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«… que, febril la mirada,
errante en la sombra,
te busca y te nombra.»
GARDEL Y LEPERA, Volver
Tres palabras: jodido, pero contento. Así me sentía ese viernes por la mañana mientras caminaba hasta Correos con la mochila a la espalda y los bolsos cruzados. Mi sombra se estiró en la vereda casi desierta y pensé que si me ponía un sombrero iba a parecer el chino de Kung Fu. Yo era muy chiquito cuando pusieron la serie en la tele, pero después la repitieron tantas veces que me la sabía de memoria. Las series siempre se repiten. Como las despedidas.
Me moría de sueño. Había pasado la noche en los bares de Malasaña, que en seis meses en España se habían convertido en las provincias de mi patria provisional. Pude dejar los bolsos en cualquiera de ellos y volver a buscarlos después, pero preferí acarrearlos de un bar a otro y entrar de día en mi nueva casa. No quería llegar como un perro apaleado. Una voz enana en mi cabeza preguntó que cuál era la diferencia y la mandé a cagar. Volvió al ataque sugiriendo que a lo mejor ya era hora de usar el pasaje de vuelta a la Argentina y no supe qué contestar.
Seguían siendo tres palabras, pero a lo mejor tenía que cambiar el orden.
Contento, pero jodido.
La gallega me había echado de su casa después de dos meses de romance desganado. Y para asegurarse de que no volvería a enredarla con lo que ella llamaba mi «labia argentina», me había reemplazado en su cama y en su vida por un negro africano de dos metros largos y cara de caníbal.
Jodido.
Yo la había visto venir y ya tenía preparado un plan B.
Contento.
En medio año que llevaba en Madrid no había escrito una línea y el portátil pesaba en la mochila como una culpa.
Jodido.
Ahora iba a tener dos meses de tranquilidad para escribir mi gran obra.
Contento.
Cada viernes, desde que llegué, me plantaba en Correos para preguntar si había una carta a mi nombre. Una carta de Ella pidiendo que volviera.
Jodido.
Estaba seguro de que ese viernes sí habría carta.
Contento.
Subí las escaleras y el guardia de seguridad me estudió entre bostezos. Cuando llegué al mostrador de lista de Correos, la empleada me miró con pena. No la conocía, pero seguro que entre ellos se contaban la historia del pobre pelotudo argentino que todos los viernes venía a buscar una carta a nombre de Nicolás Sotanovsky. Supuse que comentarían que yo no tenía edad para ese anacronismo postal en la era de los correos electrónicos, y que adjudicarían el origen de mi tradición semanal a un romanticismo digno de elogio o de burla.
Ese viernes, tampoco tenía carta de Ella.
Jodido.
Al salir me senté en un escalón y saqué un cigarrillo. Busqué el encendedor en el bolsillo y tropecé con las llaves. Eso me devolvió la confianza: casa nueva, vida nueva. Y esta vez para mí solo. La dueña, una tal Noelia, no volvía hasta octubre, me había dicho el tipo que me traspasó el encargo de regar las plantas y cuidar la casa. Él le avisaba si lo llamaba por teléfono, pero «con Noelia no hay problema, es una tía guay».
Dos argentinos cuarentones, trajeados y brillantes, hablaban a dos metros de mí de sus negocios, y abrían mucho la boca al llegar a la «o». Por el acento, parecía que habían bajado del avión hacía media hora, pero por lo que contaban entendí que llevaban más de veinte años en España. Envidié su pronunciación exacta. La mía se había limado en medio año rondando de barra en barra y de error en error.
El sol de Madrid se hacía el boludo y pegaba flojito. Pero estábamos en agosto, así que en un par de horas nos iba a cocinar a todos como churrascos a la parrilla.
Tuve ganas de un asado en el patio de mi viejo.
Tuve ganas de tomar unos mates que no fueran amargos.
Tuve ganas de Ella.
Busqué sin mirar en el bolsillo de la mochila, abrí el sobre de plástico y palpé la foto como si estuviera impresa en relieve. La foto de Ella. Era una Polaroid bastante vieja pero el tiempo no había borrado sus rasgos. Tampoco hubiera sido tan grave, porque cada milímetro de esa piel lo llevaba grabado en mis dedos. Una foto, todo lo que me quedaba de Ella. Y no era una foto muy buena. Estaba desnuda, se veía la mitad de su cuerpo borroneado por el sol, los pechos conocidos, la sonrisa que dolía en la distancia. Ese era todo el pasado que me permitía. Inútil recordar su nombre cuando ya no podía nombrarla. La voz enana en mi cabeza dijo que mi viaje había sido una huida para no extrañarla en cada uno de los lugares que nos vieron pasar. La voz siguió hablando y la dejé. Ella era más que un fracaso sentimental y menos que una tragedia. Era lo que tenía en la mano: un rostro hermoso que fue mío sin dejar de ser suyo, y que ahora era otra vez de su exclusiva propiedad, roto por desgaste el contrato que una vez firmamos en la servilleta de un bar. Me dejó porque se hartó de representar el papel de musa de un autor que no se tomaba en serio más que para poner en escena el sainete de su vida. Y yo junté las caretas, las guardé en una bolsa y me vine a Europa para cambiar de escenario, pero no de sainete. Ella era la Inolvidable; y lo seguiría siendo mientras en la foto su cara y su cuerpo cómplice me recordaran algo que no sabía distinguir, pero que se parecía a una borrachera triste, a una tarde de lluvia sin cigarrillos, a un domingo solitario y eterno. Chan Chan.
– Qué lindo, che -dije en voz alta, borracho de sueño-. Si le ponés una musiquita piola, tenés un tangazo, tenés.
Los argentinos trajeados me miraron mal y comentaron que «estos gallegos, cuando quieren imitar a un argentino, les sale como el orto».
Me levanté y empecé a caminar.
Me sobraban dos palabras para definir cómo me sentía.
Jodido.
Estaba jodido.
Pero todavía no sabía cuánto.
Era un edificio viejo pero remodelado, en pleno barrio de La Latina, y cuando la llave del portal funcionó a la primera, pensé que mi suerte empezaba a cambiar. No había ascensor y llegué hasta el tercer piso con la lengua afuera. La chapa en la puerta anunciaba que ahí vivía Noelia Durán i Mont y cuando la abrí no sonó ninguna alarma. Entré despacio, como un ladrón, y dejé los bolsos y la mochila en el dormitorio. Me saqué la camisa y el vaquero y anduve fumando en calzoncillos. Era una casa cómoda.
Iba a darme un baño y a tomar unas cuantas decisiones impostergables.
Me senté en el sofá y me quedé dormido.
Sonó el timbre y antes de terminar de abrir la puerta me arrepentí de no haber puesto la cadena de seguridad. No hubiera servido de mucho.
El tipo era un gordo gigantesco, vestido con un traje de color marrón amarillento indefinido, como un helado de limón y chocolate a medio derretir. Tenía unas manos enormes y en la derecha se perdía una automática que me apuntaba. Con la izquierda me pegó una cachetada, casi una caricia, que me mandó hasta el salón.
– ¿Dónde está Noelia? -preguntó.
No supe qué decir, y él siguió hablando:
– Tienes hasta el lunes por la mañana para encontrarla. Si no…
Guardó la pistola bajo el sobaco, sin dejar de mirarme.
– ¿Me creería si le dijera que yo no…?
– No. ¿Dónde está Noelia?
Busqué con desesperación en la mochila y el grandote me miró con interés, como si fuera a sacar de ella a la tal Noelia. Le alcancé el sobre de cuero con mi pasaporte y el pasaje de avión.
– ¿Ve que no le miento? Yo estoy de paso, nomás, no sé dónde está Noelia…
Él estudió el pasaporte con cara de experto en falsificaciones pero me di cuenta de que lo sostenía al revés.
– Buenos Aires… -comentó soñador mientras se guardaba el sobre en el bolsillo del traje-. Siempre quise conocer Brasil. Esto me lo quedo, para que no se te ocurra escaparte. Te estaremos vigilando. No nos verás. Pero si tratas de huir o haces algo raro… -Me apuntó con un índice del tamaño de una mortadela y bajó un pulgar que bien podría haber sido un jamón mediano-: Pum.
Se fue y tuve que abrir las ventanas.
Me pareció que el aire olía a pólvora.
Un jamón calibre 45.
Fumé un cigarrillo y busqué la botella de bourbon en la mochila. Le di un trago y estaba caliente, pero me despabiló. Me dolía la boca y necesitaba pensar. Lo más lógico era salir volando de ahí. Pero sin documentos no iba a ir muy lejos. Además, había dicho que me vigilaban. ¿Quiénes? Busqué hielo y un vaso en la cocina y lo llené hasta el borde. Me lo tomé en tres sorbos y pensé que eran los días que me quedaban de vida.
