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Se despertó completamente dolorido; desde hacía un tiempo, dormir en el sofá equivalía a levantarse a la mañana siguiente con los huesos molidos. Sobre la mesa del comedor había una nota de Ingrid.
Duermes como un angelito y, para no despertarte, me voy a duchar a mi casa. Un beso. Ingrid. Llámame.
Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono. Consultó el reloj: aún no eran las ocho.
– Dottore, necesito verlo.
No reconoció la voz.
– Pero ¿quién eres?
– Marzilla, dottore.
– Ven a la comisaría.
– No, señor, a la comisaría no. Podrían verme. Voy a su casa, ahora que está solo.
¿Y cómo sabía que antes estaba en compañía y ahora estaba solo? ¿Es que lo estaba espiando, escondido en las inmediaciones de su casa?
– Pero ¿dónde estás?
– En Marinella, dottore. Justo al otro lado de su puerta. He visto salir a la mujer y lo he llamado.
– Te abro dentro de un minuto.
Se lavó rápidamente la cara y fue a abrir. Marzilla estaba pegado a la puerta como si se estuviera refugiando de una lluvia inexistente y entró esquivando al comisario. A su paso, una vaharada de sudor rancio golpeó las ventanas de la nariz de Montalbano. Marzilla, de pie en el centro de la sala, respiraba afanosamente, como si hubiera efectuado una larga carrera. Tenía la cara amarillenta, los ojos atemorizados y el pelo en punta.
– Estoy muerto de miedo, dottore.
– ¿Habrá un desembarco?
– Más de uno simultáneamente.
– ¿Cuándo?
– Pasado mañana por la noche.
– ¿Dónde?
– No lo sé. Sólo me han dicho que será una cosa muy gorda y que a mí no me concierne.
– Entonces, ¿por qué tienes miedo? Tú no tienes nada que ver…
– Porque la persona que usted sabe me ha dicho que ponga cualquier excusa en el trabajo porque hoy tengo que estar a su disposición.
– ¿Te ha dicho para qué?
– Sí, señor. Esta noche a las diez y media me dejarán un coche muy rápido delante de mi casa. Tengo que ir a un sitio muy cerca de cabo Russello para recoger a unas personas y llevarlas a un lugar que una de ellas me dirá.
– O sea, que aún no sabes adónde tienes que llevarlas.
– No, señor, me lo dirá cuando me dejen el coche.
– ¿A qué hora has recibido la llamada?
– Esta mañana, un poco antes de las seis. Dottore, debe creerme, he intentado negarme. Le he dicho que nuestro trato era que yo intervendría siempre con la ambulancia… Pero no ha habido manera. Me ha dejado bien claro que, si no obedezco o algo va mal, me matará.
Y rompió a llorar, dejándose caer en una silla. Un llanto que a Montalbano le pareció obsceno, insoportable. Aquel hombre era una mierda. Una mierda temblorosa como un flan. Tenía que aguantarse las ganas de echársele encima y convertirle la cara en un sanguinolento amasijo de piel, carne y huesos.
– ¿Qué debo hacer, dottore? ¿Qué debo hacer?
El miedo hacía que le saliera una voz de gallito estrangulado.
– Exactamente lo que te han pedido. Pero, en cuanto te dejen el coche en la puerta de casa, me llamas y me dices la marca, el color y, a ser posible, el número de la matrícula. Y ahora quítate de mi vista. Cuanto más lloras, más ganas me entran de romperte las encías a patadas.
Jamás, ni aunque estuviera moribundo delante de él, le perdonaría la inyección al chiquillo en el interior de la ambulancia. Marzilla se levantó de golpe, aterrorizado, y corrió hacia la puerta.
– Espera. Primero explícame el lugar exacto de la reunión.
Marzilla se lo explicó. Montalbano no lo entendió muy bien, pero como Catarella le había dicho en una ocasión que un hermano suyo vivía por aquella zona, decidió que se lo preguntaría a él. Después Marzilla dijo:
– ¿Y usía qué intención tiene?
– ¿Yo? ¿Qué intención habría de tener? Tú esta noche, cuando termines, me llamas y me dices adónde has llevado a esas personas y qué pinta tienen.
Mientras se afeitaba, decidió no informar a nadie en la comisaría de lo que le había dicho Marzilla. En el fondo, la investigación del asesinato del pequeño inmigrante era enteramente personal, una cuenta pendiente que difícilmente conseguiría saldar. Sin embargo, necesitaba que le echaran una mano. Entre otras cosas, Marzilla le había dicho que dejarían delante de su casa un coche rápido. Lo que significaba que él, Montalbano, no podría hacer nada. Dadas sus escasas aptitudes como conductor, no conseguiría seguir a Marzilla. Se le ocurrió una idea, pero la descartó. Obstinada, la idea le volvió a la mente, pero él, con la misma obstinación, la volvió a descartar. La idea apareció por tercera vez mientras tomaba un último café antes de salir de casa. Y esta vez cedió.
