La tipa que escribe esta historia me ha mandado a una de las islas de la línea árida, apenas una talla más grande que una roca. El cascarón que hace el recorrido nos desembarca a las tres de la mañana, con dos horas de retraso, y los pasajeros salen medio dormidos, con los baúles agitándose a sus espaldas como lanchas neumáticas en la estela de un yate.
Soy el único que no dispone de coche ni de comité de bienvenida. Miro a mi alrededor, pero ¿qué hay que ver? Una pared de piedra a diez metros y una palmera detrás del muro roban parte de la luz que llega del puerto. El resto, bultos negros en la noche. Casi me he hecho a la idea de que tendré que recorrer a pie el camino hasta el pueblo cuando se detiene a mi lado una camioneta agrícola cargada de cebollas.
– ¿Adonde vas, paisano? -pregunta el conductor.
– Al pueblo.
– Sube.
Tomo asiento a su lado y la camioneta arranca jadeando, con el tubo de escape agitando la noche cada diez metros.
– ¿Dónde te alojas? -pregunta el conductor.
– Todavía no lo sé.
¿Cómo explicar que la tipa que escribe la historia lo quiere así? Que llegue a un islote de la línea árida sin medio de transporte ni noción de dónde voy a alojarme.
– Estás de suerte -dice él-. Yo tengo unas habitaciones para alquilar.
Miro por el parabrisas. Sólo veo la estrecha franja de camino de tierra que iluminan los faros del coche. El conductor calla y conduce a ciegas. Ahora que ya se ha asegurado un cliente, no es preciso que siga hablando.
La tipa que escribe la historia me ha mandado aquí para que mate a una cincuentona. Se llama Aliki y, si la fotografía que vi de ella le hace justicia, es una morena desgarbada de pelo corto, con la cara llena de arrugas. Mira a la cámara con la sonrisa lánguida de la alcohólica que en vano se empeña en hacerse querer.
Cuando pregunté por qué tenía que matarla, la tipa me paró los pies.
– Tú no preguntes. El móvil es cosa mía.
No insistí. Sé que estoy condenado a interpretar el papel de malo, de modo que callo y cumplo con mi trabajo. En esta ocasión, además, me ha impuesto ciertas condiciones. No puedo matarla con un arma; prohibido usar cuchillo o pistola. Puedo tirarla por un barranco o empujarla al mar por un precipicio.
Al menos he tenido suerte con la habitación. Es limpia y tranquila. Ahora estoy sentado en el café de enfrente tomando un café batido, mientras el sudor va bajando de mi nuca a la espalda en lentas gotas. A las diez de la mañana el sol ya abrasa los muretes de piedra, las rocas que asoman por entre los hierbajos secos y las casas encaladas con sus postigos azules.
Me estoy preguntando cómo encontraré a la tal Aliki cuando la veo salir de la misma casa donde me alojo. La tipa no ha dejado nada al azar, pienso. No va vestida de negro, como en la fotografía, sino que lleva una camiseta de algodón, una falda estampada y un ancho sombrero de paja, adornado con una cinta roja. Lo único que no puede disimular es su cara arrugada y esa mirada ausente que tienen los alcohólicos por la mañana. Hace un calor abrasador, pero ella pide un Nescafé caliente, sin leche. Será que el café batido no basta para mantenerla en pie. Saca del bolso una libreta, donde empieza a anotar algo. Alas tres palabras sostiene el bolígrafo en el aire y proyecta su mirada a lo lejos, hacia las rocas que centellean bajo el sol. Vuelve a sus anotaciones. Algo me dice que este escribir y soñar promete, y pido otro café batido.
«Lo haré», repetía Jimmy una y otra vez. Esta vez no habría obstáculos: ni móvil, que detestaba conocer, ni relación alguna con la futura víctima. Esta vez se trataba de una tal Aliki, de quien no disponía más datos, a la que tenía que matar sin saber por qué.
