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El chico, robusto y achaparrado, daba vueltas, con los brazos abiertos como palas de una veleta que gira a lo loco. Había pocos transeúntes en la acera de la avenida Tres de Septiembre, y su madre no cargaba las compras en una mano mientras sujetaba al chico con la otra. Le dejaba caminar por la parte interior de la acera, bajo régimen de vigilancia parcial.
El pequeño detectó la lata a unos diez pasos, a la altura de la plaza de la Victoria. Hasta el momento había dado patadas a un tetrabric pisoteado, a una bolsa de papel rota, a un limón podrido y a una caja de cartón vacía que, con enorme placer, consiguió mandar tres tiendas más allá. Aún no había ninguna lata en su repertorio. Echó un rápido vistazo al tipo sentado en la acera detrás del bote, con la cabeza vencida a un lado y los ojos cerrados. Llevaba unos tejanos raídos y una camisa a cuadros. Del cuello le colgaba un rótulo de cartón.
El chico siguió caminando como si nada. Debido a los movimientos bruscos se le había subido la camiseta, revelando una barriga hipertrófica en miniatura. Al siguiente paso, alzó la vista hacia la torre de la compañía telefónica mientras rozaba, casi por azar, la lata con la punta del pie. El golpe fue suave aunque artero, con efecto, de los que consiguen engañar al más experto de los guardametas. El bote giró un par de veces sobre su eje, se volcó y las monedas se desparramaron por el suelo. El chico no se detuvo a disfrutar del resultado de su patada, sino que echó a correr tras su madre, como corre el jugador después de marcar un gol. Así se perdió la oportunidad de leer el rótulo que colgaba del cuello del tipo con un cordel plateado, de los que se utilizan para atar ramos de flores o cajas de bombones: «Soy serbio de Bosnia y tengo hambre.»
El sonido metálico despertó al serbio de Bosnia. Como no había visto la patada del chico, se preguntó cómo se había volcado el tarro. Lo levantó y empezó a recoger las monedas. No habían ido a parar lejos, sólo una fue rodando de canto hacia la avenida Tres de Septiembre, hasta topar con un pie femenino enfundado en una sandalia. La mujer que cogió la moneda rondaría los setenta, una pieza de museo de la época en que la plaza de la Victoria era el orgullo de la burguesía ateniense. Echó una mirada iracunda a la otra mujer, aunque ésta seguía su camino indiferente a la hazaña de su hijo.
– ¡Desde luego, señora, podría enseñar a su crío a pedir perdón! -dijo en voz lo bastante alta para que la oyeran los transeúntes más cercanos, pero no la madre del crío en cuestión.
Se acercó a la lata y, en el momento de echar dentro la moneda, se fijó en el rótulo: «Soy serbio de Bosnia y tengo hambre.»
– También vosotros, hijo mío, habéis venido aquí en masa -dijo lo bastante alto para que la oyera el bosnio, pero no los transeúntes-. Serbios, bosnios, serbios de Bosnia, de Skopja, albaneses… Mendigos y guerras civiles, éste ha sido siempre nuestro destino.
El serbio de Bosnia vio con alivio que la mujer ya se alejaba. No quería llamar la atención. Sabía por experiencia que el buen mendigo debe confundirse con el entorno, como los árboles y los bancos de las aceras. Dobló las piernas, apoyó la barbilla en las rodillas y cerró los ojos. No quería parecer sano. Tampoco le interesaba parecer enfermo, un portador de gérmenes en un espacio público. Por eso se encogía y cerraba los ojos: ni sano ni enfermo, simplemente agotado y, por lo tanto, incapaz de trabajar. Su alarma interna le indicaba cuándo debía abrir los ojos para controlar lo que sucedía a su alrededor. A ese sistema lo llamaba «patrulla», y lo aplicaba repetidas veces.
Durante una de esas patrullas los vio. Estaban delante del Flocafé y se disponían a cruzar la calle en dirección a la plaza. Dos maxibebés campechanos, de brazos fornidos y espaldas anchas, que reían intercambiando empujones.
«Anteayer era uno, hoy se han doblado», pensó el mendigo, y los observó a través de los párpados entornados. Se acercaron a él, alegres y risueños.
Guardó la bolsa de tela debajo de las piernas y metió dentro la lata con las monedas. Los tipos se fijaron en el gesto y dejaron de bromear. Se separaron para cortarle la retirada, uno hacia la avenida y otro hacia la calle Aristóteles. El serbio de Bosnia empezó a retroceder con la intención de escapar por la calle Esperanza.
Lo pillaron en la esquina. Uno de ellos le echó el brazo sobre los hombros y empezó a hablarle amigablemente en serbio:
– ¿Cuándo sentarás la cabeza? Ya te advertí que no vinieras más por aquí. Este puesto es para los chicos. Da mucho dinero. ¿Ves?, ahora me he visto obligado a venir con mi amigo.
