177692.fb2
Era demasiado pronto para regresar a su refugio de Marinella, pero, aun así, prefirió hacerlo sin pasar por el despacho. La rabia que lo reconcomía por dentro le hacía hervir la sangre y seguramente le había provocado algunas décimas de fiebre. Sería mejor que desahogara él solo aquella rabia, y no hacerles pagar las consecuencias a sus hombres aprovechando cualquier pretexto. La primera víctima fue un jarrón de flores que alguien le había regalado y que, de repente, le resultó tremendamente antipático. El jarrón fue levantado con ambas manos y arrojado al suelo con gran placer y con el acompañamiento de una sonora maldición. Después del impresionante trastazo, Montalbano constató con sorpresa que el jarrón no había sufrido el mínimo rasguño.
¿Sería posible? Se agachó, lo cogió del suelo, lo alzó y volvió a arrojarlo con todas sus fuerzas. Nada. Es más: una baldosa se astilló. ¿Tendría que cargarse toda la casa para conseguir destruir aquel maldito jarrón? Se dirigió al coche, abrió la guantera, sacó la pistola, regresó al interior de la casa, salió a la galería con el jarrón, echó a andar por la playa, llegó a la orilla del mar, depositó el jarrón sobre la arena, retrocedió diez pasos, amartilló el arma, apuntó, disparó y falló.
– ¡Asesino!
Era una voz de mujer. Se volvió a mirar. Desde el balcón de un lejano chalet dos figuras agitaban los brazos gesticulando en su dirección.
– ¡Asesino!
Esta vez era una voz de hombre. Pero ¿quién coño eran? De repente, se acordó: ¡los Bausan de Treviso! Los que habían provocado que saliera desnudo en la televisión. Enviándolos mentalmente a tomar por aquel sitio, volvió a apuntar cuidadosamente y disparó. Esta vez el jarrón estalló en pedazos. Finalmente regresó satisfecho a casa, acompañado por un coro cada vez más distante que decía: «¡Asesino! ¡Asesino!»
Se desnudó, se duchó, incluso se afeitó, y se cambió de ropa como si fuera a salir para ver a alguien. Sólo tenía que verse a sí mismo, pero quería estar presentable. Fue a sentarse en la galería, a pensar. Porque, aunque no la hubiera formulado con palabras, ni siquiera pensado, le había hecho una solemne promesa a aquel par de ojitos abiertos que lo miraban desde el cajón-frigorífico. Le vino a la mente una novela de Dürrenmatt en la que un comisario consagra su vida a cumplir la promesa que ha hecho a unos padres: encontrar al asesino de su hija… un asesino que entre tanto ha muerto, pero el comisario no lo sabe. La caza de un fantasma. Sólo que en el caso del niño inmigrante el fantasma era la víctima. No conocía su procedencia, ni su nombre, nada. Como tampoco sabía nada de la víctima del otro caso que estaba investigando: un anónimo cuarentón al que habían ahogado. Y, por si fuera poco, tampoco se trataba de una investigación propiamente dicha, pues no se había abierto ningún expediente: el desconocido había muerto por ahogamiento, utilizando el lenguaje burocrático, y el niño era la enésima víctima de un vándalo de la carretera. Oficialmente, ¿qué había que indagar? Menos que nada. Nada de nada.
«Éste es el tipo de investigaciones que podrían interesarme cuando me retire… -pensó el comisario-. Pero, si me encargo de ellas ahora, ¿quiere decir que ya empiezo a sentirme jubilado?»
Y sintió una aguda punzada de melancolía. El comisario tenía dos sistemas infalibles para combatir ese estado: el primero consistía en meterse en la cama y taparse hasta la cabeza; el segundo, en darse un buen atracón de comida. Consultó el reloj. Demasiado pronto para acostarse. Si se quedaba dormido, ¡a lo mejor se despertaba a las tres de la madrugada y se pasaba la noche dando vueltas por la casa! No le quedaba más remedio que darse un atracón. Pensándolo bien, a mediodía no había tenido tiempo de comer. Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado unos rollitos de carne. No le apetecían. Salió, subió al coche y se fue a la trattoria Da Enzo. Al primer plato, espaguetis con tinta de jibia, la melancolía comenzó a ceder. Cuando terminó el segundo, calamares fritos crujientes, emprendió una precipitada huida hacia el horizonte. De regreso en Marinella, sintió los engranajes del cerebro lubrificados, fluidos, como nuevos. Volvió a sentarse en la galería.
