177692.fb2 Un Giro Decisivo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Dos

Sorprendido, Montalbano rodeó el cadáver lentamente, procurando no chapotear. Había bastante luz y el calambre se le había pasado. Aquel muerto no era reciente. Debía de llevar tiempo en el agua porque apenas le quedaba carne pegada a los huesos y la cabeza se había convertido prácticamente en una calavera. Una calavera con una cabellera de algas. La pierna derecha estaba a punto de desprenderse del resto del cuerpo. Los peces y el mar se habían ensañado con aquel desgraciado, probablemente algún náufrago o algún inmigrante ilegal que, a causa del hambre o la desesperación, había intentado entrar en el país clandestinamente y había sido arrojado al mar por algún mercader de esclavos más cochino y miserable aún que los demás. Aquel cadáver debía de venir de muy lejos, ¿cómo era posible que durante todos los días que había permanecido flotando sobre el agua ningún barco de pesca o alguna otra embarcación hubiera reparado en él? Muy difícil. Seguramente alguien lo había visto, pero se había atenido a la nueva moral imperante, según la cual, si atropellas a alguien por la calle, tienes que seguir tu camino sin prestarle ayuda: ¿cómo iba a detenerse un barco pesquero por algo tan inútil como un muerto? Además, ¿no habían sido unos pescadores los que, para evitarse las molestias burocráticas, habían devuelto al mar unos restos humanos que habían cogido con las redes? «La piedad ha muerto», decía proféticamente una canción, o lo que fuera, muy antigua. Y poco a poco estaban agonizando también la compasión, la fraternidad, la solidaridad, el respeto a los ancianos, a los enfermos, a los niños… Estaban muriendo las normas de…

«No te hagas el moralista -le dijo Montalbano a Montalbano-. Huye de esa trampa.»

Apartó sus reflexiones y miró hacia la orilla. ¡Virgen santísima, qué lejos estaba! ¿Cómo demonios había hecho para adentrarse tanto? ¿Y cómo coño se las arreglaría para llevar el cadáver hasta la playa? El cual, entre tanto, se había alejado unos metros, arrastrado por el oleaje. ¿Acaso estaba desafiándolo a una carrera de natación? Y justo en ese momento se le ocurrió la solución al problema. Se quitó el bañador, que, además del elástico, tenía alrededor de la cintura un cordón largo que no servía para nada, era un simple adorno. En dos brazadas se situó al lado del cadáver y, tras pensar un poco, le enrolló el bañador fuertemente en la muñeca izquierda y lo ató con un extremo del cordón. El otro extremo se lo ató con dos nudos al tobillo izquierdo. Si el brazo del cadáver no se desprendía durante el remolque, lo cual era muy posible, todo el asunto llegaría a buen puerto, y nunca mejor dicho, aunque fuera a costa de un enorme esfuerzo. Empezó a nadar, muy despacio, utilizando sólo los brazos. De vez en cuando se detenía no sólo para recuperar el resuello, sino para comprobar que el cadáver seguía atado a él. Cuando estaba a medio camino, se vio obligado a hacer una pausa más larga, pues su respiración se había vuelto tan agitada como la de un fuelle. Se volvió de espaldas para hacer el muerto, y entonces el muerto de verdad se volvió boca abajo, impulsado por el movimiento del cordón.

– Ten paciencia -se disculpó Montalbano.

Cuando notó que ya jadeaba un poco menos, reanudó la marcha. Al cabo de un rato, que le pareció interminable, vio que podía hacer pie. Se desató el cordón del tobillo y, sin soltar el otro extremo, se puso en pie. El agua le llegaba a la altura de la nariz. Saltando de puntillas avanzó unos metros hasta apoyar las plantas en la arena. Una vez que se sintió a salvo, se dispuso a dar el primer paso.