«¡Lo haré! -afirmó resueltamente para sí mientras miraba a la tal Aliki, que otra vez mantenía el bolígrafo suspendido-. Es la oportunidad que he estado esperando para librarme del cutrerío y llegar a ser alguien.» Y tomó otro sorbo de café.
Cada vez que levantaba la vista de la libreta y antes de pasearla por el paisaje circundante, Aliki observaba a través de sus gafas de sol al tipo que estaba sentado a la mesa de al lado.
«¿Por qué no me quita los ojos de encima? -se preguntaba-. ¿Qué quiere? Si le gusto con esta pinta, seguro que es un pervertido.»
Y con este pensamiento se levantó para ir a bañarse a Tsiguri.
He hecho algunos progresos. Desde hace dos días consigo estar siempre a su lado. Esta mañana, en Tsiguri, hemos tomado el sol a dos metros de distancia, aunque mirábamos en direcciones opuestas de la playa para fingir que no nos veíamos.
Ahora es la una de la madrugada y estamos sentados a mesas contiguas en el Egli, el pequeño bar que extiende sus dominios por el paseo marítimo. A través de los altavoces nos llega una música que parece elegida al azar: cantos tradicionales, canciones melódicas, Madonna y música de las islas.
Aliki termina la cuarta garrafita de aguardiente a palo seco y yo, el segundo café batido. Apura la copa, deja el dinero encima de la nota con la cuenta y se levanta. La dejo pasar de largo mientras pienso que quizás éste sea el momento apropiado. A lo mejor puedo aprovechar que se tambalea y la tiro al mar. Pero un imprevisto me obliga a cambiar de planes. Al pasar por mi lado, se detiene para afianzar el equilibrio, se vuelve y me sonríe.
– Nosotros dos somos como un menú barato -dice-. Pita y café. -Y se echa a reír.
Sonrío lo justo para disimular mi turbación. Intento pensar en una respuesta, pero ella se me adelanta.
– ¿Te importa si me quedo un rato contigo? -Se sienta e indica al camarero que le sirva la quinta garrafita-. ¿Me acompañas para tomar la última?
– Tal vez no te conviene beber más. -En cuanto lo suelto, maldigo mi estupidez. En lugar de disuadirla, debería estar animándola.
Por suerte, no necesita que la animen.
– ¿Y qué quieres que tome? ¿Café? -responde con una sonrisa irónica.
– Te ayudaría a despejarte un poco.
– ¿Y a ti quién te ha dicho que quiero despejarme? -De repente, sus propias palabras le producen pánico-. No, no, tranquilo… ¡no voy a contarte por qué me doy a la bebida! -Y para demostrármelo me echa los brazos al cuello y me da un beso-ventosa en la mejilla-. Mira… eres un encanto y me apetece mucho tomar una última copa contigo.
Y sigue abrazada a mi cuello. No sé si por ternura o
porque tiene miedo de caerse si me suelta.
Sus habitaciones estaban a medio camino de Mesaría. Durante el trayecto Jimmy iba sosteniendo a Aliki, porque ella tropezaba constantemente, ya fuese con alguna piedra o con sus propios pies, y corría peligro de caer. Cada vez que la ayudaba a enderezarse, ella prorrumpía en elogios:
– Ya sabía yo que eras un caballero. Lo supe nada más verte.
Y acto seguido intentaba darle un beso, intento que
fracasaba la mitad de las veces, porque no conseguía
estirar el cuerpo lo suficiente.
Al final, la llevó hasta la casa. Lo más difícil fue subirla al primer piso. Aliki llegaba al tercer escalón, tropezaba y caía hacia atrás. Al cuarto intento, Jimmy desistió, la levantó en brazos y empezó a subir las escaleras.
– ¿Por qué me sigues a todas horas?
La pregunta fue inesperada y esta vez fue Jimmy quien estuvo a punto de caerse. Consiguió mantener el equilibrio al tiempo que buscaba una respuesta desesperadamente. Por suerte, la propia Aliki lo sacó del apuro.