En primer lugar, había que darle la razón a Livia por haber señalado que el comportamiento del niño aquella noche había sido muy extraño. Era evidente que el pequeño había tratado de aprovechar la confusión del momento para desaparecer. Y si no lo había logrado, había sido porque él, el sublime, el superinteligente comisario Montalbano, se lo había impedido. De cualquier modo, admitiendo que se tratara de una conflictiva reagrupación familiar, según la opinión de Riguccio, ¿por qué motivo el pequeño había sido tan brutalmente asesinado? ¿Porque tenía la manía de escapar de cualquier lugar donde se encontrara? Pero ¿cuántos niños hay en el mundo de todos los colores, blancos, negros, amarillos, que se escapan de casa persiguiendo sus fantasías? Cientos de miles, sin duda. ¿Y por eso los castigan quitándoles la vida? ¡Bobadas! Entonces, ¿lo habían matado tal vez porque no paraba quieto, contestaba mal, no obedecía a papá o se negaba a comerse la sopita? ¡Anda ya! A la luz de aquel asesinato, la tesis de Riguccio resultaba ridícula. Había otra cosa, un peso grande que el chiquillo cargaba sobre sus hombros desde el momento de emprender el viaje, cualquiera que fuera su país de origen.
Lo mejor era empezar por el principio, sin olvidar los detalles que a primera vista pudieran parecer intrascendentes. Debía ir por bloques, por secuencias, sin acumular demasiada información. Bueno, empecemos. Aquella noche, él estaba sentado en su despacho, esperando que llegara la hora de ir a casa de Ciccio Albanese para que le informara sobre las corrientes marinas y, de paso, zamparse los salmonetes de roca de la señora Albanese, motivo éste en modo alguno secundario. En determinado momento, llama desde el puerto el subjefe Riguccio para ver si puede proporcionarle unas gafas, pues las suyas se le han roto. Él se las consigue y decide llevárselas en persona. Cuando llega al muelle, una de las patrulleras ha tendido ya la pasarela y baja por ella una mujer embarazada, que es conducida directamente a una ambulancia. A continuación, salen cuatro inmigrantes. Cuando están llegando al final de la pasarela, comienzan a tambalearse extrañamente, empujados por un niño que se ha colado entre sus piernas. El pequeño consigue esquivar a los agentes y echa a correr hacia el viejo silo. Él lo persigue hasta un callejón sin salida, lleno de basura. El pequeño comprende que no tiene escapatoria y, literalmente, se rinde. Él lo coge de la mano y, mientras lo acompaña hasta el lugar donde están desembarcando los inmigrantes, ve a una mujer más bien joven, con dos chiquillos pegados a sus faldas. Al ver al niño, la mujer corre a su encuentro, dando muestras con ello de ser la madre. En este momento, el pequeño lo mira a él (mejor correr un tupido velo sobre este detalle), la madre tropieza y cae. Los agentes intentan levantarla, pero no lo consiguen. Alguien avisa a una ambulancia…
Stop. Un momento. Recapacitemos. No, en realidad, él no vio a nadie que avisara a una ambulancia. ¿Estás seguro, Montalbano? Repasemos una vez más la escena. No, estoy seguro. Dejémoslo así: alguien debió de avisar a una ambulancia. Del vehículo bajan dos auxiliares sanitarios. Uno de ellos, el delgado y con bigote, tras haber tocado la pierna de la mujer, dice que probablemente está rota. La mujer y los tres pequeños son introducidos en la ambulancia y ésta se pone en marcha con destino a Montelusa.
Volvamos atrás para más seguridad. Gafas. Muelle. Desembarco mujer embarazada. Niño aparece entre las piernas de cuatro inmigrantes ilegales. Niño escapa. Él lo persigue. Niño se rinde. Vuelven al punto de desembarco. Madre los ve y echa a correr hacia ellos. Niño lo mira. Madre tropieza, cae, no puede levantarse. Llega ambulancia. Auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Mujer y niños en la ambulancia. El vehículo se pone en marcha. Final de la primera secuencia.
