177692.fb2 Un Giro Decisivo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Siete

Se despertó con las primeras luces del alba, pero permaneció acostado contemplando el techo, que se iba aclarando lentamente. La pálida luz que penetraba a través de la ventana era nítida y constante, sin las variaciones de intensidad que causan el paso de las nubes. Se anunciaba un buen día. Mejor así, el mal tiempo no lo habría ayudado. Se podría mostrar más firme ante el jefe superior cuando le explicara los motivos de su dimisión. Y, al pensar en esta palabra, le vino a la mente un episodio que le había ocurrido antes de incorporarse a la comisaría de Vigàta. Después recordó la vez que… Y luego aquella otra en que… De pronto, el comisario comprendió el porqué de aquella aglomeración de recuerdos: dicen que, cuando se está a punto de morir, los acontecimientos más importantes de la vida de uno pasan por delante de los ojos como en una película. ¿Acaso a él le estaba ocurriendo lo mismo? En su fuero interno, ¿la dimisión se le antojaba como una auténtica muerte? Se sobresaltó al oír el timbre del teléfono. Miró el reloj. Eran las ocho y no se había dado ni cuenta. ¡Virgen santísima, qué larga había sido la película de su vida! Peor que Lo que el viento se llevó. Se levantó para atender la llamada.

– Buenos días, dottore. Soy Fazio. Estoy a punto de salir para seguir adelante con la investigación…

Le iba a decir que lo dejara correr, pero se arrepintió.

– Y como esta tarde va a ver al jefe superior, le he preparado los documentos para firmar y todo lo demás en su escritorio.

– Gracias, Fazio. ¿Alguna novedad?

– Ninguna, dottore.

Puesto que debía estar en Jefatura a primera hora de la tarde y no le daría tiempo a regresar a Marinella para cambiarse, tenía que salir de casa de punta en blanco. Sin embargo, la corbata prefirió guardársela en el bolsillo; se la pondría a su debido tiempo. No le apetecía nada andar por ahí con el dogal al cuello ya de buena mañana.

El montón de papeles que había sobre su escritorio se mantenía en equilibrio inestable. Si hubiera entrado Catarella golpeando la puerta como tenía por costumbre, la torre de Babel se habría derrumbado. Se pasó más de una hora firmando sin levantar la vista hasta que sintió la necesidad de tomarse un pequeño descanso. Decidió salir a fumarse un cigarrillo. Ya en la acera, introdujo la mano en el bolsillo para sacar la cajetilla y el encendedor, pero nada, se los había dejado olvidados en Marinella. Su lugar en el bolsillo lo ocupaba la corbata verde con topitos rojos que había elegido. La volvió a guardar de inmediato, mirando a su alrededor como un ladrón que acaba de birlar una cartera. ¡Jesús! ¿Cómo había ido a parar aquella infame corbata entre las suyas? ¿Y cómo no había reparado en los colores cuando se la había metido en el bolsillo? Volvió a entrar en la comisaría.

– Catarè, mira a ver si hay alguien que pueda prestarme una corbata -dijo cuando pasó por delante de él, camino a su despacho.

Catarella se presentó a los cinco minutos con tres corbatas.

– ¿De quién son?

– De Torretta, dottori.

– ¿El mismo que le prestó las gafas a Riguccio?

– Sí, señor dottori.

Eligió la que desentonaba menos con su traje gris. Tras pasarse otra hora y media firmando, consiguió terminar el montón. Luego comenzó la búsqueda de la cartera donde siempre llevaba los documentos que debía presentar a su jefe. Soltando maldiciones, puso el despacho patas arriba, pero no hubo manera de encontrarla.

– ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori!

– ¿Has visto por casualidad mi cartera?

– No, señor dottori.

Lo más probable era que la hubiera llevado sin darse cuenta a Marinella y la hubiera olvidado allí.

– Mira a ver si hay alguien por ahí que…

– Ahora mismo me encargo de ello, dottori.

Regresó con dos carteras casi nuevas, una negra y otra marrón. Montalbano eligió la negra.