– Deja, no me lo digas. De todas formas, mañana ya no me acordaré.
Cuando llegaron a la puerta de su habitación, ella le abrazó con más fuerza y le susurró:
– Quédate conmigo esta noche.
De pronto se le ocurrió que podría matarla allí mismo, en su cama. Sería facilísimo. Le bastaría con doblar una toalla del baño y cubrirle la cara.
– Quédate, por favor… Puedo… No estoy tan borracha… -susurró Aliki. De repente, se deshizo en sollozos-. No, no lloraré mientras lo hagamos… -le aseguró-. Te lo prometo. Sé controlarme.
Jimmy empezó a desnudarla lentamente, casi con ternura. Aliki cerró los ojos y empezó a sonreír pese a las lágrimas. Cuando llegó a las braguitas y el sujetador, ella se volvió de costado y empezó a roncar.
Ya había cogido la toalla y se disponía a salir del baño cuando reparó en la cuchilla que ella usaba para afeitarse las piernas. ¿Por qué con la toalla? Pensó. ¿No sería más inteligente cortarle las venas, para que pareciera un suicidio? Se sintió muy orgulloso de su idea pero, al inclinarse sobre la mujer para cogerle la muñeca, la vio así, borracha, marchita, con el pecho colgando dentro del sujetador y la boca entreabierta, y lo invadió una tristeza infinita. Arrojó la cuchilla encima de la cama y salió a toda prisa de la habitación.
– Soy un fracasado -se repetía una y otra vez mientras recorría el camino de tierra mal iluminado-. Por eso nunca he llegado a ser más que un personaje secundario. Nadie quiere a los personajes que se desvían sin razón de la historia.
A los cien metros los faros de un coche iluminaron el camino que tenía delante. Hizo una seña al conductor y él se detuvo a su lado.
– Sube, si vas al puerto -le dijo.
En el puerto, el transbordador acababa de bajar la escotilla.
– ¿Puedo sacar el pasaje en el barco? -preguntó Jimmy al oficial.
– ¿Para dónde?
– Para Pireo.
– No acepta pasaje para Pireo. Han cambiado el recorrido. Primero irá a Amorgós y mañana volverá a pasar para recoger a los pasajeros que van a Pireo.
Esta vez, Jimmy no se libró de la caminata.
La tipa que escribe la historia no quiere que abandone la isla bajo ningún concepto y seguirá poniéndome pegas hasta que cumpla sus órdenes. La caminata de anoche me aclaró las ideas y me sentí avergonzado. No te echas a llorar por ver a una mujer desgraciada en la cama. Al contrario. La matas por piedad, para librarla de sus penas.
Hilvano estos pensamientos mientras tomo mi café batido. Aliki sale de la casa y se acerca a mí sonriendo. El color de sus ojos parece deslavado y su mirada está turbia.
– Hoy te llevo de excursión -anuncia.
– ¿Adonde?
– A Nikiá. Junto a la costa hay un pueblo abandonado. ¿Sabes ir en moto?
– Sí.
– Vale, tomo unas notas y nos vamos, ¿de acuerdo?
Saca la libreta, escribe algo y vuelve a guardarla en el bolso.
Antes de llegar a la tienda donde alquilan ciclomotores, se detiene de repente en medio de la calle y me mira.
– ¿Sabes? Esta mañana me ha pasado una cosa muy rara: me he encontrado una cuchilla de afeitar en la cama.
Me lo suelta tal cual y me pilla desprevenido, aunque consigo mantener la calma.
– Seguramente te la dejaste olvidada después de bañarte.
– Es más probable que intentara cortarme las venas sin conseguirlo -replica y se ríe.
El camino a Nikiá es estrecho, plagado de curvas cerradas y malezas caídas en la calzada. Ni un árbol, ni por asomo. Sólo el mar no se pierde nunca de vista, aunque vayas hacia la montaña, como nosotros.