Lo hizo, pero no se movió. Volvió a intentarlo. Nada. ¡Dios mío, se había quedado paralítico! Parecía un poste plantado en medio del agua, un poste al que estaba amarrado un cadáver. En la playa no se veía ni un alma a quien pedir ayuda. ¿A que todo era un sueño, una pesadilla?

«Ahora voy a despertarme», se dijo.

Pero no se despertó. Desesperado, echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito tan fuerte que hasta él se quedó aturdido. El chillido tuvo dos efectos inmediatos: el primero fue que un par de gaviotas que volaban por encima de su cabeza disfrutando de la escena huyeron despavoridas; el segundo, que los músculos, los nervios y, en resumidas cuentas, toda la envoltura de su cuerpo se volvieron a poner en movimiento, aunque con extrema dificultad. Los treinta pasos que lo separaban de la orilla fueron un auténtico viacrucis. Al llegar a la franja de arena donde morían las olas se dejó caer de culo en la playa y permaneció un rato así, sin soltar el extremo del cordón. Parecía un pescador que no consiguiera arrastrar a la orilla el enorme pez que acababa de pescar. Se consoló pensando que lo peor ya había pasado.

– ¡Manos arriba! -gritó una voz a su espalda.

Montalbano giró la cabeza, estupefacto. Quien había hablado estaba apuntándolo con un revólver que debía de haber participado en la guerra ítalo-turca de 1911. Era un hombre de unos setenta años, delgado y vigoroso, de ojos extraviados y con cuatro pelos tiesos como alambres en la cabeza. A su lado había una mujer, también septuagenaria, tocada con un sombrero de paja y armada con una barra de hierro que agitaba no se sabía si a modo de amenaza o como consecuencia de un Parkinson avanzado.

– Un momento -dijo Montalbano-. Yo soy…

– ¡Eres un asesino! -dijo la mujer con una voz tan estridente que hasta las gaviotas, que habían vuelto para disfrutar de la segunda parte del espectáculo, se alejaron chillando.

– Pero, señora, yo no…

– ¡No lo niegues, asesino! ¡Llevo dos horas observándote con los prismáticos! -dijo la vieja en tono todavía más fuerte.

Montalbano se quedó perplejo. Sin pensarlo, soltó el cordón y se levantó.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Está desnudo! -gritó la vieja, retrocediendo dos pasos.

– ¡Miserable! ¡Eres hombre muerto! -gritó el viejo, retrocediendo dos pasos a su vez.

Y abrió fuego. El ensordecedor disparo pasó a unos veinte metros del comisario, que se quedó aterrorizado, más que nada por la detonación. El obstinado anciano, que a causa del retroceso se había desplazado otros dos pasos hacia atrás, volvió a apuntar.

– Pero ¿qué hace? ¿Está loco? Soy el…

– ¡Chitón y no te muevas! -le advirtió el viejo-. Ya hemos avisado a la policía. Llegará de un momento a otro.

Montalbano no se movió. Por el rabillo del ojo vio cómo el cadáver se alejaba poco a poco. Al cabo de un rato, cuando Dios quiso, llegaron dos vehículos a gran velocidad por la carretera y se detuvieron en seco. Lo primero que vio Montalbano fue a Fazio y Gallo bajando precipitadamente del coche, ambos vestidos de paisano. El alivio que sintió al verlos duró muy poco, pues del segundo coche descendió un fotógrafo que empezó a disparar su cámara a ritmo de ametralladora. Fazio, tras haber reconocido de inmediato al comisario, gritó al viejo:

– ¡Policía! ¡No dispare!

– ¿Y quién me dice a mí que no sois cómplices suyos? -replicó el hombre, al tiempo que apuntaba con su revólver a Fazio. Sin embargo, para ello tuvo que apartar su atención de Montalbano, el cual, tras haber perdido la paciencia, pegó un brinco hacia delante, sujetó al viejo por la muñeca y lo desarmó. Pero no pudo evitar el tremendo golpe que la vieja le asestó en la cabeza con la barra de hierro. De repente, no vio nada, dobló las rodillas y se desmayó.

