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En cuanto entró en su despacho llamó a Fazio.
– ¿Hay alguna novedad?
Fazio lo miró con asombro.
– Dottore, aún no he tenido tiempo de nada. He examinado, eso sí, las denuncias de desaparición, tanto aquí como en Montelusa.
– ¡Ah, muy bien!… -dijo el comisario con el rostro enfurruñado.
– Dottore, ¿por qué se burla de mí?
– ¿Tú crees que aquel cadáver regresaba a casa nadando a primera hora de la mañana?
– No, señor, pero había que probarlo. He preguntado por ahí, pero al parecer nadie lo conoce.
– ¿Has pedido la ficha?
– Sí, señor. Unos cuarenta años de edad, uno setenta y cuatro de estatura, cabello negro, ojos marrones. Constitución robusta. Señales peculiares: una antigua cicatriz en la pierna izquierda, justo debajo de la rodilla. Probable cojera.
– No es como para echar las campanas al vuelo.
– Ya. Por eso he hecho una cosa.
– ¿Qué has hecho?
– Bueno, teniendo en cuenta que a usía no le cae precisamente bien el dottor Arquà, he ido a la Científica y le he pedido un favor a un amigo.
– ¿Cuál?
– Que me creara por ordenador el probable rostro del muerto. Esta misma tarde estará listo.
– Mira que yo no le pido un favor a Arquà ni aunque me maten…
– No se preocupe, dottore, quedará entre mi amigo y yo.
– Y mientras tanto, ¿qué piensas hacer?
– El viajante de comercio. Ahora tengo que terminar unos asuntos pendientes que quiero quitarme de encima, pero después cogeré el coche, el mío, y recorreré los pueblos de la costa, tanto los de levante como los de poniente. A la primera novedad que descubra, se lo comunicaré de inmediato.
En cuanto salió Fazio, la puerta golpeó violentamente contra la pared. Pero Montalbano ni siquiera se movió, seguramente era Catarella. Ya estaba acostumbrado a sus entradas. ¿Qué podía hacer? ¿Pegarle un tiro? ¿Mantener la puerta del despacho siempre abierta? No le quedaba más remedio que tener paciencia.
– Dottori, perdone, se me ha ido la mano.
– Adelante, Catarè.
Una frase que por su entonación era perfectamente equiparable al legendario «adelante, imbécil» de los célebres cómicos los Hermanos De Rege.
– Dottori, como esta mañana de buena mañana tilifonió un periodista preguntando por usted en persona personalmente, yo quería avisarle de que dijo que volverá a tilifoniar.
– ¿Dijo cómo se llamaba?
– Poncio Pilato, dottori.
¿Poncio Pilato? ¡Como si Catarella fuera capaz de repetir con exactitud un nombre y un apellido!
– Catarè, cuando vuelva a llamar Poncio Pilato, le dices que estoy reunido con Caifás en el Sanedrín.
– ¿Ha dicho Caifás, dottori? Seguro que no se me olvida.
Pero no se retiraba de la puerta.
– ¿Qué ocurre, Catarè?
– Anoche nocturnamente muy tarde vi a usía en la televisión.
– Catarè ¿pero es que tú te pasas todo el tiempo libre viéndome en la televisión?
– No, señor dottori, fue una casualidad.
– ¿Qué era, una repetición de cuando estaba desnudo? ¡Por lo visto, he subido la audiencia!
– No, señor dottori, estaba vestido. Lo vi pasada la medianoche en Retelibera. Estaba en el muelle y les decía a dos de los nuestros que se retiraran, que usía se encargaba de todo. ¡Virgen santa, qué bien mandaba, dottori!
– Bueno, Catarè. Gracias, puedes retirarte.
Catarella lo tenía muy preocupado. No porque dudara de su normalidad sexual, sino porque, si presentaba la dimisión, como ya tenía decidido, el pobre sufriría terriblemente, como un perro abandonado por su amo.
Ciccio Albanese se presentó sobre las once con las manos vacías.
– ¿No traes los cartapacios que me habías dicho?
– Si le hubiera enseñado las cartas náuticas, ¿usía las habría entendido?
– No.
– Pues entonces, ¿para qué traerlas? Mejor que se lo explique de palabra.
– Permíteme una pregunta, Ciccio. ¿Los patrones de las embarcaciones de pesca utilizáis todas las cartas?
