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Una vez se hubo retirado Fazio, el comisario se pasó un buen rato pensando en lo que debía hacer. Cuando lo tuvo claro, llamó a Galluzzo.
– Ve a la imprenta Bulone y encárgales unas tarjetas de visita.
– ¿Mías? -preguntó Galluzzo, sorprendido.
– Gallù, ¿ya empiezas como Catarella? ¡Mías!
– ¿Y qué les digo que pongan?
– Lo esencial. Dott. Salvo Montalbano, Comisaría de Policía de Vigàta, y abajo, a la izquierda, el número de teléfono. Que te hagan diez.
– Hombre, dottore, ya que se pone…
– ¿Qué quieres, que encargue mil? Así podría tapizar el váter… Me basta y me sobra con diez. Las quiero sobre este escritorio antes de las cuatro de la tarde. Y no admito excusas. Corre, antes de que cierren. -Ya era la hora de comer y seguramente estaría cerrado, pero, por probar, no perdía nada.
– ¿Dica? ¿Quién habla? -contestó una voz femenina que como mínimo procedía de Burkina Faso.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?
– Tú espera.
Era la tradición: cuando llamaba a Ingrid, siempre contestaba una asistenta procedente de países que no aparecían ni en el mapa.
– Hola, Salvo. ¿Qué ocurre?
– Necesitaría una pequeña ayuda. ¿Estás libre esta tarde?
– A las seis tengo una cita, pero hasta entonces…
– Será sólo un momento. ¿Podemos vernos en Montelusa a las cuatro y media delante del bar Victoria?
– De acuerdo. Hasta luego.
En el horno de casa encontró una tierna y maliciosa pasta 'ncasciata (le faltaban adjetivos para describirla, no supo definirla mejor) y se la zampó. Después se cambió de ropa, se puso un traje gris, una camisa azul y una corbata roja. Su aspecto oscilaba entre lo burócrata y lo equívoco. Después se sentó en la galería y tomó el café mientras se fumaba un cigarrillo.
Antes de salir, cogió un sombrero verde tipo tirolés, que no se ponía nunca, y unas gafas sin graduar que había utilizado una sola vez, no recordaba por qué motivo. Cuando regresó al despacho, a las cuatro, vio sobre el escritorio una cajita con las tarjetas de visita. Cogió tres y las guardó en la cartera. Volvió a salir, abrió el maletero del coche donde guardaba un impermeable a lo Bogart, se lo puso, se encasquetó el sombrero y se fue.
Al verlo aparecer vestido de aquella manera, a Ingrid le entró tal ataque de risa que se le saltaron las lágrimas y tuvo que entrar en el bar para ir al lavabo.
Cuando salió, le sobrevino otro ataque de risa. Montalbano se hizo el duro.
– Sube, no tengo tiempo que perder.
Ingrid obedeció, reprimiendo a duras penas las carcajadas.
– ¿Conoces una tienda de artículos de regalo que está en el número treinta y cuatro de Via Palermo?
– No. ¿Por qué?
– Porque es allí adonde vamos.
– ¿Para qué?
– A elegir un regalo de bodas para una amiga que se va a casar. Y recuerda que debes llamarme Emilio.
Pareció que Ingrid había explotado, literalmente. Su carcajada sonó como una detonación. Se sostenía la cabeza entre las manos, sin que fuera posible adivinar si reía o lloraba.
– Muy bien, tendré que llevarte a casa… -dijo el comisario, cabreado.
– No, no, espera un momento.
Se sonó la nariz un par de veces y se enjugó las lágrimas.
– Dime qué tengo que hacer, Emilio…
Montalbano se lo explicó.
El rótulo de la tienda decía «CAPPUCCINO», y debajo, en letras más pequeñas, «objetos de plata, regalos y listas de boda». En los escaparates, indudablemente elegantes, había expuestos diversos objetos brillantes de gusto un poco hortera. Montalbano trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada. Para evitar atracos, evidentemente. Pulsó el timbre y abrieron la puerta desde el interior. Dentro sólo había una mujer de cuarenta y tantos años, menuda y bien vestida. Se la veía un poco a la defensiva y nerviosa.
