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A las once se presentó en la comisaría muy atildado y, si no sonriente, al menos no con un humor de perros. Las horas de sueño lo habían incluso rejuvenecido, sentía que los engranajes de su cuerpo funcionaban mejor. De las dos terribles punzadas de la víspera y de la consiguiente debilidad, ni rastro. Justo en la entrada estuvo casi a punto de chocar con Fazio, que salía. Éste, al verlo, se detuvo y se lo quedó mirando un rato. El comisario, por su parte, se dejó mirar.
– Esta mañana tiene muy buena cara -fue el veredicto.
– Me he cambiado la base de maquillaje -dijo Montalbano.
– La verdad es que usted, dottore, tiene siete vidas, como los gatos. Vuelvo enseguida.
El comisario se plantó delante de Catarella.
– ¿Cómo me encuentras?
– ¿Y cómo quiere que lo encuentre, dottori? ¡Un dios!
En el fondo, en el fondo, el tan denostado culto a la personalidad no era tan malo.
Hasta Mimì Augello presentaba un aspecto descansado.
– ¿Te ha dejado dormir tu mujer?
– Sí, hemos pasado una buena noche. Es más, casi no me deja venir a la comisaría.
– ¿Y por qué?
– Quería que la llevara a dar un paseo, aprovechando el buen día que hace. Últimamente, la pobre no sale de casa.
– Aquí estoy -dijo Fazio.
– Cierra la puerta, que vamos a empezar.
– Primero haré una recapitulación general -dijo Montalbano-, aunque algunos de los hechos ya los conocéis. Si hay algo que no os convence, me lo decís.
Se pasó media hora hablando sin interrupción. Les explicó cómo Ingrid había reconocido a Errera y de qué manera la investigación personal del pequeño inmigrante ilegal había confluido poco a poco en la investigación del ahogado sin nombre. Y aquí reveló lo que a su vez le había revelado el periodista Melato. Al llegar al susto que se había llevado Marzilla en la carretera, cuando regresaba a su casa tras haber llevado al chalet a Jamil Zarzis y a otro hombre, fue él mismo quien se interrumpió diciendo:
– ¿Alguna pregunta?
– Sí -contestó Augello-, pero antes quiero pedirle a Fazio que salga del despacho, cuente despacio hasta diez y vuelva a entrar.
Sin decir ni pío, Fazio se levantó, salió y cerró la puerta a su espalda.
– La pregunta es la siguiente -dijo Augello-. ¿Cuándo terminarás de hacer el capullo?
– ¿En qué sentido?
– ¡En todos los sentidos, coño! ¿Pero quién te has creído que eres, el justiciero de la noche? ¿El lobo solitario? ¡Tú eres un comisario! ¿Acaso lo has olvidado? ¡Le reprochas a la policía que no respete las leyes, cuando tú eres el primero en no hacerlo! ¡Incluso te haces acompañar en una operación arriesgada por una sueca, en vez de por uno de nosotros! ¡Una auténtica locura! ¡Deberías haber informado a tus jefes! ¡O al menos, a nosotros, y no ir en plan cazador de recompensas!
– ¡Ah!, ¿y por eso hago el capullo?
– ¿Te parece poco?
– Sí, me parece poco porque he hecho cosas peores.
Augello abrió la boca, asustado.
– ¡¿Peores?!
– Y diez… -dijo Fazio, irrumpiendo en el despacho.
– Sigamos -dijo Montalbano-. Cuando Ingrid bloqueó el paso al coche de Marzilla, éste creyó que se trataba del tipo que le daba las órdenes y pensó que iban a liquidarlo. Se meó encima mientras suplicaba que no lo mataran. El nombre que pronunció, sin darse cuenta siquiera, fue el de don Pepè Aguglia.
– ¿El empresario de la construcción? -preguntó Augello.
– Sí, creo que es él -confirmó Fazio-. Por el pueblo corre la voz de que es un usurero.
– De él nos ocuparemos mañana, pero conviene que alguien lo vigile desde ahora mismo. No quiero que se me escape.
