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Se apostaba en la acera de Satovriandu, entre la avenida Patisíon y la del Tres de Septiembre. Un sitio extraño para un limpiabotas. Los pocos que aún quedan en Atenas están en la avenida Panepistimíu, entre las calles Vukurestíu y Sina. ¿Quién iba a acudir a un limpiabotas en los peligrosos alrededores de la plaza Omonia? A juzgar por su actitud, nadie. Estaba sentado con los brazos apoyados en las rodillas y, con los ojos entornados, escuchaba música de un viejo casete, reliquia de los años ochenta. El sonido llegaba ahogado a mis oídos y no alcanzaba a distinguir de qué se trataba. Desde luego, de canciones griegas, no. Estas no requieren tanta atención. Sólo cuando pasé por su lado los sonidos cobraron nitidez y empecé a reconocer el Concierto para violín de Mendelssohn.
En Atenas se ven muchas cosas. Pero, desde luego, nunca se verá a un taxista con la radio del coche apagada ni a un limpiabotas que escuche a Mendelssohn. Quizá me esto lo que me impulsó a lustrarme los zapatos, y no la nostalgia de los betunes de antaño ni el deseo de contribuir a la economía de una profesión en proceso de extinción.
Cuando apoyé el pie en el estribo, el limpiabotas bajó discretamente el volumen de su casete. Los dedos medios de sus manos formaban un ángulo extraño, como si estuvieran deformados por la artrosis. Sostenía los cepillos con el pulgar, el índice y el meñique, mientras los demás dedos permanecían inmóviles. Le sobraba práctica, porque los cepillos acariciaban la piel del zapato con buen ritmo y a gran velocidad. En el momento en que la orquesta iniciaba la segunda parte del concierto, él ya había terminado y daba unos golpecitos a la suela con el cepillo, para que bajara el pie.
Mi camino no me lleva a menudo por la calle Satovriandu. Mi vida cotidiana transcurre en el eje Marusi-Mesogia [6], que recorro una o dos veces al día, de modo que transcurrió más de un mes antes que volviera a encontrarme en esa vía peatonal. El limpia estaba en la misma posición, con su cajón y su casete. En esta ocasión, la música sonaba más impetuosa pero más confusa. De nuevo, sólo cuando estuve a un paso de él logré distinguir la cadencia del Concierto para violín de Beethoven. Cuando vio que apoyaba el pie en el estribo, bajó el volumen de la música, como en la anterior ocasión.
– No es necesario que la bajes, no me molesta -le dije-. Aunque, claro, el casete no hace justicia al sonido de la gran orquesta. Sobre todo, al aire libre.
Dejó de lustrar y me dirigió una mirada de curiosidad.
– ¿Cómo sabes que el Concierto para violín de Beethoven es para una gran orquesta?
– También sé que los conciertos de Vivaldi o de Mozart no lo son.
Quiso añadir algo, pero cambió de opinión y siguió lustrándome los zapatos. La expresión de su rostro indicaba que no pensaba rebajarse a hablar de música conmigo.
– ¿Te extraña que supiera que el Concierto para violín de Beethoven es para una gran orquesta? -insistí, porque su actitud empezaba a crisparme los nervios.
– Me extraña encontrar a un griego que entienda de música clásica.
– ¿Por qué? Tenemos orquestas sinfónicas y también todo un Palacio de la Música.
Se echó a reír.
– Sí, tenéis todo eso, pero os falta el amor. Nosotros, en Bulgaria, amamos la música clásica más que vosotros. Sé que no me crees, pero es tal cual. -Hablaba bien el griego, con un pesado acento del norte.
– ¿Por qué no iba a creerte?
– Porque los griegos siempre os consideráis superiores en todo.
Su mirada volvía a ser desafiante, pero esta vez intenté responder con calma.
– De acuerdo, es posible que no seamos tan aficionados a la música clásica como vosotros, pero tampoco es que nos dé alergia. No a todos, al menos.