– Buenos días -dijo, sin esbozar siquiera la habitual sonrisa de bienvenida a los clientes-. ¿Qué desean?
A Montalbano no le cupo duda de que no era una dependienta, sino la señora Cappuccino en persona.
– Buenos días -contestó Ingrid-. Verá, una amiga nuestra se casa y Emilio y yo habíamos pensado regalarle una bandeja de plata. ¿Podría mostrarnos alguna?
– Por supuesto -contestó la señora Cappuccino.
Y empezó a sacar de las estanterías bandejas de plata, a cual más horrenda, y a depositarlas sobre el mostrador. Montalbano miraba a su alrededor «en actitud claramente sospechosa», como se lee en los periódicos y en los informes de la policía. Finalmente, Ingrid lo llamó.
– Ven, Emilio.
Montalbano se acercó para ver las dos bandejas que Ingrid le mostraba.
– Estoy dudando entre estas dos. ¿A ti cuál te gusta más?
Mientras fingía dudar, el comisario observó que la señora Cappuccino lo miraba a hurtadillas.
– Vamos, Emilio, decídete de una vez -lo apremió Ingrid.
Finalmente, Montalbano se decidió. Mientras la señora Cappuccino envolvía la bandeja, Ingrid dijo en voz alta:
– ¡Emilio, mira qué bonita es esta copa! ¿No quedaría bien en casa?
Montalbano la fulminó con la mirada y murmuró algo ininteligible.
– Vamos, Emilio, cómpramela. ¡Me encanta! -insistió Ingrid con los ojos brillantes de lo que estaba disfrutando.
– ¿Se la lleva? -preguntó la señora Cappuccino.
– Otro día -contestó con firmeza el comisario.
La señora Cappuccino fue a la caja, tecleó unos números y le extendió al comisario el ticket de compra. Cuando Montalbano se disponía a sacar la cartera del bolsillo posterior de los pantalones, ésta se le escapó de la mano y cayó todo su contenido al suelo. El comisario se agachó para recoger el dinero, los papeles y las tarjetas. Luego se incorporó y, con la punta del zapato, empujó hacia el mueble sobre el que descansaba la caja una tarjeta de visita que había dejado deliberadamente en el suelo. El numerito había sido perfecto. Salieron.
– ¡Eres muy malo, Emilio! ¡Mira que no comprarme la copa! -dijo Ingrid en tono falsamente malhumorado en cuanto subieron al coche. Y después, cambiando de tono-: ¿Lo he hecho bien?
– Perfectamente.
– ¿Y qué hacemos con la bandeja?
– Quédatela.
– ¿Y crees que con esto saldas la cuenta? No, esta noche vamos a cenar. Te llevaré a un sitio donde preparan el pescado de maravilla.
No podía. Estaba seguro de que la escena que habían montado daría resultados inmediatos. Tenía que quedarse en el despacho.
– ¿Y mañana por la noche?
– De acuerdo.
– ¡Ah, dottori, dottori! -dijo en tono quejumbroso Catarella en cuanto Montalbano entró en la comisaría.
– ¿Qué ocurre?
– Todo el archivo me he repasado, dottori. La vista he perdido, se me están cerrando los ojos. No hay nadie que se parezca al parecido del muerto que nadaba. El único era Errera. Dottori, ¿no sería posible la posibilidad de que fuera justamente Errera?
– ¡Catarè, pero si en Cosenza nos han dicho que Errera está muerto y enterrado!
– Bueno, dottori, ¿pero no es posible que el muerto resucitara y que después volviera a morir y se convirtiera en nadador?
– Catarè, ¿quieres que me duela la cabeza?
– ¡Eso nunca, dottori! ¿Qué hago con estas fotorafías?
– Déjalas sobre la mesa. Después se las daremos a Fazio.
Al cabo de dos horas de inútil espera, empezó a entrarle un sueño irresistible. Apartó los papeles a un lado, cruzó los brazos sobre el escritorio, apoyó en ellos la cabeza y se quedó dormido en un santiamén. Tan profundamente que, cuando sonó el teléfono y abrió los ojos, por un instante no supo dónde estaba.
