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Era mentira, no estaba cansado en absoluto. Al contrario, estaba deseando hacer lo que se le había metido en la cabeza. Pero tenía que librarse cuanto antes de Ingrid, no podía perder ni un minuto. Despachó a la sueca sin dejar traslucir la prisa que tenía, le dio infinitas gracias y besos y le prometió que volverían a verse el sábado siguiente. Una vez solo en su casa de Marinella, el comisario se transformó en el protagonista de una película cómica en cámara rápida, en un buscapiés que zigzagueaba por las habitaciones en una búsqueda desesperada. ¿Dónde coño había ido a parar el traje de submarinista que se había puesto la última vez -de eso hacía por lo menos dos años-, cuando había tenido que sumergirse en busca del coche del contable Gargano? Puso la casa patas arriba, y al final lo encontró en un cajón interior del armario, debidamente envuelto en celofán. Sin embargo, la búsqueda que más lo enfureció fue la de la funda de la pistola, que, aunque no la utilizaba nunca, también debía estar en algún sitio. Y, en efecto, resultó que estaba en el cuarto de baño, en el interior del mueble zapatero, debajo de un par de pantuflas que jamás en su vida se le había pasado por la cabeza ponerse. Lo de guardarla allí debía de haber sido una ocurrencia de Adelina. Ahora la casa daba la impresión de haber sido registrada por una horda de lansquenetes borrachos. A la mañana siguiente haría bien en evitar tropezarse con su asistenta Adelina, que se pondría de un humor de perros al ver semejante desorden.
Se desnudó, se enfundó el traje de submarinista y se puso encima los vaqueros y la cazadora. Fue a mirarse en el espejo: primero le entraron ganas de soltar una carcajada, pero después sintió vergüenza de sí mismo. Parecía que lo hubieran caracterizado para rodar una película. ¿Estaban en carnaval o qué?
– Me llamo Bond. James Bond -le dijo a su imagen.
Se tranquilizó pensando que a esas horas no se tropezaría con ningún conocido. Preparó café y se tomó tres tazas seguidas. Antes de salir, consultó el reloj. Calculaba que hacia las dos de la madrugada estaría de nuevo en Spigonella.
Estaba tan lúcido y decidido que enseguida encontró el camino que había seguido Ingrid para llegar al lugar desde el que se veía el chalet. Los últimos cien metros los recorrió con las luces apagadas. Su único temor era caer por el acantilado. Cuando llegó al bungalow de estilo moruno, cogió los gemelos y bajó del coche. A través de las ventanas no se filtraba el menor rayo de luz, el chalet parecía deshabitado. Sin embargo, en su interior había al menos tres hombres. Con cautela, arrastrando los pies como hacen las personas que no ven bien, se acercó al borde del acantilado y miró hacia abajo. No se veía nada. Sólo se oía el rumor del mar, que estaba un poco agitado. Miró a través de los gemelos para ver si detectaba algún movimiento, pero a duras penas se distinguían las sombras algo más oscuras de las rocas.
A mano derecha, a unos diez metros, vio una escalera estrecha y empinada que había sido excavada en la pared de la roca. Si bajarla de día ya era una hazaña digna de un soldado de un regimiento alpino, no digamos en la oscuridad de la noche. Sin embargo, no tenía alternativa. Regresó al coche, se quitó los vaqueros y la cazadora, cogió la pistola, abrió la portezuela, colocó la ropa dentro, cogió la linterna sumergible, sacó las llaves de la guantera, volvió a cerrar la portezuela sin hacer ruido y escondió las llaves detrás de la rueda posterior derecha. Se ajustó la pistola en el cinturón, se puso los gemelos en bandolera y sujetó la linterna en la mano. De pie en el primer escalón, trató de distinguir el recorrido de la escalera. Encendió un instante la linterna y miró. Se notó el sudor en el interior del traje de submarinista: los escalones bajaban casi verticales.
Encendiendo y apagando rapidísimamente la linterna de vez en cuando para ver si pisaba en firme, o por el contrario encontraba el vacío; soltando maldiciones; dudando y tanteando; resbalando, agarrándose a las raíces que sobresalían en la pared; lamentando no ser una cabra montesa, un corzo o al menos una lagartija, sintió, después de una eternidad, la arena mojada bajo las plantas de los pies. Había llegado.