Lo abrazó con más fuerza para sostenerlo en pie, mientras su compinche le golpeaba en silencio, metódica e inexpresivamente. Se formó un grupo alrededor de ellos. Asiduos de la plaza, clientes y camareros de los restaurantes, transeúntes varios, observaban sin reaccionar, como si no estuvieran dispuestos a perderse un espectáculo gratuito simplemente por cuestión de principios. Sólo un niño pequeño, que su padre llevaba en brazos, empezó a lanzar puñetazos al aire, imitando los gestos del matón.
Dejaron al serbio de Bosnia desmadejado en la acera. Uno de ellos se agachó para coger su bolsa.
– Me lo llevo como multa -explicó en el mismo tono amistoso.
La multitud se separó para abrirles paso. El parlanchín se detuvo delante del niño para jugar con él fingiendo un combate de boxeo. Luego prosiguieron su camino hacia la calle Aristóteles, sin dejar de bromear intercambiando bromas y empujones.
Cuando se hubieron marchado, el serbio de Bosnia se esforzó por incorporarse, no fuera a ser que algún filántropo con efecto retardado llamara a la policía o a una ambulancia. Aunque no tenía por qué preocuparse: la gente ya se dispersaba. Al limpiarse la cara con un trapo descubrió que quedaba manchado, así que se palpó para ver dónde sangraba y empezó a presionar las heridas para detener la hemorragia.
Se apoyó en una pared hasta recuperar el control de las piernas y luego enfiló hacia la calle Filis. Se detuvo delante de un club nocturno. El mercero de al lado guardaba una copia de las llaves, para dárselas a la mujer de la limpieza o para abrir a los transportistas que traían bebidas adulteradas. Habían acordado que le daría algo para que se cambiara antes de empezar a trabajar.
– Pero ¿qué pintas traes? -El mercero lo observó con una mirada en la que se mezclaban el horror y la satisfacción.
– Llaves -dijo el serbio de Bosnia en tono seco.
No tenía ganas de hablar. Sólo quería lavarse la cara, cambiarse de ropa y marcharse de allí.
– ¡Recoge tus harapos y lárgate! -dijo el mercero en un tono que no admitía discusiones-. Quise ser bueno, pero tú me arruinarás el negocio.
Se quedó en el lavabo el tiempo necesario para limpiarse la sangre de la cara. Estaba doblando su ropa limpia cuando vio al mercero en el umbral de la puerta, con la mano tendida.
– Mi dinero -exigió-. Tú te esfumarás y luego cualquiera te encuentra.
– No haber dinero… Llevárselo…
– ¡A mí no me vengas con ésas, imbécil! ¿A quién pretendes engañar?
Quiso agarrarlo por las solapas, pero en ésas vio la sangre y le dio asco.
El serbio de Bosnia le mostró la cara.
– ¿No lo ves?
– Y porque te han pegado tú quieres birlarme la pasta, ¿eh? ¡Ya te enseñaré yo!
El mercero se retiró del umbral como un rayo y le cerró la puerta en las narices. Al mismo tiempo, oyó la llave girando en la cerradura.
– ¡Ahí te quedas hasta que llegue la policía para detenerte! -gritó el mercero desde fuera.
Al serbio de Bosnia le entró pánico y empezó a aporrear la puerta.
– Vale, vale, darte dinero.
Dio gracias a Dios por haber tenido la previsión de no guardar toda la recaudación en la bolsa, sino de distribuirla en los bolsillos. Claro que así perdería todo lo que había ganado a lo largo del día, pero lo único que deseaba en su lamentable estado era no caer en manos de la policía.
La puerta se abrió y la mano del mercero se apropió de los tres billetes.
– ¡Aquí pagamos nuestras deudas! -gritó-. No como vosotros, que nos chupáis la sangre con la ayuda de Bruselas, todo préstamos a fondo perdido. ¡Sois basura!
El serbio de Bosnia pasó de largo y salió del lavabo sin decir ni una palabra.
– ¿Por qué lo haces, Vasilis? -le preguntó Milena en serbio-. ¿Por qué finges ser serbio cuando eres griego?
Él no respondió. Se había cubierto la cara con una toalla empapada en agua fría. Se sentía exhausto y le daba pereza repetir lo mismo una y otra vez.
– Yo era profesora de francés en Sarajevo y ahora me dedico a limpiar la recepción y los servicios del hotel La Mirage. Es lógico. Pero a ti no te entiendo. Fuiste griego en Bosnia y quieres ser bosnio en Grecia.