– Oiga, dottori. Hay uno que quiere hablar con usía en persona personalmente.
– ¿Quién es?
– Ahí está el busilisi, dottori. Su nombre dice que no lo quiere dicir.
– Pásamelo.
– Aquí Montalbano. ¿Con quién hablo?
– Comisario, creo que esta tarde ha estado usted con una señora en la tienda de mi mujer.
– ¡¿Yo?!
– Sí, señor, usted.
– Disculpe, ¿quiere decirme cómo se llama?
– No.
– Bueno, pues entonces adiós.
Y colgó. Era una jugada arriesgada. Tal vez Marzilla había hecho acopio de todo su valor para llamar y no volviera a hacerlo. Sin embargo, Marzilla había picado con tal fuerza el anzuelo que le había lanzado el comisario, que volvió a llamar de inmediato.
– Comisario, perdone…, pero compréndalo. Sé que ha ido a la tienda de mi mujer disfrazado y con un nombre falso. Pero ella lo ha reconocido enseguida. Además, ha encontrado en el suelo una tarjeta de visita que se le había caído. Como comprenderá, es para estar nerviosos.
– ¿Por qué?
– Porque está claro que usted está indagando acerca de algo que me concierne.
– Si es por eso, quédese tranquilo. Las investigaciones preliminares ya han terminado.
– ¿Ha dicho que puedo estar tranquilo?
– Naturalmente. Por lo menos, por esta noche.
Notó que la respiración de Marzilla se paralizaba de golpe.
– ¿Qué… qué quiere decir?
– Que, a partir de mañana, pasaré a la segunda fase. La operativa.
– Y eso… ¿qué significa?
– Usted ya sabe cómo son estas cosas, ¿no? Detenciones, arrestos, interrogatorios, abogados, fiscales, periodistas…
– ¡Pero yo no tengo nada que ver con toda esa historia!
– Disculpe, ¿de qué historia me habla?
– Pues… pues… no sé… la historia que… ¿Por qué fue a la tienda?
– A comprar un regalo de boda…
– ¿Y por qué se hacía llamar Emilio?
– A la señora que me acompañaba le gusta llamarme así. Mire, Marzilla, ya es muy tarde. Me voy a mi casa de Marinella. Nos veremos mañana.
Y colgó. Más cabrón, imposible. Se apostaba los cojones a que en cuestión de una hora como máximo Marzilla llamaría a su puerta. La dirección podría encontrarla fácilmente consultando la guía telefónica. Como sospechaba, aquel tipo estaba metido en el asunto hasta el cuello. Alguien le había ordenado que introdujera a la mujer con los tres niños en la ambulancia y los llevara a Urgencias. Y él había obedecido.
Subió al coche y se puso en marcha con todas las ventanillas abiertas. Necesitaba sentir en el rostro la caricia de la saludable brisa del mar.
Una hora después, como él había previsto lúcidamente, un coche se detuvo delante de la puerta. Se oyó el golpe de una portezuela y sonó el timbre. Fue a abrir. Era un Marzilla distinto del que había visto en el aparcamiento del hospital. La barba de dos días le daba un aspecto enfermizo.
– Disculpe que…
– Lo esperaba. Pase.
Montalbano había decidido cambiar de táctica y Marzilla pareció sorprendido por el recibimiento. Entró con aire dubitativo y, más que sentarse, se hundió en la silla que le ofreció el comisario.
– Hablaré yo -dijo el comisario-. De esta manera, perderemos menos tiempo.
El hombre hizo una especie de gesto de resignación.
– La otra noche, en el puerto, usted ya sabía que una inmigrante con tres niños fingiría que se lastimaba una pierna. Su misión era estar allí con la ambulancia preparada, acercarse, diagnosticar la fractura antes de que llegara el médico, introducir a la mujer y a los tres niños en la ambulancia y dirigirse a Montelusa. ¿Es así? Responda sí o no.
Marzilla sólo consiguió contestar tras haber tragado saliva y haberse humedecido los labios con la lengua.
– Sí.