Seguramente había pasado del desmayo al sueño, pues cuando se despertó en su cama y consultó el reloj, eran las once y media. Lo primero que hizo fue soltar un estornudo, después otro y, a continuación, un tercero. Se había resfriado y le dolía mucho la cabeza. Desde la cocina oyó la voz de Adelina, la asistenta.

– ¿Ya se ha despertado, dutturi?

– Sí, pero me duele la cabeza. Creo que la vieja me la ha roto.

– A usía la cabeza no se la rompen ni a cañonazos.

Oyó el timbre del teléfono e intentó levantarse, pero una especie de vértigo lo obligó a dejarse caer de nuevo en la cama. ¡Qué fuerza tenía aquella maldita vieja en los brazos! Entre tanto, Adelina había atendido la llamada.

– Se acaba de despertar ahora mismo. Muy bien, ya se lo diré -oyó que decía.

Al poco se presentó con una humeante taza de café.

– Era el señor Fazziu. Dice que dentro de media hora como máximo lo viene a ver.

– Adelì, ¿a qué hora has llegado tú aquí?

– A las nueve como siempre, dutturi. A usía lo habían acostado en la cama y el señor Gallu lo atendía. Entonces le dije que ya estaba yo para cuidar de usía y se fue.

Adelina abandonó la habitación y regresó al poco rato con un vaso de agua en una mano y un comprimido en la otra.

– Le traigo una aspirina.

Montalbano se incorporó y la tomó dócilmente. Tiritaba de frío. Adelina lo advirtió, abrió el armario refunfuñando por lo bajo, sacó una manta escocesa y la extendió sobre la cama.

– A la edad de usía, estas exhibiciones no se tienen que hacer.

Montalbano la odió. Se cubrió la cabeza y cerró los ojos.

Oyó sonar el teléfono durante un buen rato. ¿Cómo era posible que Adelina no lo cogiera? Se levantó tambaleándose y se dirigió a la otra habitación.

– ¿Tícame? -dijo con voz gangosa.

– Dottore? Soy Fazio. Por desgracia, no puedo ir, ha surgido un contratiempo.

– ¿Grave?

– No, nada, una tontería. Me pasaré por ahí esta tarde. Cuídese el resfriado.

Colgó y se dirigió a la cocina. Adelina se había ido, sobre la mesa había sólo una nota.

«Usía dormia y no quise despertarlo. De todos modos ahora biene el senior Fazziu. Le he preparado la nebera. Adelina.»

No tuvo ánimos para abrir la nevera, no tenía apetito. De pronto, se dio cuenta de que iba por la casa con el traje de Adán, como les gusta decir a los periodistas y a los que se creen graciosos. Se puso una camisa, unos calzoncillos y unos pantalones y se sentó en su sillón de costumbre frente al televisor. Era la una menos cuarto, la hora del primer telediario de Televigàta, canal tradicionalmente progubernamental, tanto si gobernaba la extrema izquierda como la extrema derecha. La primera imagen que vio fue la suya. Estaba completamente desnudo, con la boca abierta y los ojos como platos, cubriéndose las vergüenzas con una mano ahuecada. Parecía una casta Susana talludita y peluda. Sobreimpreso al pie de la imagen, apareció un texto que rezaba: «El comisario Montalbano (en la fotografía) salva a un muerto.» Montalbano pensó en el fotógrafo que había llegado inmediatamente después de Fazio y Gallo y le envió mentalmente los más sinceros y cordiales deseos de larga vida y prosperidad. En ese momento apareció en pantalla la cara de culo de gallina del periodista Pippo Ragonese, enemigo jurado del comisario.

– Esta mañana, poco después del amanecer…

En la pantalla, por si alguien no lo había comprendido, apareció un amanecer cualquiera.

– … nuestro héroe el comisario Salvo Montalbano había salido a bañarse…

Apareció un retazo de mar con alguien irreconocible nadando a lo lejos.