– ¿Cómo se suele decir? ¿Él que se quema con el caldo sopla hasta el queso?
– No, hasta el yogur. Él que se quema con el caldo sopla hasta el yogur. ¿Por qué? ¿Tú te has quemado?
Optó por no responder y se dedicó a lustrarme los zapatos. Observé que sostenía el paño con fuerza entre los dos dedos de la mano derecha, mientras los del medio colgaban, incapaces de ayudarle.
– ¿Tocabas el piano?
– El violín -contestó con cierta reticencia.
– ¿Y por qué lo dejaste? ¿Por la artrosis? -apunté, señalando los dedos.
Dejó el paño y me regaló una sonrisa sardónica.
– No se me había ocurrido. A partir de ahora diré que fue por la… ¿cómo la has llamado?
– Artrosis. ¿Quieres decir que no se debió a la enfermedad?
Volvió a reír.
– No, fue cosa de la mafia. Ellos me rompieron los dedos para que no pudiera tocar.
¿Por qué rompería la mafia los dedos de un músico? Seguro que no era uno de los capos de la noche, ni el propietario de un club nocturno. Era un violinista. Supuse que me estaba mintiendo. Los emigrantes ilegales lo hacen a menudo, sea para conseguir algún beneficio o porque quieren crear una personalidad nueva, a la medida de su nuevo país.
Él vio mi mirada recelosa en el momento de coger el dinero, pero no dijo nada. Se limitó a sacar de un compartimento de su cajón, junto con el cambio, un papel doblado en cuatro. Me lo tendió sin hacer ningún comentario.
Era la fotocopia de un diploma del Conservatorio Estatal de Sofía y, sujeta con un alfiler, la traducción oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores de Grecia. La traducción detallaba que Christo Stoitschef había completado los cursos de violín clásico del Conservatorio Estatal de Sofía con sobresaliente. Eso certificaba que no era un mentiroso, pero no explicaba por qué la mafia le había roto los dedos, salvo que tocara insoportablemente mal, cosa que no parecía muy probable.
Le devolví los documentos en silencio. Al guardarlos con cuidado en el pequeño compartimento, sacó una tarjeta y me la tendió. Llevaba escrito a mano y con temblorosas letras mayúsculas su nombre y el número de un teléfono móvil. Y por debajo, también con letras mayúsculas: «Profesor de violín.»
– Quizá sepas de algún niño que quiera tomar clases -dijo-. Para enseñar a tocar no es necesario usar los dedos. Basta con explicar correctamente.
Tenía razón, aunque no se contrata a un profesor de violín con los dedos rotos, como no se contrata a un profesor de esgrima al que le falta una mano. Pero no quise decepcionarle y opté por una respuesta vaga.
– Vale, si sé de alguien, ya te avisaré.
De nuevo me observó con su expresión irónica. Era evidente que trataba de encontrar algún alumno por cuestión de orgullo, aunque ni siquiera él mismo creía que fuera a conseguirlo.
Estábamos sentados a una de las mesas del asador en la esquina de Satovriandu con Doru, justo detrás del puesto del limpia. Al final, la promesa que le hice no había resultado tan vaga. Le había encontrado un puesto como profesor de violín en un centro de educación especial. No puedo decir que la junta y la directora estuvieran encantados con mi propuesta, aunque conseguí convencerles de que un profesor minusválido se ganaría más fácilmente a los niños.
Esto es lo que le explicaba mientras comíamos; él, una ración de pollo con pita y yo, una de hamburguesas. En esta ocasión no me dedicó su habitual mirada de ironía, sino una de incredulidad. Le costaba creer que la tarjeta escrita a mano que había entregado pocos días atrás a un desconocido bastara para cambiar su suerte. Para ser sincero, mi interés por él no estaba exento de segundas intenciones. Me intrigaba cómo un músico se puede liar tanto con la mafia como para que terminen destruyendo su carrera. Sólo se me ocurría que tal vez había tocado en un local nocturno donde también hacía de camello, hasta que metió la pata y tuvo problemas. Si éste era el caso, se trataba de algo tan frecuente que estaba perdiendo el tiempo.
