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Mañana cochina y ventosa, sol desvaído y a menudo cubierto por unos rápidos nubarrones de color gris oscuro: más que suficiente para exacerbar el mal humor del comisario, ya negro de por sí. Fue a la cocina, preparó café, tomó una primera taza, se fumó un cigarrillo, hizo lo que tenía que hacer, se duchó, se afeitó y se puso el mismo traje que llevaba desde hacía dos días. Antes de salir, regresó a la cocina con la intención de tomarse otro café, pero sólo consiguió llenar media taza porque la otra media se la vertió sobre los pantalones. De repente, y por propia iniciativa, la mano había actuado por su cuenta. ¿Otra señal de proximidad de la vejez? Soltando maldiciones como si se dirigiera a un pelotón de turcos puestos en fila, se quitó el traje y lo dejó sobre una silla para que Adelina lo lavara y planchara. Sacó lo que había en los bolsillos para trasladarlo a los del traje que se iba a poner, y entre el montón de cosas descubrió con sorpresa un sobre cerrado. Lo contempló, estupefacto. ¿De dónde había salido? Entonces lo recordó: era la carta que Catarella le había entregado diciendo que la había llevado el periodista Poncio Pilato. Su primer impulso fue arrojarla a la basura, pero, en lugar de eso, quién sabe por qué, decidió leerla. A fin de cuentas, siempre le quedaba la posibilidad de no contestar. Los ojos se desplazaron rápidamente hacia la firma: Sozio Melato, fácilmente traducible por Poncio Pilato, según el lenguaje catarellesco. El texto era muy breve, lo cual hablaba bien, en principio, de quien lo había escrito.
Querido comisario Montalbano:
Soy un periodista que no pertenece a ningún gran rotativo, pero que colabora asiduamente con diarios y revistas.
Un free-lance, como suele decirse. He llevado a cabo importantes investigaciones sobre la mafia del Brenta y sobre el contrabando de armas de los países del Este. Desde hace algún tiempo, me dedico a un aspecto concreto de la emigración clandestina en el Adriático y en el Mediterráneo.
La otra noche lo vi a usted en el puerto durante el desembarco de inmigrantes. Lo conozco de nombre, y he pensado que tal vez nos sería recíprocamente útil un intercambio de opiniones (no una entrevista, por el amor de Dios. Sé que usted las aborrece).
Le anoto al pie el número de mi móvil.
Permaneceré en la isla un par de días.
Quedo de usted affmo.
Sozio Melato
El tono seco de las palabras le gustó. Decidió llamar al periodista en cuanto llegara al despacho, si es que aún no se había ido. Fue a buscar otro traje.
Lo primero que hizo al entrar en la comisaría fue llamar a Catarella y hablar con él, en presencia de Mimì Augello.
– Catarella, presta mucha atención. Tiene que llamarme un tal Marzilla. En cuanto llame…
– Disculpe, dottori -lo interrumpió Catarella-. ¿Cómo ha dicho que se llama este Marzilla? ¿Cardilla?
Montalbano se tranquilizó. Si Catarella volvía a las andadas con los nombres, eso significaba que el fin del mundo aún quedaba muy lejos.
– Pero, ¡por la Virgen santísima!, ¿cómo se va a llamar Cardilla, si tú mismo acabas de llamarlo Marzilla?
– ¿De veras? -dijo aterrorizado Catarella-. Pues entonces, ¿cómo demonios se llama este buen hombre?
El comisario cogió una hoja de papel, escribió en ella con letras de imprenta y rotulador rojo «MARZILLA» y se la entregó a Catarella.
– Lee.
Catarella lo leyó bien.
– Estupendo -dijo Montalbano-. Este papel lo pegas al lado de la centralita. En cuanto llame, me avisas, tanto si estoy aquí como si estoy en Afganistán. ¿De acuerdo?
– Sí, señor dottori. Váyase tranquilo a Agfastán que yo se lo pasaré.
– ¿Por qué me has obligado a presenciar este vodevil? -preguntó Augello en cuanto Catarella se hubo retirado.
– Porque tú, tres veces por la mañana y tres veces por la tarde, tienes que preguntarle a Catarella si ha llamado Marzilla.
– ¿Se puede saber quién es ese Marzilla?
– Te lo diré si has sido bueno y has hecho los deberes.