Me acerqué a la ventana. El tipo estaba plantado en la esquina, mirando a la puerta del edificio. En algún momento tendría que ir a comer o al baño. Lo relevaría algún cómplice que no me había visto tan de cerca. Sospeché que estaba un poco borracho cuando pensé en buscar ropa en el armario y disfrazarme de mujer. Con mi barba, no iba a resultar muy discreto.
Empecé a temblar y no pude parar.
Aquello tenía que ser una broma, pero ¿de quién? Me toqué la cara dolorida y no era una broma; ese gigante amable iba a mandarme a ver crecer los rabanitos desde abajo si no encontraba en tres días a una mina que no había visto en mi puta vida. Parecía el argumento de esas novelas policiales que tanto había leído, las mismas que soñaba con escribir cuando todavía soñaba con algo. Para concentrarme encendí mi ipod clónico y chino, me puse los auriculares y le di al botón. En mis oídos retumbó la sentencia de Serú Girán:
«Se acabó, se acabó ese juego, se acabó ese juego que te hacía feliz».
Y Charly García acertaba a medias: estaba claro que mi juego se acababa, pero no tanto que me hubiera hecho feliz.
De repente encontré la solución: el flaco que me había prestado la casa de Noelia. Tenía que localizarlo y que él lo aclararse todo. Para celebrarlo me serví otro trago. Claro que si Noelia estaba metida en quilombos con gente como el Jamón Calibre 45, su amigo no me iba a decir dónde estaba. A lo mejor, si me hacía el gil cuando hablara con el flaco, o me inventaba algo para que me contara dónde encontrarla y pasarle los datos al grandote…
¿Podía yo ser tan hijo de puta como para traicionar a la pobre Noelia?
¿Llegaría Noelia a perdonarme alguna vez?
¿Quién mierda era Noelia?
Grandes enigmas de la historia de la humanidad, que solo podían resolverse aplicando una inteligencia aguda como la mía y otro poco de bourbon. Fui hasta la cocina rebotando en las paredes del pasillo y entonces me di cuenta: no sabía cómo localizar al flaco, y ni siquiera me acordaba de su nombre. Lo había conocido hacía unas semanas en los Diablos Azules de la calle Apodaca y después de cuatro o cinco borracheras poéticas nos habíamos vuelto como hermanos. Y a tu hermano no se te ocurre preguntarle cómo se llama, ¿no?
Me acordé de que en alguna parte guardaba un papel con su teléfono, para comunicarnos si había algún problema en el piso. Con la serenidad de un tipo acostumbrado al peligro, volqué la mochila y los bolsos en la alfombra y revolví frenéticamente mis cosas, hasta que encontré el papelito. Las letras bailaban un tango enrevesado y tuve que esperar a que sonaran los acordes finales para comprobar que mi salvador se llamaba José a secas. Marqué el número, pero la operadora me dijo que no existía. Conté las cifras y me pareció que me sobraba una. Tuve una visión del momento en el que él había escrito eso y estábamos bastante borrachos. Tanto como para haberlo anotado mal.
Me puse otro bourbon y lloré un poco.
Mi experiencia en situaciones violentas no pasaba de media docena de peleas en bares, que casi nunca había ganado, y algún novio celoso con o sin motivos. Había leído mucho, eso sí: todo Chandler, Hammett, Vázquez Montalbán y Juan Madrid, del que hacía poco me había enterado de que no era un seudónimo sino su verdadero nombre. Tanta cultura tenía que servirme para algo. Lo único que había que hacer era pensar y ponerle más hielo a mi vaso. Fijo que el grandote no era candidato al Nobel y a lo mejor lo podía despistar. Pero había hablado en plural y no sabía cuántos eran.
¿Y si llamaba a la policía? No tenía ninguna prueba de que me había amenazado, ni forma de explicar qué carajo hacía en esa casa. Apestaba a alcohol y cada vez que veía un uniforme se me aceleraba el corazón, convencido de que yo no tenía cara de sospechoso, sino de culpable. Aunque no hubiera hecho nada. Descarté la policía.
A lo mejor si llamaba a algún amigo… Pero yo no tenía amigos, apenas compañeros de copas de los que no sabía el nombre ni el teléfono, por culpa de mi vieja enemistad con los teléfonos móviles desde que leí Fahrenheit 451. Descartados los amigos.
¿Y si llamaba a la gallega? Seguro que convencía a su nuevo novio africano y se presentaba abajo con una docena de watusis, con lanzas y todo. Lo pensé mejor: no iba a funcionar. La gallega me odiaba y hasta donde podía recordar, mi suplente no era un guerrero masái, sino un sociólogo emigrado. Los sociólogos no asustan a nadie. Aunque lleven lanzas.
Estaba claro que tenía dos opciones y no me convencía ninguna: tratar de escapar, incluso sin pasaporte, o esperar a ver qué pasaba.
– Seamos serios, Nicolás -me dije-. Que para algo uno tiene una educación universitaria. Hay que recurrir a un método racional.
Busqué una moneda en el vaquero. Aproveché el viaje para servirme más bourbon.
Si salía cara, intentaba escaparme; si no, buscaba a la tal Noelia, aunque no tenía ni la menor idea de dónde carajo podía estar.
Tiré la moneda al aire y rebotó en el borde de la ventana, cayó a la calle y rodó hasta los pies de mi Jamón Calibre 45. Se agachó a recogerla y cuando me vio repitió el gesto con los dedos.
Pum.
Me fui dando tumbos hasta el salón.
Estaba casi borracho, al borde del llanto y medio muerto de sueño.
Decidí hacer las cosas completas por una vez en mi vida: me emborraché del todo, lloré un buen rato y me quedé dormido como un tronco, mientras en mi cabeza bailaban un malambo media docena de planes infalibles para huir. No había drama: cuando descansara un poco, todo iba a ser fácil, muy fácil, como en las novelas.
No fue tan fácil.
Tardé años en decidirme a contar esta historia, y lo hago ahora, cuando ya mi acento argentino se ha fundido con el vocabulario español, lo que me permite reconocerme al mismo tiempo como un reverendo pelotudo y un grandísimo gilipollas por no haberme marchado esa misma tarde del piso de Noelia.
Después me preguntaría mil veces por qué no lo hice, y en cada examen me di una respuesta diferente que trataba de exonerarme de lo que pasó.
Pero no hay coartada moral que alcance para perdonarme tantos muertos.
No me quedé, como habría hecho un detective de novela, para conocer la verdad.
La verdad me importaba un carajo.
La verdad, lo aprendería en seguida, era un coño.
Tampoco me quedé para salvar a la tal Noelia de un peligro seguro.
Me quedé por culpa de una boca.
Una boca que también era la verdad.
Aunque mintiera todo el tiempo.
Me despertó el timbre. Conseguí arrastrarme hasta la puerta y espié por la mirilla. El logo de El Corte Inglés me saludó repetido y distorsionado desde una gran bolsa de plástico.
– ¿Noelia? -preguntó una voz de mujer al otro lado-. ¿Estás ahí?
– Ojalá -murmuré mientras abría-. Ojalá.
La bolsa era grande y cuadrada. Y tenía unas piernas bronceadas, dos pies chiquitos y sandalias de cuero. La bolsa bajó y la dejó al descubierto. Tenía cara de gata y el pelo negro le caía hasta los hombros. Los ojos eran marrones, húmedos y con un par de destellos que reflejaban la mañana; la nariz, breve pero personal y la boca, la boca, la boca.
La boca.
El resto no desmerecía el conjunto. De repente, me acordé de que estaba en calzoncillos y un poco borracho. Ella no pareció notarlo.
– ¿Está Noelia en casa? -preguntó mientras entraba sin mirarme-. ¿Volverá hoy? ¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con ella?
– No -contesté a las tres preguntas.
Me miró de arriba abajo y yo no me sentía muy seductor.
– ¿Cómo te llamas?
– Nicolás.
– Nicolás. ¿De dónde eres?
– Soy argentino.
– ¡Un sudaca! Esta Noelia… ¡Le chifla lo exótico!
– No creas: esta temporada, creo, se llevan más los sociólogos negros. Y lo más exótico que sé hacer es tirarme desde el armario…
– ¡Fantástico!
– … pero no siempre acierto.
Hizo un mohín y se quitó las sandalias.
– Pero antes debo bañarme. Soy un río de sudor.
Se fue desnudando hasta el baño. Antes de entrar, lo que le quedaba por sacarse era un tanga microscópico. En Argentina yo hubiera pensado «la tanga», pero ya lo dice el refrán: donde fueres, haz lo que vieres. Y lo que yo veía era inmejorable.
– Me muero de sed. ¿Serías tan dulce…?