– ¿Por qué te rompieron los dedos?
Planteé la pregunta a bocajarro a propósito, aunque la respuesta fue igual de directa:
– ¿Por qué quieres saberlo? ¿A ti qué te importa?
– Por nada, sólo es curiosidad.
Dejó el tenedor en el plato y me miró.
– No preguntas sólo por curiosidad. Me has hecho un favor y ahora quieres tu recompensa. Ya que no puedo tocarte el violín, debo contarte mi historia. -Sentí vergüenza y quise retirar la pregunta cuando él prosiguió-: De acuerdo, te la contaré. No me gusta hacerlo, porque todavía duele. Pero ¿quién sabe? Tal vez sea una manera de ir acostumbrándome poco a poco al dolor.
Calló, cogió el tenedor y se metió un bocado en la boca. Empezó a masticar mecánicamente, como si el gesto le ayudara a concentrarse.
– Vine a Grecia en el noventa y dos. Busqué trabajo en las orquestas sinfónicas, pero no había vacantes de violinista. Les faltaban otros instrumentos: oboes, tubas, fagotes… Tampoco en Bulgaria tocaba en una gran orquesta, sino en bandas locales. La cuestión es que, en la época de Zivkof, en Bulgaria la gente bailaba tango, vals y fox trot. En toda Sofía, sólo había un par de clubes donde se tocara el rock. También había bandas de jazz, pero el jazz no necesita violines. Intenté ingresar en la Orquesta de Música Ligera de la Radio Griega, donde tomaron nota de mi nombre y dirección, aunque nunca llegaron a llamarme. Así que terminé haciendo lo mismo que hacen los músicos en el mundo entero: durante el día tocaba en las plazas y las galerías, y por la noche frecuentaba las tabernas y los restaurantes.
Calló y echó un vistazo alrededor, como si buscara algo. Vio que su vaso de cerveza estaba vacío y me preguntó tímidamente:
– ¿Puedo pedir otra?
– Y otra más para mí.
Aprovechaba el pretexto de la cerveza para hacer un pequeño intervalo, porque las palabras le salían con dificultad. El asador estaba vacío y la cerveza llegó enseguida. Tomó un sorbo largo y siguió hablando con los labios cubiertos de espuma.
– Por la mañana tocaba en las galerías que van de la avenida Stadíu a Karayorgui de Serbia.
– ¿En las galerías de Psarú?
– Sí, donde ahora hay una hamburguesería. A veces también tocaba en las plazas, aunque no tanto como en las galerías, sobre todo cuando llovía. Hasta el mediodía, elegía piezas serias. El Adagio en mi mayor de Mozart, las Canciones rusas de Sarasate, o algún fragmento de la Sonata para violín de Schumann. Por las noches, mi repertorio era más ligero: el Danubio azul, algún chardas [7], La paloma o A media luz. Un mediodía había colocado mi atril en las galerías y tocaba el segundo Capricho vienés de Kreisler. Pensaba terminar la pieza y marcharme cuando vi entrar en las galerías a una joven con cazadora y una espléndida melena rubia, recogida en la nuca. Llevaba un bolso que enseguida reconocí como el estuche de una flauta. Me dirigió una rápida mirada y siguió caminando hacia Karayorgui de Serbia. Al poco volvió sobre sus pasos y se quedó a cierta distancia, para oírme tocar. Cuando terminé, se acercó a mí. «Buenos días, soy Frida», me dijo en un griego macarrónico. Me contó que era de Albania, que había aprendido a tocar la flauta en el Conservatorio de Tirana y que también tocaba el clarino. Me preguntó si me molestaría que ella también tocara en las galerías, aunque en un horario distinto al mío.
Calló, como cuando se dice algo muy serio y luego se hace una pausa para subrayar la importancia de lo expresado. Clavó el tenedor en un trozo de carne, comprobó que ya estaba fría y se contentó con tomar un poco de cerveza.