– ¿Quién te las ha dado?

– Torretta, dottori.

¿Acaso el tal Torretta había abierto un bazar en la comisaría? Por un instante, estuvo tentado de ir a comprobarlo, pero después pensó que, a esas alturas, le importaba un pimiento. Entró Mimì Augello.

– Dame un cigarrillo -le dijo Montalbano.

– Ya no fumo.

El comisario lo miró, estupefacto.

– ¿Te lo ha prohibido el médico?

– No. Ha sido una decisión mía.

– Entiendo. ¿Te has pasado a la coca?

– ¿Pero qué chorradas estás diciendo?

– No es ninguna chorrada, Mimì. Actualmente se están endureciendo las leyes contra los fumadores. Son muy severas, casi persecutorias. En eso también se imita a los americanos. Sin embargo, con los cocainómanos hay más tolerancia. Al fin y al cabo, la consumen todos: altos funcionarios, políticos, ejecutivos… Si estás fumando un cigarrillo, el que tienes al lado puede acusarte de estarlo envenenando con el humo pasivo, mientras que la cocaína pasiva no existe. En resumen, la cocaína causa menos daño social que el humo. ¿Cuántas rayas esnifas al día, Mimì?

– Hoy estás un poco agresivo, ¿no? ¿Ya te has desahogado?

– Bastante.

Pero ¿qué coño estaba ocurriendo? Catarella acertaba los nombres, Mimì se volvía virtuoso… En aquel microcosmos que era la comisaría algo estaba cambiando y éstas eran señales también de que había llegado la hora de irse.

– Esta tarde, después de la reunión de distrito, tengo una cita con el jefe superior. Voy a presentarle mi dimisión. Tú eres el único que lo sabe. Si me la acepta, por la noche comunicaré la noticia a todos.

– Haz lo que quieras -dijo en tono desabrido Mimì, y se levantó para retirarse.

Una vez en la puerta, se volvió hacia el comisario.

– Quiero que sepas que he decidido dejar de fumar porque a Beba y al niño que va a nacer les puede hacer daño. En cuanto a la dimisión, tal vez sea lo mejor. Te has apagado, has perdido brillo, ironía, agilidad mental e incluso mordacidad.

– ¡Vete a tomar por saco y envíame a Catarella! -le gritó el comisario a su espalda.

Bastaron dos segundos para que apareciera Catarella.

– A sus órdenes, dottori.

– Mira a ver si Torretta tiene una cajetilla de Multifilter rojos light y un encendedor.

Catarella no pareció sorprenderse de la petición. Se retiró y volvió a presentarse con los cigarrillos y el encendedor. El comisario le dio el dinero y salió de la comisaría, preguntándose si en el bazar Torretta encontraría los calcetines que ya empezaban a faltarle. Una vez en la calle, le entraron ganas de tomarse un café como Dios manda. En el bar de al lado de la comisaría, el televisor estaba encendido, como siempre. Eran las doce y media y tenían sintonizado el canal de Televigàta. Apareció el busto de la periodista Carla Rosso, que enumeró las noticias siguiendo el orden de preferencias de los televidentes. En primer lugar, un drama de celos: un hombre de ochenta años que había matado a puñaladas a su mujer de setenta. A continuación, un violento choque entre un vehículo ocupado por tres personas, todas muertas, y un camión; un atraco a mano armada en la sucursal de un banco de Montelusa; el avistamiento en alta mar de una patera con un centenar de inmigrantes clandestinos; nuevo acto de omisión de ayuda en la carretera: niño inmigrante ilegal al que no había sido posible identificar, arrollado y muerto por un vehículo que se había dado a la fuga.