– ¿Dica? ¿Quién habla?
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora?
– Tú espera, yo ver.
– ¡Salvo! ¿Qué hay?
– Vuelvo a necesitarte.
– ¡Eres insaciable! ¿No has tenido suficiente con la noche que acabamos de pasar? -replicó maliciosamente Ingrid.
– No.
– Bueno, si de verdad no puedes resistir, voy ahora mismo.
– No hace falta que vengas ahora. ¿Podrías estar aquí, en Marinella, a las nueve y media de esta noche?
– Sí.
– Oye, ¿tienes otro coche?
– Puedo coger el de mi marido. ¿Por qué?
– El tuyo llama demasiado la atención. ¿El de tu marido es rápido?
– Sí.
– Hasta esta noche entonces. Gracias.
– Espera. ¿Con qué disfraz?
– No entiendo.
– Ayer fui a tu casa como testigo. ¿Y esta noche?
– Con disfraz de ayudante del sheriff. Ya te daré la estrella.
– ¡Dottori, Marzilla no ha tilifoniado! -dijo Catarella, levantándose de un salto.
– Gracias, Catarella. Pero tú sigue atento, te lo ruego. ¿Quieres decirles al dottor Augello y a Fazio que vengan?
Como había decidido, sólo les hablaría del desarrollo de los acontecimientos relativos al asunto del muerto nadador. El primero en entrar fue Mimì.
– ¿Cómo está Beba?
– Mejor. Finalmente esta noche hemos podido dormir un poco.
A continuación se presentó Fazio.
– Tengo que comunicaros que, por pura casualidad, he conseguido dar una identidad al ahogado -dijo el comisario-. Para ello fue muy importante tu descubrimiento, Fazio, de que en los últimos tiempos había sido visto en Spigonella. Efectivamente, vivía allí. Había alquilado el chalet de la gran terraza sobre el mar. ¿Lo recuerdas?
– ¡Cómo no!
– Era capitán de un petrolero y se hacía llamar Ernesto Lococo, Ninì para los amigos.
– ¿Cuál era su verdadero nombre? -preguntó Augello.
– Ernesto Errera.
– ¡Virgen santísima! -exclamó Fazio.
– ¿Como el de Cosenza? -siguió preguntando Mimì.
– Exactamente. Eran la misma persona. Lo siento por ti, Mimì, pero tenía razón Catarella.
– Me gustaría saber cómo has llegado a esa conclusión -lo apremió implacable Augello.
Estaba claro que no acababa de convencerse.
– No he llegado yo, sino mi amiga Ingrid.
Y les contó toda la historia. Cuando terminó de hablar, Mimì se sujetó la cabeza entre las manos, meneándola de vez en cuando.
– Jesús, Jesús -decía a media voz.
– ¿Por qué te sorprendes tanto, Mimì?
– No, no es eso, lo que me sorprende es que, mientras nosotros nos rompíamos los cuernos, haya sido Catarella quien haya llegado desde hace tiempo a esta misma conclusión.
– ¡Eso quiere decir que jamás has comprendido quién es Catarella! -dijo el comisario.
– Pues no. ¿Quién es?
– Catarella es un niño dentro del cuerpo de un hombre. Por eso razona con la mente de un niño, de un chiquillo de siete años…
– ¿Y qué quieres decir con eso?
– Con eso quiero decir que Catarella tiene la fantasía, las ocurrencias y las salidas de un niño. Y, como tal, dice lo que piensa sin el menor reparo. Y a menudo acierta. Porque la realidad que vemos los adultos es distinta de la que ven los niños.
– En resumen, ¿qué hacemos ahora? -terció Fazio.
– Eso mismo quería preguntaros yo a vosotros -dijo Montalbano.
– Dottore, si el dottore Augello me lo permite, tomo la palabra. Quiero decir que el asunto no es tan sencillo. Hoy por hoy este hombre, Lococo o Errera, no importa, no consta oficialmente en ninguna parte como víctima de asesinato, ni en la Jefatura Superior ni en la Fiscalía, sino como alguien que se ahogó fortuitamente. Por eso me pregunto: ¿con qué pretexto abrimos un expediente y proseguimos las investigaciones?
El comisario lo pensó un poco.
– Hagamos lo de la llamada anónima -dijo al final.
Augello y Fazio lo miraron con expresión inquisitiva.
– Funciona siempre. Lo he hecho otras veces, estad tranquilos.
Sacó del sobre la fotografía de Errera con bigote y se la extendió a Fazio.
– Llévala enseguida a Retelibera y se la entregas en mano a Nicolò Zito. Dile de mi parte que necesito que emita un llamamiento urgente en el telediario de este mediodía. Tiene que decir que los familiares de Ernesto Lococo están desesperados porque no tienen noticias suyas desde hace dos meses. Vamos, lárgate ya.
Sin decir ni pío, Fazio se levantó y se retiró. Montalbano estudió detenidamente a Mimì, como si en ese momento hubiera descubierto su presencia. Augello, que conocía aquella mirada, se removió molesto en la silla.
