177688.fb2 Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Sonia y Varia

Diría que anda por los sesenta y cinco, aunque podría ser más joven. La grasa y la calvicie sin duda le avejentan. Está tumbado de espaldas en la cama y yo me he sentado encima de él. Eso tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Si estuviera yo debajo, me aplastaría con sus ciento diez kilos de peso, pero al menos podría mirar al techo y pensar en Varna y el mar Negro. De esta manera, me libro de su peso, pero me veo obligada a mirarlo a la cara, ver las pequeñas gotas de sudor que brillan en su calva, se acumulan y se convierten en pequeños regueros que le resbalan hasta las cejas.

Está jadeando. No de placer, sino porque hace casi una hora que se afana por tener una erección.

– Tú no me ayudas -susurra con voz ronca-. No me ayudas nada.

No le contesto porque, si empezamos a hablar, pasará otra hora. Me limito a moverme un poco, para que no pueda quejarse.

– ¡Así, muy bien! -dice, agradeciendo mi engaño, y empieza a manosearme los pechos. Sus palmas, sudorosas, resbalan encima de mis pezones. Hace un último y desesperado esfuerzo, pero le abandonan las fuerzas y desiste. Sus manos caen inertes encima del colchón y permanece inmóvil, contemplando las manchas de humedad que cubren el techo como una capa de nubes. Me levanto rápidamente, por miedo a que cambie de opinión y decida intentarlo de nuevo.

– No problem. Mucho trabago… Cansado… -le digo para consolarle-. Venir otro día, ir mejor.

Se vuelve para mirarme, pero yo sólo veo sus párpados, esos pequeños globos en forma de plátano que le cubren los ojos por completo.

– Claro -replica-. Y yo te pagaré la próxima vez. Lo que faltaba, que una búlgara me time.

No sé si callarme o ponerme a gritar, y opto por el silencio. Pretende quedarse con el dinero, por daños y perjuicios. Si protesto, me dará una paliza por cinco mil miserables dracmas. Me consuelo pensando que abajo, en el bar, tendrá que vérselas con Andreas, el jefe. Él se queda con la pasta gorda y no permitirá que se le escape.

– Andreas me ha engañado esta noche -dice, como si me hubiera leído el pensamiento-. Eres sólo fachada, en la cama eres un paquete.

Se va y lloro la pasta perdida. De los cuarenta mil que vale el servicio, Andreas se queda con treinta y cinco y me da los cinco restantes. Y de éstos aún me quita la mitad por la ropa que me compra, por el alquiler que debo pagarle, por la luz que gasto, por el agua que utilizo para lavarme…

Me visto rápidamente para bajar al bar y buscar el siguiente cliente pero, antes de llegar a la puerta, alguien la abre desde fuera. En el umbral aparece Andreas con sus dos matones.

– Nada más llegar ya tengo que aguantar tu mierda. -Me fulmina con una mirada tenebrosa, que desmiente la tranquilidad de su voz-. Aún no había entrado en el local cuando se me echó encima ese gordo.

– Yo no hacer nada… Él no poder.

– Él no tiene que poder. Tú has de poder. Sois las corderitas ilegales de Bulgaria las que habéis de tener la carne tierna, no el cliente que os compra.

Sus dos matones avanzan un paso con una sonrisilla en los labios y sé la que me espera. Miro detrás de mí.

No puedo saltar por la ventana, quedaría tan inútil para ellos como para mí misma. Andreas se ha apostado en la puerta y me corta la salida. La mesa plegable tiene unas patas inclinadas que me impiden esconderme. Sólo queda la cama. Me subo de un salto y me enrosco como un feto, dejando sólo la espalda desprotegida. Mantengo la vista fija en la almohada, no veo nada, pero oigo sus risas y siento la lluvia de golpes. Al menos, en la cama me libro de las patadas, pienso con satisfacción, cuando de pronto una mano me agarra del pelo y me levanta la cabeza mientras otras dos empiezan a abofetearme. Después, las cuatro manos me agarran a la vez y me tiran al suelo. Ahora es el turno de los zapatos de punta, que se clavan indiscriminadamente en mis costillas, en mi espalda, en mis espinillas. Sólo se libra mi cara porque, si me la destrozan, ya no les serviré de nada.

Muerdo los labios con fuerza y me trago la sangre. Sé que no me pegan porque haya fallado. Me pegan porque soy la única que todavía no había recibido ninguna paliza; de hecho estaban buscando un pretexto para dármela.