Él fue a mojar de nuevo la toalla, que ya se había calentado. Un pretexto para no contestar. Hablar no conducía a ninguna parte. Ellos lo habían planeado de otra manera, pero las cosas les habían salido mal. Eso era todo. Después de fracasar dos veces en los exámenes de ingreso universitario de Grecia, acabó estudiando Ingeniería Química en Sarajevo. Allí conoció a Milena. Era un poco mayor que él y ya había terminado Filología Francesa. La madre de Vasilis murió mientras él estaba en Sarajevo. No tenía más familia, por lo que la de Milena lo acogió. Empezaron a vivir juntos a los tres meses de conocerse: Vasilis, Milena y la familia de su hermano, que era herrero. Con la guerra civil cerraron la universidad; ya nadie quería tomar clases de francés y dejaron de construir casas nuevas; más bien se dedicaron a derruir las viejas. Vasilis era su tabla de salvación. Recogieron los bártulos y se trasladaron a Grecia.
Pero allí se invirtieron los términos. Vasilis estaba en su país y todos dependían de él. Empezó a buscar un trabajo relacionado con sus estudios, en algún laboratorio o industria. Cada vez que le cerraban una puerta, bajaba un escalón. Cuando se dio cuenta de que sólo podría trabajar como obrero no especializado, le entró el pánico y rodó por los escalones de tres en tres. Al final, fue a buscar empleo en el sector de la construcción, pero allí tampoco lo aceptaron. Contrataban a extranjeros más fuertes, que trabajaban por la mitad del salario y sin cobrar las horas extras. Él era enclenque y griego, podría denunciarlos a la Seguridad Social y meterlos en líos.
Descubrió la mendicidad por azar, como quien gasta una broma. El día en que le cerraron la última puerta cogió enfurecido un cartón, escribió «Soy serbio de Bosnia y tengo hambre», se lo colgó del cuello con un cordel y se sentó en el suelo. Quería demostrar a los griegos que un compatriota suyo podía terminar como serbio en su propio país. Pensó que así los avergonzaría a ellos y se castigaría a sí mismo. Se estaba estrujando los sesos para encontrar una solución al problema del trabajo cuando oyó el tintineo entre sus pies. Se agachó y vio la moneda. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo miraba y se la guardó en el bolsillo. Pronto cayó más dinero, esta vez un billete de cien[13]. De repente llegó a la conclusión obvia: si mendigas siendo griego, eres un drogata. Si mendigas siendo refugiado de los Balcanes, eres un ser inferior destinado a demostrar la generosidad del griego medio comedor de cordero. Así, por casualidad, descubrió la única profesión que podía ejercer: mendigo serbio de Bosnia.
– Bueno, si has de fingir que eres bosnio, ¿por qué no buscas trabajo en la construcción? Si quieres, pregunto por ahí -se ofreció el hermano de Milena, que tenía un oficio y fue el primero en colocarse.
Pero Vasilis no quería. Aunque no le pidieran los documentos, en cualquier momento se le podía escapar algo en griego y meterse en problemas. También mendigando se veía obligado a callar la boca, aunque no tanto. A fin de cuentas, no quería que sus compatriotas capataces lo explotaran como si de verdad fuera de Bosnia.
Mientras pensaba en todo eso, trataba de decidir dónde podría ir a mendigar a partir de entonces. Imposible volver a la plaza de la Victoria, era demasiado peligroso. De repente, se acordó de un asador en la parte baja de Lénorman, que ponía mesas en el parquecito y servía comidas y cenas. Tomó la decisión y se dispuso a salir para reconocer el terreno.
– Creo que conozco un puesto estupendo -dijo a Milena en serbio.
Ella no respondió. Lo miró brevemente en silencio, tratando de contener las lágrimas. Luego lo abrazó con fuerza.
Se apostó en la esquina del asador. Enfrente estaba el pequeño parque con los bancos y los parterres. Las mesas del local ocupaban el espacio entre los parterres, cubiertas con grandes manteles de papel sujetos con unas piezas de plástico para que no se los llevara el viento.
A la hora del almuerzo había pocos clientes y nadie le hizo caso. Con los primeros comensales de la noche empezaron los problemas. Se le acercó un camarero que, con gestos y palabras, trató de explicarle que tenían trabajo y allí molestaba. Se levantó sin rechistar y fue al otro lado. Se instaló junto a la pared del edificio que estaba al otro lado del asador. Así perdía la ventaja de la esquina, pero también evitaba los líos.
El asador se llamaba Los Bistecs de Korajais. Cuando vio que se le acercaba un tipo con la camisa sudada y desabrochada, dedujo que se trataba del propio Korajais en persona.
– ¡Te hemos dicho que te largues, no que cambies de puesto! -le soltó secamente-. No te quiero cerca del local.
– Aquí no local.
– Esta es mi casa. ¿Me entiendes? No mi piso, sino el edificio entero. Las cuatro plantas son mías. Levántate y marchando.