– Salvo, ¿qué coño se te está pasando por la cabeza?
– ¿Cómo está Beba?
Mimì lo miró perplejo.
– Ya me lo has preguntado, Salvo. Está mejor.
– Por consiguiente, está en condiciones de efectuar una llamada.
– Por supuesto. ¿A quién?
– Al fiscal Tommaseo.
– ¿Y qué tiene que decirle?
– Deberá interpretar una escena. Media hora después de que Zito haya mostrado la fotografía en la televisión, Beba tiene que efectuar una llamada anónima al dottor Tommaseo y decirle, en tono histérico, que ella ha visto a aquel hombre, que lo ha reconocido perfectamente, sin lugar a dudas.
– ¿Cómo? ¿Dónde? -preguntó molesto Mimì, a quien el hecho de meter a Beba en el asunto no le hacía la menor gracia.
– Mira, tiene que decirle que hace cosa de un par de meses vio a ese hombre en Spigonella. Dos hombres lo estaban moliendo a golpes. En determinado momento consiguió librarse y se dirigió hacia el coche en el que estaba Beba, pero los otros volvieron a cogerlo y se lo llevaron.
– ¿Y qué hacía Beba en ese coche?
– Estaba haciendo guarradas con uno.
– ¡Venga, hombre! ¡Eso Beba jamás lo dirá! ¡Y a mí tampoco me hace ninguna gracia!
– ¡Sin embargo, es fundamental! Tú ya sabes cómo es Tommaseo, ¿no? Las historias de sexo le encantan. Éste es el anzuelo apropiado para él, verás como pica. Es más, si Beba pudiera inventarse algún detalle escabroso…
– ¿Pero es que te has vuelto loco?
– Alguna cochinadita…
– ¡Salvo, tienes una mente enferma!
– Pero ¿por qué te enfadas? Yo quería decir… no sé, cualquier bobada; por ejemplo, que, como estaban desnudos, no pudieron intervenir…
– Bueno. ¿Y después?
– Después, cuando te llame Tommaseo, tú…
– Perdona, ¿por qué dices que Tommaseo me va a llamar a mí y no a ti?
– Porque esta tarde yo no estaré. Debes decirle que nosotros ya estamos siguiendo una pista, porque habíamos recibido la denuncia de la desaparición, y que necesitamos una orden de registro en blanco.
– ¡¿En blanco?!
– Sí, señor, porque yo sé dónde está ese chalet de Spigonella, pero no a quién pertenece ni si vive alguien en él. ¿He hablado claro?
– Clarísimo -dijo Mimì en tono malhumorado.
– Ah, otra cosa, que te den también autorización para interceptar las llamadas que haga o reciba Gaetano Marzilla, domiciliado en Via Francesco Crispi dieciocho, Montelusa. Cuanto antes podamos escuchar sus conversaciones, mejor.
– ¿Y qué pinta en todo esto el tal Marzilla?
– Mimì, en esta investigación no pinta nada, pero puede serme útil para un asunto que tengo en la cabeza. Te lo diré con una frase hecha, de las que a ti te gustan: quiero cazar dos pájaros de un tiro.
– Pero…
– Mimì, déjalo estar, si no quieres que el tiro que tenía para los dos pájaros te…
– Entendido, entendido.
Fazio se presentó al cabo de menos de media hora.
– Listo. Zito emitirá el llamamiento en el telediario de las catorce horas y pondrá la fotografía. Le envía saludos.
E hizo ademán de retirarse.
– Espera.
Fazio se detuvo con la certeza de que el comisario seguiría adelante y le diría algo. Sin embargo, Montalbano no habló. Se limitó a mirarlo. Fazio, que lo conocía, se sentó. El comisario lo siguió mirando, pero Fazio sabía que, en realidad, no lo estaba mirando a él: tenía los ojos clavados en él, pero no lo veía, porque su cabeza estaba perdida cualquiera sabía dónde. Y, en efecto, Montalbano se estaba preguntando si no convendría pedirle a Fazio que le echara una mano. Aunque, si le contaba la historia del pequeño inmigrante, ¿cómo se lo tomaría? ¿No le diría que se trataba de una fantasía suya sin ningún fundamento? Pero quizá, contándoselo a medias, conseguiría obtener alguna información sin arriesgarse demasiado.
– Oye, Fazio, ¿tú sabes si en nuestra zona hay inmigrantes clandestinos que trabajan ilegalmente?
Fazio no pareció sorprenderse de la pregunta.
– Hay muchísimos, dottore. Pero no exactamente en nuestra zona.
– ¿Pues dónde?
– Donde hay invernaderos, viñedos, huertas, naranjales… En el norte trabajan en la industria, pero aquí, como no la hay, realizan labores agrícolas.
La conversación se estaba volviendo demasiado genérica. Montalbano decidió delimitar el campo.