– Ustedes dirán que no sólo no es temporada de baños, sino, sobre todo, que ésa no es precisamente la hora más apropiada para ello. Pero ¿qué le vamos a hacer? Nuestro héroe es así. Tal vez sintió la necesidad de bañarse para quitarse del cerebro ciertas ideas peregrinas de las cuales suele ser víctima. Mientras nadaba mar adentro, se tropezó con el cadáver de un desconocido. En lugar de telefonear a quien correspondía…

– … con el móvil que lleva incorporado en la polla -añadió por su cuenta Montalbano, dominado por la furia.

– … nuestro comisario decidió remolcar el cadáver a tierra sin ayuda de nadie, atándole al pie el bañador que llevaba. Su lema es: «Yo lo hago todo solo.» Estos movimientos no pasaron inadvertidos a la señora Pina Bausan, que observaba el mar con sus prismáticos.

Entonces apareció el rostro de la señora Bausan, la vieja que le había roto la cabeza con una barra de hierro.

– ¿De dónde es usted, señora?

– Yo y mi marido Angelo somos de Treviso.

Al lado del rostro de la mujer apareció el del marido, el que había disparado.

– ¿Llevan mucho tiempo en Sicilia?

– Cuatro días.

– ¿Están de vacaciones?

– ¿De vacaciones? No, no, es que yo padezco de asma y el médico me ha dicho que el aire del mar me sentaría bien. Mi hija Zina, que está casada con un siciliano que trabaja en Treviso…

El relato fue interrumpido por un prolongado suspiro de pena de la señora Bausan, a quien el cruel destino había deparado un yerno siciliano.

– … me dijo que viniera a pasar una temporada a la casa de su marido, pues ellos sólo la utilizan un mes en verano. Y vinimos.

Esta vez el suspiro de pena fue mucho más hondo: ¡qué dura y peligrosa era la vida en aquella isla salvaje!

– Dígame, señora, ¿por qué escudriñaba el mar a una hora tan temprana?

– Me levanto muy pronto, y algo hay que hacer, ¿no?

– Y usted, señor Bausan, ¿siempre lleva esa arma encima?

– No, no. Yo no tengo armas. Ese revólver me lo prestó un primo mío. Como comprenderá usted, teniendo que venir a Sicilia…

– ¿Usted considera que hay que venir armado a Sicilia?

– Si aquí la ley no existe, me parece lógico, ¿no?

Volvió a aparecer el rostro de culo de gallina de Ragonese.

– Y de aquí surgió el grotesco equívoco. Creyendo que…

Montalbano apagó el televisor. Estaba furioso con Bausan, no por haberle disparado sino por lo que había dicho. Descolgó el teléfono.

– Oye, Gadarella.

– Óyeme tú a mí, cornudo de mierda e hijo de la gran puta…

– Gadarè, ¿es gue no me regonoces? Soy Montalbano.

– Ah, ¿es usía, dottori? ¿Está resfriado?

– No, Gadarè, es gue me apedece hablar así. Pázame a Fazio.

– Ahora mismo, dottori.

– Dígame, dottore.

– Fazio, ¿atonte ha ito a parar el revólver tel viejo?

– ¿Se refiere a Bausan? Se lo he devuelto.

– ¿Diene licencia de armaz?

Se produjo una embarazosa pausa.

– No lo sé, dottore. En medio de todo aquel jaleo, se me olvidó preguntárselo.

– Muy bien. Mejor dito, muy mal. Ahora mizmo vaz a ver a ezte zeñor y lo compruebaz. Zi no eztá en regla, actúa zegún la ley. No ze puede dejar zuelto por ahí a un viejo chocho que anda dizparando contra todo quizque.

– Entendido, dottore.

Listo. Así el señor Bausan y su amable esposa aprenderían que en Sicilia también había algunas leyes. Poquitas, pero las había. Estaba tumbándose en la cama cuando sonó el teléfono.

– ¿Tica?