– Soy un terrón de azúcar -contesté casi sin tartamudear.
En la cocina, el recuerdo del Jamón Calibre 45 me enfrió.
Ella conocía a Noelia.
Tenía que saber dónde estaba Noelia.
Y más aún: quién mierda era Noelia. En eso me llevaba ventaja.
Me puse el vaquero, preparé dos vasos con Coca-Cola, ron y hielo, y fui hasta el baño. Una toalla grande se amontonaba en el suelo, junto al tanga. Ella cantaba sin desafinar demasiado. Se asomó, con otra toalla estirada entre los brazos, que escondía el paisaje entre el cuello y las rodillas.
– Eres un cielo. Déjalo sobre el váter -ordenó con una sonrisa. Y abriendo más la toalla, levantó los brazos y la trenzó en un turbante, mientras yo, como un pelotudo, trataba de concentrarme en la operación de ocultar su pelo y no en todo lo que ya no ocultaba. Tomó un trago, se miró en el espejo y siguió cantando. Corrió la cortina y empezó a ducharse como si yo fuera un mueble más del baño.
Fui hasta el salón y miré por la ventana.
En la esquina, soportando el sol, el Jamón Calibre 45 tenía la mirada clavada en la puerta del edificio. Tuve ganas de llamarlo y preguntarle de qué lado había caído la moneda.
La voz de ella llegó desde el baño.
– ¿Tú no te duchas? -preguntó.
Ese tipo de cosas pasaba todo el tiempo en las novelas que leía y en las que trataba de escribir. Pero no en mi vida. Traté de calcular cuántas horas, minutos y segundos cabían en tres días, pero siempre fui un desastre en matemáticas. De cualquier modo, tenía tiempo de sobra para una ducha o dos. Me quité la ropa.
Es increíble la libertad que tiene un muerto para olvidar sus problemas.
Se llamaba Nina y era el tipo de chica que me volvía loco cuando yo era un adolescente tímido y solitario. Andaría por los veintiocho, pero desnuda parecían menos. Despedía una sensualidad natural que le empezaba por los ojos y acababa en los pies chiquitos y nerviosos, siempre listos a separarse. Tenía un cuerpo breve, de esos que aguantan el paso del tiempo porque se divierten cada vez que pueden. No voy a decir que era perfecta, porque estaba hecha de carne y no de suspiros; pero su gesto entre el vicio y la travesura la volvía irresistible.
Y no era tonta.
En la alfombra, mientras fumábamos, me preguntó si lo hacía mejor que Noelia y si me gustaban más las rubias o las morenas. Le contesté que las rubias como Noelia tenían su encanto, pero las morochas como ella me volvían loco.
– En tu puta vida has visto a Noelia -dijo-. Es pelirroja, pelirroja: hasta los pelos del chocho. ¿Qué hacías en su casa en calzoncillos y apestando a whisky?
Me callé lo del grandote y sus amenazas. Describí a José, el tipo que me había dado las llaves. Ella creyó identificarlo, aunque no estaba segura.
– Típico de Noelia -dijo.
La dejé hablar. Conocía a Noelia desde hacía varios años, cuando llegó de Cataluña para estudiar Derecho. Pensaban dedicar sus vidas a salvar ciudadanos atropellados por el sistema, hasta que descubrieron que la mayoría de la gente no quiere ser salvada. Últimamente no se veían tanto como antes, dijo, y sospeché una pelea de la que no quería hablar.
– En realidad -explicó sin necesidad-, la loca del grupo siempre fui yo: banal, frívola…
– … y deliciosamente putita -terminé.
Lo tomó como un elogio. Lo era.
– Delissiiosssamente putita -imitó-. Suena bien. Aquí diríamos «putilla», pero «putita» parece más cariñoso. ¿Escribirás un tango sobre mí cuando vuelvas a Buenos Aires?
– No sé si voy a volver. Y no escribo tangos. Soy periodista.
– En paro.
– Sí. Y no me hagas contarte por qué vine. Es muy deprimente.
– ¿Por qué has venido? -preguntó-. ¿Exilio político? Ya no se lleva…
– Exilio existencial. ¿Sabías que de este lado del planeta el agua gira al revés?
Me miró extrañada.
– Sí -insistí-. Creo que se llama efecto Coriolis. Fue lo primero que comprobé en cuanto bajé del avión en Barajas. Me fui derecho al baño y tiré la cadena del inodoro. Allá el agua se va girando como las agujas del reloj; acá en sentido contrario…
– Eso lo cambia todo…
– No creas, en seguida descubrí que la mierda es la misma en todas partes.
– Pero gira en diferente sentido -dijo ella.
– Eso sí.
Nos duchamos otra vez. Dudando entre volver a empezar nuestro juego de piernas revueltas o dejarlo para después de comer, nos vestimos sin muchas ganas. Ella rescató de la bolsa de El Corte Inglés un vestido que no vestía demasiado. Tuve miedo de meterla en un lío y le hablé del Jamón Calibre 45. Se asomó al balcón y lo vio.
– Parece un cobrador del frac, pero en cursi. ¿No serás un moroso?
– Solo me debo a mí mismo.
– Eso es bueno -dijo.
– Depende: me debo, pero nunca me pago.
– Tú estás majara -dijo.
Lo tomé como un elogio. Y creo que lo era.
La calle parecía un pueblo fantasma de película del Oeste, pero sin yuyos secos rodando. Saltamos de sombra en sombra en busca de una boca de metro, con el grandote siguiéndonos a veinte pasos de distancia. Si nos parábamos, se paraba y silbaba un poco para disimular. «No nos verás», había dicho.
Nina ondeó sus caderas hasta donde mi Jamón Calibre 45 esperaba con los ojos espantados de sorpresa.
– ¡Usted! Deje de molestar al chico. Es solo un turista. No sabe dónde está Noelia. Nadie lo sabe. Él ni siquiera la conoce.
– Y por eso anda en calzoncillos por su piso -escupió incrédulo-. Mira, niña: no sé quién eres y tampoco me interesa. Pero ese es el palomo de Noelia y me llevará hasta ella antes del lunes. Eso o…
Repitió su gesto con los dedos.
Pum.
Nina volvió hasta donde yo estaba.
– Lo siento, Nicolás. Estás en un lío.
– Chocolate por la noticia.
– ¿Qué?
– Que te felicito por la primicia.
En el metro, los pocos pasajeros que paseaban sudores en espera del tren parecían zombis recientes. Salimos a la superficie. El aire espeso nos impedía avanzar con rapidez. Entramos en un restaurante vacío de clientes y de rumores. Estaba fresco. Jamón 45 se sentó en la otra punta del local. El camarero lo atendió primero: su tamaño anunciaba una factura suculenta. Después consiguió llegar hasta nosotros. Tenía la cara arrugada, como si le hubieran cambiado la piel por una tres números más grande. Y de segunda mano.
Pedimos cinco ensaladas distintas. Nina estaba en plena etapa vegetariana y no hubo negociación posible.
– ¿De qué va tu novela? -preguntó.
– ¿Quién te dijo que estoy escribiendo una novela?
– El día que conozca a un periodista que no amenace con la gran novela de la década, me meto a monja -dijo arrugando la nariz.
– Tengo varias historias empezadas, pero la que más me gusta trata de un pueblo que ha perdido las palabras a fuerza de usarlas sin pensar, y de un viejo con dos memorias, una para lo que fue y otra para la que hubiera querido ser. ¡Ah!, y de cómo el ser humano, por más que tenga segundas oportunidades, termina por cagarlo todo.
– Prometedor -suspiró.
– Ahá. ¿Y tú?
– No hay mucho. Casada, descasada, esas cosas. Un bufete en Lavapiés que antes compartía con Noelia, pero casi no nos veíamos…
– ¿Y eso?
– Método europeo. Trabajábamos seis meses cada una. La sociedad perfecta. Durante medio año yo era una abogada que arrastraba montañas de papeles y los otros seis meses los dedicaba a mi ego: viajar, teatro o formar pareja. Un buen método, deberías probarlo.
– Ya lo hice, una vez, cuando estudiaba. Alquilaba una habitación a medias con otro tipo. Yo trabajaba de noche, como conserje de un hotelucho, y dormía de día. La almohada era como una antorcha olímpica y sudada: la dejaba él y empezaba mi turno. Un asco.
– Los pobres lo pintáis todo muy negro.
– En algunos lugares no se consigue otro tono, nenita. No todos nacemos en cuna de oro y con un criado inglés para que nos limpie el culo con seda natural.
Mientras hablaba, supe que aquello no tenía sentido. Ahí estaba, en una fonda perdida de un Madrid abandonado, soltándole un discurso social a una hembra deliciosa a la que planeaba volver a desnudar antes de la noche. Y a cinco metros, el hombre que me evitaría el agobio de otro lunes, de todos los lunes, atacaba su tercer entrecot. No podía pasarme a mí.