Montalbano se tomó tranquilamente el café, pagó, se despidió, salió a la calle, encendió un cigarrillo, se lo fumó, lo apagó en la puerta de la comisaría, saludó a Catarella, entró en su despacho, se sentó y, de repente, en la pared que tenía delante, apareció la pantalla del televisor del bar y, en ella, el busto de Carla Rosso que abría y cerraba la boca sin palabras, pues éstas el comisario las estaba oyendo en el interior de su cabeza:

«Niño inmigrante ilegal al que no ha sido posible identificar…»

Se levantó como un resorte y volvió corriendo sobre sus pasos, sin saber muy bien por qué. O tal vez lo sabía, pero no quería reconocerlo. La parte racional de su cerebro rechazaba lo que la parte irracional ordenaba hacer al resto de su cuerpo, es decir, obedecer a un absurdo presentimiento.

– ¿Ha olvidado algo? -le preguntó el camarero al verlo entrar disparado.

Ni se molestó en contestar. En la pantalla del televisor vio sobreimpresionado el logotipo de Retelibera. Estaban poniendo una serie de humor.

– ¡Vuelve a poner Televigàta! ¡Rápido! -dijo el comisario con una voz tan fría y tan baja que el camarero palideció y se apresuró a obedecer.

Había llegado a tiempo. La noticia era tan irrelevante que ni siquiera iba acompañada de imágenes. La presentadora decía que un campesino había visto a primera hora de la mañana a un niño inmigrante que era arrollado por un coche no identificado. El hombre había dado aviso de inmediato, pero el pequeño había ingresado sin vida en el hospital de Montechiaro. A continuación, Carla Rosso, con una sonrisa que le partía la cara en dos mitades, deseó a los telespectadores una buena comida y desapareció.

Entonces se produjo una especie de lucha entre las piernas del comisario, que querían ir deprisa, y su cerebro, que, por el contrario, le imponía un paso normal y despreocupado. Al parecer llegaron a un acuerdo, cuya consecuencia fue que Montalbano echó a andar como uno de esos muñecos mecánicos a los que se les está acabando la cuerda y van caminando a trompicones. Se detuvo en la puerta de la comisaría y gritó hacia el interior:

– ¡Mimì!… ¡Mimì!…

– ¿Es que estás cantando La Bohème o qué? -preguntó Augello, respondiendo a la llamada.

– Escucha. No puedo ir a la reunión con el jefe superior. Ve tú en mi lugar. Sobre mi mesa están los documentos que hay que llevar.

– ¿Qué te ha pasado?

– Nada. Y después, pídele perdón en mi nombre. Dile que de mi asunto personal le hablaré en otra ocasión.

– ¿Y qué excusa le doy?

– Una de las que pones cuando no vienes al despacho.

– ¿Puedo saber adónde vas?

– No.

Augello, con expresión preocupada, lo vio alejarse.

Suponiendo que los neumáticos, tan lisos como el culo de un recién nacido, resistieran; suponiendo que el depósito de gasolina no se agujereara definitivamente; suponiendo que el motor aguantara una velocidad superior a los ochenta por hora; suponiendo que hubiera poco tráfico, Montalbano calculó que en cuestión de hora y media conseguiría llegar al hospital de Montechiaro.

Por un instante, mientras circulaba a toda velocidad -con evidente riesgo de estrellarse contra otro vehículo, o contra un árbol, pues jamás había sido un buen conductor-, lo dominó una sensación de ridículo. ¿Sobre qué fundamento estaba haciendo lo que hacía? Niños inmigrantes en Sicilia los había a centenares. ¿Qué lo inducía a sospechar que el niño atropellado era el mismo que él había llevado de la mano unas noches atrás en el muelle? Pero de una cosa estaba seguro: para tranquilizar su conciencia, tenía que ver a toda costa a aquel niño; de lo contrario, la sospecha se le quedaría dentro, persiguiéndolo y atormentándolo sin cesar. Y si por casualidad no era él, tanto mejor.

Significaría que la reagrupación familiar, como decía Riguccio, se había llevado a feliz término.

En el hospital de Montechiaro habló con el doctor Quarantino, un joven amable y cortés.

– Comisario, cuando el niño llegó aquí ya estaba muerto. Creo que murió en el acto. Fue un golpe extremadamente violento, hasta el punto de que le destrozó la espalda.

Montalbano se sintió envuelto por una especie de frío vendaval.