Se tumbó boca arriba y contempló las estrellas. Respiraba con dificultad. Se quedó un rato así hasta que el fuelle que ocupaba el lugar de sus pulmones desapareció poco a poco. Se incorporó. Miró a través de los gemelos y le pareció que las moles oscuras de las rocas que interrumpían la playa y conformaban el pequeño puerto del chalet se encontraban a unos cincuenta metros de distancia. Echó a andar, encorvado y pegado a la pared de roca. De vez en cuando se detenía y escrutaba con los ojos muy abiertos. Nada, silencio absoluto, todo estaba inmóvil, excepto el mar. Al llegar casi al abrigo de las rocas, miró hacia arriba: sólo se veía una especie de rectángulo que ocultaba el cielo estrellado y que no era otra cosa que el saliente de la gran terraza. Ya no podía seguir avanzando por tierra. Dejó los gemelos en la arena, se ajustó la linterna sumergible en el cinturón, dio un paso y se metió en el agua. No esperaba que fuera tan hondo; enseguida el agua le llegó al pecho. Dedujo que aquello no podía ser una circunstancia natural. Seguramente habían excavado un pequeño foso para añadir un nuevo obstáculo a quienquiera que, desde la playa, pretendiera encaramarse sobre las rocas. Se puso a nadar a braza, como las mujeres, despacio y sin el menor ruido, siguiendo la curva del pequeño puerto. El agua estaba muy fría. A medida que se acercaba a la bocana, las olas eran cada vez más grandes y amenazaban con empujarlo contra cualquier saliente. Puesto que ahora ya no era necesario nadar a braza, pues cualquier ruido quedaba absorbido por el rumor del mar, con cuatro brazadas llegó a la última roca, la que delimitaba la bocana. Se aferró a ella para recuperar el resuello. De pronto, una ola impactó contra sus pies, que fueron a posarse sobre una minúscula plataforma natural. Se encaramó a ella, sujetándose con ambas manos a la roca. Cada nueva ola amenazaba con hacerlo resbalar. Era una posición peligrosa, pero, antes de seguir adelante, tenía que aclarar unas cuantas cosas.
Según las imágenes que habían filmado, la roca que delimitaba el otro lado de la bocana tenía que estar situada más hacia la orilla, porque el muro describía al otro lado un gran signo de interrogación cuyo rizo superior terminaba justamente en aquella roca. Se pasó un buen rato estudiando la sombra que la roca proyectaba sobre el agua para cerciorarse de que no hubiera nadie vigilando. Cuando estuvo seguro, desplazó los pies centímetro a centímetro y torció el cuerpo fuertemente a la derecha para que su mano pudiera tantear a ciegas en busca de algo metálico, el pequeño faro que había conseguido distinguir en la foto ampliada. Tardó casi cinco minutos en encontrarlo; estaba más arriba de lo que él había calculado. Pasó varias veces la mano por delante. No oyó sonar ninguna alarma, no había célula fotoeléctrica. Sólo era un pequeño faro que en aquellos momentos estaba apagado. Esperó un poco más, por si acaso, y al ver que no ocurría nada volvió a arrojarse al agua. Cuando había rodeado la mitad de la roca, sus manos tropezaron con la compuerta que impedía la entrada de visitas no deseadas en el embarcadero. Tanteando, descubrió que la plancha de hierro discurría a lo largo de una guía metálica vertical y dedujo que aquel mecanismo debía de accionarse automáticamente desde el chalet.
Ahora sólo quedaba entrar. Se agarró a la compuerta para elevarse por encima de ella y saltar al otro lado. Ya tenía el pie izquierdo arriba cuando ocurrió algo. Algo, pues Montalbano no supo qué había sucedido. La punzada en el centro del pecho fue tan repentina, lacerante, larga y dolorosa que el comisario cayó a horcajadas sobre la compuerta, convencido de que alguien le había disparado con un fusil subacuático, alcanzándolo de lleno. Sin embargo, mientras lo pensaba, fue simultáneamente consciente de que no se trataba de eso. Se mordió los labios para reprimir un grito desesperado, que a lo mejor lo habría aliviado. Y enseguida comprendió que aquella punzada no procedía de fuera, sino de dentro, como él vagamente intuía, del interior de su cuerpo, donde algo se había roto o había alcanzado el punto de ruptura. Le resultó extremadamente difícil lograr aspirar un hilillo de aire y hacerlo pasar entre los labios cerrados. De repente, la punzada desapareció tal como había venido, dejándolo dolorido y aturdido, aunque no asustado. La sorpresa se había impuesto al miedo. Se deslizó a lo largo de la compuerta hasta conseguir apoyar la espalda contra la roca. Ahora su equilibrio ya no era tan precario. Habría tiempo y manera de recuperarse de la sensación de malestar que le había dejado aquella increíble punzada. Pero no hubo tiempo ni manera, pues la segunda punzada le llegó implacable y más feroz que la primera. Trató de dominarse, sin conseguirlo. Se inclinó hacia delante y se echó a llorar. Era un llanto de dolor y de tristeza. No sabía si el sabor salado que sentía en la boca era de las lágrimas o de las gotas de agua que le resbalaban por el cabello. Mientras el dolor se convertía en una especie de taladro candente en la carne viva, comenzó a recitar una letanía para sus adentros:
– Padre mío, padre mío, padre mío…
Rezaba la letanía a su padre muerto, pidiéndole, sin palabras, la gracia de que alguien desde la terraza del chalet reparara en su presencia y acabara con él con una piadosa ráfaga de ametralladora. Pero su padre no escuchó su plegaria y Montalbano siguió llorando hasta que el dolor volvió a desaparecer, cosa que hizo con extremada lentitud, como si lamentara dejarlo.