– Acordamos que nos turnaríamos. Un día tocaría yo desde la mañana hasta mediodía y ella, desde mediodía hasta la tarde. Al día siguiente, al revés. Así no nos haríamos la competencia. Sólo coincidíamos a mediodía, cuando cambiaba la guardia, por así decirlo, y nos contábamos si había movimiento y si caía dinero. Pasaron un par de meses, vi que ella respetaba nuestro acuerdo y le propuse una colaboración. Por las mañanas, no, porque habríamos perdido dinero. Los que van de paso, si han de soltar algo, dejan lo mismo a un músico que a dos. Pero por las noches, cuando entra todo tipo de gente y cualquier cosa vende, no conviene tocar por separado, uno después del otro. A los clientes no les gusta que les interrumpan continuamente y al final ya no meten la mano en el bolsillo. Así empezamos a tocar juntos por las noches: tangos griegos y extranjeros, valsecitos… A menudo, Frida traía su clarino y tocábamos piezas populares. -Hizo una nueva pausa para tomar otro sorbo de cerveza-. Tú no eres emigrante y es posible que no lo entiendas, pero a los emigrantes les conviene vivir a dúo, como les conviene tocar a dúo.
– Y decidisteis vivir juntos -intervine para demostrar que lo había entendido.
– Sí. Al principio, fuimos muy felices. Parecía que nuestra suerte había cambiado. Encontramos un pequeño apartamento, un semisótano cerca de la plaza de Ática, y formamos un hogar. Hasta entonces, habíamos compartido pisos con otros y, cuando apremiaba la necesidad, incluso habíamos vivido en almacenes. -Pensó un poco y añadió-: No sé, tal vez la culpa fuera del apartamento.
– ¡Dos bestias en la misma jaula! -dije, para demostrar que de nuevo le entendía.
– No, dos músicos en la misma jaula -me corrigió-. No hay ningún problema mientras te dedicas a tangos, valses y piezas populares. Decides tocar un poco más lento o un poco más rápido, o un poco más fuerte, para hacerte oír por encima del ruido de la taberna. Pero, cuando interpretas música de verdad en un apartamento pequeño, y tienes al otro encima diciéndote lo que piensa de cada nota que emites, la cosa cambia. ¿Has oído hablar de Karel Szymanovski?
Sin querer, me eché a reír.
– Me pides demasiado. Mis conocimientos terminan en Stravinsky.
– Szymanovski fue un gran músico. Te lo digo yo, y ten en cuenta que mi vida empezó y terminó con Szymanovski.
Ahora hablaba con voz entrecortada, tal vez para aumentar el suspense y dejarme sin aliento. O quizá se debía a la emoción.