– Salvo, cariño, ¿por qué hablas con esa voz? ¿Estabas durmiendo o es que te has resfriado?

– Lo zegundo.

– Te he llamado al despacho, pero me han dicho que estabas en casa. Cuéntame qué ha pasado.

– ¿Qué quieres que te tica? Ha zido una coza muy divetida. Yo eztaba deznudo y él me ha pegado un diro. Y por ezo me he resfiado.

– ¿Que tú te…? ¿Qué tú te…?

– ¿Qué zignifiga que tú te, que tú te?

– Tú… ¿tú te has desnudado en presencia del jefe superior y él te ha pegado un tiro?

Montalbano se quedó perplejo.

– Livia, ¿po qué iba a deznudame yo en pezencia del jefe zuperior?

– ¡Porque anoche me dijiste que esta mañana, aunque se hundiera el mundo, irías a presentar tu dimisión!

Montalbano se dio un fuerte manotazo en la frente con la mano que tenía libre. ¡La dimisión! ¡Se había olvidado por completo!

– Veraz, Livia, a primera hora te la mañana, mientraz hacía el muezto, había un muerto gue…

– Adiós -lo interrumpió Livia, enfurecida-. Tengo que irme al despacho. Cuando recuperes el uso de la palabra, me llamas.

Lo único que podía hacer era tomarse otra aspirina, acostarse y sudar como un animal.

Antes de adentrarse en el país de los sueños, repasó, de manera involuntaria, su encuentro con el cadáver.

Cuando llegó al momento en que le levantó el brazo y le enrollaba el bañador alrededor de la muñeca, su película mental se detuvo y retrocedió como en una mesa de montaje. Brazo levantado, bañador enrollado… Stop. Brazo levantado, bañador enrollado… Y el sueño ganó la partida.

Se levantó a las seis de la tarde. Había dormido como un niño y estaba mucho mejor del resfriado. Pero debía tener paciencia y quedarse en casa el resto del día.

Aún se encontraba un poco cansado, pero comprendía el motivo: era la suma de factores de una noche infame: el baño, el esfuerzo de remolcar el cadáver hasta la playa, el golpe de la barra de hierro contra la cabeza y, sobre todo, la bajada de tensión por no haber ido a ver al jefe superior. Se encerró en el cuarto de baño, se dio una ducha larga, se afeitó cuidadosamente y se vistió como para ir al despacho. Pero, en vez de eso, tranquilo y firmemente decidido, llamó a la Jefatura Superior de Montelusa.

– ¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor jefe superior. Es urgente.

Tuvo que esperar unos cuantos segundos.

– ¿Montalbano? Soy Lattes. ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?

¡Vaya por Dios! El dottor Lattes, el jefe del gabinete, llamado «Lattes y mieles» por su empalagoso carácter, era lector asiduo de L'Avvenire y Famiglia Cristiana. Estaba convencido de que todo hombre de bien debía tener mujer y numerosa prole. Y puesto que, a su manera, apreciaba a Montalbano, nadie conseguía quitarle de la cabeza la idea de que el comisario no estaba casado.

– Todos bien, gracias a la Virgen -contestó Montalbano.

Sabía que lo de «gracias a la Virgen» facilitaba la máxima disponibilidad por parte de Lattes.

– ¿En qué puedo servirle?

– Quisiera departir con el señor jefe superior.

¡Departir! Montalbano se despreció. Pero, cuando uno tenía que habérselas con los burócratas, lo mejor era hablar como ellos.

– El caso es que el señor jefe superior no está. Ha sido convocado en Roma (pausa) por Su Excelencia el ministro.

Montalbano sabía a qué se había debido esa pausa, a la respetuosa puesta en pie del dottor Lattes al mencionar, aunque no en vano, a Su Excelencia.

– ¡Ah! -se lamentó Montalbano, desinflándose-. ¿Y sabe cuánto tiempo permanecerá ausente?