Albanese lo miró, estupefacto.
– ¿Bromea usted? El trozo de mar que a nosotros nos interesa nos lo conocemos de memoria. En parte nos lo enseñaron nuestros padres y en parte lo hemos aprendido por nuestra cuenta. Cuando hay alguna novedad, nos ayuda el radar. Pero la mar siempre es la misma.
– Entonces, ¿tú por qué las utilizas?
– Yo no las utilizo, dottore. Las examino y las estudio porque me gusta. Las cartas no me las llevo a bordo. Confío más en la práctica.
– Bueno, ¿qué puedes decirme?
– Dottore, en primer lugar tengo que decirle que esta mañana, antes de venir aquí, he ido a ver a 'u zù Stefanu, el tío Stefanu.
– Perdona, Ciccio, pero yo no…
– Su nombre es Stefano Lagùmina, pero lo llamamos 'u zù Stefanu. Tiene noventa y cinco años, pero no hay cabeza más lúcida que la suya. Aunque ya no navega, es el pescador más veterano de Vigàta. Primero tuvo un bou y después una barcaza. Lo que él dice va a misa.
– Veo que has querido asesorarte…
– Sí, señor. Quería estar seguro de mi teoría, y 'u zù Stefanu está de acuerdo conmigo.
– ¿Y a qué conclusiones habéis llegado?
– Ahora se lo explico. El cuerpo ha sido arrastrado por una corriente superficial que avanza siempre a la misma velocidad de este a oeste y que nosotros conocemos muy bien. El lugar donde usía se ha cruzado con el cadáver, delante de Marinella, es el punto en el que la corriente discurre más cercana a la costa. ¿Me explico?
– Perfectamente. Sigue.
– Esa corriente es lenta. ¿Sabe a cuántos nudos avanza?
– No, ni quiero. Ni siquiera sé, y esto que quede entre nosotros, a qué corresponde un nudo o una milla.
– La milla son mil ochocientos cincuenta y un metros, con ochenta y cinco. En Italia. Porque, en cambio, en Inglaterra…
– Dejémoslo correr, Ciccio.
– Como quiera usía. Esa corriente viene de muy lejos y no es nuestra. Piense que ya la encontramos delante de cabo Passero. Es por allí por donde entra en nuestras aguas y recorre toda la costa hasta Mazara. Después sigue su camino.
¡Lo que significaba que el cuerpo podía haber sido arrojado al mar desde cualquier punto de la costa meridional de la isla! Albanese leyó la decepción en el rostro del comisario y acudió en su ayuda.
– Ya sé lo que está pensando. Pero tengo que decirle una cosa muy importante. Esa corriente, poco antes de llegar a Bianconara, es cortada por otra corriente más fuerte que avanza en sentido contrario. Por lo cual un cadáver que fuera arrastrado desde Pachino hacia Marinella, jamás llegaría a Marinella porque la segunda corriente lo enviaría al golfo de Fela.
– Por consiguiente, eso quiere decir que el asunto de mi muerto ocurrió con toda seguridad después de Bianconara.
– ¡Justamente, dottore! Usía lo entiende todo.
Lo cual significaba que el posible campo de investigación se reducía a unos setenta kilómetros de costa.
– Y ahora le tengo que decir -añadió Albanese- que hablé también con 'u zù Stefanu del estado en que se encontraba el muerto cuando usted lo encontró. Yo lo vi: el hombre era un cadáver de por lo menos dos meses. ¿Está de acuerdo?
– Sí.
– Pero ahora le diré otra cosa: un cadáver no tarda dos meses en recorrer la distancia entre Bianconara y Marinella. Como mucho puede tardar entre diez y quince días, dependiendo de la velocidad de las corrientes.
– ¿Entonces?
Ciccio Albanese se levantó y le tendió la mano a Montalbano.
– Dottore, responder a esa pregunta no es cosa de un marinero, eso es cosa de usía, que es comisario.
Perfecta interpretación de los papeles. A Montalbano sólo le quedaba darle las gracias y acompañarlo hasta la puerta. Después llamó a Fazio.
– ¿Tienes un mapa de la provincia?
– Voy a buscarlo.
Cuando Fazio volvió con él, el comisario le echó un vistazo y después dijo:
– Te comunico, para tu consuelo e información, que, según los datos que me ha facilitado Ciccio Albanese, el cadáver seguramente estuvo recorriendo las aguas entre Bianconara y Marinella.