– ¿Hay algún pueblo en nuestra provincia donde existan posibilidades de trabajo para los inmigrantes clandestinos?
– Sinceramente, dottore, no estoy en condiciones de elaborar una lista exhaustiva. ¿Por qué le interesa?
Era la pregunta que más temía.
– Pues… no sé… por pura curiosidad…
Fazio se levantó, se dirigió a la puerta, la cerró y volvió a sentarse.
– Dottore -dijo-, ¿tiene la bondad de contármelo todo?
Y Montalbano cedió y se lo contó todo, desde aquella maldita noche en el muelle hasta su último encuentro con Marzilla.
– En los invernaderos de Montechiaro trabajan más de cien clandestinos. Es posible que el niño se escapara de allí. El lugar donde fue arrollado por el coche se encuentra a no más de cinco kilómetros.
– ¿No podrías hacer averiguaciones? -se aventuró a preguntar el comisario-. Pero sin decir nada aquí, en la comisaría.
– Puedo intentarlo -dijo Fazio.
– ¿Tienes alguna idea para empezar?
– No sé… podría intentar elaborar una lista de los que les alquilan las casas… ¡qué digo casas!… los establos, los huecos bajo las escaleras, los estercoleros… ¡Los meten en auténticos trasteros sin ventanas! Lo hacen de forma ilegal, y llegan a ganar millones de liras. Pero puede que lo consiga. En cuanto tenga la lista, intentaré averiguar si alguno de estos clandestinos se ha reunido recientemente con su mujer…, no será tarea fácil, ya se lo digo de entrada.
– Lo sé. Y te lo agradezco.
Pero Fazio no se levantó de la silla.
– Y esta noche, ¿qué?
El comisario lo comprendió al vuelo, pero puso cara de inocente angelito.
– No entiendo.
– ¿Adónde irá Marzilla a las diez y media?
Montalbano se lo dijo.
– Y usted, ¿qué hará?
– ¿Yo? ¿Qué quieres que haga? Nada.
– Dottore, ¿no tendrá pensado algo?
– ¡No, hombre, no, quédate tranquilo!
– ¡En fin! -dijo Fazio, levantándose.
Una vez en la puerta, se detuvo y se volvió.
– Dottore, si quiere, esta noche la tengo libre y…
– ¡Pero qué pesado eres! ¡Qué manía!
– Como si yo no conociera a usía -murmuró Fazio abriendo la puerta para retirarse.
– ¡Enciende enseguida la televisión! -le ordenó a Enzo nada más entrar en la trattoria.
El hombre lo miró sorprendido.
– ¡No puedo creerlo!… Cuando está encendida, quiere que la apaguemos, y ahora que está apagada, quiere que la encendamos.
– Puedes quitarle el sonido, si quieres -dijo Montalbano, haciendo una concesión.
Nicolò Zito cumplió la promesa. En un momento del telediario (colisión entre dos camiones, derrumbamiento de un edificio, un hombre con la cabeza abierta sin que nadie supiera qué le había ocurrido, un coche incendiado, un cochecito de niño volcado en medio de la calzada, una mujer que se arrancaba los cabellos, un obrero caído desde un andamio, un sujeto víctima de un disparo en un bar), apareció la fotografía de Errera con bigote, lo que significaba vía libre para la escena que debería interpretar Beba. Sin embargo, el efecto de aquellas imágenes fue que se le pasó el apetito. Antes de regresar al despacho, dio un paseo de consolación hasta el faro.
La puerta golpeó contra la pared descascarillando el revoque, Montalbano se sobresaltó y apareció Catarella. Ritual cumplido.
– ¡Catarella!… ¡El día menos pensado provocarás el derrumbe de todo el edificio!
– Pido comprensión y perdón, dottori, pero es que, cuando me encuentro delante de su puerta cerrada, me emociono y se me va la mano.
– Pero ¿qué es lo que te emociona?
– Todo lo que se relaciona con usía, dottori.
– ¿Qué querías?
– Ha llegado Poncio Pilato.
– Hazlo entrar. Y no me pases ninguna llamada.
– ¿Ni siquiera del señor jefe superior?
– Ni siquiera de él.
– ¿Ni siquiera de la señorita Livia?
– Catarè, no estoy para nadie. ¿Lo quieres entender o te lo hago entender yo?
– Lo he entendido, dottori.
Catorce
Montalbano se levantó para recibir al periodista, pero se quedó a medio camino, alucinado ante el espectáculo. Porque en el umbral acababa de aparecer algo que, a primera vista, le había parecido un enorme ramo de lirios andante. Sin embargo, se trataba de un hombre de unos cincuenta años, enteramente vestido de distintos matices de azul violáceo. Era una especie de perro gozque redondo, con cara redonda, tripita redonda, gafas redondas y sonrisa redonda. Lo único que no era redondo era la boca, de labios tan carnosos y rojos que parecían falsos, como pintados. Seguramente en un circo habría triunfado como payaso. Se acercó tan rápido como una peonza y le tendió la mano. El comisario tuvo que inclinarse hacia delante, con la tripa apoyada en el escritorio, para estrechársela.