– Yo me encargo -dijo Fazio-. Se lo diré a Curreli, que para eso es muy bueno.
Ahora venía la parte difícil de contar, pero tenía que hacerlo.
– Después de que Ingrid me llevara a casa, decidí regresar a Spigonella para echar un vistazo al chalet.
– Solo, naturalmente -dijo en tono sarcástico Mimì, removiéndose en su asiento.
– Solo fui y solo volví.
Esta vez el que se removió en el asiento fue Fazio. Pero no abrió la boca.
– Cuando el dottor Augello te ha hecho salir del despacho -dijo Montalbano, dirigiéndose a él-, era porque no quería que lo oyeras llamarme capullo. ¿Me lo quieres llamar también tú? Podéis hacerlo a dúo, si queréis.
– Jamás me permitiría tal cosa, dottore.
– Muy bien, pues si no me lo quieres llamar, estás autorizado a pensarlo.
Tranquilizado en cuanto al silencio y la complicidad de Fazio, describió el embarcadero, la gruta y la puerta de hierro con la escalera interior. Y les habló también de las rocas con los cangrejos que se habían zampado el cadáver de Errera.
– Y éstos son los hechos hasta el momento -concluyó-. Ahora hay que trazar un plan. Si la información que me ha facilitado Marzilla es cierta, esta noche habrá desembarcos, y puesto que Zarzis se ha tomado la molestia de venir, significa que llegará mercancía para él. Y nosotros tenemos que estar allí en el momento del desembarco.
– De acuerdo -dijo Mimì-, pero nosotros no sabemos nada del chalet ni del terreno que lo rodea.
– Pedid la filmación que hice desde el mar. La tiene Torrisi.
– No es suficiente. Esta tarde iré a estudiar el terreno de cerca -dijo Mimì, adoptando una decisión.
– No me parece buena idea -terció Fazio.
– Si te ven y sospechan algo, se irá todo al carajo -dijo Montalbano, coincidiendo con Fazio.
– Tranquilos. Iré con Beba. Está deseando respirar un poco de aire de mar. Daremos un paseo y echaré un vistazo. No creo que sospechen de un hombre y una mujer con un bombo. A las cinco, como mucho, estaremos de vuelta.
– Está bien -concedió Montalbano. Luego se dirigió a Fazio-: Quiero un equipo de primera. Pocos hombres, pero decididos y de confianza. Gallo, Galluzzo, Imbrò, Germanà y Grasso. Augello y tú estaréis al mando.
– ¿Por qué, no vendrás tú? -preguntó Mimì extrañado.
– Yo estaré abajo, en el puertecito, por si alguien intenta escapar.
– Entonces, el dottor Augello se queda solo al mando, ¡porque yo voy con usted! -dijo secamente Fazio.
Sorprendido por el tono, Mimì lo miró.
– No -dijo Montalbano.
– Dottore, mire que…
– No. Es una cuestión personal, Fazio.
Ahora Mimì miró a Montalbano, que a su vez miraba a Fazio, que le mantuvo la mirada. Parecía una escena de una película de Quentin Tarantino. Se apuntaban con los ojos, en vez de con los revólveres.
– A sus órdenes -dijo finalmente Fazio.
Para eliminar los restos de tensión que flotaban en el aire, Mimì Augello planteó una pregunta:
– ¿Y cómo sabremos si esta noche habrá desembarcos? ¿Quién nos lo dirá?
– Podría pedirle información al dottor Riguccio -le sugirió Fazio al comisario-. Por lo general, hacia las seis de la tarde en la Jefatura de Montelusa ya tienen una idea bastante clara de la situación.
– No, a Riguccio ya le he pedido demasiadas cosas. Ése es un policía de verdad, podría sospechar algo. No, puede que haya otro modo… ¡La Capitanía de puerto! Allí llegan todas las informaciones, tanto de Lampedusa como de las embarcaciones pesqueras, y ellos las transmiten a la Jefatura Superior. Lo que consiguen saber, claro, porque hay muchos desembarcos clandestinos de los que no se sabe nada. ¿Tú conoces a alguien de la Capitanía?