Durante el resto de la mañana no ocurrió nada de nada. Sólo la rutina habitual: una salida a causa de una violenta trifulca familiar, que acabó transformándose en agresión por parte de toda la familia, repentinamente reconciliada, contra Gallo y Galluzzo, culpables de intentar restablecer la paz; la denuncia de un teniente de alcalde, más pálido que un muerto, que había encontrado un conejo degollado en la puerta de su casa; el tiroteo de los ocupantes de un coche en marcha contra un sujeto que se encontraba junto a un surtidor de gasolina, el cual, tras haber resultado ileso, volvió a subir a su automóvil y se desvaneció en la nada sin que el encargado de la gasolinera hubiera tenido tiempo de anotar el número de la matrícula; el casi diario atraco a un supermercado… El móvil del periodista Melato permanecía obstinadamente apagado. En resumen: Montalbano no explotó de milagro. Pero se resarció en la trattoria Da Enzo.
Hacia las cuatro de la tarde Fazio dio señales de vida por teléfono. Llamaba a través del móvil desde Spigonella.
– Dottore? Tengo alguna novedad.
– Dime.
– Por lo menos dos personas de aquí creen haber visto al muerto que usted encontró, lo han reconocido en la fotografía en la que está con bigote.
– ¿Saben cómo se llamaba?
– No.
– ¿Vivía allí?
– No lo saben.
– ¿Saben qué hacía por aquella zona?
– No.
– ¿Pues qué coño saben entonces?
Fazio prefirió no contestar directamente.
– Dottore, ¿no podría venir usted aquí? Así comprendería personalmente la situación. Puede tomar la carretera del litoral, donde siempre hay más tráfico, o puede pasar por Montechiaro, coger la…
– Conozco el camino.
Era el mismo que había recorrido cuando había ido a ver el lugar donde habían matado al chiquillo. Llamó a Ingrid, con la que había quedado para cenar. La sueca se disculpó de inmediato: no podría ser. Su marido había invitado a cenar a unos amigos de manera inesperada, y ella tendría que quedarse a interpretar el papel de señora de la casa. Acordaron que ella pasaría por la comisaría hacia las ocho y media de la tarde del día siguiente. En caso de que no estuviera, ella lo esperaría. Volvió a probar con el periodista, y esta vez contestó.
– ¡Comisario! ¡Ya pensaba que no me llamaría!
– Oiga, ¿podemos vernos?
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo, si quiere.
– No puedo. He tenido que viajar a Trieste. Me he pasado el día entre aeropuertos y aviones con retraso. Por suerte, mi madre no estaba tan grave como me había dicho mi hermana.
– Me alegro. ¿Entonces?
– Hagamos una cosa. Si todo va bien, mañana por la mañana tengo intención de tomar un avión a Roma y allí enlazar con Sicilia. Ya le diré algo.
Pasado Montechiaro, y una vez en la carretera de Spigonella, llegó al cruce de Tricase. Titubeó un instante y después tomó una decisión: como máximo le llevaría diez minutos. Cogió el desvío: el campesino no estaba trabajando en su campo, ni siquiera el ladrido de un perro rompía el silencio. En la base del montículo de grava, el ramillete de flores silvestres se había marchitado. Tuvo que echar mano de su escasa habilidad para ir marcha atrás en aquel viejo camino de mulas que parecía devastado por un terremoto, y regresó hacia Spigonella. Fazio lo esperaba delante de un chalet blanco y rojo de dos plantas visiblemente deshabitado. Se oía el rumor del mar embravecido.
– A partir de este chalet empieza Spigonella -dijo Fazio-. Vamos en mi coche.
Montalbano subió y Fazio empezó a hacer de guía mientras ponía en marcha el motor.
– Spigonella se levanta en un altiplano rocoso. Para acceder a la playa hay que subir y bajar unos peldaños excavados en la piedra, lo que en verano debe de provocar más de un infarto. También se puede llegar en coche, pero hay que seguir el camino que usted ha seguido, desviarse hacia Tricase y, desde allí, regresar aquí. ¿Me explico?
– Sí.
– En cambio, Tricase está a la orilla del mar, y sus habitantes son de otro tipo.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que aquí, en Spigonella, la gente tiene dinero y vive en chalets caros. Son abogados, médicos, comerciantes… Mientras que la gente de Tricase es humilde y vive en casuchas adosadas.