– Siéntese.
El ramo de lirios se sentó. Montalbano no podía dar crédito a lo que su olfato detectaba: aquel hombre olía a lirios. Soltando maldiciones por dentro, el comisario se dispuso a perder una hora de tiempo. Tal vez menos. Ya encontraría cualquier excusa para quitárselo de encima. En cualquier caso, lo mejor sería preparar enseguida el terreno.
– Usted me perdonará, señor Pilato…
– Melato.
¡Maldito Catarella!
– … Melato, pero el caso es que ha venido usted en un día verdaderamente imposible. Dispongo de muy poco tiempo…
El periodista levantó una manita pequeña, que al comisario le sorprendió que no fuera de color violeta sino rosado.
– Lo comprendo. Le robaré muy poco tiempo. Quería empezar con una pregunta…
– No, permítame que la pregunta se la haga yo a usted: ¿por qué y de qué quiere hablarme?
– Verá, comisario, yo estaba en el puerto la noche del desembarco de las dos patrulleras de la Armada, y lo vi a usted allí.
– Ya.
– Entonces me pregunté si tal vez un hombre como usted, un célebre investigador…
Se había equivocado. Cuando le dedicaban una alabanza o le hacían un cumplido, Montalbano se ponía en guardia, se cerraba como un erizo y se convertía en una bola espinosa.
– Mire usted, yo estaba allí por pura casualidad. Una cuestión de gafas.
– ¿De gafas? -preguntó el otro, estupefacto, y a continuación esbozó una astuta sonrisa-. Ya. ¡Veo que quiere despistarme!
Montalbano se levantó.
– Le estoy diciendo la verdad y usted no me cree. Creo que seguir con esto sería una pérdida de tiempo para mí y para usted. Buenos días.
El ramo de lirios se levantó y pareció marchitarse de golpe. Su manita estrechó la que el comisario le tendía.
– Buenos días -musitó, reptando hacia la puerta.
De repente, Montalbano se compadeció de él.
– Si le interesa el problema de los desembarcos de inmigrantes, puedo conseguir que lo reciba un compañero que…
– ¿El dottor Riguccio? Gracias, ya he hablado con él. Pero él ve el problema a grandes rasgos, y basta.
– Con un problema tan grande no es fácil ver los más pequeños.
– Queriendo, sí.
– ¿Y cuál es ese problema?
– El tráfico de niños -contestó Sozio Melato, al tiempo que abría la puerta y abandonaba el despacho.
Como en los dibujos animados, exactamente de la misma manera, esas dos palabras que el periodista acababa de pronunciar, «tráfico» y «niños», se solidificaron y aparecieron grabadas en negro en el aire, pues la estancia había desaparecido, todo se había desvanecido en el interior de una luz lechosa que las envolvía; al cabo de una millonésima de segundo ambas palabras se movieron, se entrelazaron la una con la otra, hasta que se convirtieron en dos serpientes que se atacaban y después se fundían, cambiando de color y convirtiéndose en un globo luminoso del que surgió una especie de rayo que alcanzó a Montalbano entre los ojos.
– ¡Virgen santa! -exclamó, agarrándose al escritorio.
En menos de un segundo, todas las piezas diseminadas del rompecabezas que se agitaban en su cerebro se colocaron en su sitio correspondiente, encajando a la perfección. Acto seguido, todo recuperó la normalidad y cada cosa volvió a presentarse con su forma y su color. Sin embargo, el que no conseguía recuperar la normalidad era él, pues no podía moverse y su boca se negaba obstinadamente a abrirse para llamar al periodista. Finalmente, consiguió coger el teléfono.
– ¡Detén al periodista! -ordenó en tono furioso a Catarella.
Mientras se sentaba y se enjugaba el sudor de la frente, oyó que fuera se estaba armando un alboroto tremendo. Alguien gritaba (probablemente Catarella):
– ¡Detente, Poncio Pilato!
Otro decía (debía de ser el periodista):
– ¿Pero qué he hecho yo? ¡Déjenme!
Un tercero se aprovechaba (evidentemente, un cabrón que pasaba por allí):
– ¡Abajo la policía!
Finalmente la puerta del despacho se abrió con un golpe que aterrorizó al periodista, que acababa de aparecer a regañadientes en el umbral, empujado por Catarella.
– ¡Lo he pillado, dottori!
– Pero ¿qué ocurre? ¿Puedo saber por qué…?
– Discúlpeme, señor Melato. Un lamentable equívoco. Pase, por favor.
Mientras Melato, más confuso que convencido, entraba en el despacho, el comisario le ordenó bruscamente a Catarella:
– ¡Retírate y cierra la puerta!
El ramo de lirios estaba como desmayado sobre la silla y se había marchitado a ojos vista. Al comisario le entraron ganas de rociarlo con un poco de agua para reanimarlo. Pero quizá fuera mejor continuar la conversación como si nada hubiera ocurrido.