En la explanada, el camino se bifurca. Un brazo sube hacia el pueblo; el otro baja hacia el mar y el pueblo abandonado.
– Nosotros vamos hacia el mar -dice Aliki, y señala el camino.
Mientras avanzamos, la aldea fantasma va surgiendo ante nosotros, con sus casas de piedra encantadas, comunicadas mediante escalones y escaleras que conducen al pequeño puerto pesquero. Me quedo absorto contemplándolo cuando oigo a mi lado la voz de Aliki.
– La cuchilla de afeitar no la olvidé yo. La dejaste tú anoche. -Me vuelvo y la miro sorprendido. Ella añade-: Querías matarme, pero por alguna razón cambiaste de opinión. -Y sonríe, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo.
– ¿Te has vuelto loca?
La tipa que escribe la historia seguramente me dará una bofetada por recurrir a una frase tan manida.
– Sé que has venido a la isla para matarme -insiste Aliki.
Me trago la lengua y me quedo mirándola.
– No es necesario que disimules. -Sigue hablando con tranquilidad y sonriendo-. Todo me ha ido mal en la vida. Soy un completo fracaso, cada dos por tres tengo que someterme a desintoxicación. Si me matas, me harás un favor. Sólo te pongo una condición.
Guarda silencio y yo sigo sin abrir la boca. Me guardo las espaldas para ver adonde quiere llegar.
– Quiero que me tires al puerto desde el punto que elija yo, para convertirme en otro fantasma.
Se me ocurre que la tipa que escribe la historia me da tantas facilidades que es como dar un paseo en patinete. Si vuelvo a fracasar, no sólo no tendré un lugar en la historia, es que no lo tendré ni en los chistes.
Aliki va y se planta justo por encima del pueblo abandonado.
– ¡Aquí! -indica-. Tú te pones detrás de mí. Yo cerraré los ojos y tú me das un pequeño empujón, como si estuviéramos jugando.
Me sitúo en silencio detrás de ella. Así como está, inmóvil, no sé si ha cerrado los ojos y espera, o si contempla el Egeo.
Aliki se arrepintió en el mismo instante en que sintió las manos de Jimmy en los hombros. Inició un movimiento brusco para apartarse a un lado.
– ¡No, no quiero! -le gritó-. ¡Para, he cambiado de opinión!
Quiso huir hacia la explanada, pero Jimmy la agarró por los brazos.
– Vamos, tenemos que terminar con esto, tanto tú como yo -le dijo-. Aunque no queramos ninguno de los dos, tenemos que terminar con esto.
Le dio un fuerte empujón. Desesperada, Aliki se aferró a su camiseta y, al despeñarse hacia abajo, lo arrastró con ella. Empezaron a caer ante los escalones del pueblo fantasma, ante las casas encantadas y las ventanas vacías, hasta abajo, hasta el rompeolas en ruinas y las rocas que estaban esperándoles.
«Tantas borracheras y es la primera vez que veo el mundo mientas caigo en picado», pensó Aliki. Su última idea fue que le gustaba el espectáculo.
– ¡Desde luego, la gente se ha vuelto completamente loca! -comentó el joven que leía el periódico en la plaza.
– ¿Por qué? -preguntó la chica que lo acompañaba, más por educación que por auténtico interés.
– Escucha esto: «Ayer se suicidó la escritora Aliki Fotiadi. Encontraron su cadáver en el pueblo abandonado de Nikiá, con una nota en la libreta: "La escritura es mi vida. Ya no puedo escribir, por tanto, ya no puedo vivir." Su editor nos comentó que las dos últimas obras de Aliki Fotiadi fueron muy mal recibidas por el público y la crítica, y que esto provocó una honda depresión en la autora.»
– ¿Y qué? ¿Por qué te extraña tanto? -preguntó la chica.
– ¡Despierta! -exclamó indignado el joven-. ¿Quién se suicida hoy en día por unos libros?
Tomó un sorbo de café batido y abrió las páginas de economía.