– No, señor, dottore.
– Yo sí -dijo Mimì-. Hasta el año pasado me veía a menudo con un subteniente. Aún está por aquí… el domingo nos tropezamos por casualidad.
– Muy bien. ¿Cuándo puedes ir a ver a ese subteniente?
– Esa subteniente -lo corrigió Mimì-: Pero no vayáis a pensar mal… Lo intenté, pero no hubo manera. En cuanto regrese de Spigonella, llevaré a mi mujer a casa e iré a verla.
– Dottore, ¿y qué hacemos con Marzilla? -preguntó Fazio.
– De ése nos encargaremos después de lo de Spigonella, así como del señor Aguglia.
Cuando abrió el frigorífico, sufrió una amarga decepción. Adelina, efectivamente, había ordenado la casa, pero de comer le había preparado sólo medio pollo hervido. Pero ¿qué porquería era aquélla? ¡Un plato de enfermo! ¡Prácticamente de extremaunción! Y aquí surgió en su mente una terrible sospecha, la de que Fazio le hubiera dicho a la asistenta que se encontraba mal y que, por consiguiente, había que tenerlo a dieta. Pero ¿cómo se las había arreglado para decírselo si el teléfono estaba descolgado? ¿Con una paloma mensajera? No, aquello tenía que ser sin duda una venganza de Adelina, enojada por el desorden que había encontrado en la casa. Sobre la mesa de la cocina había una nota en la que no había reparado cuando había preparado el café:
El dromitorio se lo arregla usia que aora está drumiendo allí
Se sentó en la galería y engulló el pollo hervido con la ayuda de un bote entero de encurtidos. Justo cuando había terminado, sonó el teléfono. Por lo visto, Adelina había vuelto a colgarlo. Era Livia.
– ¡Salvo, al fin! ¡Estaba muy preocupada! Anoche te llamé por lo menos diez veces. ¿Dónde te habías metido?
– Perdona, pero tenía trabajo y…
– Quería darte una buena noticia.
– ¿Cuál?
– ¡Voy mañana!
– ¡¿De veras?!
– Sí. Me puse tan pesada que me han dado tres días.
Montalbano se sintió inundado por una oleada de alegría.
– Bueno, ¿no dices nada?
– ¿A qué hora llegas?
– A las doce del mediodía, en Punta Raisi.
– Si no puedo ir yo, enviaré a alguien a recogerte. Estoy…
– Bueno, ¿tanto te cuesta decirlo?
– No. Estoy muy contento…
Antes de echar una cabezadita, arregló el dormitorio; de lo contrario, no habría podido pegar ojo.
«Tú eres peor que un hombre de orden -le había dicho en cierta ocasión Livia, molesta porque él le había echado en cara que dejaba sus cosas de cualquier manera por la casa-. Porque, además, eres un hombre ordenado.»
Mimì Augello se presentó pasadas las seis, seguido por Fazio.
– Veo que te lo has tomado con calma… -lo reprendió Montalbano.
– Pero vengo cargado.
– ¿Qué quieres decir?
– En primer lugar, esto.
Sacó del bolsillo una docena de instantáneas tomadas con polaroid. En todas aparecía Beba, muy sonriente con su bombo, y a su espalda, desde todos los ángulos posibles, el chalet de Spigonella. En dos o tres de ellas, se veía a Beba apoyada contra los barrotes de la verja, que estaba cerrada con una cadena y un cerrojo de gran tamaño.
– ¿Le has dicho a Beba lo que habéis ido a hacer y quién hay en el chalet?
– No. ¿Para qué? Así ha salido más natural.
– ¿No has visto a nadie?
– A lo mejor nos vigilaban desde dentro, pero fuera no ha salido nadie. Quieren dar la impresión de que la casa está deshabitada. ¿Ves el cerrojo? Pura apariencia. Introduciendo la mano entre los barrotes se puede abrir fácilmente.
Eligió otra fotografía y se la extendió al comisario.