– Pero tanto los chalets como las casuchas son ilegales, ¿no?
– Por supuesto, dottore. Sólo quería hacerle ver que aquí los chalets están aislados, ¿se da cuenta? Tienen muros altos y jardines con una vegetación muy tupida. Es muy difícil ver lo que ocurre dentro. En Tricase, sin embargo, las casuchas se tienen confianza, es como si hablaran entre ellas.
– ¿Te has vuelto poeta? -preguntó Montalbano.
Fazio se ruborizó.
– Me ocurre de vez en cuando -confesó.
Llegaron al borde de un acantilado y descendieron del coche. Abajo, el mar se convertía en espuma al golpear contra las rocas, y algo más allá había invadido por completo una pequeña playa. Era una costa extraña, en la que se alternaban tramos de rocas erizadas con otros de arena fina. En lo alto de un pequeño promontorio se veía un solitario chalet con una inmensa terraza colgada sobre el mar. El trozo de costa que se veía abajo -una masa de rocas altas- lo habían vallado ilegalmente y convertido en un espacio privado. No había nada más que ver. Subieron al coche.
– Ahora lo acompañaré a hablar con alguien que…
– No -dijo el comisario-. Es inútil, cuéntame tú lo que te han dicho. Regresemos.
Durante todo el trayecto, tanto de ida como de vuelta, no se cruzaron con ningún vehículo. Y tampoco vieron ninguno aparcado.
Delante de un chalet francamente lujoso había un hombre sentado en una silla de paja, fumándose un puro.
– Este es uno de los dos que dicen haber visto al tipo de la foto -dijo Fazio-. Trabaja aquí de vigilante. Dice que hace unos tres meses se encontraba sentado fuera de la casa, igual que ahora, cuando vio aparecer por la izquierda un coche que avanzaba a sacudidas. El vehículo se detuvo justo delante de él y bajó un hombre, el de la fotografía. Se había quedado sin gasolina. Entonces el vigilante se ofreció a ir a buscar un bidón al surtidor que hay en la parte baja de Montechiaro. Cuando volvió, el hombre le dio cien euros de propina.
– ¿No sabe de dónde venía?
– No. Y jamás lo había visto. Con el segundo hombre que cree reconocerlo sólo he podido hablar un momento. Es pescador, y tenía que ir a vender el pescado a Montechiaro. Me ha dicho que vio al hombre de la fotografía hace tres o cuatro meses en la playa.
– ¿Hace tres o cuatro meses? ¡Pero si era pleno invierno! ¿Qué hacía allí?
– Eso mismo se preguntó el pescador. Acababa de arrastrar la barca hasta la orilla, cuando vio en lo alto de un farallón al hombre de la fotografía.
– ¿En lo alto de un farallón?
– Sí, señor. Uno de esos que había debajo del chalet de la terraza.
– ¿Y qué hacía allí?
– Nada. Contemplaba el mar y hablaba por el móvil. El pescador pudo verlo bien porque en determinado momento giró la cabeza hacia donde él estaba. Tuvo la impresión de que le decía algo con los ojos.
– ¿Qué?
– ¡Desaparece de mi vista ahora mismo! ¿Qué, qué hago?
– No entiendo. ¿Qué tienes que hacer, quieres decir?
– ¿Sigo buscando o lo dejo?
– Creo que es inútil que pierdas más tiempo aquí. Vuelve a Vigàta.
Fazio lanzó un suspiro de alivio. Aquella investigación se le había atragantado desde el primer momento.
– ¿Y usted no viene?
– Yo te sigo, pero tú ve tirando…, yo tengo que parar un momento en Montechiaro.
