177694.fb2 Un jam?n calibre 45 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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SÁBADO

«… y un gato de porcelana,

pa' que no maúlle al amor.»

DONATO-LENZI, A Media Luz

9

A la hora de cobrar, el taxista olvidó el afecto por mi país y sus patatas negras y sus barcos de trigo. Yo, por mi parte, había olvidado la cartera. Me miraba con desconfianza. Revisé los bolsillos, en busca de monedas salvadoras. Y encontré el tanga de Nina. Dentro, envolviendo cinco monedas de dos euros, había tres billetes de 10, tres de 20 y cuatro de 50. Comprendí por qué Nina no insistió cuando rechacé su dinero. Ya me lo había dado.

– ¿En qué momento…? -reflexioné en voz alta.

El taxista, de nuevo cortés, comentó:

– Hijo, si no lo recuerdas tú, ella lo recordará.

Pagué y guardé los otros billetes en mi bolsillo. El taxi se esfumó y caminé hacia la puerta del restaurante. Veinte metros más allá, un grupo de marroquíes delgados jugaban a asustar en silencio a los paseantes. Conmigo lo consiguieron.

Dentro del local había luces, pero las ventanas estaban clausuradas por gruesas celosías de madera. Un camarero aburría sus pasos por la parte visible del salón, esperando la hora de cerrar.

«Demasiado tarde», pensé. Pero al acercarme, una algarabía de voces me reveló que no. Al otro lado de esa puerta, en un salón interno, cien cosacos celebraban una fiesta ruidosa. ¿O eran italianos arrojándose la vajilla a la cabeza? Tampoco. Un coro desafinado de vino y distancia desentonó una estrofa de Caminito.

Eran mis compatriotas trasplantados.

Empujé la puerta, pero no se abrió. El camarero no me prestaba atención. Un cocinero, con gorro de cocinero y bigotes de cocinero, se compadeció y me animó a entrar con una seña amplia del brazo. Una mancha de sudor dibujaba un mapa en su sobaco. Volví a empujar y nada. Él me animó otra vez. Nuevo fracaso. Para entonces un grupo de caras desconocidas pero familiares observaba mis esfuerzos. Ahí estaban: buena parte de la colonia periodística argentina en Madrid. Y yo del otro lado de un cristal.

«Esto debe ser un símbolo», pensé. «Debe significar algo.»

Pero no sabía qué carajo era.

Una cara amiga se acercó. Lidia. Me hizo retroceder y empujó la puerta hacia fuera. Se abrió en seguida. Comprendí el significado del símbolo: las extrañas puertas del viejo Madrid habían vuelto a jugarme una mala pasada. Y yo había vuelto a quedar como un pelotudo.

Me recibieron felices y me olvidaron al instante. Yo no era uno de ellos, ni por generación ni por historia. Me soportaban por Lidia. Ella también era mucho más joven, pero su solidaridad no tenía edad. Me llevó a un rincón de una larga mesa llena de platos vacíos. Me alcanzó una copa de un vino oscuro y fragante.

– ¡Ay, Nico, Nico! -se quejó-. Te dije a las diez. ¿Sabés qué hora es?

– Mil perdones, negrita -pedí secándome la frente con un pañuelo-. Si supieras lo que me pasó…

Rio, señalando mi mano.

– Me lo imagino.

Descubrí que me secaba con el tanga de Nina, que no había vuelto a guardar.

Lo doblé con cuidado y lo metí en mi bolsillo.

– No es lo que pensás.

– No me imagino qué otra cosa puede ser -replicó como lo haría una hermana mayor con su hermanito tarambana. Tenía dos años menos que yo, pero siempre me trataba como a un nene travieso. Casi todas las mujeres lo hacían. Y parecía gustarles. A mí no me molestaba, pero a veces me desconcertaba.

– ¿En qué lío estás metido, bebé? -preguntó abandonando la broma.

Hablé durante cuatro vinos y no me interrumpió.

– Dame los nombres y las direcciones -exigió. Se los di.

– No conozco el apellido del grandote, pero trabaja para un tal El Muerto. Por lo que dice el otro, es un tipo peligroso.

– Ajá. ¿El teléfono de la putita?

– ¡Eh! Que no es para tanto…

– ¿Cómo llamás a una que al minuto de conocerte se abre de piernas: novicia?