– Ésta es la fachada derecha. Se ve la escalera exterior que conduce al piso de arriba. La puerta grande de abajo debe de ser la del garaje. ¿Te dijo Ingrid si el garaje estaba comunicado con la casa?
– No, no lo está. En cambio, hay una escalera interior que une las dos plantas, aunque Ingrid jamás la ha visto. Al parecer, se accede a ella a través de una puerta cuya llave Errera decía no tener. Y estoy seguro de que hay otra escalera que comunica la planta baja con la gruta.
– A primera vista, en el garaje caben dos coches.
– Uno seguro que hay, el que atropelló al niño. Por cierto, cuando los hayamos atrapado, no olvidéis que el coche tiene que ser examinado por la Científica. Me juego las pelotas a que encuentran sangre del niño en él.
– Según usted, ¿cómo ocurrió lo del pequeño? -preguntó Fazio.
– Muy sencillo. El niño era consciente del peligro que corría e intentó fugarse nada más desembarcar. Pero esa primera vez no lo consiguió, por mi culpa. Entonces lo llevaron a Spigonella. Allí debió de descubrir la escalera interior que conducía a la gruta. Seguramente escapó por allí. Alguien lo vio y dio la voz de alarma. Entonces Zarzis cogió el coche y no paró hasta encontrarlo.
– ¡Pero si ese Zarzis llegó anoche! -dijo Augello.
– Al parecer, va y viene. Siempre está cuando hay que clasificar la mercancía y cobrar el dinero, como ahora. Él es el responsable de estas operaciones ante su jefe.
– Quiero hablarte de los desembarcos -dijo Mimì.
– Adelante -dijo Montalbano. La idea de tener a Zarzis al alcance de la mano le infundía una sensación de bienestar.
– Mi amiga me ha dicho que se trata de una auténtica emergencia. Nuestras patrulleras han avistado cuatro embarcaciones maltrechas y con exceso de carga que se dirigen a Seccagrande, Capobianco, Manfia y Fela. Sólo esperan que consigan llegar a tierra antes de hundirse, porque ¡ni hablar de transbordos o cambios de ruta! Lo único que pueden hacer los nuestros es permanecer cerca, preparados para recoger a los náufragos en caso de que ocurra alguna desgracia.
– Comprendo -dijo en tono pensativo Montalbano.
– ¿Qué es lo que comprendes? -le preguntó Mimì.
– Que estos cuatro desembarcos son una mera maniobra de distracción. Seccagrande y Capobianco se encuentran al oeste de la zona Vigàta-Spigonella, y Manfla y Fela, al este. Por consiguiente, todas las aguas desde Vigàta hasta Spigonella carecen de vigilancia, así como su costa. Una embarcación que conozca la existencia de este pasillo puede pasar por él sin ser vista.
– ¿Entonces?
– Entonces, querido Mimì, eso significa que Zarzis irá a recoger su carga a alta mar con la lancha neumática. No sé si os he dicho que en el piso de arriba del chalet hay una emisora a través de la cual se comunican. ¿Tu subteniente…
– No es mía.
– … te ha dicho a qué hora están previstos los desembarcos?
– Hacia medianoche.
– Entonces, tenéis que estar con vuestros hombres en Spigonella a las diez. Lo haremos de la siguiente manera. En las dos rocas de la bocana del embarcadero hay sendos faros. Supongo que los encenderán cuando salga la lancha y, luego, a la vuelta. Estos dos pequeños faros y la compuerta los acciona, sin duda, el tercer hombre, el vigilante del chalet. Tendréis que actuar con mucha precisión. Sólo neutralizaréis al vigilante después, repito, después, de que haya vuelto a encender los faros al regreso de la lancha. Dispondréis de muy poco tiempo. Esperaréis a que Zarzis y el otro entren en la casa y los pillaréis por sorpresa. Pero cuidado: llevan niños consigo, y son capaces de todo. Ahora poneos de acuerdo vosotros dos. Suerte y a por ellos.
– Y tú, ¿qué harás ahora? -preguntó Augello.