– Bien. Al llegar al hospital de San Gregorio, usted tenía que dejar a la mujer y a los niños a la entrada de Urgencias. Y así lo hizo. Encima tuvo la suerte de que lo llamaran urgentemente a Scroglitti, lo cual le proporcionó una buena justificación para su manera de actuar. Responda.
– Sí.
– El conductor de la ambulancia, ¿es cómplice suyo?
– Sí. Yo le entrego cien euros cada vez.
– ¿Cuántas veces lo ha hecho?
– Dos veces más.
– Y las otras dos veces, ¿los adultos iban acompañados de niños?
Marzilla tragó saliva antes de contestar.
– Sí.
– Durante el trayecto, ¿dónde se sienta usted?
– Depende. Al lado del conductor, o detrás, con los inmigrantes.
– Y en el viaje que a mí me interesa, ¿dónde estaba?
– Al principio, delante.
– ¿Eso quiere decir que después se sentó detrás?
Marzilla estaba sudando y tenía dificultades.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Necesito un poco de agua.
– No.
Marzilla lo miró, atemorizado.
– Si no quiere decírmelo usted, se lo diré yo. Usted se vio obligado a ir detrás porque uno de los niños, el de seis años, quería bajar a toda costa. ¿Es así?
Marzilla asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿qué hizo usted?
El hombre dijo algo en voz tan baja que el comisario, más que oírlo, lo intuyó.
– ¿Le aplicó una inyección? ¿Le administró un somnífero?
– Le inyecté un calmante.
– ¿Y quién sujetaba al niño?
– Su madre. O lo que fuera.
– ¿Y los otros niños?
– Lloraban.
– ¿También el niño al que usted estaba administrando la inyección?
– No, él no.
– ¿Qué hacía?
– Se mordía los labios hasta hacérselos sangrar.
Montalbano se levantó muy despacio, notando un intenso hormigueo en las piernas.
– Míreme, por favor.
El hombre levantó la cabeza y lo miró. El primer tortazo fue dirigido a la mejilla izquierda, y fue de tal violencia que le volvió la cara; el segundo lo alcanzó justo cuando volvía el rostro y le dio en la nariz, provocándole un borbotón de sangre. El hombre ni siquiera intentó secarse. Dejó que la sangre le manchara la camisa y la chaqueta. Montalbano volvió a sentarse.
– Me está ensuciando el suelo. Al fondo, a la derecha, encontrará el cuarto de baño. Vaya a lavarse. La cocina está ahí. Abra el frigorífico y coja cubitos de hielos. Usted, además de torturador de niños, es auxiliar sanitario. Supongo que sabe lo que debe hacer.
Durante el tiempo que el hombre se pasó trajinando en el cuarto de baño y en la cocina, Montalbano procuró no pensar en la escena que Marzilla acababa de describirle, en aquel infierno circunscrito al reducido espacio de la ambulancia, en el miedo de aquellos ojos abiertos a la violencia…
Y había sido él quien había tomado de la mano a aquella criatura para llevarla hacia el horror. No conseguía perdonarse, era inútil que se repitiera que había creído actuar por el bien del niño… No debía pensar en ello, no debía dejarse dominar por la rabia, si quería seguir adelante con el interrogatorio. Marzilla regresó. Había envuelto el hielo en su pañuelo y lo sostenía con una mano en la nariz, manteniendo la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Se sentó delante del comisario sin decir nada.
– Y ahora voy a decirle por qué se ha asustado tanto cuando he ido a la tienda. Tú…
Marzilla se sobresaltó. El brusco paso del «usted» al «tú» fue para él como un pistoletazo.
– … tú te has enterado de que a aquel chiquillo al que le administraste la inyección lo han abatido como a un animal salvaje. ¿Es así?
– Sí.
– Y por eso te has asustado. Porque tú eres un delincuente de tres al cuarto, un miserable, un mierda, pero no tienes el valor de ser cómplice de un asesinato. Cómo te has enterado, es decir, cómo has sabido que aquel niño al que tú sedaste era el mismo que el que habían atropellado con el coche, me lo dirás después. Ahora habla tú. Te ahorraré trabajo si te digo que sé que estás agobiado por las deudas y que necesitas dinero, y mucho, para pagar a los usureros. Continúa.