– Me examiné en música de cámara con la Sonata para violín en re menor de Szymanovski y obtuve un sobresaliente, cuando terminaron las pruebas, los profesores vinieron a felicitarme uno tras otro. Desde entonces, me gustaba tocar esa sonata de vez en cuando. ¿Porque me complacía saber que la tocaba bien, o porque así recordaba mis exámenes, ya que, para la mayoría de los músicos, son el único éxito profesional que conocen en toda su vida? Piensa lo que quieras. Una noche, antes de salir para las tabernas, me dio por tocar la segunda parte de la sonata. Frida estaba planchando. Como te he dicho, lo que uno hacía, el otro lo veía o lo oía, imposible evitarlo, salvo que salieras a la calle. La cuestión es que ella dejó de planchar y me preguntó en tono burlón si tocaba en tempo moderato. «No -respondí-. Es un andantino tranquillo e dolce.» «Pues tú tocas como si fuera moderato», insistió Frida. ¿Te das cuenta? Una música de Albania, que había aprendido a tocar la flauta en un conservatorio de Tirana, y me decía cómo había de tocar la Sonata de Szymanovski, ¡a mí, que me valió un diploma con sobresaliente y las felicitaciones de mis profesores! ¡Intolerable, lo mires como lo mires! Nos enzarzamos en una pelea monumental, y entonces descubrimos que cada uno consideraba al otro un músico mediocre, aunque aquélla fue la primera vez que lo admitíamos. Tuvimos que interrumpir la discusión para salir a trabajar, pero yo no pensaba dejarlo pasar, así que esperé mi oportunidad. Una noche que interpretó la primera flauta de la Sonata para dos flautas de Telemann, le dije que aquello que tocaba no era gracioso, sino andante. Nos enzarzamos en otra pelea y nos lanzamos acusaciones muy graves. Yo le dije que seguramente era albanesa de origen turco, por eso no se le daba mal el clarinoy la música popular, aunque con la flauta y la música de cámara no acertaba una. Fue un error, nunca debí decirle eso, pero se trataba de una discusión sobre música y perdí los estribos. Entretanto, en lo profesional nos iba cada vez mejor. Vinieron a hablar con nosotros unos chicos que habían oído tocar a Frida en las galerías y nos propusieron formar un grupo de música callejera. Violín, acordeón, guitarra y bajo, y Frida alternaría la flauta con el clarino. Así que empezamos a tocar cada mañana en la calle Ermú. Pero discutíamos también dentro del grupo. Cada vez que hacíamos un descanso, empezaba la disputa. Qué mal suena; no, qué mal suena lo tuyo. O me incordiaba: «No toques tan fortissimo, hijo mío, que al final romperás las cuerdas.» Y, cuando ella tocaba la flauta, yo la pinchaba: «¡Qué estilo; suena como un clarino!» No tardaron en llegar los golpes bajos, como decís vosotros: «Es un do y se oye como un do sostenido», le decía, por ejemplo. Y ella esperaba su oportunidad de desquitarse: «¿Estás tocando en si bemol? Suena como un la.» Los otros músicos estaban hartos y de buena gana nos habrían echado, pero el trabajo iba bien y por eso aguantaban y trataban de calmarnos. En casa, nuestra vida se convirtió en un calvario. Piensa que llegué a tocar sólo con violín la primera parte de la Novena de Beethoven para demostrarle cuánto afinaba el allegro ma non troppo, un poco maestoso, en comparación con el molto vivace de la segunda parte.
Suspiró y pidió otra cerveza, esta vez sin solicitarme permiso.
– Una mañana, después de una bronca, los otros tres músicos me llevaron aparte y me explicaron que no podían seguir así. Frida y yo no tocábamos, nos peleábamos musicalmente. Al final decidieron que yo debía dejar el grupo y que Frida seguiría, porque dominaba dos instrumentos y les resultaba más útil. No rechisté; me fui directo a casa, recogí mis cuatro trapos y me largué. Pero aquello me sentó mal. Fatal. No se echa al primer violín para quedarse con el clarino, ¿no te parece? A la mañana siguiente fui y me planté en la acera de enfrente. Esperé a que hicieran un descanso y empecé a tocar yo. Aquello les fastidió. Lógicamente, no podían tocar sin interrupción, de vez en cuando necesitaban tomarse un respiro, y entonces me metía yo como una cuña y no paraba. ¿Y qué crees que elegía? La primera parte del Concierto para violín en do mayor de Vivaldi, la tercera parte del Concierto para violín en mi mayor de Bach, el «Verano» de las Cuatro estaciones y, cómo no, la Sonata de Szymanovski. Nadie me daba un duro, pero claro, eso era lo de menos. Quería ponerles nerviosos. Además, empezaron a ganar menos dinero, porque los transeúntes no sabían decidir si la moneda me la merecía yo o ellos, y al final no se la daban a nadie. El acordeón y el guitarra venían todos los días para pedirme que me fuera. Ellos eran muchos, decían, y no les resultaría fácil cambiar de puesto; en cambio yo tocaba solo y podía ir a cualquier parte. Ni por ésas. Si podía tocar en cualquier parte, ¿por qué no en la acera de enfrente? Y seguí haciéndolo, hasta que una mañana descubrí que Frida ya no estaba. La habían echado, con la esperanza de que así me largaría yo también. No se equivocaron: me fui.