No sabría decir si obedeció por miedo o porque el olor a sudor y a fritanga de Korajais le resultó insoportable. En todo caso, siguió insistiendo. En cuanto Korajais le dio la espalda, se dirigió al parque. Eligió un banco y se instaló en él. Tenía delante las mesas del asador, mientras los comensales se encontraban en plena cena. Notó que el estómago le hacía ruidos. Es el síndrome de Sarajevo, pensó. Tengas hambre o no, en cuanto ves un plato de comida, las tripas empiezan a protestar.
– Yannis, dale algo para que se vaya. No me gusta que me miren los hambrientos mientras como.
– Llevamos todo el día echándolo, pero no se larga.
– ¿Y a ti qué te importa? -preguntó el cliente a su mujer.
– ¿Qué quiere decir qué más da? Ya que tenemos que cargar con ellos, al menos que no nos molesten mientras comemos.
Vasilis vio que el camarero se dirigía de nuevo hacia él acompañado de Korajais, pero no se movió del sitio.
– ¿No te he dicho que te largues, imbécil?
– Aquí parque, aquí no asador.
– ¡Ahora verás! -Y empezó a tirar de él para que se levantara.
De repente, se apoderó de él la misma rabia que el día en que decidió declararse serbio de Bosnia. Asestó una patada furibunda al camarero, que dio un traspiés y derribó la mesa del matrimonio. La bandeja con la carne resbaló y cayó en el regazo de la mujer, que se puso histérica. Vasilis se alegró, porque había sido ella quien había llamado la atención sobre él.
Korajais, con la ayuda del camarero y del marido, finalmente lograron inmovilizarlo hasta que llegara la poli.
– ¡Que vuelvan todos a su país y nos dejen en paz!
La mujer conservaba intacto su ataque de histeria. Habían arrinconado a Vasilis avanzando en semicírculo, la mujer y su marido en los extremos; Korajais, el camarero y un policía formando la curva central.
– No puedo mandarle de vuelta -respondió el oficial de guardia en tono cansino-. Viene de un país en guerra y tiene estatus de refugiado político. -Se dirigió a Vasilis-. La documentación.
– No tener documentos. Refugiado político, venir clandestino.
Hablaba como todos los refugiados ilegales en casos como ése, sin mirar al representante del orden a los ojos.
– ¡Qué bien! ¡Cualquier inútil puede destrozarte el local y luego hacerse pasar por refugiado político! -exclamó Korajais fuera de sí.
– ¿Dónde lo has detenido? -preguntó el oficial de guardia al agente.
– En el parque, señor.
– ¿Tienes permiso para poner mesas en el parque?
Korajais lo miró fijamente para darle a entender lo obvio, que sobornaba a alguien, pero el oficial no se dejó impresionar.
– ¿Tienes permiso? -insistió.
– ¿Y porque no tenga permiso resulta que éste puede venir a destrozar las mesas y molestar a los clientes?
– Pon una denuncia.
– Y pasar tres años de tribunal en tribunal.
– Eso ya es cosa tuya.
Al no encontrar ayuda, Korajais se volvió hacia Vasilis:
– Con este estado de mierda que tenemos, hacéis bien en robar nuestras casas y destrozar nuestros negocios. Nos lo merecemos.
– Hemos llegado a un punto que les creo capaces de cobrar hasta de los refugiados ilegales -dijo la mujer cuando salieron al pasillo.
El oficial la oyó, pero no le hizo caso. Ya estaba acostumbrado. Miró a Vasilis.
– No hay cargos, puedes irte -le indicó.
– Tú, hombre bueno. Tú querer gente de mi país.
Ya no tenía que controlar sus palabras. El griego le salía macarrónico de forma espontánea, natural.
– Déjate de camelos y lárgate. Tienes suerte que esa bestia me cae mal. -Se refería a Korajais.
Dio las gracias por última vez y se fue.
Bajó los escalones de dos en dos. En la planta baja lo detuvo una cuarentona angustiada.
– ¿Sabe en qué piso está el oficial de guardia?
– No le entiendo, soy extranjero -le respondió en serbio.
La comisaría estaba en una calle desierta y mal iluminada. Sólo una lechería trasnochadora arrojaba un poco de luz. Sacó el rótulo maltrecho, lo alisó como pudo y volvió a colgárselo del cuello. Apoyó la espalda en la pared de la lechería y fue bajando hasta quedar sentado en la acera. Había perdido la lata, de modo que extendió su pañuelo. No pasaban coches ni autobuses, y los transeúntes eran contados, apresurados e indiferentes. Sin embargo, él se quedó allí hasta la medianoche, inmóvil, con el rótulo colgado al cuello:
«Soy serbio de Bosnia y tengo hambre.»
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Se trata de dracmas, antes de la introducción del euro. (N. de la T.)