– No te enfades -dijo-. Me gusta ir de cínica por la vida. Pero no soy una tía muy borde. Y tengo un polvo excelente. ¿O no?
– Eso sí.
– Además -sonrió-, intentaré ayudarte. Pero no te prometo nada. Noelia igual puede estar una aldea andaluza practicando vida silvestre que tirándose moros en un hotel de cinco estrellas de Casablanca.
El camarero nos ofreció el postre. Nina negó con la cabeza.
– Café. Solo. Doble -telegrafié-. ¿Tiene helados?
El tipo pensó un rato y después hizo que sí con la cabeza con tanto cuidado como si tuviera el cuello de papel.
– Llévele una gran copa de limón y chocolate al señor de aquella mesa.
Seguí con la mirada la odisea del camarero para llevarle el helado a mi Jamón Calibre 45. Como imaginé, cuando llegó, el helado estaba medio derretido y la mezcla tenía el mismo color que su traje. Cruzaron unas palabras y el gigante me miró. Imité su gesto con el índice y el pulgar y le guiñé un ojo.
Por un momento, me pareció que una luz de inteligencia brillaba en sus ojos.
Pero después comprobé que era el reflejo de un coche que pasaba por la calle.
Volvimos por una peatonal intrincada y estrecha, rodeada de edificios que ya eran viejos cuando Cervantes tenía los dos brazos. Por algún milagro, corría un viento frío que me intrigó.
– Todas estas vueltas -dijo Nina-, encauzan el viento y mantienen fresca la calle. En Marruecos he visto construcciones parecidas.
– ¿A Noelia también le gusta viajar?
– Por épocas. Hubo un tiempo en que metía algo de ropa en una bolsa, sus tarjetas de crédito, y se subía en el primer avión que veía. Yo la llevaba a Barajas y ella elegía el destino en el aeropuerto.
Deprimido, me senté en el umbral de una puerta enorme. Veinte metros más atrás, el Jamón Calibre 45 me imitó. Nina flotó hasta depositar su culo en el cemento fresco. Dobló las rodillas bajo el mentón y me miró como a una mascota gruñona. Suspiré.
– De modo que puede estar en cualquier parte del mundo. Y yo tengo hasta el lunes para encontrarla.
– No te desanimes. Dije que te ayudaría, ¿recuerdas? Pero antes tenemos que quitarnos de encima a tu sombra.
– Eso se dice fácil, pero ¿cómo?
Sonrió con aire perverso.
– Podría tirármelo. Así ganarías tiempo.
– No mucho. Tiene cara de eyaculador precoz. Además, si lo que querés es acostarte con cualquier cosa que lleve pantalones, no me necesitás como excusa.
– ¡Bobo! -rio-. Los sudacas sois tan machistas como los españoles: dejas que te bajen las bragas y ya se creen dueños de todos tus orgasmos.
– A vos no tuve que bajártelas: no las llevabas puestas.
– Si quieres, me las quito -desafió.
– No te atreverías -dije por inercia, pero sabía que sí se atrevería.
Se levantó a medias, como para acomodar su vestido. Un gesto casual y veloz. Volvió a sentarse y estiró las piernas, siguiendo el movimiento con las manos. Luego las juntó cerradas sobre el pecho y las separó para mostrarme un tanga blanco y enano. El Jamón no había notado nada. Tampoco daba muestras de indignación la vieja que aburría unas agujas de tejer tres puertas más abajo y a pleno sol, como si el verano fuera solo otra mentira del Gobierno.
Nina me tiró la cosita blanca a la cara y se recostó contra la pared. Abrió un poco las piernas, para que comprobara que lo que tenía en las manos ya no estaba bajo su vestido. A pesar de la frescura de la calle, tuve calor. Ladeó la cabeza y movió su mano frente a mi cara.
– ¡Hola! ¿En qué piensas mientras me devoras el coño con la mirada?
– En cómo será el de Noelia -suspiré-: Rojizo como un atardecer…
– ¡Ya te daré yo atardecer, vicioso! -Me pegó con el bolso-: Cuando acabe contigo, no tendrás fuerza para pensar en pelirrojas.
Nos levantamos. Guardé el tanga en el vaquero. Miré hacia atrás. El gran bulto limón y chocolate seguía derrumbado en el portal. Su pecho subía y bajaba con regularidad.
– Parece un niño -comentó Nina.
Se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Despertó sobresaltado. Miró hacia donde estábamos antes y se alarmó.
Nina silbó otra vez. Por fin nos vio.
– Tenemos que seguir, señor -dijo ella con educación-. ¿Quiere que esperemos mientras se despereza?
– No, gracias -contestó. Y parecía realmente agradecido.
– No sé a cuánta gente habrá seguido antes -comentó Nina mientras nos alejábamos-, pero juraría que nunca tuvo presas tan consideradas.
– Podés apostar lo que quieras -dije-. Incluso mi vida.
Nina decidió que instaláramos nuestro «cuartel general» en casa de Noelia. Por el camino entramos en un supermercado para comprar provisiones. El grandote dudó un poco y después entró detrás de mí, silbando. Ella empezó a meter cosas en un carrito ante la mirada oriental y aburrida del viejo chino que estaba en la caja. Yo me limitaba a seguirla. Me dijo que eligiera lo que quisiera y me mostró la Visa. Elegí dos botellas de bourbon, una de vodka y otra de ron negro.
– Deberías patentar tu dieta -dijo.
El grandote dudaba entre comprarse un delantal de cocina de tela plástica estampada y otro blanco con la palabra «chef» en la pechera. Se quedó con el estampado. Sorprendió mi mirada y aprobé su elección con un gesto. Cuando fuimos a pagar, el chino casi nos traga a los tres en un bostezo y mientras llenaba las bolsas de provisiones pensé que nos preparábamos para un largo asedio.
– ¿Los ayudo? -dijo el grandote-. Total, vamos en la misma dirección…
Tenía su lógica. Le di tres bolsas y empezamos a caminar. Él se retrasó los veinte metros reglamentarios y Nina contuvo una risita.
– Atento sí que es, tu verdugo.
– Eso sí.
Cuando llegamos al portal, miró a los costados y me dio las bolsas murmurando una disculpa por no ayudarme a llevarlas hasta arriba. Volvió a su esquina y cuando lo saludamos con la mano respondió incómodo.
Guardamos las cosas en la cocina y ella se fue a duchar. Esta vez no me invitó. Estaba huraña y pensativa. Puse el aire acondicionado, saqué una botella de las bolsas y me serví un vaso de bourbon. De la ducha llegaba un rumor de cascada selvática. Elegí un cedé de La misión, de Ennio Morriconi. La sombra fresca de la jungla se instaló en el salón, y yo, sobre unos almohadones confortables. Antes no había tenido tiempo de curiosear por la casa. Libros, muchos libros. Adornos hindúes, un tapiz peruano, máscaras de África, dagas árabes y una diana para arrojar dardos que representaba el rostro del detestable canario Piolín. Pensé que la tal Noelia podía llegar a gustarme, si vivía para conocerla. En el suelo, medio escondida por la alfombra, encontré una tarjeta de visita agujereada por un dardo. Era de un bufete de abogados y tenía los nombres y dos apellidos de Noelia y Nina.
Se respiraba en la casa un perfume a buena vida, pero sin esnobismo. Un calendario azteca tallado en madera clara. Un pequeño cofre, tal vez marroquí, del tamaño de una caja de puros y hecho con minúsculos trozos de madera unidos con pericia. Suspirando, me acordé de mis tiempos de artesano casi hippie y casi lumpen. Una mochila, las herramientas y todo el tiempo del mundo para dejarlo escapar.
– Eran buenos tiempos -murmuré-. O podrían haber sido peores.
Yo hacía cofres como ese, con madera o metal cincelado. Y les metía dentro un pequeño mecanismo de caja de música. No había un cofre igual a otro. En aquellos tiempos, odiaba las repeticiones.
Volví a mis almohadones. Una semana antes mis problemas consistían en decidir entre la incertidumbre de quedarme o la incertidumbre del retorno; y otras minucias como dónde vivir, de qué y para qué. Ahora, todo eso parecía una tontería.