– Me estaba usted hablando de cierto tráfico…
Herí dicebamus. El «decíamos ayer» funcionó a la perfección. A Melato ni siquiera se le pasó por la cabeza pedir explicaciones por el trato que acababa de recibir. Recuperado, volvió a empezar.
– Usted, comisario, ¿no sabe nada de eso?
– Nada, se lo aseguro. Y le agradecería que…
– Sólo el año pasado, y cito datos oficiales, se encontraron en Italia casi quince mil menores no acompañados por ningún pariente.
– ¿Está diciéndome que vinieron solos?
– Eso podría parecer a primera vista. De estos menores, hay que quitar aproximadamente la mitad.
– ¿Por qué?
– Son los que a estas alturas han alcanzado la mayoría de edad. Bueno, pues casi cuatro mil, un buen porcentaje, ¿eh?, procedían de Albania, Rumania, Yugoslavia y Moldavia. A éstos hay que añadir mil quinientos de Marruecos, más los de Argelia, Turquía, Iraq, Bangladesh y otros países. ¿Se hace una idea del panorama?
– Creo que sí. ¿Edad?
– Ahora se lo digo.
Se sacó una hoja de papel del bolsillo, la estudió y se la volvió a guardar en el bolsillo.
– Doscientos, de cero a seis años; mil trescientos dieciséis, de siete a catorce; novecientos noventa y cinco, de quince; dos mil dieciocho, de dieciséis, y tres mil novecientos veinticuatro, de diecisiete -recitó.
Miró al comisario y lanzó un suspiro.
– Pero éstos son los datos que conocemos. Sabemos a ciencia cierta que centenares de estos niños desaparecen en cuanto llegan a nuestro país.
– ¿Y qué es de ellos?
– Comisario, hay organizaciones criminales que se encargan de traerlos aquí. Estos niños valen muchísimo. Son una mercancía exportable.
– ¿Y qué hacen con ellos?
Sozio Melato pareció sorprenderse.
– ¿Y usted lo pregunta? Hace poco un fiscal de Trieste reunió una enorme cantidad de pruebas, interceptando llamadas telefónicas que hablaban de la compra-venta de estos niños para trasplante de órganos. Las peticiones de trasplante aumentan constantemente. Muchos otros caen en manos de pedófilos. Pagan por ellos cifras elevadísimas. Tenga en cuenta que estos niños, solos, sin padres ni nadie que los reclame, están muy buscados por ese tipo de gente, pues pueden practicar con ellos cierto tipo de pedofilia extrema.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Montalbano con la boca abrasada.
– La que entraña la tortura y la muerte de la víctima, para mayor placer del pedófilo.
– Ah.
– Después está el negocio de la mendicidad organizada. Los explotadores de estos niños son muy imaginativos… He hablado con un niño albanés que había sido secuestrado y cuyo padre consiguió recuperarlo. Le hicieron una profunda herida en la rodilla y dejaron deliberadamente que se le infectara. De esa manera, la gente se compadecía más de él. A otro le cortaron la mano, a otro…
– Discúlpeme un momento. Acabo de recordar que tengo que hacer una cosa -dijo el comisario, levantándose.
Tras cerrar la puerta, salió disparado. Catarella, perplejo, vio pasar al comisario corriendo como un velocista de los cien metros, con los codos levantados a la altura del pecho y la zancada alta y decidida. En un visto y no visto Montalbano llegó al bar que había a dos pasos de la comisaría y que en aquellos momentos estaba desierto. Se acodó en la barra y pidió:
– Ponme un whisky triple, sin hielo.
El camarero se lo sirvió sin decir nada. Montalbano se lo bebió de dos tragos, pagó y se fue.
Catarella se encontraba de pie, como una estaca, montando guardia delante de la puerta de su despacho.
– ¿Qué haces aquí?
– Dottori, estoy vigilando al sujeto -contestó Catarella, señalando con la cabeza hacia el despacho-. Por si al sujeto le entraran ganas de volver a escaparse.
– Muy bien, ya puedes retirarte.
El periodista no se había movido de su sitio. Montalbano se sentó detrás del escritorio. Ya se encontraba mejor. Ahora tendría la fuerza necesaria para escuchar nuevos horrores.
– Entonces estos niños no embarcan solos…
– Comisario, ya le he dicho que detrás de ellos hay una poderosa organización criminal. Algunos llegan por su cuenta, pero son una minoría. La mayoría vienen acompañados.
– ¿Por quién?
– Por personas que se hacen pasar por sus padres.
– ¿Cómplices?