– Pasaré un momento por Marinella y después iré a Spigonella. Pero repito: vosotros a lo vuestro y yo a lo mío.
Abandonó el despacho y, al pasar por delante de Catarella, le preguntó:
– Catarè, ¿puedes preguntarle a Torretta si tiene unos alicates y un par de botas altas de goma, de esas que llegan hasta medio muslo?
Tenía ambas cosas. Alicates y botas hasta medio muslo.
En su casa de Marinella, se puso un grueso jersey negro de cuello cisne, un par de pantalones negros de terciopelo que remetió en el interior de las botas y un gorro de lana negro con pompón también negro en la cabeza. Con una pipa en la boca habría sido la viva imagen del típico lobo de mar de las películas americanas de serie B. Se miró en el espejo. Lo mejor que podía hacer era tomárselo a risa.
– ¡Avante toda, viejo bucanero!
Llegó al chalet blanco y rojo de Spigonella a las diez, pero, en lugar de dirigirse al bungalow, siguió el camino de la primera vez, cuando había ido con Fazio. El último tramo lo recorrió con las luces apagadas. El cielo estaba cubierto y no se veía un carajo a un paso de distancia. Bajó del coche y miró a su alrededor. A mano derecha, a algo más de cien metros, vio la mole oscura del chalet. De sus hombres, nada. O no habían llegado o, si lo habían hecho, se habían camuflado muy bien. Con los alicates en la mano y la pistola en el bolsillo, echó a andar por el borde del acantilado hasta descubrir una escalera distinta a la de la otra vez. En esta ocasión el descenso no fue tan difícil, bien porque ésta no era tan vertical o bien porque lo tranquilizaba saber que sus hombres estaban por allí.
Había recorrido la mitad de la escalera cuando oyó el rugido de un motor. Comprendió que se trataba de la lancha neumática. El rugido sonó amplificado por el silencio y por la gruta, que actuaba a modo de caja de resonancia. Se detuvo de golpe. En la bocana del embarcadero, el agua del mar se había teñido de repente de rojo. En la posición en la que se encontraba, no podía ver el pequeño faro encendido, porque quedaba oculto tras la roca, pero aquel reflejo rojo no podía significar otra cosa. Y por aquel reflejo vio pasar la silueta de la lancha neumática, aunque no consiguió distinguir cuántas personas iban a bordo. Inmediatamente después, el reflejo desapareció y el rugido del motor se fue alejando en la distancia como si se tratara del zumbido de un moscardón, hasta que dejó de oírse. Todo iba como había previsto. Mientras reanudaba el descenso por los escalones, tuvo que reprimir el impulso de ponerse a cantar a grito pelado, pues hasta ese momento todo iba sobre ruedas.
Sin embargo, su alegría duró muy poco, porque enseguida tuvo que enfrentarse con la dificultad de caminar sobre la arena con aquellas botas de goma. En diez pasos tendría rota la espalda; y si se acercaba a la orilla para pisar sobre la arena mojada y compacta, corría el peligro de ser visto. Se sentó en el suelo para quitarse la primera bota. Ésta se deslizó un poquito por el muslo, pero se negó obstinadamente a rebasar la rodilla. Se levantó y repitió el intento de pie. Peor aún. Empezó a sudar y a soltar maldiciones. Al final, acertó a encajar el tacón entre dos piedras que sobresalían en la pared rocosa y consiguió su propósito. Luego repitió la operación con la otra bota. Reanudó la marcha descalzo, sosteniendo en una mano los alicates y en la otra las botas de goma. En medio de la oscuridad, no reparó en la presencia de un matojo lleno de pinchos, y lo pisó. Unas cien espinas se le clavaron alegremente en las plantas de los pies. Se desanimó. No, no tenía que hundirse, no había sido nada. Cuando llegó al borde del foso, se sentó y volvió a ponerse las botas de goma mientras un sudor frío le empapaba la piel a causa del dolor que le causaban los pinchos al contacto con la suela.