Era una trola como una casa, no tenía nada que hacer en Montechiaro. Durante un rato siguió el coche de Fazio, pero poco a poco fue quedándose atrás. En cuanto lo perdió de vista, giró en redondo y volvió sobre sus pasos. Spigonella lo había impresionado. ¿Cómo era posible que en toda aquella zona, aunque no fuera la época, no hubiera ni un alma, a excepción del vigilante del puro? No había visto ni un perro ni un gato deambulando por los alrededores de los chalets. Era el lugar ideal para hacer lo que a uno le diera la gana, como, por ejemplo, llevarse a una querida, montar una timba, una pequeña orgía o una esnifada colosal. Bastaba con cerrar las persianas para que no se filtrara el menor rayo de luz al exterior y para que nadie se enterara de lo que estaba ocurriendo dentro. Los chalets disponían de tanto espacio a su alrededor que podían meter dentro todos los coches que quisieran. Una vez cerrada la verja, era como si jamás hubiera llegado ningún coche allí. De pronto se le ocurrió una idea. Frenó, bajó del coche y se puso a dar vueltas de un lado a otro, absorto. De vez en cuando, propinaba pequeños puntapiés a las piedrecitas blancas que tapizaban la carretera.
La larga fuga del chiquillo, iniciada en el muelle del puerto de Vigàta, había terminado en los alrededores de Spigonella. Y casi con toda certeza, el niño estaba huyendo de Spigonella cuando había sido atropellado por el coche.
El muerto sin nombre que él había descubierto en el agua había sido visto en Spigonella. Y muy probablemente lo habían matado allí. Ambos sucesos parecían discurrir por caminos paralelos y, sin embargo, tal vez no fuera así. Le vino a la mente el célebre término acuñado por un político que fue asesinado por las Brigadas Rojas: «Convergencias paralelas.» En este caso, ¿el punto de convergencia sería el pueblecito fantasma de Spigonella? ¿Por qué no?
Pero ¿por dónde empezar? ¿Averiguando los nombres de los propietarios de los chalets? La empresa se le antojó imposible. Si todas aquellas construcciones eran ilegales, sería inútil acudir al registro o al Ayuntamiento. Desanimado, se apoyó en un poste del tendido eléctrico. Nada más rozarlo con la espalda, se apartó de él como si hubiera sufrido una descarga. ¡La luz, claro! ¡Los chalets debían de disponer de energía eléctrica y, por consiguiente, los propietarios habían firmado una solicitud de conexión! El entusiasmo le duró muy poco, pues imaginó la respuesta de la compañía: los recibos correspondientes a Spigonella, al no haber calles con nombres ni números, en definitiva, al no existir Spigonella, se enviaban a los domicilios habituales de los propietarios. La criba de todos aquellos propietarios habría sido sin duda una tarea ciertamente larga y complicada. Si Montalbano hubiera querido decir cómo de larga, la respuesta habría sido de una imprecisión casi poética. ¿Y si probara con la compañía telefónica? ¡Venga ya!
Dejando aparte que la respuesta de la compañía telefónica habría tenido muchos puntos en común con la de la eléctrica, ¿qué hacer en los casos de los que utilizaban móviles? Además, ¿no había dicho el pescador que el anónimo muerto estaba hablando justamente por un móvil? Nada, mirara por donde mirara, acababa tropezando con una muralla. Se le ocurrió otra idea. Subió al coche, lo puso en marcha y se alejó de allí. No le resultó fácil encontrar el camino. Hasta dos o tres veces pasó por delante del mismo chalet, antes de encontrar el que buscaba. El vigilante seguía sentado en la misma silla de paja, con el puro apagado en la boca. Montalbano bajó del coche y se acercó.
– Buenos días.
– Si a usía le parecen buenos… Buenos días.
– Soy comisario de policía.
– Ya sé que es policía. Lo vi con el que me enseñó la foto.
Vista fina el señor vigilante…
– Quería preguntarle una cosa.
– Lo que usted quiera.
– ¿Se ven inmigrantes ilegales por aquí?
El vigilante lo miró, estupefacto.
– ¿Inmigrantes ilegales? Señor mío, aquí no se ven inmigrantes legales ni ilegales. Aquí sólo se ve a los que viven aquí, cuando vienen. ¡Inmigrantes ilegales!… ¡Quite, por Dios!
– Perdone, ¿por qué le parece tan absurdo?
– Porque por aquí pasa cada dos horas el coche de vigilancia privado. ¡Y ésos, si vieran a algún inmigrante ilegal, le pegarían tantas patadas en el trasero que lo enviarían a su país!
– ¿Y cómo es que hoy no se ven vigilantes por ninguna parte?
– Porque hacen media jornada de huelga.
– Gracias.
– No, gracias a usted que me ha ayudado a pasar un poco el rato.