– Bueno, yo no los llamaría así. Verá, el precio del embarque es muy elevado, y los inmigrantes deben hacer enormes sacrificios para conseguir un pasaje. Sin embargo, el coste puede reducirse a la mitad si introducen, junto con sus propios hijos, a un menor que no pertenece a su familia. Pero, aparte de los acompañantes que podríamos llamar «casuales», están los habituales, los que lo hacen con ánimo de lucro. Éstos sí forman parte, a todos los efectos, de la amplia organización criminal. Pero no siempre los pasan mezclados con inmigrantes clandestinos. Hay otros caminos. Le pondré un ejemplo. Un viernes de hace unos meses, atracó en el puerto de Ancona la motonave que transporta mercancías y pasajeros a Durazzo. En ella viajaba una albanesa de algo más de treinta años, Giulietta Petalli. En su permiso de residencia figura la fotografía de un niño, su hijo, que lleva de la mano. Cuando llegó a Pescara, donde vivía, el niño había desaparecido. Resumiendo: la Brigada Móvil de Pescara descubrió que la dulce Giulietta, su marido y un cómplice habían introducido en Italia a cincuenta y seis niños. Y todos se habían desvanecido. ¿Qué le ocurre, comisario, se encuentra mal?
Un flash. Montalbano sintió una dentellada en el estómago. Por un instante se vio sujetando al niño de la mano y devolviéndolo a la que creía que era su madre… Y vio también aquella mirada, aquellos ojos enormemente abiertos que ya jamás conseguiría olvidar.
– ¿Por qué? -preguntó en tono indiferente.
– Se ha puesto muy pálido.
– Me ocurre de vez en cuando; es una cosa de la circulación, no se preocupe. Dígame una cosa; si este indigno tráfico tiene lugar en el Adriático, ¿por qué ha venido a nosotros?
– Muy fácil. Porque estos nuevos mercaderes de esclavos se han visto obligados a cambiar de ruta. La que han utilizado durante años ya es demasiado conocida y las interceptaciones por parte de la policía son más frecuentes. Por tanto, han ampliado las rutas que ya existían en el Mediterráneo. Y eso ocurrió cuando el tunecino Baddar Gafsa se convirtió en el jefe indiscutible de la organización.
– Disculpe, no he entendido. ¿Qué ha dicho?
– Baddar Gafsa, un personaje de novela, créame. Entre otros nombres, se le conoce con el apodo de «Cara Cortada», imagínese. Con un poco de generosidad se lo podría definir como un verdadero corazón de las tinieblas. Es un gigantón al que le gusta exhibir sortijas, collares y pulseras, y siempre lleva chaquetas de piel. Tiene treinta y pocos años y dispone de un auténtico ejército de asesinos, encabezado por sus tres lugartenientes, Samir, Jamil y Ouled, y de una flotilla de embarcaciones pesqueras oculta en las ensenadas de cabo Bon, que naturalmente no le sirven para pescar, al mando de Ghamun y Ridha, dos patrones expertos que conocen el canal de Sicilia como la palma de la mano. Se le busca desde hace tiempo, pero nunca ha sido detenido. Dicen que en sus refugios secretos expone los cadáveres de enemigos asesinados por él, tanto para disuadir a los suyos de posibles traiciones como para deleitarse en su poder. Trofeos de caza, no sé si me explico. Es un tipo que viaja mucho, bien para dirimir a su manera las controversias entre sus colaboradores o para castigar de manera ejemplar a los que incumplen las órdenes. Y así van aumentando sus trofeos.
Montalbano tuvo la sensación de que Melato le estaba contando una película demasiado aventurera y fantástica, una de aquellas que antaño se llamaban «americanadas».
– Y usted, ¿cómo sabe todas esas cosas? Está muy bien informado…
– Antes de venir a Vigàta me pasé casi un mes en Túnez, desde Sfax a Susa, y hacia el norte, hasta El Haduaria. Disponía de salvoconductos. Y créame que tengo la suficiente experiencia para distinguir entre una leyenda más o menos patria y la verdad.
– Todavía no me ha aclarado por qué ha venido precisamente aquí, a Vigàta. ¿Averiguó algo en Túnez que lo indujo a trasladarse a esta zona?
La enorme boca de Sozio Melato se cuadruplicó en una sonrisa.
– Veo, señor comisario, que es tan inteligente como me habían dicho. He sabido, no le diré cómo porque sería demasiado complicado, pero le garantizo la absoluta fiabilidad de la fuente, que Baddar Gafsa ha sido visto en Lampedusa, de regreso de Vigàta.
– ¿Cuándo?
– Hace algo más de dos meses.
– ¿Y le dijeron qué había venido a hacer aquí?
– Me lo insinuaron. Ante todo, conviene que sepa que Gafsa tiene aquí una importante base de clasificación.
– ¿En Vigàta?
– O en sus alrededores.
– ¿Qué significa «base de clasificación»?
– Gafsa reúne allí a los clandestinos de más valor…
– ¿Qué quiere decir?
– Menores, precisamente, terroristas, confidentes… Los retiene allí antes de enviarlos a sus destinos definitivos.
– Comprendo.