Di unas vueltas por la sala, buscando respuestas entre libros y discos. En el bolso de Nina había lo que en todos los bolsos…, a excepción de una pequeña pistola plateada, automática. Estaba cargada. Imitando una aventura de Marlowe, olfateé el cañón para comprobar si había sido disparada recientemente, pero solo conseguí oler a metal aceitado y hacerme un raspón en la nariz. En la cartera, dinero, tarjetas de crédito, un carné de conducir y otro de identidad, todo a nombre de Guillermina Larralde, nacida en Bilbao. El domicilio que figuraba en el carné era una dirección de Madrid, en la calle Núñez de Balboa. Una docena de tarjetas del bufete en Lavapiés ya sin el nombre de Noelia, una agenda repleta de papeles y anotaciones. Una foto tamaño carné de una pelirroja que solo podría ser ella, que robé sin pudor. Después, peines, cepillos, anticonceptivos, condones, un par de compresas y un tanga de repuesto, hermano mellizo del que yo llevaba en el bolsillo.
Guardé la foto de Noelia y la tarjeta agujereada por el dardo en mi mochila. Apoyé el codo en las rodillas y la cara en el puño, y dejé que mi mente se fuera de paseo a la nada del tapiz que reinaba en la pared.
– ¡Pst! ¡Pensador!
Iba descalza y llevaba una fina camisola blanca, abierta hasta el ombligo. Y nada más. En algunas partes, donde no se había secado por completo, la tela se pegaba a su piel y se volvía transparente.
– Pareces la estatua de Rodin -se burló-. Solo que El Pensador está en pelotas. Y tú ya puedes ir imitándolo.
Me quité la ropa y ella la recogió.
– Esto, a la lavadora -dijo-. Y tú, a la ducha. ¿En qué pensabas?
La abracé con intenciones de dejar la ducha para después.
– Pienso, luego insisto -dije a su oído.
– Te bañas, luego me follas -contestó.
Me fui al baño. Nunca pude resistirme a los razonamientos irrebatibles.
Me enjaboné con cuidado y hasta puede que tarareara una canción.
Descorrí la mampara. Nina me esperaba con una gran toalla azul. Me secó como si fuera un bebé. Aunque no creo que el organismo de un bebé reaccionara así. Se puso de pie y me dio una palmada en el culo.
– Ahora, al cine.
El salón estaba transformado. Un par de luces iluminaban el centro, donde se amontonaban los almohadones y dos cámaras de vídeo, en las esquinas de la habitación, apuntaban también hacia allí. La imagen se repetía en el gran aparato de televisión del salón y en el otro pequeño que antes estaba en el dormitorio.
– Son de Noelia -dijo-. De cuando le dio por rodar cortos. ¿Te molesta?
– Hay un problema.
– ¿Cuál?
– No me acuerdo de mi diálogo.
– No te preocupes -dijo adelantándose-. Improvisaremos.
Dejó que la túnica cayera hasta apilarse a sus pies. Los dos televisores me mostraron ángulos distintos de la imagen. En realidad, no eran ángulos, sino curvas. Pensé que aquello era un poco tonto. Nos tendimos en los almohadones y me dio el mando de la otra cámara. Durante un rato hicimos el bobo adoptando expresiones cómicas y posturas ridículas, pero pronto el juego dejó de serlo. Se puso boca abajo y se ofreció a los ojos electrónicos.
– No me toques, todavía -pidió-. Hazlo con la cámara.
Manipulé el mando hasta que me regaló un primer plano de su espalda arqueada y el comienzo del culo. Ella hizo otro tanto con su mando y me dio un perfil inolvidable. Lentamente se puso a gatas y empezó a girar, al ritmo de la música. Dejé de pensar que era una tontería. Me llamó con un gesto y registró mi acercamiento. Rodamos en la alfombra, sin dejar de mirar y de mirarnos. Todo parecía desarrollarse a cámara lenta, lentísima.
Volvió a tenderse boca abajo. Me llamó con la mano y la cubrí. Mis manos sobre las suyas, sus pies bajo los míos, nuestras pieles tocándose en todo el recorrido. No podíamos estar más unidos. Sí podíamos.
Apoyó los codos sobre la alfombra, se irguió sobre las rodillas y se ofreció con un ronroneo. Estaba húmeda y estaba tibia y estaba ardiente. Y todo el tiempo todo el tiempo todo el tiempo, las cámaras intentando descifrar lo que no comprenderían y las pantallas que hacían esfuerzos para repetir lo irrepetible. Giramos sin gravedad y volvimos a girar. Después, cuando ya estaba al borde del sueño sin dejar de moverme en esa ola inmóvil de un cuerpo único, sentí que toda ella latía sin prisa en torno a mí, que la unión era más profunda y sólida, y que una explosión sin estallido nos mataba y nos volvía a parir. Me dormí así, con Nina cubriéndolo todo y su perfume a sudor y sexo solidario pegado a mis labios. Con la última chispa de conciencia, intenté recordar el rostro de Ella en la foto Polaroid que hacía tan pesada mi mochila. No pude ver más que rasgos indefinidos y borrosos y lejanos, mientras Nina gemía «Nicolás» y se tendía contra mi pecho y yo me dormía sin salir de…
Nos despertamos casi de noche. Se despegó de mí como si le doliera y encendió dos cigarrillos. Humo subiendo entre los gemidos que flotaban atrapados en la cárcel cónica de los reflectores. Soltó un suspiro.
– ¿Has olvidado ya a las pelirrojas? -dijo mansamente.
– ¿Pelirrojas? ¿Qué es una pelirroja?
Su mano jugó en mi pecho, enredando círculos de vello y sudor.
– ¿Y vos? -pregunté-. ¿Te olvidaste de algo?
– Más de lo que imaginas -suspiró otra vez.
Se puso de pie y apagó los reflectores. Recogió la túnica y ordenó:
– Ahora viene el trabajo de posproducción. ¿Qué tal se te da el manejo de estos inventos? -Señaló la computadora-. ¡Pues a montar la película! ¿Quién sabe?, hasta puede que nos nominen para un par de Oscar.
– Sí: los de Vestuario y Acrobacia en Escena.
Me arrojó la túnica con una carcajada.
– Eres un sudaca golfo y muy tierno. Monta eso mientras preparo algo de comer.
Después de un rato me había familiarizado con el programa. Y me divertí revisando los discos de nuestro número. Necesitaba uno virgen para editar. Busqué en los cajones del mueble que soportaba la computadora. Docenas de DVD anónimos, sin etiquetas. Probé uno del montón. Hitchcock, Extraños en un tren. Otro: 39 escalones. Puse otro disco. Era una grabación casera. Una playa. No era Brasil ni el Caribe. Tampoco parecía el Mediterráneo, pero como nunca había estado, no podía saberlo. El que manejaba la cámara sabía lo que hacía. Nada de travellings eternos ni fotos con movimiento. Gente caminando por la arena. Una gaviota planeando sobre el agua. Una urbanización moderna que podía estar en California o en Portugal. Un dóberman descansando a la sombra de un arbusto. Un grupo de chicas en top less. Una mujer vestida de pies a cabeza con ropas árabes, pañuelo en la cabeza y el rostro cubierto.
¿Marruecos?
La imagen se borroneó y ya iba a sacar el disco cuando volvió a estabilizarse. Era otra playa, pero solitaria. Decidí seguir mirando un poco más. Me quedé sin respiración.
Nina estaba en lo cierto: yo no podía ni imaginar el sexo rojo de Noelia.
Lo estaba viendo. Tumbada indolente en la arena, sabiéndose filmada.
Y totalmente desnuda.
Era una pelirroja auténtica.
Hasta el último pelo.
Tenía más o menos la edad de Nina y nada que envidiarle. El cabello era de un rojo indudable, pero no el explosivo fuego vulgar de las muñecas sonrosadas. Los ojos, tal vez azules, tal vez verdes, tal vez inolvidables. Estaba todo lo morena que se le podía pedir a una pelirroja y resultaba obvio que el sol no tenía reparos en pasear por su piel. Nadie los tendría. Vestía unas sandalias de cuero con tiras y un par de pendientes azules. Nada más.
Adoptó una pose despreocupada, pero estaba incómoda. Lanzó una carcajada muda y se irguió en una mala imitación de la mujer fatal. Era una linda pelirroja, seguramente tímida en público y atrevida en privado. Glenn Ford nunca le hubiera pegado una cachetada.
Un minuto después pareció cansarse del juego y se cubrió el pecho con los brazos. La cámara subió hasta su cara. Se tapó con las manos abiertas y recogió las rodillas bajo el mentón. El ojo buscón bajó hasta la mata de vello rojizo que quedaba a la vista. Yo estaba en lo cierto. Era como un crepúsculo frente al mar.
Se hartó del acoso y rescató de los bolsos una enorme toalla amarilla. Dijo algo a la cámara, bastante enojada. Primer plano. Los ojos eran de un azul oscuro, y la boca, carnosa. Congelé la imagen, para grabarme los rasgos de la mujer que podía salvarme la vida.
No fue un ruido, más bien un silencio contenido lo que me hizo mirar por encima del hombro. Nina estaba de pie detrás de mí. Llevaba otra vez la túnica blanca o una idéntica. El reflejo de la pantalla le blanqueaba la cara. La boca era una línea apretada.