Fazio lo miró estupefacto:
– ¿Y qué?
El comisario se molestó.
– ¿Cómo que y qué? ¡Eso reduce considerablemente las investigaciones!
– ¡Dottore, en Vigàta hasta los cerdos y los perros saben que esa corriente empieza en Bianconara! ¡Yo jamás habría ido a pedir información hasta Fela!
– De acuerdo. Pero ahora sabemos que sólo hay que visitar cinco pueblos.
– ¿Cinco?
– ¡Cinco, sí, señor! Ven a contarlos en el mapa.
– Dottore, los pueblos son ocho. A esos cinco hay que añadir Spigonella, Tricase y Bellavista.
Montalbano inclinó la cabeza sobre el mapa y la volvió a levantar.
– Este mapa es del año pasado. ¿Por qué no aparecen?
– Son pueblos que han surgido de manera ilegal.
– ¡Pueblos! Serán cuatro casas que…
Fazio lo interrumpió, negando con la cabeza.
– No, señor dottore. Son auténticos pueblos. Los propietarios de las casas pagan al municipio el impuesto sobre bienes inmuebles. Disponen de alcantarillado, agua, electricidad y teléfono. Y cada año son más grandes. Saben que esas casas jamás serán derribadas, ningún político quiere perder votos. ¿Me explico? Después viene la recalificación, la anulación de las sanciones, y todos encantados de la vida. ¡No sabe usted la cantidad de chalets y casitas que han construido en primera línea de mar! Cuatro o cinco de ellos disponen de un pequeño muelle particular.
– ¡Apártate de mi vista! -le ordenó Montalbano, enfurecido.
– Dottore, yo no tengo la culpa… -dijo Fazio mientras se retiraba.
A última hora de la mañana recibió dos llamadas que contribuyeron a empeorar su mal humor. La primera fue de Livia para decirle que no había conseguido que le adelantaran las vacaciones. La segunda fue de Jacopello, el ayudante de Pasquano.
– Comisario -dijo éste en un susurro-. ¿Es usía?
– Sí, soy yo -contestó Montalbano, bajando instintivamente la voz.
Parecían dos conjurados.
– Disculpe que le hable así, pero no quiero que me oigan mis compañeros. Quería decirle que el doctor Mistretta ha adelantado la autopsia a esta mañana. Insiste en que se trata de un ahogamiento, lo que significa que no mandará realizar los análisis que quería el doctor Pasquano. He intentado convencerlo, pero no ha habido manera. Si hubiera apostado conmigo, habría ganado.
Y ahora ¿qué? ¿Cómo hacía para actuar oficialmente? El informe del imbécil de Mistretta en el que excluía la posibilidad del homicidio cerraba la puerta a cualquier investigación. Y el comisario no disponía ni siquiera de una denuncia de desaparición. No había excusa. De momento, aquel muerto era un nuddru ammiscatu cu nenti, una nada mezclada con nada. Pero, como decía Eliot en su poema Muerte por agua, a propósito de Flebas, un fenicio que murió ahogado -«Gentil o judío, / oh, tú que das vueltas a la rueda y contemplas la dirección del viento, / piensa en Flebas…»-, él también seguiría pensando en aquel muerto sin nombre. Era un compromiso insoslayable, pues había sido el propio muerto el que había ido a su encuentro a primera hora de una fría mañana.
Ya era hora de ir a comer. Sí, pero ¿adónde? La confirmación de que su mundo se estaba yendo al carajo la recibió el comisario apenas un mes después del G8, cuando, al término de una comida de muy señor mío, Calogero, el propietario-cocinero-camarero de la trattoria San Calogero, le anunció que, muy a su pesar, se retiraba.
– ¿Me estás tomando el pelo, Calò?
– No, señor dottore. Como sabe usía, me han hecho dos «baipás» y tengo setenta y tres años cumplidos. El médico no quiere que siga trabajando.
– ¿Y yo? -se le escapó involuntariamente a Montalbano.
De repente, se sintió tan desgraciado como un personaje de las novelas populares, la seducida y abandonada a la que echan de casa llevando en sus entrañas al hijo de la culpa, la pequeña vendedora de cerillas andando bajo la nieve, el huérfano que busca entre la basura algo que llevarse a la boca…
A modo de respuesta, Calogero extendió los brazos en un gesto de desconsuelo. Y después llegó el terrible día en que Calogero le dijo en voz baja:
– Mañana no venga. Está cerrado.