– Dos o tres días, creo. ¿Puedo yo ayudarlo en algo?

– Se lo agradezco, dottore. Esperaré a que vuelva… «Y pasarán los días…» -canturreó con rabia, mientras colgaba violentamente el teléfono.

Se sentía como un globo deshinchado. Ahora que había tomado la decisión de dimitir, mejor dicho, de presentar la dimisión, porque así era como había que decirlo, algo se interponía en su camino. De pronto notó que, a pesar del cansancio, acentuado por la llamada telefónica, tenía un hambre canina.

Eran las seis y diez. Aún no era hora de cenar. Pero ¿quién dice que haya que comer siguiendo un horario establecido? Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado un plato de enfermo: pescadilla hervida. Sólo que eran enormes, frescas y nada menos que seis. No le apetecían, le gustaban fritas y aliñadas con unas gotas de limón y sal. Adelina había comprado por la mañana una barra de pan cubierta de giuggiulena, esas semillas de sésamo que tan a gusto se comen recogiéndolas una a una del mantel con la yema del dedo índice ligeramente mojada de saliva. Puso la mesa en la galería y se comió el pan saboreando cada bocado como si fuera el último de su existencia.

Cuando acabó ya eran más de las ocho. Y ahora ¿cómo pasaba el rato hasta que se hiciera de noche? El problema se lo resolvió Fazio de golpe llamando a la puerta.

– Buenas tardes, dottore. Vengo a informarle. ¿Cómo se encuentra?

– Mucho mejor, gracias. Pasa. ¿Qué has hecho con Bausan?

Fazio se acomodó en una butaca, sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a leer.

– Angelo Bausan, hijo de Angelo y de Angela Crestin, nacido en…

– Los de por allí son todos unos ángeles -lo interrumpió el comisario-. Y ahora, elige. O guardas ahora mismo ese papel en el bolsillo o te echo a patadas.

Fazio reprimió su «complejo de registro civil» -como lo llamaba el comisario-, guardó el papel en el bolsillo con mucha prosopopeya y dijo:

– Dottore, después de su llamada he ido de inmediato a la casa donde vive este Angelo Bausan. La vivienda, situada a unos cientos de metros de aquí, pertenece a su yerno Maurizio Rotondò. Bausan no tiene licencia de armas. No puede imaginarse lo que he tenido que sufrir para conseguir que me entregara el revólver. Entre otras cosas, he recibido un golpe en la cabeza que me ha propinado su mujer con la escoba. La escoba de la señora Bausan no es cualquier cosa y la vieja tiene una fuerza que… Bueno, usted ya sabe algo de eso.

– ¿Por qué no quería entregarte el revólver?

– Porque, según él, tenía que devolvérselo al amigo que se lo había prestado, un tal Roberto Pausin. He transmitido sus datos a la Jefatura Superior de Treviso, y lo han detenido. Ahora el caso está en manos del juez.

– ¿Hay alguna novedad sobre el cadáver?

– ¿El que usted ha encontrado?

– ¿Cuál si no?

– Mire, dottore. Mientras usted estaba aquí han encontrado otros dos muertos en Vigàta y alrededores.

– A mí me interesa el que he encontrado yo.

– Ninguna novedad, dottore. Seguramente se trata de algún inmigrante ilegal que se ha ahogado durante la travesía. En cualquier caso, a estas horas el doctor Pasquano ya le habrá practicado la autopsia.

Como si lo hicieran a propósito, sonó el teléfono.

– Ponte tú -dijo Montalbano.

Fazio alargó la mano y descolgó el auricular.

– Casa del dottor Montalbano. ¿Que quién soy yo? Soy el inspector Fazio. Ah, ¿es usted? Disculpe, no lo había reconocido. Se lo paso ahora mismo.

Entregó el auricular al comisario.

– Es el doctor Pasquano.

¡¿Pasquano?! ¿Cuándo se había visto que el doctor Pasquano lo llamara a casa? Algo muy gordo tenía que ser.