– Es hermosa, ¿verdad? -dijo, y no era una pregunta.
– No está mal.
Se sentó cruzando las piernas y siguió hablando:
– Siempre igual. No importaba que ella fuera inalcanzable y yo estuviera a mano. No importaba que ella alargara las minifaldas y yo acortara las mías hasta el ombligo. Los tíos que verdaderamente valían la pena se chiflaban por Noelia. Y ella ni siquiera los buscaba. Cuanto más se reprimía ella, más me soltaba el pelo yo. Pero nada cambiaba.
Suspiró.
– También en la universidad: no pasaba de la media general y se tiraba noches enteras estudiando. Yo conseguía buenas calificaciones sin esforzarme, pero los profesores parecían fascinados con el misterio de Noelia. Y no había misterio. ¡No había misterio, joder!
Hizo un gesto con los dedos sobre los labios y le encendí un cigarrillo.
– Cuando llegó de Barcelona era casi una niña campesina con ojos asustados. Venía de un pueblecito burgués y dormido. Era huérfana, de una familia acomodada y venir a Madrid le valió la condenación eterna de dos tías arrugadas y seguramente vírgenes. Todavía no sé cómo reunió valor para decidirse.
Se estiró hacia atrás. El cigarrillo colgaba de su boca.
– Fue el último año de instituto. Desde el primer día la adopté. Parecía tan desprotegida y a la vez era como si escondiera una gran potencia contenida. Quién sabe -sonrió distante-, quizá yo también sucumbí a su encanto contradictorio. Le metí tijera a sus faldas, la llevé a discotecas y la maquillé por primera vez. ¿Has leído Pigmalión?.
Asentí, pero no era una verdadera pregunta, o al menos no estaba dirigida a mí. La ceniza se acumulaba en la punta de su cigarrillo.
– Fue como en la obra. La cincelé poco a poco. El peinado, las lecturas, las pelis. Hasta planifiqué su desvirgamiento. Fue un novio mío que estaba como un tren, pero no era imbécil. Era un tipo inteligente y me quería. Me costó, pero al fin accedió: éramos modernos y todo eso. Lo discutimos a tres bandas y los puse de acuerdo. Él lo hizo por mí, porque ella no le atraía. ¿Sabes qué ocurrió después?
Le quité el cigarrillo, sacudí la ceniza y volví a ponerlo en sus labios.
– Te dejó por ella.
– Exacto. Y ni siquiera pude odiarla. No sabía volar sola y yo era sus alas.
– Hasta que despegó por su cuenta.
– Ajá. Pero poco a poco y siempre conmigo empujándola a saltar. Se metió en política por mí. Ya estudiábamos Derecho. Yo estaba enrollada entonces con un trotsquista que era un sueño y aunque sus discursos me parecían chino básico, nuestros cuerpos no necesitaban traductores. Comencé a militar. Una vez invitamos a Noelia a un mitin y desde entonces se hizo habitual. Al poco tiempo era todo un personaje, se lo tomaba muy en serio. En las reuniones se encargaba de las tareas que los demás evitábamos…
Se interrumpió para fumar y dejó de hablar en voz alta, pero sus ojos decían que la historia seguía en su memoria.
– Y tu amante revolucionario acabó en la cama de Noelia, ¿no es así?
Me miró un poco sorprendida.
– ¿Cómo lo sabías?
– No olvides que soy escritor. O casi.
– Sí. Me dejó por ella. Todos lo hacen. Total, yo soy fuerte y blindada. Nina no se asusta por los golpes de la vida, así que ¿para qué evitarle dolores? Noelia, en cambio, es tan frágil… Siempre así. Todos me dejan por ella. -Una lágrima se despeñó mejilla abajo-. Y tú también lo harás, cuando la encuentres. Tú también.
Le quité el cigarrillo de la boca y lo aplasté en el cenicero. La besé con suavidad, como si su boca fuera una herida. Y tal vez lo era.
– No te menosprecies -susurré-. Sos una mina fenómena.
Las lágrimas caían, pero el anticipo de una sonrisa le iluminó la cara:
– ¿Una qué? -hipó.
– Una mina: una chavala, una mujer de bandera -traduje-. Una flor de mina, un poco piantada, pero una flor de mina.
Lanzó una carcajada y me abrazó con fuerza.
– Promete que cuando encuentres a Noelia no me dejarás.
– No se me dan muy bien los compromisos, Nina -advertí-. Además, apenas me conocés. No puedo importarte demasiado.
Separó un poco su cara y me miró a los ojos.
– Puedo enamorarme de ti. Lo sé.
– No podés. Yo estoy casi muerto, ¿recuerdas?
Se puso de pie, un poco ofendida.
– No me tomas en serio. Pero voy a sacarte de esta. -Apretó los puños, dio un paso y apoyó su pubis contra mi cara-. ¡Y no me digas si puedo o no puedo enamorarme de ti!
Se volvió furiosa y corrió al dormitorio.
Me senté sobre los talones y dejé que mis ojos descansaran en el marco de la puerta. Suspiré y apagué la computadora. Escondí el disco de Noelia en un estante de libros, detrás de las obras completas de Bertold Brecht. Me tumbé en la alfombra, pensando en las palabras de Nina. Suspiré otra vez. Estaba hasta las manos y lo sabía. No a causa de las amenazas del Jamón Calibre 45, que en ese momento era un recuerdo remoto y ajeno.
Era algo más peligroso.
Yo también empezaba a enamorarme de Nina.
Y de Noelia.
Era un centro cultural cruzado con local de diseño, en pleno barrio de Chueca. Lleno de gente en una ciudad que parecía deshabitada. Todos eran terriblemente felices, todos estaban terriblemente sanos y yo me sentía terriblemente apático. La puerta era un gran agujero irregular en la pared pintada de negro y salpicada de pequeñas luces. Un número de brillante neón rojo identificaba el lugar como un posmoderno templo de la diversión alternativa. Y grupitos de futuros dirigentes alternaban en la puerta con poetas, cineastas y actores sin futuro. No me gustó. Hice un gesto y lo mantuve mientras miraba hacia atrás. Dos metros más allá, mi Jamón Calibre 45 me devolvió el gesto. A él tampoco le gustaba el tugurio.
Nina consiguió que me dejaran entrar, aunque mi vaquero limpio y mi camisa blanca no convencieron al mastodonte ruso de la entrada, que sonreía a los harapos de marca y las rastas de peluquería. Siempre ha habido clases. Intentó detener al Jamón, pero fue como si quisiera parar un tren. Nina hizo un gesto al moscovita, que fingió ser condescendiente y no condescendido. Jamón se sacudió el traje y nos siguió.
– Creo que se lo ponemos demasiado fácil -murmuré al oído de Nina.
– Vive y deja vivir -dijo ella.
– Yo lo dejo. Es él el que no me dejará vivir.
Un intelectual delgado como un hilo y con los ojos enrojecidos abrazó a Nina como si fuera una tabla de salvación. Le dio dos besos en cada mejilla y uno en la frente. Estaba tan feliz de verla. Todos estaban felices de verla. Nina era una chica popular. Adiviné la barra detrás de un compacto grupo de cuerpos que la ocultaban. Un camarero respondía a las gracias de los clientes con una benigna media sonrisa. Si alguien le hubiera dado una metralleta, hubiera limpiado el local en cinco minutos.
El salón era amplio y parecía decorado por un consorcio de diseñadores que se odiaran mutuamente. Cada pared era un muestrario de ingenio y dinero, y una prueba de que ambas cosas no van necesariamente unidas. Las mesas eran pequeñas e incómodas. Los sillones, tan blandos que tocabas el suelo con el culo. En la pared del fondo había una pantalla blanca. Un proyector, una consola de sonido y un tipo esmirriado subido sobre una altísima silla en cuyo respaldo podía leerse «Director». La cosa iba de cine. O algo parecido.
Nina me besó en la oreja y se perdió en dirección a la barra mientras devolvía saludos. Tres minutos después volvía con un bourbon triple para mí y algo rojizo y espeso para ella. Tenía que ser alguien importante en ese lugar para conseguir bebidas con tanta rapidez. Tontamente, me sentí orgulloso, como si me estuviera acostando con la reina de Francia. Solo que el decapitado iba a ser yo.
– Has puesto cara de tango -dijo Nina.
– ¿Qué mierda hacemos acá?
– Buscar información. Y asistir a una muestra de cine experimental.
– Estos tipos parecen el resultado de un experimento… fallido.
– Odioso -dijo ella apoyando su pecho en mi brazo.