Marzilla inició su relato. Los dos guantazos del comisario lo habían aturdido, pero también le habían calmado en parte la angustia. Ahora no había otra salida que afrontar la realidad. A lo hecho, pecho.
– Cuando los bancos ya no quisieron concederme más crédito, pregunté por ahí quién podía echarme una mano. Me facilitaron un nombre y fui a ver a esa persona. Así empezó una ruina peor que la quiebra. Aquel hombre me prestó el dinero a un interés tan alto que hasta me da vergüenza decírselo. Así fui tirando durante un tiempo, hasta que al final no pude más. Entonces este señor, eso ocurrió hace un par de meses, me hizo una propuesta.
– Dime su nombre.
Marzilla negó con la cabeza, que aún mantenía echada hacia atrás.
– Tengo miedo, comisario. Es capaz de matarnos a mí y a mi mujer.
– Está bien, sigue. ¿Qué propuesta te hizo?
– Me dijo que se trataba de meter familias de inmigrantes en nuestro país. Los maridos habían encontrado trabajo, pero, como estaban en situación ilegal, no podían traer a sus mujeres y a sus hijos. A cambio de mi ayuda, él me descontaría una parte del interés.
– ¿Un porcentaje fijo?
– No, comisario. Lo negociábamos cada vez.
– ¿Cómo te avisaba?
– Me llamaba la víspera del desembarco y me describía a la persona que montaría el número de la caída. Las dos primeras veces todo fue bien. Ésta, en cambio…, ese niño se rebeló.
Marzilla hizo una pausa y lanzó un profundo suspiro.
– Debe creerme, comisario. Aquella noche no pude dormir. No podía apartar de mi mente la escena, la mujer que lo sujetaba, yo con la jeringa, los otros niños que lloraban… Cuando fui a ver a ese hombre para acordar mi porcentaje, me dijo que no me daría nada, que el asunto había acabado mal y que la mercancía estaba averiada, eso fue exactamente lo que dijo, pero que podría resarcirme, pues estaba prevista una nueva llegada. Regresé a casa desanimado. Después oí en el telediario que un niño ilegal había sido arrollado por un desaprensivo. Entonces comprendí a qué se refería al decir que la mercancía estaba averiada. Más tarde se presentó usted en la tienda. Yo sabía que había estado preguntando en el hospital… En resumidas cuentas, comprendí que tenía que apartarme de todo esto como fuera.
Montalbano se levantó y salió a la galería. El rumor del mar era como la respiración de un niño. Después de permanecer un rato allí, volvió a entrar en la casa y se sentó.
– Por lo que veo, no quieres decirme el nombre de ese… señor, por llamarlo de alguna manera.
– ¡No es que no quiera, es que no puedo! -dijo casi a gritos el hombre.
– Bueno, tranquilo, no te alteres; si no, te volverá a sangrar la nariz. Hagamos un trato.
– ¿Qué trato?
– Tú sabes que puedo enviarte a la cárcel, ¿verdad?
– Sí.
– Y eso sería tu ruina. Perderías el trabajo en el hospital y tu mujer tendría que vender la tienda.
– Sí, lo sé.
– Pues entonces, si aún te queda un poco de cerebro en la cabeza, sólo tienes que hacer una cosa. Avísame de inmediato en cuanto ese hombre te llame. Nada más. Del resto nos encargaremos nosotros.
– ¿Y yo quedaré fuera de todo este asunto?
– Eso no puedo garantizártelo. Pero puedo suavizar las consecuencias. Tienes mi palabra. Y ahora, apártate de mi vista.
– Gracias -dijo Marzilla, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta con unas piernas que parecían de requesón.
– No hay de qué -contestó Montalbano.
No se fue enseguida a la cama. Encontró media botella de whisky y fue a bebérsela a la galería. Antes de cada sorbo, levantaba la botella en el aire y brindaba por un pequeño guerrero que había luchado hasta el límite de sus fuerzas, pero que no había conseguido alzarse con la victoria.