Sin embargo, transcurrió mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de mover una mano o un pie. Sus extremidades se negaban a obedecer las órdenes que el cerebro les enviaba. En cuanto a los ojos, ¿los tenía abiertos o cerrados? ¿Estaba más oscuro que antes o tenía la vista obnubilada?
Se resignó. Debía aceptar las cosas como eran. Había cometido un error yendo solo. Se había presentado una dificultad, y ahora tendría que pagar las consecuencias de su locura. Lo único que podía hacer era aprovechar el intervalo entre una y otra punzada para echarse de nuevo al agua, rodear la roca y regresar poco a poco hasta la orilla. No tenía sentido seguir adelante, lo único que podía hacer era regresar. Sólo tenía que lanzarse nuevamente al agua y rodear la boya…
¿Por qué había dicho boya y no roca? En su mente había surgido la escena que había visto en la televisión, la orgullosa negativa de aquel velero, que, en lugar de virar en redondo alrededor de la boya, había preferido seguir obstinadamente hacia delante hasta chocar con la embarcación de los jueces y quedar destrozada junto con ésta… Y entonces comprendió que su manera de ser no le ofrecía posibilidad de elección. Jamás podría volver atrás.
Permaneció una media hora inmóvil, apoyado contra la roca, prestando atención a su cuerpo, a la espera de la menor señal de la aparición de una nueva punzada. Pero no ocurrió nada. Y no podía dejar pasar más tiempo. Se deslizó hacia el agua por el otro lado de la compuerta y volvió a nadar a braza, porque las olas ya no tenían fuerza y rompían contra la plancha. Mientras nadaba hacia la orilla, vio que se encontraba en el interior de una especie de canal con los márgenes de cemento de una anchura mínima de seis metros. Y, en efecto, cuando sus pies todavía no tocaban fondo, vio a la derecha el resplandor de la arena a la altura de su cabeza. Apoyó ambas manos en el borde más cercano y se impulsó hasta arriba.
Miró hacia delante y se quedó sorprendido. El canal no terminaba en la playa, sino que se adentraba en una gruta natural absolutamente invisible para cualquiera que pasara por delante del pequeño puerto o se asomara desde el borde del acantilado. ¡Una gruta! A unos metros de la entrada, a mano derecha, había una escalera excavada en la pared rocosa, como la que había utilizado para bajar, sólo que ésta estaba cerrada por una verja. Doblando el espinazo, se acercó a la entrada de la gruta y escuchó. Nada, ni un ruido, excepto el susurro del agua. Se tumbó boca abajo, cogió la linterna que llevaba ajustada al cinturón, la encendió un segundo y la apagó. Almacenó en el cerebro todo lo que el destello de luz le había permitido ver y repitió la operación. Almacenó nuevos y valiosos detalles. A la tercera vez, ya sabía todo lo que había en el interior de la gruta.
En el agua del canal se balanceaba una lancha neumática de gran tamaño, probablemente una Zodiac de motor muy potente. A la derecha discurría una escollera de hormigón de poco más de un metro de anchura, en mitad de la cual había una enorme puerta de hierro, también cerrada.
Probablemente detrás de aquella puerta guardaban la lancha cuando no la necesitaban, y casi con toda certeza debía de haber una escalera que subía al chalet. O un ascensor, ¡quién sabe! Se adivinaba que la gruta continuaba, pero la lancha impedía ver lo que había más allá.
¿Y ahora? ¿Se detenía allí? ¿O seguía adelante?
– De perdidos al río -se dijo Montalbano.