– Mujer normal -respondí-. No es su culpa si soy irresistible…

– Eso ya lo sé, bebé -dijo secamente.

Conocía a Lidia desde la facultad. Éramos amigos. Tan amigos que cuando quisimos más, supimos que no funcionaría. Yo lo supe y ella lo aceptó, no muy conforme. Ahora, a varios años de aquella camaradería, era la única persona en Madrid que se preocuparía si una boca de metro me tragaba para siempre. Cambié de tema.

– ¿Qué tal la fiesta?

– Bien. Lo de siempre: unos contando éxitos y otros fabulando grandes negocios para no quedarse atrás.

Eran periodistas o publicistas, casi todos con su pequeña empresa y su gran miedo al fracaso. La mayoría había tenido que salir del país después del 76 y todos tenían en su pasado un familiar o un amigo muerto y sin tumba, desaparecido. Muchos habían estado presos por militar en partidos de izquierda o simpatizar con organizaciones de las llamadas «subversivas» por sus verdugos de uniforme. Y sin embargo, no terminaba de entenderlos ni pretendía juzgarlos. Al menos sabían por qué se fueron. Intercalados entre ellos, pero tan aislados como si estuvieran en un cine viendo una película que se sabían de memoria, chicos y chicas de mi edad y otros menores. Cuando hablaban, la «z» que salpicaba sus palabras advertía que se habían criado acá. Eran la segunda generación, los hijos de los exilados que no habían conocido el horror y solo habían tenido acceso a las batallitas de sus mayores. Todo ese argentinismo desatado en el local era para ellos figurita repetida. Aunque por edad estaba más cerca de ellos que de sus mayores, tampoco encajaba en su grupo.

Siempre fui un argentino raro.

Nací en 1978, el año en que ganamos el Mundial de Fútbol y perdimos la memoria. Después supe que era la primera vez que levantábamos la Copa de la FIFA, pero que teníamos mucha experiencia en amnesias colectivas.

Cuando quiero recordar mi infancia me viene a la memoria la imagen de mi viejo saltando de alegría frente a la tele y gritando:

– ¡Alfonsín, macho viejo y peludo!

Yo tenía cinco años y creí que habíamos ganado otro Mundial. Pero el señor regordete y de bigote que aparecía saludando en la tele con traje y corbata no tenía pinta de futbolista. Ni mirada de goleador. Después me explicaron que no se trataba de un partido sino de las Elecciones, y lo decían así, con «E». Y que «habíamos» ganado. Los perdedores fueron los peronistas y me hice un lío, porque tenía la vaga sensación de que mi viejo, antes, era peronista. Pero como todo me sonaba a fútbol y yo cambiaba de cuadro cada año, según el que fuera ganando, creí que el viejo había hecho lo mismo, aunque no entendía un carajo.

Cuando crecí, tuve más datos. Pero seguía sin entender un carajo. Supongo que había llegado demasiado tarde o demasiado temprano a todo lo importante.

La generación de mi viejo creció convencida de que Dios era argentino.

La de mi tío creía que Dios no existía, pero si existiera, sería argentino.

Mi generación creció sabiendo que Dios no existe. Y la Argentina, ya veremos.

El resto fue acumular años y mudanzas, hasta que, cansado de sentirme siempre afuera, decidí salir a buscarme en España.

Ajenos al hastío de sus cachorros, los mayores hablaban de la política «de allá», discutían en la frontera del grito y de la broma. Era como si no se creyeran su propia vehemencia. Un tipo de bigotes, con el pelo agobiado de gomina, que dijo llamarse Jorge o algo así, se pegó a nosotros al saber que yo llevaba pocos meses en España. Jorge quería conocer mi opinión sobre el país, aquel país que no visitaba desde hacía muchos años. Traté de escapar, pero insistió. Quería la opinión de la «nueva generación», mi opinión. Se la dije. Y no le gustó.

Empezó un discurso sobre lo que «nosotros» habían hecho y lo que «nosotros» habían luchado por el país, para qué, para que los trataran como asesinos, los torturaran y los echaran como a perros sarnosos, y que se metieran el país en el culo, eso, en el culo.