Me besó con descaro, su lengua entrando por sorpresa en mis labios. Dejé de quejarme. Tomé un trago y me acordé de mi perseguidor. Pensé en pedirle a Nina algo de beber para él, pero no estaba a la vista.
– Voy a hacer algunas preguntas -dijo Nina-. ¿Me esperas aquí?
Al rato sentí un peso en el hombro. Era la mano del grandote.
– Gracias por lo de la puerta. Hubiera tenido que sacudir al rubito…, y él también está haciendo su trabajo.
– No fue nada -dije dando otro sorbo a mi vaso-. ¿Fuma?
Me aceptó un cigarrillo negro, pero por la forma de aspirarlo pensé que lo suyo era el tabaco rubio. Delante de nosotros, una quinceañera de casi dos metros de altura y veinte centímetros de minifalda ajustada le contaba una historia a su iPhone. Mientras hablaba alargando las eses, movía el culo al compás de una música que solo ella escuchaba. Durante un rato miramos el péndulo con minifalda.
– Un bello culo -sentencié.
– Usted lo ha dicho.
Le ofrecí mi vaso. Dijo que no con la cabeza, pero su mano no obedeció. Tomó un trago, se relamió y me devolvió el vaso. Carraspeó.
– Nada personal. -Se acercó y habló en tono confidencial-. Le he dicho al jefe que a usted también se la había jugado la pelirroja. Pero él no atiende a razones.
– Un duro, el jefe -comenté.
– No lo sabe usted bien -dijo-. Debo pedirle instrucciones. No vea el mosqueo cuando le diga que todavía no hay nada de la tía ni del…
Se quedó en mitad de la frase. Bebí otro trago.
– Creo que puedo encontrarla -mentí-. Pero necesito más tiempo. Puede que ella no lo tenga consigo, y en ese caso, lo importante no es dónde está ella, sino dónde lo dejó.
Esperé. Tanto podía haber acertado como adelantado mi ejecución.
– Tiene usted razón -concedió-. Pero El Muerto no se conformará.
– Solo pido más tiempo; si me mata, puede despedirse de Noelia y del…
Me miró con desconfianza.
– ¿No será un truco para intentar dármela con queso?
– ¿Qué ganaría? Usted no es un novato: sabe su oficio.
– ¿De verdad lo cree? -Se le iluminó la cara y se hinchó tanto que creí que el traje de color limón y chocolate iba a explotar.
– Haré lo posible -dijo-. Pero El Muerto no es un tipo comprensivo…
Culo Inquieto seguía su danza ritual con el teléfono, y sus movimientos eran más espasmódicos. Iba a terminar pronto. Jamón y yo volvimos a estudiar las nalgas movedizas.
– Un bello culo -dijo, como si la frase se le acabara de ocurrir.
– Usted lo ha dicho.
– Claro que la morena que va con usted…, dicho con un respeto.
– Sí. Es una linda chica. Pero con problemas, no sé si me entiende. -Hice un gesto con el índice en mi sien-. Una historia muy triste…
– ¿Entonces… usted no…?
– ¿Con mi propia hermana?
– ¿Es su hermana? -preguntó.
Me había pasado un poco.
– Como si lo fuera. -Suspiré otra vez-. Nos criamos juntos y luego yo viajé a Sudamérica. Volví para hacerme cargo de ella, necesita tratamiento. No puedo dejarla sola…
Repetí el gesto universal de los tornillos flojos.
– Joder. Y tan lista que parece…
– Tendría que verla cuando intenta suicidarse…
Culo Inquieto exhaló un gemido y dejó el teléfono. El grandote retrocedió hasta su mesa caminando con cuidado, como si temiera romper alguno de los maniquíes parlantes que lo rodeaban. Otra adolescente, réplica de la anterior, pasó meneando las caderas. Rondaba los dieciséis años pero no desmerecería en la NBA. Mientras pensaba en qué les darían de comer, se apagaron las luces, Nina volvió y el espectáculo comenzó. Un tipo caminaba por un callejón oscuro, lleno de contenedores de basura. De los contenedores salían luces y voces distorsionadas. Una silueta envuelta en bruma se acercaba desde el fondo.
– ¿Alguna novedad? -pregunté en voz baja.
– Alguna. Y no te gustará. Nadie sabe nada de Noelia desde hace semanas. Hizo una visita relámpago a Madrid y volvió a marcharse. -Intentó animarme-. Pero la encontraremos, te lo prometo.
En la pantalla una adolescente se desnudaba frente a un tipo y tenía una cruz pintada en la teta izquierda y una esvástica en la derecha. Empezó a jugar con un lápiz gigante en su entrepierna. Con la otra mano llamaba al tipo, que miraba con inquietud la silueta que se acercaba.
Nina estiró el cuello para besarme y la esquivé.
– Cuidado. Tuve una conversación con nuestro ángel de la guarda. A lo mejor consigo más tiempo.
– ¡Fantástico! -Intentó besarme otra vez. Volví a esquivarla.
– … y lo convencí de que sos algo así como mi hermana postiza.
– ¿Y eso por qué?
– Si saben que sos amiga de Noelia, podés ser la segunda en la lista.
El tipo se desnudaba y debajo de la camisa y la corbata tenía otra camisa y otra corbata. Se sacó los pantalones y los calzoncillos y los tiró dentro de un contenedor, que empezó a masticarlos.
Nina me miraba con ternura.
– ¿Mentiste por mí?
– En parte: también le dije que estás un poco loca…
– ¿Sabes qué, hermanito? Siento unos impulsos incestuosos…
– ¡Aparta, Satán! -Acaricié su mano.
La silueta siguió avanzando. El tipo se encogió acuclillado contra la pared de ladrillos rojos. La silueta extendió una mano y le tocó el hombro. El tipo vio la terrible cara de la silueta, y era su propia cara.
El tipo se cagó de miedo. ¡Se cagó de verdad!
La gente empezó a aplaudir y se encendieron algunas luces. La pantalla mostraba una lista de créditos superpuesta sobre la cagada del tipo, recortada contra los ladrillos, que ahora eran negros como el callejón y como mi humor.
– ¿Qué te ha parecido? -preguntó el delgadísimo amigo de Nina.
– Una cagada.
– ¡Eso es! -dijo entusiasmado-. Has captado el mensaje de la obra de Picchu: detrás de las apariencias, todo es una mierda.
– Gire en el sentido que gire -apuntó Nina.
– Picchu estuvo un año trabajando la idea -se entusiasmó el flaco.
– Le hubiera bastado con dejarse caer por acá una noche.
Nina me dio un codazo. Los aplausos crecieron y las luces se encendieron. Un tipo de pelo azul saludaba con dos brazos en alto. Era el protagonista del corto.
– Es Picchu -dijo el flaco y salió disparado hacia el creador incontinente.
– Mientras no se le ocurra hacer una improvisación en vivo… No creo que el local tenga una ventilación muy buena…
Esquivé el nuevo codazo de Nina.
– Eres un sudaca incivilizado -dijo entre divertida y enfadada.
– Pero al menos no me cago en escena.
Las luces volvieron a apagarse y el show siguió. Los cortos no estaban mal, si a uno le gustaban las acumulaciones de símbolos estilo supermercado. En todos había un elemento de terror, una nada velada crítica a la sociedad, una sombra de muerte y una flaca en pelotas. Tal vez significara un alegoría sutil, o que solo las esmirriadas estaban impacientes por desnudarse, aunque fuera por amor al arte.
El último resultó inquietante. Había una bañera en el centro de la nada. Una bañera antigua, con patas retorcidas terminadas en garras de león o fiera parecida. Estaba llena de un líquido rojo espeso. Sangre. La cámara paseó por la superficie inmóvil y escarlata. Algo se agitó bajo el rojo. Nació una mano de mujer. Una mano roja. Goteaba. Las gotas, al caer, formaban círculos concéntricos en el líquido rojo. Otra mano emergió, lentamente. Las dos bailaron una danza eterna. Se unieron por las palmas, formando un triángulo de rojo contra negro. La cámara describió un círculo y la bañera pareció saltar hacia delante en cámara lenta. Una pierna carmesí brotó, rojo parido por el rojo. Era una hermosa pierna y la cámara lo sabía, mientras caminaba de un extremo al otro, hasta perderse en la masa líquida. La pierna, como si tuviera vida propia, se elevó en un ángulo de 45 grados y tiró del resto del cuerpo. Pescó una cadera pronunciada, una cintura estrecha, un culo brillante. Cayó, durante un minuto, con la música acompañando los planos intermitentes que desde todos los ángulos seguían la caída. El líquido rojo recibió su carga y se abrió gustoso en dos olas casi sólidas. Todo comenzó a girar y una espalda de mujer totalmente limpia de sangre salió de la bañera. Se irguió con gracia y sus formas blancas se recortaron contra el negro del fondo. La cámara viajó con hambre por su espalda y descendió hasta donde las pantorrillas se perdían en el rojo. El color y la humedad del líquido comenzaron a trepar por la piel blanca y la envolvieron. La música creció mientras el rojo derrotaba al blanco y se apropiaba de las piernas y las caderas, penetraba el pubis simétrico, inundaba el ombligo chato y se alzaba con codicia hacia los pechos.
