar el brazo izquierdo cubierto por la manga ajedrecística. Un frotamiento de espera y turbación.

– Darme cajas con melones.

– ¿Cómo voy a dártelas a ti, si Zeofanidis quiere al Tuerto?

– Yo hacer con mismo dinero.

– Eso díselo a Zeofanidis. Yo cumplo sus órdenes no tengo ganas de líos con los mafiosos. Tuerto, ven aquí.

El pie derecho vuelve a ponerse en marcha en primer lugar, el izquierdo lo sigue, y mientras los pasos se agilizan, ambas manos se tienden en línea recta hacia delante, como si les urgiera agarrar las cajas, antes de que cualquier otro las atrape. Los pies van a parar delante de las cajas con los melones. Las manos se aferran a las primeras cinco cajas. Los pies, sincronizados, retroceden un paso para que las manos dispongan de espacio suficiente para tomar impulso y levantar las cajas. Pero la carga pesa mucho y, en cuanto las cajas se separan del montón, caen hacia el suelo. Las manos las siguen, incapaces de detener la caída, al tiempo que las rodillas se doblan en vano, sin conseguir ofrecer su ayuda a las manos. Las cajas aterrizan sobre el pie derecho, que no ha logrado retirarse con la misma rapidez que el izquierdo. Las manos quedan brevemente paralizadas, incapaces de reaccionar. No obstante, se recuperan enseguida, cuando la primera caja se vence hacia un lado y los melones amenazan con rodar por el suelo. Ambas manos bajan a la vez y se convierten en barrotes que aprisionan las cajas e impiden la caída de los melones. Permanecen así unos instantes, después el cuerpo vuelve a enderezarse, aunque sea con dificultad, mientras las manos tiran de las cajas y las levantan. Los pies dan media vuelta lentamente, con cuidado, como ciegos que tantean el suelo en busca de obstáculos. El pie izquierdo avanza con normalidad pero el derecho se arrastra un poco, le cuesta dar el siguiente paso y obliga al izquierdo a rezagarse para esperarlo.

La camioneta está aparcada delante del edificio, medio cargada ya de tomates, coliflores y sacos de patatas y cebollas. Los pies están cansados. A medida que se acercan a la camioneta, el derecho se arrastra cada vez más y el ímpetu del izquierdo va disminuyendo. Las manos tiemblan y las cajas se separan del tórax, tambaleándose. El pie izquierdo da un último saltito hacia delante, el derecho se arrastra una vez más y los dos se reúnen junto a la carrocería. La tensión de los brazos se relaja de golpe y las cajas caen en el interior del vehículo con un crujido extraño.

– ¡No las dejes ahí, en el borde! ¡Hatajo de inútiles! ¡Sois el colmo de la vagancia! Sube y empújalas hacia el fondo.

Pies y manos se quedan quietos por un instante, como si no acertaran a decidir si deben obedecer o marcharse de allí. Las manos son las primeras en obedecer: se agarran a la carrocería para izar el resto del cuerpo. Las piernas no tienen más remedio que conformarse. Las manos empujan las cajas en diagonal a la derecha, hacia el espacio vacío en el fondo de la camioneta. Pies y manos aguardan un momento la llegada de otra orden y, al ver que no se produce, los pies se acercan al borde del cajón y saltan al suelo, sin que las manos opongan resistencia.

– Zeofanidis está en las oficinas. Dice que te pases por allí para cobrar.

De nuevo media vuelta y los pies enfilan el camino al edificio. Ahora caminan lentamente, con desgana, arrastrándose imperceptiblemente por el suelo. Los brazos cuelgan y se mecen sin ritmo, como si dieran bandazos. Los pies vacilan un momento delante del edificio, luego doblan a la derecha y se dirigen a una puerta que pone: «Caballeros.» El pie derecho empuja la puerta y la mantiene abierta para que pase el pie izquierdo. Luego suelta la puerta, que se cierra a sus espaldas.

En el suelo, un charco sucio de tamaño mediano. Los pies chapotean con indiferencia, tal vez para limpiar las zapatillas de deporte granates, y se dirigen al primer cubículo libre, que carece de puerta, al igual que los demás. Las huellas ennegrecidas de las pisadas, unas encima de otras, dibujan un extraño mosaico. A ambos lados de la taza hay montones de papel higiénico, pañuelos de papel y trozos de periódico. Algunos muestran restos de inmundicia, otros los ocultan porque han caído del revés.

Los pies se acercan al retrete y se separan bruscamente, como si hubieran intercambiado palabras ofensivas y quisieran seguir caminos distintos. Hay suciedad reciente en la escasa agua del fondo, restos secos en las paredes y dos moscas enormes que no dejan de inspeccionar el conjunto. La mano derecha busca la cremallera del pantalón y la baja. La mano izquierda se mete en la abertura, saca el pene y lo sujeta con firmeza entre el índice y el pulgar, formando un anillo que se desliza lentamente y obliga al pene a estirarse sobre la taza. Cuando la mano izquierda llega al extremo del pene, la derecha acude para sostener el miembro en el momento en que empieza a salir la orina. Es de color amarillo oscuro y choca con fuerza contra la pared posterior de la taza, salpicando todo alrededor. El chorro va mermando poco a poco, la orina cae cada vez más cerca, hasta que se desprenden las últimas gotas.