Se cansan y paran, jadeando. Me quedo enroscada en el suelo, no levanto los ojos para mirarlos. Lo sé gracias a Nina. «Cuando dejen de pegarte, no les mires nunca. Tu mirada les irrita y entonces vuelven a empezar.»

Oigo la voz de Andreas.

– Ve a maquillarte, que estás horrible y vuelve dentro de una hora. Ah, y si me montas otra vez el numerito, te meto una sobredosis y saldrás por la tele.

Oigo que la puerta se cierra detrás de ellos. Me apoyo en la cama y consigo levantarme. No sé qué duele más, el cuerpo o la rabia. Rabia por la paliza no merecida, rabia por Andreas, que sólo me da cinco mil dracmas y encima me quita la mitad. Rabia porque se quedó con mi pasaporte y me tiene bien atrapada.

La casa es un viejo edificio de dos pisos, en una callejuela detrás de la plaza Kumunduru. En la planta baja hay un almacén. En el primer piso vivimos tres chicas, Varia, Nina y yo, una en cada habitación. Varia es de Rusia; Nina, de Rumania.

No hay luz en las escaleras, pero he aprendido a subir a tientas. Busco la pared en la oscuridad y me apoyo en ella porque, cada vez que pongo el pie en un escalón, el dolor se me clava en las costillas y me deja paralizada. Me acerco tropezando hasta mi puerta y oigo la voz de Varia que susurra:

– Sonia… Sonia…

Me vuelvo, pero no veo a nadie, sólo un haz de luz que sale de la puerta de su habitación. Me doy cuenta de que me está llamando desde el interior. No tengo ganas de contarle mi dolorosa historia, sólo quiero acostarme al menos media hora y descansar un poco, antes de maquillarme los moratones y volver al bar. Pero hay lazos entre Varia y yo, lazos entre dos desesperaciones idénticas, y no puedo fingir que no la he oído.

Habrá visto mi sombra por la rendija y abre un poco más la puerta.

– ¿Qué pasa? ¿No trabajas esta noche? -le pregunto en ruso.

El ruso era mi pesadilla en el colegio. No entendía de qué me iba a servir y me parecía una tontería estrujarme los sesos para aprenderlo. «¡Hagas lo que hagas, necesitarás saber ruso!», decía la profesora, que me tenía mucha simpatía. Y, mira por dónde, resulta que tenía razón.

– Entra -dice Varia.

Pero tampoco ahora me abre del todo la puerta. Espera a que me cuele por la rendija y la cierra enseguida.

Si no la hubiera cerrado, habría dado media vuelta para salir corriendo. En medio de la habitación está tendido Kostas. Tiene el brazo derecho extendido y sus dedos rozan la pata de la mesa. El izquierdo está doblado, con la mano cerrada en puño. Mantiene la mirada fija en el brazo izquierdo, como si quisiera admirar el volumen de sus bíceps, aunque se lo impide el cuchillo que tiene clavado en el corazón. Se trata de un simple cuchillo con mango de madera, de los que se encuentran en todas las cocinas.

– ¡Le he matado! -dice Varia-. Lo encontré sentado a la mesa, cenando. En cuanto me vio entrar, se levantó y empezó a pegarme…

Empieza a temblar, las palabras salen como sollozos, atropelladas. Debido a su agitación, por un lado, y a mi ruso deficiente, por el otro, me pierdo la mitad de lo que dice. De todas formas, no importa. Ya me sé la historia. Varia tuvo la mala suerte de toparse con Kostas cuando llegó a Atenas. Se hicieron novios y se fueron a vivir juntos, pero también la obligaba a atender clientes. Y para colmo era celoso. Cada vez que ella volvía de una cita, le daba una paliza.

– Nada más llegar, empezó a pegarme. «¡Todas las rusas sois unas putas!», gritaba. «Cuando los comunistas se apoderaron de Rusia, vinisteis a Grecia para prostituiros. Y ahora que ha caído el comunismo, venís a hacer de putas.» -Calla, porque la voz le sale ronca, como si tuviera un ataque de asma, y tiene que recuperar el aliento-. No quería matarle -dice al final y se echa a llorar-. Vi el cuchillo encima de la mesa y lo cogí para amenazarle. No sé cómo he podido clavárselo.