Se sumergió en el pequeño foso y tuvo la satisfacción de comprobar que sus cálculos habían sido correctos: el agua le llegaba a medio muslo, justo un dedo por debajo del lugar donde terminaba la protección de las botas. Ahora tenía delante el primero de los dos farallones que conformaban el pequeño puerto. Se ajustó los alicates al cinturón y, tanteando con la mano, descubrió dos asideros. Se levantó a pulso con la fuerza de los brazos. La escalada le fue facilitada por las suelas de goma, que se adherían a la roca. Resbaló una vez, pero consiguió sostenerse con una sola mano. Agarrándose como un cangrejo, llegó hasta la tela metálica. Cogió los alicates y empezó a cortar el alambre por abajo. El seco clac metálico resonó en el silencio como un disparo de revólver o, por lo menos, eso le pareció a él. Se quedó paralizado sin atreverse a mover ni un dedo. No ocurrió nada, nadie emitió un grito, nadie se acercó corriendo. Y un clac tras otro, intercalando entre ellos una cautelosa pausa, consiguió cortar en media hora los alambres de la tela metálica que estaba fijada al poste de hierro, que a su vez estaba fijado a la pared de roca. Se abstuvo de cortar los dos alambres de la parte superior que mantenían suspendida la tela metálica, para que diera la impresión de que ésta se encontraba todavía intacta. Esos los cortaría a su debido tiempo. Ahora tenía que irse de allí. Dejó los alicates en el suelo y, agarrándose con ambas manos a la parte superior de la roca, estiró una pierna, buscando asidero para el pie. Creyó haberlo encontrado, introdujo en él la punta de la bota y dejó caer el peso. Fue un error. El orificio era poco profundo y resbaló roca abajo, intentando frenar la caída con los dedos a modo de garra. Se sintió como el gato Silvestre en uno de sus mejores lances cómicos. Se despellejó las manos y cayó directamente al foso. ¿Por qué no había funcionado el principio de Aristóteles, o mejor dicho, de Arquímedes? Ese principio decía que un cuerpo sumergido en un líquido recibe un impulso hacia arriba equivalente a la cantidad de líquido que desaloja. En cambio, él no había recibido ningún impulso. La que sí lo había recibido era el agua, que le llegó como una fuente hasta más arriba de la cabeza. El jersey se le quedó empapado y el agua chapoteó alegremente entre sus cojones, penetrándole en el interior de las botas. Para colmo, le pareció que la caída había hecho el mismo estruendo que el de una ballena retozando en el agua. Prestó atención y, una vez más, nada, ni un grito ni un ruido. Como el mar estaba un poco movido, a lo mejor el vigilante había pensado que era una ola fuerte que había roto contra las rocas. Salió del foso y se tumbó en la arena.
Y ahora, ¿qué hacía? ¿Contar hasta mil millones? ¿Tratar de recitar de memoria todas las poesías que conocía? ¿Intentar recordar todas las maneras posibles de preparar los salmonetes? ¿Pensar en todas las explicaciones que debería dar al jefe superior y al ministerio público por haber llevado aquel asunto a la chita callando, sin el pertinente «permiso de la superioridad»? De repente, le entraron ganas de estornudar. Trató de reprimirlo, pero no lo consiguió, y tuvo que amortiguar el ruido tapándose la nariz con la mano. Tenía la sensación de que le había entrado medio litro de agua en cada bota. ¡Sólo le faltaba pillar un resfriado! Comenzaba a sentir frío. Se levantó y empezó a caminar pegado a la pared. ¡Qué se le iba a hacer si al día siguiente le dolía la espalda!… Tras haber recorrido unos pasos, volvió atrás. Repitió el recorrido unas diez veces. ¿Frío? ¡Y un cuerno! Ahora tenía calor y estaba sudando. Decidió descansar un poco y se sentó en el suelo. Después se tumbó del todo. Al cabo de media hora, empezó a sentir una molesta somnolencia. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, despertado por el zumbido de un moscardón, sin poder calcular cuánto tiempo había pasado.