Levantó su vaso y lo apuró de un trago. Me miró un momento en silencio y luego prosiguió:
– ¿Esperas que te diga que me dolió que la echaran? No, no me dolió nada. Ella me había echado a mí, ¿no es cierto? -Calló para ver si quería hacer algún comentario, pero yo me mantuve en silencio. Entonces, continuó con una sonrisa amarga-: Había aprendido de mí y me administró mi propia medicina. Como comprenderás, ya no tocábamos juntos por la noche. Yo había vuelto a lo de antes: tocaba chardas, La Paloma, algún que otro valsecito. Una noche, justo después de empezar a tocar en una taberna de Pangrati [8], se abrió la puerta y entró Frida. Esperó que terminara Vuelve, aguardo tu regreso y atacó el allegro de la Fantasía para flauta de Fauré. Al principio la clientela lo tomó como una broma, pero cuando a Los pájaros cantan para nosotros siguió la Suite para flauta de Telemann, empezaron a gritar que nos calláramos. Un camarero nos puso de patitas en la calle y ninguno de los dos sacó ni un céntimo. Nos separamos delante de la puerta sin pronunciar palabra, sin mirarnos siquiera. Ambos sabíamos que había empezado la tercera parte del partido. A partir de la noche siguiente, adopté su táctica. No era difícil encontrarnos, porque frecuentábamos los mismos establecimientos. Cuando ella tocaba un valsecito con la flauta o una pieza popular con el clarino, yo la seguía con Paganini. Y, cuando yo interpretaba algún tango o una pieza de opereta, ella me sucedía con Vivaldi o con Bach. Al final de este enfrentamiento, abandonamos los tangos, los valses y los aires populares y nos limitamos a la música de cámara, como si esperásemos que los comensales, volcados en sus chuletitas y sus pescaditos, determinaran cuál de los dos interpretaba mejor a Bach, Paganini o Telemann. Desde luego, la clientela se enfadaba muchísimo y exigía a los camareros que nos echaran. «Hemos venido a tomar unos vinitos y nos meten música clásica», se indignaban. «¡Desde cuándo acompañamos el aguardiente con Bach, y encima tocado por unos albaneses de mierda! ¡Si al menos fuera Jatzidakis o Theodorakis! Pero sois tan rastreros y nos odiáis tanto, que no queréis interpretar música griega.» Comprenderás que no sacábamos ni cinco. El poco dinero que ganábamos por la mañana apenas nos alcanzaba para no morirnos de hambre. No conseguía pagar el alquiler y, cada dos por tres, me echaban de los pisos. Los propietarios de los locales ya nos conocían y no nos permitían entrar, pero nosotros volvíamos cada noche. A veces, llegaba yo primero y Frida se presentaba para jorobarme; otras, primero iba ella y se la fastidiaba yo. Hasta los vendedores de flores y de cedés se iban cuando llegábamos, porque sabían que habría problemas y no querían meterse en líos. -Calló de nuevo y me miró-: ¿Adivinas lo que pasó al final? -preguntó.
– Me lo imagino. Algún tabernero os hizo una faena.
Asintió con la cabeza.
– Un tabernero de Petrálona [9]. Nos había advertido: «Si seguís viniendo por aquí, lo pagaréis caro», prometió. Pero, cuando eres músico callejero, recibes cien amenazas al día. No le hicimos caso y seguimos yendo dos o tres veces por semana. En general, nos echaban a los dos. Salíamos a la calle sin abrir la boca, nos alejábamos y volvíamos a encontrarnos en el siguiente local. Una noche, justo en el momento de separarnos delante de la taberna de Petrálona, aparecieron dos tipos y nos agarraron. Nos metieron a empujones en un coche y nos ordenaron que cerráramos el pico. Cruzamos toda la ciudad y llegamos a unos almacenes vacíos, creo que debajo de las vías del metro de Pireo. Allí me cogieron primero a mí, me sujetaron las manos encima de una mesa metálica y me rompieron los dedos. A continuación cogieron a Frida, le rajaron los dedos y se los quemaron con un hierro al rojo vivo. Luego nos soltaron. Sabían que no nos atreveríamos a denunciarlos. -Hizo una pequeña pausa y concluyó-: Ahora sabes por qué trabajo de limpiabotas.