– ¿Está insinuando que lo embistieron por detrás?

– Sin la menor duda. Tal vez el niño estaba en el borde de la carretera y el coche, que iba a mucha velocidad, derrapó -aventuró el doctor Quarantino.

– ¿Sabe quién lo trasladó aquí?

– Sí, una de nuestras ambulancias. Nos llamaron los de tráfico.

– ¿La policía de tráfico de Montechiaro?

– Sí.

Al final, decidió formular la pregunta que aún no había conseguido formular porque le faltaba el valor.

– ¿El niño está aquí todavía?

– Sí, en el depósito de cadáveres.

– ¿Podría… podría verlo?

– Por supuesto. Acompáñeme.

Recorrieron un pasillo, cogieron el ascensor, bajaron al sótano, se adentraron en otro pasillo mucho más lúgubre que el anterior y, finalmente, el médico se detuvo delante de una puerta.

– Está aquí.

Una pequeña y gélida sala iluminada por una pálida luz. Una mesita, dos sillas y una estantería metálica. Una de las paredes también era de metal. En realidad se trataba de una serie de pequeñas cámaras frigoríficas en forma de cajones. Quarantino abrió uno de ellos. El cuerpecito estaba cubierto por una sábana. El médico la levantó con cuidado y Montalbano vio unos ojos enormemente abiertos, los mismos con los que el pequeño le había suplicado en el muelle que lo dejara escapar. No cabía la menor duda.

– Es suficiente -dijo con una voz tan baja que parecía un soplo.

Por la mirada que le dirigió Quarantino, comprendió que algo había cambiado en su rostro.

– ¿Lo conocía?

– Sí.

Quarantino volvió a cerrar el cajón.

– ¿Podemos irnos?

– Sí.

Pero no consiguió moverse. Sus piernas se negaban a ponerse en marcha, eran dos pedazos de madera. A pesar del frío que reinaba en la estancia, notó que tenía la camisa empapada de sudor. Hizo un esfuerzo que le costó un mareo y, finalmente, empezó a caminar.

* * *

En la Policía de Tráfico le explicaron dónde había ocurrido el accidente: a cuatro kilómetros de Montechiaro, en la carretera ilegal y sin asfaltar que unía un pueblo ilegal ribereño llamado Spigonella con otro pueblo ribereño, también ilegal, llamado Tricase. Dicha carretera no seguía un trazado recto, sino que efectuaba largos rodeos a campo traviesa para acceder hasta otras casas ilegales habitadas por personas que, en lugar del aire del mar, preferían el de la colina. Un inspector llevó su amabilidad hasta el extremo de hacer un dibujo sumamente detallado del itinerario que el comisario debería seguir para llegar al lugar exacto.

La carretera no sólo no había sido asfaltada sino que se veía claramente que se trataba de un viejo sendero de mulas cuyos innumerables baches habían sido recubiertos parcialmente de cualquier manera. ¿Cómo era posible que un automóvil hubiera podido circular por allí a toda velocidad sin desarmarse? ¿Tal vez porque contaba con el apoyo de otro coche? Después de doblar una curva, el comisario comprendió que había llegado al lugar exacto. En la base de un montículo de grava que había al lado derecho del camino, alguien había colocado un ramillete de flores silvestres. Se detuvo y bajó para verlo mejor. El montículo estaba deformado, como si algo hubiera impactado fuertemente en él. La grava se veía salpicada por grandes manchas de sangre seca. Desde allí no se veía ningún edificio, sólo campos de labranza. Más abajo, a unos cien metros de distancia, un campesino cavaba la tierra. Montalbano se acercó a él, avanzando con esfuerzo sobre la tierra removida. El campesino era un hombre de unos sesenta años, enjuto y encorvado. Ni siquiera levantó los ojos.

– Buenos días.

– Buenos días.

– Soy comisario de policía.

– Ya me he dado cuenta.

¿Cómo se las había arreglado para darse cuenta? Mejor no insistir en el tema.

– ¿Ha sido usted quien ha puesto aquellas flores en la grava?