¡¿Un moscardón?! ¡Aquello era la lancha que regresaba! Rodó rápidamente hacia el foso y permaneció quieto. El zumbido se convirtió en ruido, y el ruido en estruendo, cuando la lancha llegó al embarcadero. El estruendo cesó de golpe. Seguro que ahora la lancha estaba aprovechando el impulso para recorrer el canal y penetrar en la gruta. Montalbano se encaramó a la roca sin dificultad. Su fuerza y su lucidez se debían a la certeza de que no tardaría en experimentar la tan ansiada satisfacción. Cuando su cabeza sobrepasó la altura de la tela metálica, vio un gran haz luminoso proveniente de la gruta. Oyó también las enfurecidas voces de dos hombres y el llanto y los gemidos de unos niños que le partieron el corazón y le revolvieron el estómago. Esperó con las manos sudadas y temblorosas, no por la tensión sino por la rabia, hasta que ya no se oyó ni una voz, ni el menor ruido procedente de la gruta. Cuando estaba a punto de cortar los dos alambres que quedaban, la luz se apagó. Buena señal, significaba que la gruta estaba despejada. Cortó los alambres sin ninguna precaución, luego deslizó el gran cuadrado de tela metálica a lo largo de la roca y lo dejó caer al foso. Pasó por entre los dos postes de hierro y saltó a la arena en medio de la oscuridad. Un salto de más de tres metros, pero Dios lo amparó. En esos momentos le pareció que había envejecido más de diez años. Amartilló el arma, colocó el cartucho en la recámara y entró en la gruta. Oscuridad densa y silenciosa. Avanzó por la estrecha escollera hasta que su mano rozó la puerta de hierro entreabierta. La traspasó y, moviéndose con tanta rapidez como si pudiera ver, llegó hasta el arco, subió el primer peldaño y se detuvo. ¿Cómo era posible que estuviera todo tan tranquilo? ¿Por qué sus hombres no habían empezado a hacer lo que debían? Un pensamiento cruzó por su mente, dejándolo empapado de sudor: ¿y si hubieran tenido un contratiempo y no hubieran llegado? ¡Y él allí, solo, en medio de la oscuridad, con la pistola en la mano y vestido de bucanero como un imbécil! Pero ¿por qué no se decidían? Dios santo, ¿estaban gastándole una broma? ¿Y entonces el señor Zarzis y sus dos amiguitos se irían de rositas? Pues no, aunque tuviera que subir él solo al chalet y armar un follón descomunal.
Justo en ese momento oyó estallar casi simultáneamente, aunque amortiguados por la distancia, varios disparos de pistola, unas ráfagas de ametralladora y voces alteradas. ¿Qué hacer? ¿Esperar allí o acudir en ayuda de los suyos? Arriba, el violento tiroteo sonaba cada vez más cercano. De pronto, una intensa luz iluminó la escalera. Alguien se disponía a escapar. Oyó con toda claridad unos pasos que bajaban precipitadamente. Sin pérdida de tiempo, el comisario salió del arco y se apartó a un lado, con la espalda pegada a la pared. Un instante después apareció un hombre, dando una especié de saltito desde el último escalón, como una rata cuando sale de una alcantarilla.
– ¡Alto! ¡Policía! -gritó Montalbano, adelantándose un paso.
Pero el hombre no se detuvo. Sin apenas volverse, levantó la mano que empuñaba un enorme revólver y disparó a ciegas a su espalda. El comisario sintió un fuerte zarpazo en el hombro izquierdo, tan fuerte que toda la parte superior de su cuerpo giró a la izquierda. Sin embargo, los pies y las piernas se quedaron en su sitio, clavados en el suelo. El hombre había alcanzado la puerta que daba a la gruta, cuando el primer y único disparo de Montalbano lo alcanzó entre los omóplatos. El hombre se quedó paralizado, extendió los brazos, soltó el revólver y cayó boca abajo. El comisario se le acercó despacio, pues no podía caminar más rápido, y con la punta de la bota le dio la vuelta.
Jamil Zarzis parecía sonreírle con su boca desdentada.