– Antes de que Gafsa se convirtiera en el jefe de la organización, esta base estaba controlada por un italiano. El tunecino le permitió seguir dirigiéndola durante un tiempo, pero después el italiano empezó a actuar por su cuenta y Gafsa lo mató.
– ¿Usted sabe por quién lo sustituyó?
– Al parecer, por nadie.
– Entonces, ¿la base está en proceso de desmantelamiento?
– De ninguna manera. Digamos que no hay ningún jefe residente sino unos responsables del sector, los cuales son advertidos a su debido tiempo de los desembarcos. Cuando se trata de una operación importante, interviene personalmente Jamil Zarzis, uno de los tres lugartenientes. Va y viene constantemente entre Sicilia y la laguna de Korba, en Túnez, donde está el cuartel general de Gafsa.
– Usted ha mencionado una gran cantidad de nombres de tunecinos, pero no ha dicho el nombre del italiano que asesinó Gafsa.
– Lo ignoro, no conseguí averiguarlo. Sé, sin embargo, cómo lo llamaban los hombres de Gafsa. Es un apodo carente del menor significado.
– ¿Cuál?
– El Muerto. Lo llamaban así. ¿No le parece absurdo?
¡¿Absurdo?! Montalbano se levantó de un salto, echó la cabeza hacia atrás y emitió un relincho. Un relincho fuerte, en todo similar al de un caballo cuando se le cruzan los cables. Sólo que al comisario no se le habían cruzado los cables sino todo lo contrario. Ahora todo le resultaba muy claro, las paralelas habían acabado convergiendo. Entre tanto, el ramo de lirios se deslizaba muerto de miedo hacia la puerta. Montalbano corrió tras él y lo placó.
– ¿Adónde va?
– Voy a avisar a alguien, usted no se encuentra bien -balbucearon los lirios.
El comisario esbozó una ancha y tranquilizadora sonrisa.
– No se preocupe, no es nada, son pequeños trastornos, como la palidez de hace un rato… Me ocurre desde hace tiempo, pero no es grave.
– ¿No podríamos abrir la puerta? Me falta el aire.
Era una excusa, estaba claro que el periodista quería asegurarse una ruta de huida.
– De acuerdo, la abriré.
Un poco más tranquilo, Sozio Melato volvió a sentarse. Pero se notaba que aún estaba nervioso. Se sentó en el borde de la silla, listo para echar a correr. Seguramente se preguntaba si aquello era la comisaría de Vigàta o una reliquia del manicomio provincial. Y, por encima de todo, le preocupaba la amorosa sonrisa que le dirigía Montalbano. En efecto, el comisario se sentía envuelto por una oleada de gratitud hacia aquel hombre que parecía un payaso pero que no lo era. ¿Cómo pagarle la deuda?
– Señor Melato, no acabo de comprender… ¿Usted ha venido a Vigàta expresamente para hablar conmigo?
– Sí. Por desgracia, tengo que regresar enseguida a Trieste. Mi madre no se encuentra bien y me echa de menos. Estamos… muy unidos.
– ¿Podría quedarse dos o tres días?
– ¿Por qué?
– Creo que podré facilitarle de primera mano unas noticias muy interesantes.
Sozio Melato se lo pensó un rato, con los ojillos casi ocultos detrás de los párpados entornados. Después decidió hablar.
– Usted me dijo que no sabía nada de esta historia.
– Es cierto.
– Pero, si no sabía nada, ¿cómo es posible que ahora me diga que en muy poco tiempo estará en condiciones de…?
– No le he mentido, puede creerme. Usted me ha revelado cosas que yo ignoraba, pero creo que me van a ayudar a encarrilar debidamente una investigación que estoy llevando a cabo.
– Bueno… Yo estoy en el Regina de Montelusa. Creo que podré quedarme un par de días.
– Muy bien. ¿Podría describirme al lugarteniente de Gafsa, el que viene aquí…? ¿Cómo se llama?
– Jamil Zarzis. Es un tipo de cuarenta y tantos años, fornido y de baja estatura… Por lo menos, eso es lo que me han dicho… Ah, y está casi completamente desdentado.
– Vaya, pues si se ha dejado convencer por el dentista, estamos apañados -comentó el comisario.
Sozio Melato extendió los bracitos como queriendo decir que no sabía nada más de Jamil Zarzis.
– Oiga, ha dicho que Gafsa se encarga personalmente de eliminar a sus adversarios. ¿Es así?
– Así es.
– ¿Un disparo de kalashnikov y listo o…?
– No, es un sádico. Varía de métodos. Me han contado que a uno lo colgó boca abajo hasta que murió, a otro lo asó literalmente sobre las brasas, a un tercero le ató las muñecas y los tobillos con alambre y dejó que se ahogara lentamente en la laguna, un cuarto fue…
El comisario se levantó y Sozio Melato enmudeció, preocupado.
– ¿Qué pasa? -preguntó, dispuesto a levantarse de un salto de la silla y echar a correr.
– ¿Me permite soltar otro relincho? -le preguntó con toda amabilidad Montalbano.