La mano derecha roza el pene con la palma para meterlo de nuevo en el interior del pantalón, pero el miembro no parece dispuesto a obedecer. Empieza a estirarse y pierde su flaccidez. La mano no insiste, se retira y deja el pene libre. Éste empieza a bajar, pero la erección lo mantiene paralelo al suelo. La palma izquierda pasa por debajo del pene y empieza a acariciarlo suavemente, con ternura, mientras el cuerpo se inclina un poco hacia delante. El pene permanece por un rato paralelo al suelo, hasta completar su erección. Después cambia de dirección y empieza a subir lentamente, paso a paso, como si estuviera aburrido de mirar la taza del váter y quisiera ver el techo. La palma izquierda se ha retirado y las manos no hacen ningún esfuerzo por detener la trayectoria del pene.

– ¡Así que estás aquí, gilipollas! Zeofanidis te buscaba. Date prisa, porque tiene que irse.

Bruscamente, la mano izquierda abre la abertura del pantalón mientras la derecha agarra el pene y trata de hacer dos cosas a la vez: empujarlo hacia abajo y meterlo en la bragueta. Pero el pene está duro y va por su cuenta; prefiere la trayectoria ascendente. Las manos se asustan, la izquierda suelta la abertura del pantalón y aprieta el pene, la derecha lo empuja hacia el interior. Pero la bragueta ya se ha cerrado y la mano izquierda tiene que abandonar el intento de ayudar a la derecha para volver a abrir el pantalón. El pene no puede resistir tanta presión, se curva y entra de mala gana, mientras la mano izquierda se apresura a subir la cremallera.

Los pies abandonan los lavabos a paso ligero, casi a ritmo de marcha militar, apresurándose en dirección a la camioneta cargada de cajas.

– ¿Dónde coño te habías metido? Tengo prisa. ¡Gilipollas! Tendría que haberme marchado sin pagarte.

La mano derecha se adelanta con la palma abierta, dispuesta a recibir los billetes.

– Mañana te quiero aquí a las seis. Ojito, no vayas a dormirte. ¡A ver si me dejas colgado!

Los billetes caen lentamente, de uno en uno, en la palma de la mano. El pulgar se levanta y se cierra como un resorte sobre cada uno de ellos. La caída de billetes se detiene y la mano se repliega para apretarlos. El pie izquierdo gira a la izquierda y echa a caminar, esperando que el derecho dé el siguiente paso. La mano derecha mete los billetes en el bolsillo del pantalón.

De repente, otro par de pies surge de la nada y se planta delante de los primeros. Los dos pares de pies y manos quedan inmóviles por un instante, enfrentados. Después la mano derecha recién llegada desaparece detrás de la espalda. Al reaparecer, la hoja de un cuchillo brilla entre los dedos.

– ¡Eh, que éste ha sacado un cuchillo!

– Tú, a lo tuyo. Eso no va con nosotros. Ellos son así. Se rajan a la mínima de cambio.

La mano derecha que lleva los billetes se detiene antes de meterse en el bolsillo del pantalón. La palma aprieta todavía más el dinero, mientras la izquierda se levanta con cuidado para proteger el tórax.

Sin querer, los pies retroceden un paso. Están dispuestos a dar la vuelta y echar a correr, cuando la mano que tiene el cuchillo inicia un movimiento recto muy preciso, con la destreza que confiere el hábito, y lo clava en el otro vientre.

– ¡Que le mata, cojones!

– Entra en el coche y no te busques problemas.

– Le está matando por cargar con tus cajas.

– Buscaré a otro, que las cargará por menos dinero. Y si le mata a él también, encontraré a otro aún más barato. Las leyes del mercado son inflexibles.

El cuchillo vuelve a clavarse. La mano derecha se abre y los billetes caen lentamente al suelo, encima de unas naranjas podridas. La mano que no sostiene el cuchillo baja y recoge el dinero. Los pies dan media vuelta y desaparecen por donde han venido.

Primero, la mano derecha acude a la herida derecha. Luego, la mano izquierda acude a la herida izquierda. Ambas muestran las palmas, manchadas de rojo. Dos gotas caen de la mano izquierda sobre una de las zapatillas color granate, que las absorbe. Las manos quedan abiertas y un tanto curvadas, como si estuvieran expuestas al público. Las piernas empiezan a doblarse, poco a poco al principio, después a ritmo de derrumbe. Llegan al suelo y se estiran, mientras ambos brazos se extienden hacia los lados, con las palmas siempre vueltas hacia arriba, muy rojas. La punta del pie derecho mira al cielo, el pie izquierdo sigue inclinándose en ángulo cerrado, imitando la torre de Pisa, y allí se queda. Inmóvil.