Subió al coche y se fue. Pero al llegar al chalet blanco y rojo donde se había reunido con Fazio, volvió atrás. No es que esperara descubrir nada, pero no podía alejarse de aquel lugar. Se detuvo al borde del acantilado. Ya estaba empezando a oscurecer. Entre las sombras del crepúsculo, el chalet de la gran terraza ofrecía una apariencia espectral. A pesar de los lujosos edificios, de los cuidados árboles que asomaban por encima de los muros, del verdor que había por todas partes, Spigonella era una tierra baldía, por citar a Eliot. Es cierto que los pueblos costeros, sobre todo los que viven de los veraneantes, fuera de temporada parecen muertos. Pero Spigonella ya debía de estar muerta cuando nació. En su principio estaba su final, por fusilar una vez más a Eliot. Subió nuevamente al coche y, esta vez sí, regresó a Vigàta.
– Catarè ¿se ha sabido algo de Marzilla?
– No, señor dottori. Él no ha tilifoniado, el que ha tilifoniado ha sido Poncio Pilato.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha dicho que mañana no le dará tiempo a tomar el avión pero pasado mañana sí y por eso por la tarde de pasado mañana vendrá aquí.
Entró en su despacho y, sin sentarse, efectuó una llamada. Quería averiguar si era posible hacer una cosa que se le acababa de pasar por la cabeza mientras aparcaba.
– ¿Señora Albanese? Buenas tardes, ¿qué tal está? ¿Podría decirme a qué hora regresa con la barca su marido? Ah, que hoy no ha salido… está en casa… ¿Me lo puede pasar? ¡Ciccio!, pero ¿qué haces en casa? ¿Que te has resfriado?… Y ahora, ¿cómo estás? ¿Ya se te ha pasado? Bueno, me alegro. Oye, quería preguntarte una cosa… ¿Cómo dices? ¿Que por qué no voy a cenar a tu casa y así hablamos directamente? La verdad es que no querría molestar a tu mujer… ¿Qué has dicho? ¿Pasta con requesón fresco? ¿Y de segundo morralla? Dentro de media hora estoy con vosotros.
Durante toda la cena no consiguió decir nada. De vez en cuando, Ciccio se atrevía a preguntar:
– ¿Qué quería preguntarme, comisario?
Pero Montalbano no decía nada. Se limitaba a mover en sentido giratorio el índice de la mano izquierda en ese gesto que quiere decir «después…, después», no se sabe si porque tenía la boca llena o por miedo a abrirla, no fuera a ser que el aire se llevara el sabor que custodiaba celosamente entre la lengua y el paladar.
Cuando llegó el café, decidió hablar, aunque sólo después de haber felicitado a la mujer de Albanese por sus habilidades culinarias.
– Tenías razón, Ciccio. Al muerto lo vieron hace unos tres meses en Spigonella. Las cosas debieron de ocurrir como tú dices: lo mataron y después lo arrojaron al agua en Spigonella o alrededores. Veo que tu reputación de sabio marinero no es injustificada.
Ciccio recibió la alabanza con humildad, como algo natural.
– ¿En qué más puedo servirlo? -se limitó a preguntar.
Montalbano se lo dijo. Albanese lo pensó un momento y preguntó a su mujer:
– ¿Sabes si Tanino está en Montelusa, o en Palermo?
– Esta mañana mi hermana me ha dicho que estaba aquí.
Antes de levantarse para ir a llamar, Albanese se sintió obligado a dar una explicación.
– Tanino es el hijo de una hermana de mi mujer. Estudia Derecho en Palermo, pero su padre tiene una casita en Tricase y viene a menudo porque le gusta hacer submarinismo. Tiene una lancha neumática.
La conversación no duró más de cinco minutos.
– Mañana por la mañana a las ocho Tanino lo espera. Ahora le explico cómo se llega hasta allí.
– ¿Fazio? Perdóname que te moleste a estas horas. El otro día me pareció ver a uno de los nuestros con una pequeña videocámara que…
– Sí, señor dottore. Era Torrisi. Se la acababa de comprar, se la había vendido Torretta.
¡Faltaría más! ¡Torretta debía de haber trasladado el bazar de Zanzíbar para instalarlo en la comisaría de Vigàta!
– Dile a Torrisi que venga a Marinella con la videocámara y con todo lo necesario para hacerla funcionar.