Se incorporó y entró en la gruta sin encender la linterna. Bajo sus plantas, sentía el piso de hormigón. Continuó avanzando hasta que su mano derecha rozó el hierro oxidado de la puerta. Acercó el oído, nada, silencio absoluto. Empujó con la mano y notó que cedía, sólo estaba entornada. Una ligera presión bastó para que la puerta se abriera unos centímetros. Al parecer, los goznes estaban bien engrasados. ¿Y si alguien lo había oído y lo esperaba con un kalashnikov? Mala suerte. Empuñó la pistola y encendió la linterna. Nadie le pegó un tiro, ni nadie le dijo buenos días. Allí era donde guardaban la lancha, el lugar estaba lleno de bidones. Al fondo se veía un arco excavado en la roca y unos peldaños. La escalera que conducía al chalet, como había imaginado. Apagó la linterna y entornó de nuevo la puerta. Avanzó tres pasos en la oscuridad y encendió la linterna. La escollera se prolongaba unos metros más y luego terminaba de golpe en una especie de mirador, pues la parte posterior de la gruta era un amasijo de rocas de distintos tamaños que conformaban una irregular cadena montañosa en miniatura bajo la altísima bóveda. Apagó la linterna.
¿Cómo se habían formado aquellas rocas? Le resultaba extraño. Mientras trataba de comprender por qué razón las rocas le habían parecido extrañas, percibió, en medio de la oscuridad y el silencio, un ruido que lo dejó helado. Había algo vivo en la gruta. Era un sonido reptante, continuo, punteado por unos ligerísimos golpes como de madera contra madera. Sintió que el aire que respiraba tenía un color amarillo podrido. Inquieto, encendió la linterna y volvió a apagarla. Pero había sido suficiente para ver que las rocas, verdes a causa del musgo y el agua, cambiaban de color en la parte de arriba porque estaban literalmente cubiertas por centenares, miles, de cangrejos de todos los colores y tamaños que se movían incesantemente, hormigueaban y se encaramaban unos encima de otros hasta formar unas gigantescas y horrendas piñas vivientes que, a causa del peso, caían al agua. Un espectáculo asqueroso.
Montalbano observó que esa parte de la gruta estaba separada del resto por una tela metálica que se levantaba medio metro por encima del agua y que iba de pared a pared. ¿Para qué serviría? ¿Para impedir la entrada de algún pez de gran tamaño? Pero ¡qué idioteces estaba pensando! Quizá en lo contrario, para impedir que algo saliera… Pero ¿qué?, si en aquella parte de la gruta no había más que rocas…
Y de pronto lo comprendió. ¿Qué le había dicho el doctor Pasquano? Que el cadáver había sido devorado por los cangrejos. Le habían encontrado dos en la garganta… Aquél era el lugar en el que Errera-Lococo, que evidentemente debía de haberse puesto gallito, había sido ahogado, y allí Baddar Gafsa había mantenido expuesto el cadáver, con las muñecas y los tobillos atados con alambre, mientras centenares de cangrejos lo devoraban. Un nuevo trofeo que mostrar a los amigos y a todos aquellos que pudieran abrigar intenciones de traicionarlo. Después lo habían arrojado en alta mar. Y el cadáver, navega que te navega, había llegado hasta la costa de Marinella.
¿Qué más había que ver? Repitió el camino en sentido inverso, salió de la gruta, se tiró al agua, nadó, pasó por encima de la compuerta, rodeó la roca y, de repente, se sintió dominado por un mortal e infinito cansancio. Esta vez sí se asustó. No tenía fuerzas ni para levantar el brazo. Se había vaciado de golpe. Por lo visto, únicamente lo había mantenido en pie la tensión nerviosa y, ahora que había hecho lo que tenía que hacer, ya no quedaba en el interior de su cuerpo nada que pudiera darle un mínimo de empuje y energía. Se puso arriba e hizo el muerto; tarde o temprano la corriente lo llevaría hasta la orilla. En determinado momento tuvo la impresión como de despertarse; la espalda le estaba rozando contra algo. ¿Es que se había quedado dormido? ¿Era posible? Con aquel mar y en aquellas condiciones, ¿se había quedado dormido como si estuviera en la bañera de casa? Sea como fuere, comprendió que había llegado a la playa, pero no conseguía incorporarse, las piernas no lo sostenían. Se volvió boca abajo y miró a su alrededor. La corriente había sido piadosa con él, lo había llevado cerca del lugar donde había dejado los gemelos. No podía dejarlos allí. Pero ¿cómo alcanzarlos? Después de dos o tres fallidos intentos de incorporarse, se resignó a caminar a cuatro patas, como un animal. A cada metro debía detenerse, le faltaba el aire y sudaba. Cuando llegó a la altura de los gemelos, no consiguió cogerlos, el brazo no se estiraba, se negaba a adquirir consistencia, parecía un trémulo flan. Se resignó. Debería esperar, aunque no podía descuidarse. A las primeras luces del alba, los del chalet lo verían.