– Sí, señor.

– ¿Conocía al niño?

– No, señor.

– Entonces, ¿por qué ha puesto esas flores?

– Era una criatura, no un animal.

– ¿Vio cómo ocurrió el accidente?

– Lo vi y no lo vi.

– ¿Qué quiere decir?

– Venga conmigo.

Montalbano lo siguió. Tras haber dado unos diez pasos, el campesino se detuvo.

– Esta mañana a las siete estaba cavando justo aquí. De pronto oí una voz desesperada. Levanté los ojos y vi a un niño que asomaba por la curva. Corría como una liebre y gritaba.

– ¿Entendió lo que gritaba?

– No, señor. Cuando estaba a la altura de aquel algarrobo, un coche apareció a toda velocidad por la curva. El niño se volvió a mirarlo e intentó apartarse de la carretera. Creo que venía hacia mí. Pero lo perdí de vista porque lo tapaba la montaña de grava. El coche se desvió hacia él. Y ya no vi nada más. Oí como un golpe. Después el coche hizo marcha atrás hasta la carretera y desapareció por la siguiente curva.

No había ninguna posibilidad de error, pero Montalbano quiso asegurarse.

– ¿Pasó algún otro coche tras él?

– No, señor. No pasaron más coches.

– ¿Y dice usted que se desvió a propósito en la dirección del niño?

– No sé si lo hizo a propósito, pero se desvió.

– ¿Se fijó en el número de la matrícula?

– ¡Imposible! Compruebe usía mismo si desde aquí se puede tomar el número de la matrícula.

En efecto, no se podía. El desnivel entre el campo y la carretera era demasiado grande.

– Y después, ¿qué hizo usted?

– Eché a correr hacia el montículo. Cuando llegué, me di cuenta enseguida de que el niño estaba muerto o a punto de morir. Entonces corrí a mi casa, que desde aquí no se ve, y llamé a Montechiaro.

– ¿Les dijo a los de la Policía de Tráfico lo que me ha dicho a mí?

– No, señor.

– ¿Por qué?

– Porque no me lo preguntaron.

Lógica implacable: si no hay pregunta, no hay respuesta.

– Yo, en cambio, le pregunto ahora: ¿cree que lo hicieron a propósito?

El campesino parecía haber reflexionado sobre el asunto. Contestó con otra pregunta:

– ¿No podría ser que el coche hubiera derrapado en la gravilla?

– Podría ser. Pero usted, en su fuero interno, ¿qué piensa?

– Yo no pienso, señor mío. Yo ya no quiero pensar. El mundo se ha vuelto demasiado malo.

La última frase resultaba esclarecedora. Era evidente que el campesino se había formado una opinión muy concreta. El pequeño había sido arrollado a propósito, asesinado por una razón inexplicable. Pero el campesino había querido borrar de su mente aquella idea. Demasiado malo se había vuelto el mundo. Mejor no pensar en ello.

Montalbano anotó el número de teléfono de la comisaría en un trocito de papel y se lo entregó al hombre.

– Este es el número de mi despacho en Vigàta.

– ¿Y yo qué hago con él?

– Nada. Guárdelo. Si por casualidad viene la madre, el padre o algún otro familiar del niño, averigüe dónde viven y me lo dice.

– Como quiera usía.

– Buenos días.

– Buenos días.

La subida hasta la carretera fue más dura que la bajada. Respiraba afanosamente. Cuando llegó al coche, subió, pero en lugar de arrancar se quedó allí. Puso los brazos sobre el volante, la cabeza sobre los brazos, y cerró los ojos, como si quisiera negar el mundo, de la misma manera que lo hacía el campesino, que había reanudado su tarea con la azada y seguiría con ella hasta que empezara a oscurecer. De repente, un pensamiento se introdujo en su cabeza como una hoja afilada, la cual, tras partirle el cerebro por la mitad, continuó hacia abajo, traspasándole dolorosamente el pecho: el eficiente y brillante comisario Salvo Montalbano había tomado de la manita a aquel niño y lo había entregado a sus verdugos.