En cierta ocasión alguien le preguntó si alguna vez se había alegrado de matar a alguien, y él había contestado que no. Y esta vez tampoco estaba contento, pero sí aplacado. «Aplacado» era la palabra más apropiada.
Se arrodilló despacio. Tenía las piernas blandas como el requesón y se estaba muriendo de sueño. La sangre brotaba como un surtidor por la herida y estaba empapándole el jersey. El disparo debía de haberle hecho un buen agujero.
– ¡Comisario! ¡Dios mío, comisario! ¡Avisaré a una ambulancia!
Mantenía los ojos cerrados, pero reconoció la voz de Fazio.
– Nada de ambulancias. ¿Por qué habéis tardado tanto?
– Hemos esperado a que encerraran a los pequeños para poder actuar con más libertad de movimientos.
– ¿Cuántos son?
– Siete. Parece un parvulario. Todos están a salvo. Uno de los dos hombres está muerto, y el otro se ha rendido. Al tercero le ha disparado usted. Salen las cuentas. Y ahora, ¿puedo llamar a alguien para que me eche una mano?
Recuperó el conocimiento en el interior del coche, que conducía Gallo. Fazio iba a su lado en el asiento de atrás, rodeándolo con sus brazos para reducir el impacto de los brincos provocados por los baches. Le habían quitado el jersey y le habían puesto un vendaje provisional. La herida no le dolía, puede que el dolor lo sintiera después. Trató de hablar, pero le costaba porque tenía los labios resecos.
– Esta mañana… en Punta Raisi… a las doce… llega Livia.
– No se preocupe -dijo Fazio-. Uno de nosotros irá a recogerla.
– ¿Adónde… me lleváis?
– Al hospital de Montechiaro. Es el más cercano.
Y aquí ocurrió algo que asustó a Fazio. Porque comprendió que el ruido que hacía Montalbano no era un acceso de tos o un carraspeo, sino una carcajada. ¿Qué tenía aquello de gracioso?
– ¿Por qué se ríe, dottore? -preguntó, preocupado.
– Yo quería joder… al ángel de la guarda… y no ir al médico… pero ahora él… me jode a mí… llevándome al hospital.
Al oír la respuesta, Fazio se aterrorizó. Estaba claro que el comisario empezaba a delirar. Pero más aún lo aterrorizó su repentino grito.
– ¡Para!
Gallo frenó bruscamente y el coche derrapó.
– Eso de ahí delante… ¿es… el cruce?
– Sí, señor dottore.
– Coge el desvío de Tricase.
– Pero, dottore… -terció Fazio.
– He dicho que cojáis el desvío de Tricase.
Gallo avanzó despacio, giró a la derecha y al poco Montalbano le ordenó que se detuviera.
– Pon las luces de cruce.
Gallo cumplió la orden y el comisario se asomó por la ventanilla para mirar. El montículo de grava ya no estaba, lo habían utilizado para nivelar el camino.
– Mejor así -dijo el comisario, como hablando para sus adentros.
De pronto, lo asaltó el agudo dolor de la herida.
– Vamos al hospital.
Volvieron a ponerse en marcha.
– Ah, Fazio, otra cosa… -añadió Montalbano con gran esfuerzo, pasándose inútilmente la árida lengua por los resecos labios- recuerda… recuerda avisar… a Poncio Pilato… se hospeda en el hotel Regina.
¡Virgen santísima! ¿Y ahora a qué venía lo de Poncio Pilato? Fazio le habló en tono indulgente, como se hace con los locos.
– Claro, comisario, tranquilícese. Le avisaremos. Será lo primero que haga.
Hablar le suponía un esfuerzo excesivo, y Montalbano se abandonó, medio inconsciente. Entonces Fazio, empapado de sudor a causa del susto que se había llevado al oír todas aquellas cosas para él incomprensibles, se inclinó hacia delante y le dijo en un susurro a Gallo:
– Corre, por el amor de Dios, corre. ¿No ves que al dottore se le está yendo la cabeza?