La suerte del principiante. Le ha dado justo en el corazón. Me quedo mirando fijamente a Kostas cuando oigo un golpe sordo y me doy la vuelta. Varia se está dando cabezazos contra la pared. Corro hacia ella y la abrazo.

– ¡No hagas eso! -le digo. Como si pudiera hacer otra cosa.

– Kostas escondía heroína en casa.

Enseguida comprendo lo que eso implica. Si encuentran la heroína, dirán que lo ha matado por la droga. Cualquiera convence a un tribunal de que lo ha matado porque era celoso y la pegaba. ¿Quién va a tener celos de una emigrante ilegal rusa?

– ¿Dónde guardaba la heroína?

– En la cocina. Entre el arroz y los macarrones. Parece azúcar.

Entro en la cocina y encuentro el paquete justo donde me ha dicho Varia. Lo levanto por una punta y me lo guardo en el bolso.

– Yo me ocupo de esto. No deben encontrarla aquí. Tú ve a la policía. Si te entregas, será un atenuante.

Ella se echa a llorar de nuevo.

– Le he matado. Es lo único que cuenta.

– Nina y yo declararemos. Diremos que te estaba torturando y que lo hiciste para salvar la vida.

– No me dejes sola -me suplica.

Si la acompaño a comisaría se nos hará de día y quién me libra luego de la ira de Andreas… Por otra parte, es mi amiga y no puedo abandonarla a su suerte. Le echo el brazo sobre los hombros y la conduzco dulcemente hacia la puerta. Antes de salir, se vuelve y me sonríe.

– Si hubieras venido quince minutos antes, a lo mejor todavía estaría vivo -dice con amargura.

La amargura no es por mí, es por su suerte. Miro a Kostas, tendido en el suelo con el cuchillo asomando de su pecho como el asta de una bandera clavada en la arena. En mis oídos resuenan las palabras de Andreas: «Nada más llegar, ya tengo que aguantar tu mierda.»

Vuelvo a meter a Varia en la habitación.

– Trae una bolsa y una sábana -le digo.

Me mira extrañada.

– ¿Para qué las quieres?

– Tú tráemelas y no preguntes.

Mientras la espero, saco un pañuelo de papel, envuelvo el mango del cuchillo y tiro de él. La sangre cubre la hoja hasta la mitad. Froto el mango con el pañuelo para borrar las huellas de Varia. Luego limpio con cuidado la hoja, aunque procuro dejar un poco de sangre en la punta. Como si alguien se hubiera tomado la molestia de limpiar el cuchillo y se le hubiera descuidado una gota.

Varia reaparece con una bolsa de plástico y una sábana de color amarillo. Meto el cuchillo en la bolsa y lo guardo en mi bolso.

– ¡Escúchame bien! -le digo-. No iremos a comisaría. Tú quédate aquí y, cuando llegue la policía, tienes que decirles que lo mató Andreas. Vino a casa, discutieron por la droga, bajaron a la calle y allí lo mató. Ambos traficaban con mujeres, ambos traficaban con heroína, se pelearon y lo mató. Si me lo contaran así, hasta yo me lo creería. ¿Por qué no va a creérselo la poli?

Varia me mira sin moverse del sitio.

– ¿No está Andreas en el bar? -pregunta.

– No estaba cuando le mataste. Llegó más tarde. Venga, ayúdame a envolverlo con la sábana y a llevarlo abajo, al descampado.

Más que descampado se trata de un vertedero que hay junto a la casa. Doy un empujón a Varia para espabilarla. Por suerte, el muerto aún no está frío y nos resulta fácil envolverlo con la sábana. Pero, en el momento de agarrar los dos extremos para levantarlo, el dolor me atraviesa todo el cuerpo y mis manos se paralizan. Se me ocurre que podríamos arrastrarlo, pero el suelo está sucio y, si dejamos huellas, la poli las verá. Aprieto los dientes y al levantar la sábana se me escapa un gemido. La escalera es estrecha y está sumida en las tinieblas. A cada paso que damos, corremos el riesgo de caer con el cadáver como guinda.

Abro un poco la puerta de la calle y atisbo al exterior. Un grupo de jóvenes pasa gritando y cantando. Doblan la esquina hacia la plaza de Omonia, y nosotras sacamos el cadáver a toda prisa. Desenrollamos la sábana y, por suerte, Kostas cae de espaldas. Por un momento temo desplomarme a su lado, pero consigo mantener el equilibrio. Junto con la sábana, recojo las últimas fuerzas que me quedan.