– ¿Dónde está Frida ahora? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– Que yo sepa, trabaja de camarera en una cafetería de Petrúpolis.
No me resultó difícil encontrar la cafetería ni a la propia Frida. Era la única camarera rubia del establecimiento. La otra llevaba el cabello teñido de rojo. Christo no había mencionado que fuese tan guapa, tal vez por timidez, o quizá para que no lo tachara de idiota por haber sacrificado a una mujer como ella por una diferencia entre el do y el do sostenido.
Frida dejó un vaso de agua encima de la mesa, al tiempo que me preguntaba qué deseaba tomar. Pedí un capuchino y lo tomé despacito. Calculé que el griego moderno dedica a su café una media de una hora, y sólo entonces pedí la cuenta. Junto con el dinero, dejé una buena propina y mi tarjeta. Le echó un vistazo y me la devolvió.
– Se ha debido mezclar con los billetes -señaló con cierta hostilidad.
– No. Me han dicho que tocas la flauta y el clarinete.
Se sorprendió, y su mirada se tornó aún más hostil.
– Eso era antes. Ya no. Tuve un accidente. -Hablaba el griego con fluidez, aunque con el mismo acento cerrado que Christo.
– Pero podrías dar clases.
– ¿Conoces a muchas albanesas profesoras de flauta? -preguntó con sarcasmo.
– No, pero vengo a ofrecerte un trabajo.
– ¿De bailarina? -soltó, siempre con sorna.
– No, de profesora de música -insistí.
– ¿Dónde?
– Tenemos que hablar tranquilamente. ¿Cuándo terminas tu turno?
Me dijo que la esperara a las nueve en otra cafetería, en los Santos Desamparados. Llegó con quince minutos de retraso. Su mirada me dijo que no confiaba en mí.
– Para empezar, ¿cómo has sabido de mí?
– Antes tocabas con un grupo en la calle Ermú. Ellos te mencionaron. -La explicación resultó convincente y se relajó-. Ya sé, sospechas que alguien puede haberte calumniado, pero incluso él habló bien de ti -añadí.
Se levantó de inmediato para irse. La agarré de la muñeca justo a tiempo.
– Le conocí por casualidad -añadí para tranquilizarla-. Trabaja de limpiabotas y dio la casualidad que me lustró los zapatos un par de veces. Tiene un pequeño casete y escucha siempre música clásica.
Aguardé su reacción, pero ella se limitó a menear la cabeza con una sonrisa irónica.
– Le comenté que estaba buscando a un profesor de flauta para niños discapacitados y te recomendó. Christo me habló del grupo y fui a preguntarles.
– ¿No te dijo nada más?
Opté por el camino de la verdad.
– Sí. Me lo contó todo.
– Si te lo contó todo, es imposible que hablara bien de mí. Se cree un gran violinista, y a mí me considera una albanesa que ni siquiera sabe sostener bien la flauta. -De pronto, me mostró las palmas de las manos y los dedos quemados-. Mira lo que me hicieron, por culpa de él.
– Lo sé. También vi sus dedos rotos, que apenas le permiten sostener los cepillos y lustrar los zapatos.
Calló por un momento, como si intentara imaginarse a Christo con los cepillos. Pero su ira pudo más.