Se abrazaron casi llorando. Y así dio comienzo su particular viacrucis por restaurantes, trattorias y tabernas. Probó media docena de ellos, pero ni punto de comparación. No es que pudiera decirse que cocinaran mal, pero a todos les faltaba el toque indefinible de Calogero. Durante un tiempo, decidió volverse casero y comer en Marinella, en lugar de irse a cualquier trattoria. Adelina podía prepararle una comida al día, sí, pero eso presentaba un problema: si se lo comía todo al mediodía, por la noche debía conformarse con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami; si en cambio lo guardaba para la noche, resultaba que al mediodía se tenía que conformar con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami. A la larga, la solución resultaba un poco deprimente. Por tanto, prosiguió la búsqueda, hasta que encontró un buen restaurante en la zona de cabo Russello, en la playa. Los platos eran abundantes y no muy caros. El problema era que entre ir, comer y regresar tardaba como mínimo tres horas y él no siempre disponía de tanto tiempo.
Aquel día decidió probar una trattoria que le había recomendado Mimì.
– ¿Tú has comido allí? -le había preguntado Montalbano con recelo, pues no se fiaba ni un pelo del paladar de Augello.
– Yo no, pero un amigo mío que es más tiquismiquis que tú me ha hablado muy bien de ella.
Como la trattoria, que se llamaba Da Enzo, estaba situada en la parte alta del pueblo, el comisario se resignó a coger el coche. Fuera había una terraza cubierta con una chapa ondulada, mientras que la cocina debía de estar en el interior de la casa que había al lado. Todo ofrecía un aire improvisado y provisional que fue muy del agrado de Montalbano. Entró y se sentó a una mesa. Un enjuto hombre de unos sesenta años, que vigilaba con ojos penetrantes los movimientos de los dos camareros, se le acercó y se le plantó delante sin tan siquiera abrir la boca para saludarlo. Sólo sonreía.
Montalbano lo miró con expresión inquisitiva.
– Ya lo sabía… -dijo entonces el hombre.
– ¿Qué es lo que sabía?
– Que después de tanto ir de un lado a otro acabaría aquí. Lo esperaba.
Estaba claro que en el pueblo se había corrido la voz de su viacrucis como consecuencia del cierre de su trattoria habitual.
– Pues bien, aquí me tiene -dijo fríamente el comisario.
Ambos se miraron a los ojos. El desafío a lo OK Corral ya estaba lanzado. Enzo llamó a un camarero.
– Pon la mesa para el dottor Montalbano y vigila la sala mientras voy a la cocina. Yo me encargaré personalmente del comisario.
De entremés, le sirvió unos pulpitos a la sal que parecían estar hechos de mar condensado. Se deshacían nada más entrar en la boca. La pasta con tinta de jibia podía codearse dignamente con la de Calogero. Y en la parrillada de salmonetes, lubinas y doradas, el comisario recuperó aquel paradisíaco sabor que temía haber perdido para siempre. Una melodía empezó a sonarle en el interior de la cabeza, una especie de marcha triunfal. Se repantigó satisfecho en su asiento, y después respiró hondo.
Tras una larga y azarosa travesía, Ulises había arribado finalmente a su tan ansiada Ítaca.
Reconciliado en parte con la existencia, subió al coche para dirigirse al puerto. Era inútil que pasara por la tienda de garbanzos tostados y semillas de calabaza saladas. A esas horas estaba cerrada. Dejó el coche en la dársena y paseó por el muelle. Se cruzó con el habitual pescador de caña que lo saludó con la mano.
– ¿Qué, pican?
– Ni pagándoles dinero.
Se sentó en la roca que había bajo el faro, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite. Cuando terminó, arrojó la colilla al agua. Ésta, impulsada por las olas, rozaba la roca sobre la que se encontraba sentado. Con la rapidez de un relámpago, le vino a la mente un pensamiento. Si en lugar de una colilla hubiera sido un cuerpo humano, éste no habría rozado, sino que habría golpeado contra las rocas. Justo como había dicho Ciccio Albanese. Cuando levantó la vista, vio su coche en la dársena. Había aparcado en el mismo lugar en el que se había detenido con el niño negro cuando su madre se rompió la pierna. Se levantó, fue hasta el coche y regresó de inmediato a la comisaría; le había entrado curiosidad por saber cómo había terminado la historia. Seguramente la madre estaba en el hospital con la pierna escayolada. Entró en su despacho y llamó a Riguccio:
– ¡Dios mío, Montalbà, lo siento!