En resumen: casi con toda seguridad nadie avisó a la ambulancia. Ésta llegó por su cuenta. ¿Por qué? ¿Porque había visto a la mujer caída en el suelo? Era posible. Y después, auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Y estas palabras autorizan el traslado en ambulancia. Si el auxiliar no hubiera dicho nada, algún agente habría avisado al médico, el cual, como siempre, se encontraba allí con ellos. ¿Por qué no consultaron con el médico? No lo consultaron porque no hubo tiempo: la oportuna llegada de la ambulancia y el diagnóstico del auxiliar sanitario hicieron que las cosas discurrieran según los deseos del director. Sí, señor. El director. Aquello había sido una escena teatral dirigida con mucha habilidad. A pesar de la hora, cogió el teléfono.
– ¿Fazio? Soy Montalbano.
– Dottore, no hay novedades; si las hubiera, yo…
– Ahorra aliento. Te quiero preguntar otra cosa. ¿Mañana por la mañana tenías intención de reanudar las investigaciones?
– Sí, señor.
– Pues primero tienes que averiguar otra cosa.
– A sus órdenes.
– En el hospital de San Gregorio hay un auxiliar sanitario muy delgado y con bigote, de unos cincuenta y tantos años. Quiero saberlo todo sobre él, lo conocido y lo desconocido, ¿me explico?
– Sí, señor, perfectamente.
Colgó y volvió a llamar al San Gregorio.
– ¿Está la enfermera Agata Militello?
– Un momento. Sí, creo que sí está.
– Quisiera hablar con ella.
– Está de guardia, tenemos orden de…
– Mire, soy el comisario Montalbano. Es un asunto importante.
– Espere, que la busco.
Cuando ya empezaba a desesperarse, oyó la voz de la enfermera.
– Comisario, ¿es usted?
– Sí. Disculpe que…
– No se preocupe. Dígame.
– Necesito verla y hablar con usted. Lo antes posible.
– Verá, comisario. Trabajo toda la noche y mañana por la mañana querría dormir un poco. ¿Podríamos vernos a las once?
– Por supuesto. ¿Dónde?
– Delante del hospital, por ejemplo.
Estaba a punto de decir que sí, pero lo pensó mejor. ¿Y si por casualidad el auxiliar sanitario de la ambulancia los veía juntos?
– Preferiría que fuera delante del portal de su casa.
– Muy bien. Via della Regione, veintiocho. Hasta mañana.
Durmió como un inocente angelito, sin pensamientos ni problemas. Siempre le ocurría lo mismo cuando, al principio de una investigación, comprendía que había dado con el camino adecuado. Al llegar a su despacho, sonriente y descansado, encontró sobre el escritorio un sobre dirigido a él y entregado en mano. No constaba el nombre del remitente.
– ¡Catarella!
– ¡A sus órdenes, dottori!
– ¿Quién ha traído esta carta?
– Poncio Pilato, dottori. La trajo anoche.
Se la guardó en el bolsillo. La leería después. O puede que nunca. Mimì Augello se presentó al poco rato.
– ¿Qué tal ha ido con el jefe superior?
– Lo he visto un poco desanimado, no estaba tan soberbio como de costumbre. Está claro que de Roma sólo ha vuelto con buenas palabras. Ha dicho que el flujo migratorio clandestino del Adriático se ha desplazado claramente al Mediterráneo, y que por este motivo será más difícil detenerlo. Pero esta evidencia, al parecer, tardará mucho en ser reconocida por parte de quien corresponda, de la misma manera que costará reconocer que aumenta día a día el número de robos y atracos. En resumen, ellos cantan a coro «sin novedad, señora baronesa», mientras nosotros aquí nos vemos obligados a seguir tirando con lo que tenemos.
– ¿Te has disculpado en mi nombre por mi ausencia?