– Es egoísta, como todos los malos músicos -dijo-. Una vez me llevó a escuchar la orquesta filarmónica de Sofía. Se pasó medio mes hablándome del gran maestro Konstantin Ilief. Estuvimos toda una semana comiendo sólo pan con olivas para reunir el dinero de las entradas. Allí vi a un director contorsionándose en el podio, pero de buena música, ni rastro. Cuando se lo dije, Christo se enfureció. «¿Cómo va a entender la albanesa una orquesta de este calibre?», me espetó. ¿Qué crees, que sólo los griegos nos despreciáis? Nos desprecian los búlgaros, nos desprecian los serbios y los macedonios, hasta los nuestros de Kosovo nos desprecian. En fin. Yo era la albanesa que no entendía nada de música, sólo sabía fregar, planchar y cocinar. Él tocaba el violín y no movía ni un dedo en casa. Mal músico y mal amo. Mira, en la cafetería me toca servir cafés y fregar platos, pero me pagan por ello. Ya sé que el amo me engaña, me da la mitad de lo que me corresponde, no tengo pagas extra, no estoy asegurada, pero, a pesar de todo, me pagan. En casa hacía lo mismo sin cobrar ni un euro, y encima tenía que escuchar música mala. ¿Sabes que no se creyó que conociera a Karel Szymanovski? Que era amigo íntimo de Arthur Rubinstein y Pavel Kochanski y que su obra maestra era Stabat Mater. ¡Cómo puede una albanesa conocer a Szymanovski! Y él atacaba la segunda parte de la Sonata para violín y, en lugar de tocar andantino tranquillo e dolce, tocaba moderato a secas. ¡Ni siquiera moderato cantabile!
– ¿Te interesa el trabajo que te ofrezco?
Mi pregunta la devolvió a la realidad y reavivó su recelo.
– ¿Por qué me ofreces un trabajo?
– Porque estás discapacitada y comprenderás mejor a los niños con necesidades especiales.
– Vale, lo haré. Dime adonde debo ir -respondió sin pensarlo más.
Sé qué deseaba saber en realidad: si Christo estaría también allí. Pero no llegó a preguntarlo, tal vez por miedo. Si le hubiese dicho que sí, se habría visto obligada a declinar mi oferta.
Lo arreglé todo para que se encontraran en el colegio. Christo ya estaba allí, ataviado con sus mejores galas, o lo que quedaba de ellas. Estaba entre los niños y el personal, detrás de la directora. Esperaba que el equipo de televisión estuviera listo para el reportaje en directo cuando se abrió la puerta y entró Frida. Se miraron, y la primera reacción de ella fue echar a correr. Pero Christo se adelantó y se interpuso en su camino. Por un instante permanecieron inmóviles, hasta que él abrió los brazos. Ella vaciló al principio, luego avanzó un paso, cubrió la distancia que los separaba y permitió que la estrechara contra su pecho. El abrazo los relajó y las lágrimas corrieron por sus mejillas. ¿Lágrimas de amor? ¿De destierro? ¿O lágrimas musicales, como aquellas que nos empañan los ojos cuando Tosca muere al final?
La directora, indiferente a tales emociones, se acercó a mí, disgustada.
– Pero ¿qué es esto? ¡Delante de los niños y antes de presentarse siquiera! -protestó.
– No se preocupe, no se repetirá -respondí en tono cortante.
No se atrevió a insistir. Temió que me fuera con el equipo de la tele y tanto la institución como ella misma se quedaran sin publicidad.
Los puestos de Frida y de Christo no corrían peligro mientras yo conservara mi puesto en la cadena. Ningún director del centro se arriesgaría a un escándalo público, y mucho menos un escándalo de discriminación racial contra dos músicos discapacitados. Pero si yo perdía mi puesto en la tele, ellos se encontrarían de patitas en la calle el día siguiente. Sin saberlo, su destino estaba ligado a mi futuro profesional.
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Se trata de dos municipios al norte del centro de Atenas. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Música eslovaca. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Uno de los barrios más poblados de Atenas. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Barrio periférico popular de Atenas. (N. de la T.)