– Ve a quitar la mesa -le digo a Varia-. Que no se note que Kostas estaba cenando en casa. Y pon la sábana en la cama, para que parezca arrugada de haber dormido en ella. Yo llamaré a la policía.

– ¿Crees que se lo tragarán?

Su voz se quiebra en la oscuridad, cargada de dudas.

– Si no se lo tragan, iré contigo a la cárcel para hacerte compañía -contesto y me echo a reír, más que nada para darme ánimos a mí misma.

Pienso qué debo decir por teléfono y cómo para que no sepan que soy extranjera. Porque, si Andreas se entera de que ha sido una extranjera quien le ha denunciado, enseguida sospechará de mí.

Me acerco a la cabina y saco la tarjeta con la que cada semana llamo a los míos en Bulgaria. Antes de marcar el número de la poli, cubro el auricular con un pañuelo de papel. Empiezo a hablar lentamente, para no hacerme un lío y cometer errores.

– En el descampado de la calle Efmorfopulu está Kostas, muerto… Le ha matado Andreas, que tiene el bar Cozy… Se ha llevado el cuchillo…

– ¿Tú quién eres? ¿Cómo te llamas?

No le permito seguir. Cuelgo el teléfono.

Me flaquean las piernas. Paro un taxi y le doy la dirección del bar. El conductor, un tipo cuarentón, me mira por el retrovisor.

– ¿Eres de Albania? -pregunta.

– De Bulgaria.

– ¿Qué tal si nos lo montamos a cambio de la carrera?

No entiendo del todo lo que dice pero pesco el significado. Callo porque, si empiezo a hablar, podría decir cosas que luego lamentaría.

– ¿Por qué? -insiste, sonriéndome por el espejo-. ¿Ganabais más en Bulgaria? Todos muertos de hambre. Al llegar aquí se os ha abierto el apetito, porque nosotros somos tontos.

En el primer semáforo le tiro un billete de quinientos en el asiento y bajo del coche. No dudaría ni un momento en atacarme y luego decir que he querido robarle.

Los dos matones están tomando el fresco junto a la puerta del bar. Uno de ellos me agarra el culo al pasar y estalla en carcajadas. Para recordarme que yo soy una corderita de Bulgaria y, para él, todos los días son Pascua. Andreas está sentado a una mesa, charlando con un par de amigos. Se vuelve y me mira con indiferencia.

Voy directa a la pequeña cocina donde friegan los platos y las copas del bar. Sé que estará vacía porque María, la fregaplatos, a estas horas ya se ha ido. Desenvuelvo con cuidado el cuchillo que llevaba en el bolso y lo introduzco en el cajón de los cubiertos, debajo de los demás cuchillos. Luego cojo de una esquina la bolsa de plástico con la heroína y la escondo en el armarito que hay bajo el fregadero.

Me da tiempo de acostarme con dos clientes antes de que llegue el coche con la policía. El primero va rápido. Nada más acostarnos, ya termina. El segundo es de los que necesitan insultarte para correrse y va repitiendo monótonamente «Búlgara, puta, culona», como si fuera una nana. Ninguno de los dos se fija en mis moratones, porque están borrachos como una cuba.

Cuando bajo al bar por segunda vez, veo que la policía ha puesto a Andreas contra la pared y le están registrando. Las chicas se han agrupado en un rincón, desde donde miran asustadas. No le encuentran nada encima y empiezan a registrar el bar. Dos de ellos se dedican a quitar las botellas de los estantes mientras el tercero se dirige al interior. No tarda ni dos minutos.

– ¡Señor! -llama al que sigue sosteniendo a Andreas, y acto seguido le muestra el cuchillo y la heroína, metidos en bolsitas de plástico.

– ¡No son míos! -aúlla Andreas-. ¡Ni el cuchillo ni el caballo!

Tiene razón. No iba a ser esta mercancía la que habría utilizado para meterme una sobredosis y que saliera por la tele, pero no importa.

– Bueno, a lo mejor no son tuyos -accede el policía-. Pero si resulta que son del tío que has matado, la has cagado. Vosotras esperad, tenéis que declarar -nos advirtió mientras esposaba a Andreas.