«Sólo cinco minutos», se dijo, cerrando los ojos y acurrucándose de lado, como un niño.
Sólo le faltaba meterse el dedo en la boca. De momento, necesitaba dormir un poco, recuperar fuerzas. De todas formas, en las condiciones en que se encontraba, no habría podido subir por aquella terrible y empinada escalera. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó un ruido cercano y una violenta luz le perforó los párpados y desapareció.
¡Lo habían descubierto! Tuvo la certeza de que había llegado el final. Pero se sentía tan exhausto, y tan a gusto de permanecer con los ojos cerrados, que no quiso reaccionar y no cambió de posición, pensando que le importaba un carajo lo que con toda certeza estaba a punto de ocurrirle.
– Pégame un tiro y vete a que te den por saco -dijo.
– ¿Y por qué quiere que le pegue un tiro? -preguntó la angustiada voz de Fazio.
La ascensión de la escalera la hizo deteniéndose cada dos escalones, a pesar de que Fazio lo empujaba por detrás con una mano apoyada en su espalda. Faltaban sólo cinco peldaños para llegar arriba cuando no tuvo más remedio que sentarse. El corazón se le había subido a la garganta. Tenía la sensación de que en cualquier momento se le iba a salir por la boca. Fazio también se sentó en silencio. Montalbano no podía verle la cara, pero lo notaba nervioso y alterado.
– ¿Desde cuándo me sigues?
– Desde anoche. Cuando la señorita Ingrid lo llevó a Marinella, intuí que usted volvería a salir. Y así fue. Logré seguirlo hasta la entrada de Spigonella, pero después lo perdí. Y eso que ahora me conozco la zona… Para encontrar su coche he tardado casi una hora.
Montalbano miró hacia abajo. El mar estaba agitado, azotado por un viento que presagiaba la cercanía del amanecer.
De no haber sido por Fazio, seguramente aún estaría medio desmayado en la playa. Había sido Fazio quien había recogido los malditos gemelos, lo había ayudado a levantarse, prácticamente se lo había cargado a la espalda y lo había hecho reaccionar. En una palabra, quien lo había salvado. Lanzó un profundo suspiro.
– Gracias… -Fazio no contestó-. Pero que te quede claro que tú no has estado aquí conmigo jamás…
Esta vez Fazio tampoco dijo nada.
– ¿Me das tu palabra?
– Sí. ¿Y usted me da la suya?
– ¿De qué?
– De que irá a un médico para que le eche un vistazo. En cuanto pueda.
Montalbano tragó amargamente saliva.
– Palabra -dijo levantándose.
Estaba convencido de que cumpliría aquella palabra. No porque temiera por su salud, sino porque no se podía faltar a la palabra dada a un ángel de la guarda. Y reanudó la subida.
Circuló sin dificultad por las carreteras todavía desiertas, seguido por el coche de Fazio, a quien no había sido capaz de convencer de que podía llegar perfectamente solo a Marinella. A medida que el cielo se aclaraba, se iba encontrando mejor. El día parecía prometedor. Entró en casa.
– ¡Virgen santa! ¡Han entrado ladrones! -exclamó Fazio cuando vio el estado en que se encontraban las habitaciones.
– He sido yo, buscaba una cosa.
– ¿La encontró?
– Sí.
– Menos mal. ¡Si no, revienta las paredes!
– Oye, Fazio, son casi las cinco. Nos vemos en la comisaría a partir de las diez, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, dottore. Que descanse.
– También quiero que esté el dottor Augello.
Cuando Fazio se hubo ido, le escribió una nota a Adelina.
ADELINA, NO TE ASUSTES, NO HAN ENTRADO LADRONES. PONLO TODO EN ORDEN, PERO SIN HACER RUIDO. ESTOY DURMIENDO. PREPÁRAME ALGO DE COMER.
Abrió la puerta de la casa y fijó la nota con una chincheta para que la asistenta la viera al entrar. Descolgó el teléfono, fue al cuarto de baño, se duchó, se secó y se tumbó en la cama. El atroz ataque de debilidad había desaparecido milagrosamente. Bueno, para ser sincero, se sentía un poco cansado, pero no más de lo normal. Además, menuda nochecita, no se podía negar. Se pasó una mano por el pecho, como para comprobar si las dos terribles punzadas le habían dejado alguna señal, alguna cicatriz. Nada, no había ninguna herida, ni abierta ni cerrada. Antes de quedarse dormido, tuvo un último pensamiento, con el permiso del ángel de la guarda: ¿de verdad era tan necesario ir al médico? No, concluyó, la verdad es que no veía ninguna necesidad.