– Sí, claro.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Salvo, ¿qué esperabas? ¿Que se echara a llorar? Ha dicho: «Muy bien.» Y punto. Y ahora, ¿quieres explicarme qué mosca te picaba ayer?
– Tuve un contratiempo.
– Salvo, ¿a quién pretendes engañar? Primero me dices que tienes que ir a ver al jefe superior para presentarle la dimisión, y un cuarto de hora después cambias de idea y me dices que vaya a verlo yo. ¿Qué contratiempo tuviste?
– Si de veras quieres saberlo…
Y le contó toda la historia del niño. Cuando terminó, Mimì permaneció en actitud pensativa.
– ¿Hay algo que no te cuadra? -le preguntó Montalbano.
– Me cuadra y no me cuadra.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú estás estableciendo una relación directa entre el asesinato del niño y el intento de fuga que éste protagonizó en el momento de desembarcar. Y en eso puede que te equivoques.
– ¡Anda ya, Mimì! ¿Por qué iba a comportarse de esa manera, si no?
– Te contaré algo. Hace un mes, un conocido mío estuvo en Nueva York, en casa de un amigo norteamericano. Un día fueron a comer por ahí y pidieron un bistec con patatas. La ración era tan grande que mi amigo no pudo terminarlo y lo dejó en el plato. Después de pagar, cuando se disponían a irse, el camarero le entregó una bolsa con las sobras de la comida. Mi amigo la cogió y, al salir del restaurante, se acercó a un grupo de vagabundos para dársela. En ese momento, el amigo americano lo agarró del brazo y le dijo que los vagabundos no la aceptarían. Si de veras quería hacer algo por ellos, sería mejor que les diera medio dólar. «¿Por qué no habrían de aceptarlo?», preguntó mi amigo. Y el otro le contestó: «Porque hay gente que les ofrece comida envenenada, como se hace con los perros vagabundos.» ¿Lo entiendes?
– No.
– Tal vez a aquel niño lo arrolló algún hijo de la gran puta por pura diversión, o por racismo… Tal vez no tenía nada que ver con el niño.
Montalbano lanzó un profundo suspiro.
– ¡Ojalá! Si las cosas fueran como tú dices, me sentiría menos culpable. Pero, por desgracia, tengo el convencimiento de que todo el asunto obedece a un guión muy concreto.
Agata Militello era una acicalada cuarentona de rostro agraciado, aunque peligrosamente propensa a la obesidad. Era de verbo fácil y, de hecho, ella fue la que habló casi exclusivamente durante la media hora que pasó con el comisario. Dijo que aquella mañana estaba de muy mal humor porque su hijo, estudiante universitario («¿Sabe, comisario?, tuve la desgracia de enamorarme a los diecisiete años de un cornudo miserable que, en cuanto supo que estaba embarazada, me dejó»), quería casarse con una novia que tenía («pero, digo yo, ¿no podéis esperar? ¿Qué prisa tenéis en casaros? Primero, haced lo que os dé la gana, y después ya veremos»). Dijo también que en el hospital había toda una serie de hijos de puta que se aprovechaban de ella, que siempre estaba dispuesta a atender cualquier llamada extraordinaria que hubiera porque tenía un corazón tan grande que no le cabía en el pecho.
– Fue aquí -dijo, deteniéndose de repente.
Se encontraban en una calle muy corta, sin portales ni tiendas, formada prácticamente por la parte posterior de dos grandes edificios.
– ¡Pero si aquí no hay ni un portal! -exclamó Montalbano.
– En efecto. Estamos en la parte trasera del hospital, que es este edificio a mano derecha. Yo hago siempre este camino porque entro por Urgencias, que es la primera puerta a la derecha a la vuelta de la esquina.
– Por consiguiente, la mujer que iba con los tres niños salió de Urgencias, giró a la izquierda, entró en esta calle y aquí se reunió con el coche.
– Exactamente.
– ¿Vio si el coche venía desde Urgencias?
– No, señor, no lo vi.
– ¿Se fijó en cuántas personas iban a bordo?
– ¿Antes de que subiera la mujer con los niños?
– Sí.
– Sólo el que conducía.
– ¿Observó algún detalle especial en el conductor?