– ¿Qué es lo que sientes?
– No os he devuelto las gafas. ¡Me he olvidado por completo! Tengo un jaleo aquí que…
– Rigù, no te llamaba por las gafas. Quería preguntarte una cosa. ¿A qué hospitales enviáis a los heridos, enfermos, embarazadas…?
– En Montelusa hay por lo menos tres hospitales, uno de…
– Espera, sólo me interesa saber dónde pueden estar los que desembarcaron anoche.
– Un momento…
Riguccio debió de revolver unos cuantos papeles, pues tardó en contestar:
– Ya lo tengo, en el San Gregorio.
Montalbano le dijo a Catarella que estaría fuera aproximadamente una hora. Subió al coche, se detuvo en un bar, compró tres tabletas de chocolate y se dirigió a Montelusa. El hospital de San Gregorio estaba en las afueras de la ciudad, pero desde Vigàta se llegaba muy rápido. Tardó unos veinte minutos. Aparcó y preguntó por el departamento en el que arreglaban los huesos. Tomó el ascensor, se bajó en la tercera planta y se dirigió a la primera enfermera que encontró.
Le dijo que buscaba a una inmigrante ilegal que la víspera se había roto una pierna al desembarcar en Vigàta. Añadió, para facilitar la identificación, que iba con tres niños. La enfermera lo miró un tanto perpleja.
– ¿Quiere esperar aquí? Voy a ver.
Regresó al cabo de diez minutos.
– No, aquí no hay ingresada ninguna inmigrante ilegal con fractura de pierna. Tenemos una con fractura de brazo.
– ¿Puedo verla?
– Perdone, pero ¿quién es usted?
– Soy el comisario Montalbano.
La enfermera le echó un vistazo. Debió de pensar que, en efecto, tenía pinta de policía, porque, sin más, dijo:
– Acompáñeme.
La inmigrante ilegal del brazo roto, en primer lugar, no era negra, aunque parecía que había tomado el sol, y, en segundo lugar, era agraciada, delgada y jovencita.
– Verá -dijo Montalbano un poco desconcertado-, anoche yo mismo vi cómo los auxiliares sanitarios se la llevaban en ambulancia…
– ¿Por qué no pregunta en Urgencias?
¿Por qué no? Cabía la posibilidad de que los auxiliares se hubieran equivocado en el diagnóstico. Puede que la mujer hubiera sufrido una simple torcedura y no hubiera sido necesario ingresarla.
En el servicio de Urgencias, de los tres que estaban de servicio la víspera, ninguno recordaba haber visto a una mujer negra con la pierna rota y acompañada de tres niños.
– ¿Quién era el médico de guardia?
– El doctor Mendolìa. Pero hoy tiene el día libre.
Con mucho esfuerzo y soltando maldiciones, consiguió que le facilitaran su número de teléfono. El doctor Mendolìa se mostró muy amable, pero firme: no había visto a ninguna inmigrante ilegal con la pierna fracturada. No, ni siquiera con una torcedura.
Cuando salió a la explanada del hospital, vio varias ambulancias aparcadas. No lejos de ellas, un grupo de personas enfundadas en batas blancas hablaban entre sí. Se acercó y reconoció de inmediato al enjuto auxiliar sanitario del bigote. Éste también lo reconoció a él.
– ¿Anoche no estaba usted en…?
– Sí. Soy el comisario Montalbano. ¿Adónde llevó a aquella mujer de la pierna rota que iba con tres niños?
– Al servicio de Urgencias de aquí. Pero no tenía la pierna rota, me había equivocado. Tanto es así que bajó sin ayuda, aunque con cierta dificultad. La vi entrar en el servicio de Urgencias.
– ¿Por qué no la acompañó personalmente?
– Ay, señor comisario, nos estaban llamando para que fuéramos corriendo a Scroglitti. Allí había un jaleo que no se imagina. ¿Por qué? ¿Es que no la encuentra?