– ¡Vaya declaraciones tendremos esta noche! -dice un poli, y le guiña un ojo a su compañero.

– ¿Estás loco? -responde el otro-. Esas rusorrumanobúlgaras sólo se lavan una vez en la vida, cuando la comadrona las limpia en la palangana. Acabarías pillando cualquier porquería. -Se vuelve hacia Irina, que está colgada de mí y tiembla de miedo-: Tú primera -le dice, y el aliento le apesta.

– ¡Le han detenido! -anuncio a Varia al volver a casa-. Te has librado.

– Tú también te has librado.

– Andreas guardaba mi pasaporte y no sé dónde está. ¡El que lo encuentre será mi nuevo amo! -contesto.

Y me voy a dormir.

Paso dos días tranquilos encerrada en casa. No suena el teléfono ni nadie llama a la puerta. No sé si debo alegrarme o preocuparme. A lo mejor Andreas escondió tan bien mi pasaporte, que nadie lo ha encontrado, me digo para animarme.

Al tercer día por la mañana me despiertan varios porrazos en la puerta. Varia y Nina salen sobresaltadas y soñolientas de sus habitaciones. Nos miramos asustadas mientras los golpes siguen y suena una voz imperiosa:

– ¡Policía, abrid la puerta!

Mando a las otras dos de vuelta a sus habitaciones y abro la puerta. Me encuentro cara a cara con dos polis jóvenes. Uno es delgado y lleva gafas. El otro, corpulento y rapado, es el que manda.

– ¿Tú eres Sonia?

– Sí, señor -respondo amablemente. Empiezo a calcular cuántas noches tendré que dormir en una celda hasta que preparen los documentos de la deportación.

– Vístete, que nos vamos.

– ¿Adonde?

– ¡No te preocupes! -me tranquiliza el gafitas-. Sólo quieren interrogarte.

El cachas le dirige una mirada de cabreo, porque me ha revelado nuestro destino y le ha quitado el placer de meterme en el coche patrulla y verme temblar de miedo a lo largo de todo el recorrido, sin saber adonde me llevan.

Me pongo rápidamente los tejanos y una camiseta y me echo la cazadora de piel a la espalda. Varia y Nina no dicen ni mu.

El coche patrulla enfila la avenida Alexandras y deduzco que me llevan a jefatura. Esto me tranquiliza, porque demuestra que el gafitas no me ha mentido. Me conducen al tercer piso y me hacen sentar en un banco.

– Espera aquí -dice el gafitas-. Pronto te llamará el teniente Jaritos.

Pasa media hora, más o menos, y otro policía me conduce al despacho de enfrente. Me encuentro delante de un teniente de mediana edad y a primera vista ya sé que no me importaría tenerle como cliente. Es de los que vienen al local cuando su mujer está de viaje, echan un polvo sin decir palabra, pagan tranquilamente y se van.

– ¿Eres Sonia Pétrova? -pregunta.

– Sí, señor.

Abre el cajón de su escritorio y saca mi pasaporte. Lo hojea rápidamente y me lo entrega.

– Es tu pasaporte. Lo encontramos en casa del asesino.

Lo cojo y me dispongo a marcharme, pero vacilo. Estoy convencida de que no voy a librarme tan fácilmente, pero resulta que me equivoco.

– Esto es todo, puedes irte -dice el teniente.

Doy media vuelta y me encamino a la puerta, tratando de disimular las prisas. No quiero que vean que estoy impaciente por largarme, para no despertar sospechas. Estoy a punto de abrir la puerta cuando oigo de nuevo la voz del teniente:

– ¿Pusiste toda la heroína? ¿No te quedaste un poco para ti?

Se me aflojan las rodillas. Me detengo para recobrarme del susto.

– ¿De qué está hablando? -pregunto con toda la sangre fría de que soy capaz.

– La que metiste en el armario debajo del fregadero. La pusiste toda, ¿no? ¿No se te habrán despistado unos gramos?

– No tengo nada que ver con la heroína -respondo, cosa que no es del todo mentira, aunque tampoco la pura verdad.

– No vuelvas a hacerlo -replica él, en tono casi paternal-. Reconozco que nos ha convenido, porque queríamos encerrar a ese hijo de puta, pero es posible que no tengas tanta suerte la próxima vez.

Nos miramos un instante. Luego doy media vuelta y salgo del despacho, con el pasaporte en el bolsillo.