– Señor comisario, ¿cómo habría podido hacerlo? El hombre no bajó del coche… Pero negro no era, eso seguro.
– Ah, ¿no? ¿Era como nosotros?
– Sí, señor comisario. Aunque… ¿sabe distinguir usted entre un tunecino y un siciliano? A mí una vez me ocurrió que…
– ¿Cuántas ambulancias tienen ustedes? -la cortó el comisario.
– Cuatro, pero no son suficientes. Haría falta al menos otra…, pero no hay dinero.
– ¿Cuántos hombres van normalmente en la ambulancia?
– Dos. Nos falta personal.
– ¿Usted los conoce?
– Naturalmente, señor comisario.
Habría querido preguntarle acerca del auxiliar delgado y con bigote, pero no lo hizo porque aquella mujer hablaba demasiado. Puede que inmediatamente después corriera a verlo y le dijera que el comisario había preguntado por él.
– ¿Le apetece tomar un café?
– Sí, señor comisario. Aunque no puedo abusar de él. Una vez me tomé cuatro cafés seguidos y…
En la comisaría lo esperaba Fazio, impaciente por reanudar las investigaciones sobre el desconocido hallado en el mar. Fazio era como un perro de caza. Cuando acechaba a una pieza, no cejaba en su empeño hasta que la cobraba.
– Dottore, el auxiliar sanitario de la ambulancia se llama Gaetano Marzilla.
Y no dijo más.
– ¿Y bien? ¿Eso es todo? -preguntó sorprendido Montalbano.
– Dottore, ¿hacemos un trato?
– ¿Qué trato?
– Usía permite que desahogue un poco mi complejo de registro civil, como lo llama usía, y después le cuento lo que he averiguado.
– Trato hecho -dijo el comisario, resignado.
Los ojos de Fazio se iluminaron de alegría. Se sacó del bolsillo una hojita de papel y empezó a leer.
– Gaetano Marzilla, nacido en Montelusa el seis de octubre de mil novecientos sesenta, hijo del difunto Stefano y de Antonia Diblasi, residente en Montelusa, Via Francesco Crispi dieciocho. Casado con Elisabetta Cappuccino, nacida en Ribera el catorce de febrero de mil novecientos sesenta y tres, hija del difunto Emanuele y de Eugenia Ricottilli, quien…
– O lo dejas ya o te pego un tiro -dijo Montalbano.
– Vale, vale, lo dejo -dijo Fazio, satisfecho, volviéndose a guardar la hoja de papel en el bolsillo.
– Bueno, ¿podemos hablar ya de cosas serias?
– Por supuesto. Este Marzilla trabaja en el hospital desde que se diplomó como auxiliar sanitario. Su mujer recibió como dote de su madre un pequeño establecimiento de artículos de regalo, el cual fue destruido hace tres años por un incendio.
– ¿Intencionado?
– Sí, pero no estaba asegurado. Corren rumores de que la tienda fue incendiada porque Marzilla se hartó de pagar el pizzo, el impuesto de la mafia. ¿Y sabe qué hizo?
– Fazio, este tipo de preguntas me atacan los nervios. ¡Qué coño sé yo lo que hizo Marzilla! ¡Eres tú el que tienes que decírmelo!
– Marzilla aprendió la lección y seguramente se puso al día con el pizzo. Sintiéndose seguro, compró un almacén contiguo a la tienda y lo amplió y renovó todo. Resumiendo, está cargado de deudas y, como el negocio le va mal, dicen las malas lenguas que los usureros lo están estrangulando. Ahora el pobre hombre se ve obligado a buscar dinero por todas partes como un desesperado.
– Tengo que hablar como sea con este hombre. Y lo antes posible -dijo Montalbano tras permanecer un rato en silencio.
– ¿Y qué hacemos? ¡No podemos ir y detenerlo! -dijo Fazio.
– ¿Quién habla de detenerlo? Aunque…
– Aunque ¿qué?
– Si llegara a su conocimiento…
– ¿Qué?
– Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Tú conoces la dirección de la tienda?
– Claro, dottore. Via Palermo treinta y cuatro.
– Gracias. Vuelve a tus caminatas.