Era raro, pero había algo más. Yo conocía aquel cuerpo. La cámara se alejó y entonces ya no tuve dudas, aunque la cara quedaba tapada por el pelo: ¡Nina! La miré de reojo y me estaba observando.
El líquido rojo continuaba poseyéndola y se retorcía, con algo de furia y mucho placer, como cuando hacía el amor. Sentí celos de esa cámara que la hacía suya de una manera definitiva, lejos del mundo de los cuerpos. El rojo venció al blanco y ella se detuvo. Empezó a caer en la bañera. En realidad, la bañera se la tragaba, como haría una ballena blanca y sensual. Desapareció.
La superficie roja se cerró en círculos concéntricos y la imagen se congeló.
Aplausos. Luces.
– ¿Te ha gustado? -preguntó Nina con timidez.
– Me impresionó -dije-. Tiene sensualidad, pero también mucho tormento. El que escribió esto debe tener la cabeza llena de fantasmas.
Me miró a los ojos.
– Lo escribí yo.
Nos separamos en la puerta. Me besó en la mejilla ante la mirada de Jamón, pero su mano, que él no podía ver, se metió entre mis piernas y me acarició en un único movimiento que iba tardar en olvidar.
– Hasta luego, hermanito -susurró-. Te espero en la cama.
Me ofreció algo de dinero y lo rechacé. No insistió. Me había costado convencerla de la necesidad de separarnos por unas horas. Ella podría seguir preguntado por Noelia sin que mi presencia provocara preguntas. Yo buscaría a Lidia en la reunión fraternal de periodistas argentinos residentes en Madrid.
Caminé buscando un taxi.
Alguien me llamó. Era mi Jamón Calibre 45. Parecía decepcionado.
– ¿No vuelve a casa?
– No.
– Es que… llevo todo el día detrás de usted, con la misma ropa y… -Se ruborizó-. Tengo un compromiso.
– ¡Picarón! Hagamos una cosa: le doy la dirección del restaurante. Voy a estar ahí un par de horas. Usted puede darse una ducha, romper un par de corazones y alcanzarme allí.
– Es usted buena gente. Me apenará tener que machacarlo.
– Gracias. Es un alivio -dije.
Le pregunté la hora, pero no llevaba reloj.
Paré un taxi. En algún lugar, sonaron unas campanadas o las imaginé. El taxi cortó la oscuridad desierta de una calle secundaria y se metió por una avenida que no reconocí. Un panel electrónico de información mentía al anunciar la temperatura y mentía otra vez al decretar que eran las cinco de la tarde. Espié el tablero del coche por encima del hombro del taxista. El reloj digital estaba oscuro. La muñeca del hombre también, pero de sol y ventanilla. Ni rastros de ningún reloj. El tipo interpretó mis movimientos como ganas de charla.
– Así que a Lavapiés -dijo-. Mala zona. Maricones, yonquis, camellos, moros, negros… -Suspiró-. Esto con el generalísimo no pasaba.
– No -dije para no discutir. Pero el tipo estaba decidido a conversar.
– Mala zona. Pero me dijo que iba a un restaurante…
Le repetí el nombre. Sonaba a mala imitación de posada irlandesa dirigida por un italiano y seguramente hipotecada en un banco japonés.
– Ah. Buena comida. Eso dice la gente. Yo solo como lo que guisa la parienta, que en los bares hay mucho guarro y uno no sabe lo que come.
El tipo seguía y yo trataba de calcular la hora. Pensé en buscar mis bolsos y seguir hasta el aeropuerto aprovechando que el Jamón estaría ocupado con su cita romántica. ¿Y si era una trampa? Si trataba de fugarme podían ponerse pesados. Necesitaba saber la hora. En una esquina, un yupi posmoderno pasado de vueltas y de alcohol se amaba a sí mismo y a su iPhone y esperaba para cruzar la calle con impaciencia. Levantó el codo en un movimiento seco y clavó la mirada de águila con lentillas en su reloj, ganándose mi odio eterno mientras lo dejábamos atrás, un poco más contaminado, pero a salvo del monólogo de mi taxista.
– Usted perdone, pero ¿no es de aquí, verdad?
– No -dudé antes de seguir, porque sabía lo que venía-: Soy argentino.
– ¡Ah! Yo tengo un tío en Argentina, tal vez lo conozca. Vivía cerca de una cascada grande, viene en las postales, ¿cómo coño se llamaba…?
– Cataratas del Iguazú -informé. Ahora venía aquello de «qué pena, un país tan grande y tan rico. ¿Cómo ha llegado a perderlo todo?», etcétera.
– Qué pena, la Argentina, un país tan rico. ¿Cómo puede ser que esté casi en la miseria? Yo creo que…
Me juré si salía de aquel lío me compraría un reloj. Un bonito reloj negro con números digitales, la hora de diez países, agenda telefónica y una alarma que tocara La Primavera de Vivaldi para recordarme que nadie me esperaba en ninguna parte.
En una esquina luminosa, tres chicos hurgaban en un contenedor de basura como si buscaran allí el futuro. Su método no era diferente del mío. Rescataban objetos de la gran caja de metal, los inspeccionaban con cuidado, los catalogaban y se los pasaban a un tipo gordo que los apilaba en una furgoneta que tenía algo de carroza y algo de coche fúnebre. Un semáforo nos detuvo en el centro de la avenida. Uno de los chicos se zambulló en el contenedor y solo se vieron sus piernas agitando el aire por la excitación. Recordé el vídeo experimental y temí que las mandíbulas de metal gris se lo tragaran. El gordo y los otros chicos contuvieron la respiración. Yo también. Hasta el taxista ofrendó una pausa de silencio.
El pibe del contenedor estiró las piernas y trazó con ellas un semicírculo al buscar el suelo. Un grito de triunfo. Con los brazos en alto, mostró su trofeo bajo la luz de la farola. Un televisor portátil, con una calcomanía del Real Madrid ocupando un costado, para ocultar rajaduras. La luz del semáforo cambió, todo volvió a moverse y el taxista retomó su discurso. Ahora venía lo del barco argentino cargado de trigo u otro recuerdo de posguerra.
– Cuando yo era niño, mi padre hablaba de los barcos que venían de la Argentina cargados de patatas al puerto de Málaga. Unas patatas negras. Y trigo argentino. En aquella época, todo lo que llegara era poco…
Miraba hacia delante, pero por la rigidez del cuello y la lentitud con que avanzábamos, yo sabía que no vigilaba el asfalto que nos esperaba, sino el pasado que volvía a su encuentro. Una cuarentona vestida de jovencita jalonaba la próxima esquina, con el bolso pegado a un costado y la soledad cosida a la espalda. El peinado era tan natural y moderno que parecía una peluca robada a una sobrina cómplice. Llevaba un vestido tan corto como sus esperanzas de ser rescatada por un príncipe azul o al menos celeste. El escote mostraba un poco de sus pechos olvidados y mucha desesperación porque alguien los recordase. Ordené al taxista que se detuviera junto a ella, cuando ya el tipo atacaba con las joyas de Eva Perón y lo guapa que era, «toda una señora». La mujer me miró con más ilusión que temor a un robo. La estudié con galantería y con mi voz más seductora le dije:
– Buenas noches, belleza. ¿Puedo pedirte un favor?
El tuteo la alivió. Estaría harta de imaginar aventuras amorosas con jovencitos que se apretaban a su cuerpo por el azar promiscuo del metro, para después bajar en Sol tras el insulto de preguntar «¿baja aquí, señora?» y pasar a su lado con cuidado, como si fuera la momia de Nefertiti a punto de deslizarse en polvo milenario. No respondió con palabras, pero sus ojos dijeron SÍ a lo que fuera a pedirle. Se lo pedí.
– ¿Me podés decir la hora?
Me la dijo.
– Gracias. Hasta pronto -añadí.
El taxi partió como un barco y ella se quedó en la esquina, dudando entre volver a su realidad de macetas y novelas solitarias, o tejer a partir de ahí la fábula de una noche loca de amor con un desconocido de barba y pelo desordenado. Algo para contar el lunes en la oficina. Ignoro qué eligió. Nos internamos por calles angostas y teñidas de sombra. El taxista volvió a la carga. Pero ya no lo escuchaba ni siquiera por cortesía.
Las doce y veinte, había dicho la mujer.
Mi primer día de plazo se había ido a la mierda.