Lidia me hizo una seña de que no le hiciera caso. El tal Jorge pasó del discurso del rencor al del mundano pesimista con solo un vaso de vino, que debía de completar por lo menos la docena. Yo había hecho bien, dijo, en dejar atrás «toda esa mierda», porque «allá» nada era posible, no había cambio, qué mierda iba a haber cambio, si «nosotros» no pudieron, nadie podría. De modo que lo mejor era buscar el futuro en otra parte y que cada uno fuera a lo suyo, y que el país se hundiera y, desde luego, que se lo metieran en el culo, eso, en el culo.

A medida que hablaba se cargaba de rabia y de ironía, como si yo tuviera la culpa de sus contradicciones, como si mi exilio fuera egoísta y el suyo algo digno de los libros de Historia. Llenó otros dos vasos, me dio uno y volvió al ataque. Yo había hecho lo correcto, porque, pibe, «¿para qué quedarse a trabajar por la patria, cuando es más cómodo hacer el vago en Europa, pibe; para qué joderse ganando una mierda y peleando contra la corrupción, la injusticia y la venta del país?».

Él me entendía, él nos entendía a todos, él era la conciencia cósmica de un pueblo que no tenía conciencia individual. Él era Dios todopoderoso y paternal, y con el pelo tirante como Gardel, y borracho como un marinero y repetitivo como un viejo locutor de la tele, y con más miedo de mirar hacia atrás que el que tuvo la mujer de Lot. Y como ella, vivía mirando hacia atrás.

Empecé a hartarme del tal Jorge, que no parecía ver las miradas de los demás, mis bostezos que alarmaban a Lidia y la energía con que el camarero retiraba botellas vacías de vino y traía otras llenas, rogando que fueran las últimas. Pasó a la fase triste sin respirar. Dos lagrimones se amontonaron en sus ojos sin atreverse a saltar.

– ¿Por qué te viniste, pibe? ¿Por qué no te quedaste allá?

– Me cansé de los tipos que creen que se las saben todas y viven llorando porque el pueblo no descubre lo brillantes que son.

No se dio por aludido.

– Tenés que volver, pibe. Al país hay que arreglarlo desde adentro.

– ¿Y vos, por qué no volviste todavía?

Se puso a la defensiva.

– Yo ya hice demasiado por la patria y mirá cómo me lo pagaron. Treinta años de sacrificio hasta alcanzar una posición. Ustedes se creen que es fácil llegar a España y que acá la guita la cagan los perros -sentenció-. Pero es muy difícil, hay que tragar mucho. Yo tardé casi dos años hasta que alguien me ofreció una oportunidad y salí adelante a fuerza de capacidad, después de hacer trabajos asquerosos, escribir sin firmar y cobrando monedas, para que unos hijos de puta se quedaran con los billetes. -Se sirvió otro vaso-. Claro que muchos fracasaron y pegaron la vuelta, pero yo no. Y ya ves, no nado en guita, pero voy saliendo a flote con mi propia empresa de servicios periodísticos.

– Solo los mejores sobreviven -dije.

– ¡Eso es! -aprobó-. A lo mejor te puedo dar una mano. ¿Periodista? Lo sabía. Casualmente tengo un trabajito que te puede venir bien para empezar. La biografía de un tenor al que le van a dar un premio. No es mucho, cincuenta o setenta folios, casi un folleto… Lo fusilás todo de un par de libros y chau. Claro que, por ahora, sería conveniente que no firmés, porque no te conoce nadie y acá buscan firmas más o menos conocidas… No es mucha guita, pero no se puede pedir más, un recién llegado…

– ¿Cuántas monedas? -pregunté.

– ¿Cómo? -pareció reaccionar, pero no era seguro.

– Que cuántas monedas para mí y cuántos billetes para tu floreciente empresa, y cuánta gloria para tu firma más o menos conocida.

– ¡Pero…!

Me puse de pie, un poco mareado.

– ¿Sabés lo que podés hacer con tu ayuda y tu gloriosa historia?

No respondió y me alejé hacia la salida del comedor.

– Te las podés meter en el culo.

Avancé dos pasos más y me giré.

– Eso, en el culo -repetí.

Y busqué la puerta con Lidia pisándome los talones.

10

– Me asombra tu capacidad para hacer nuevos amigos -dijo Lidia.

– Y a mí que pierdas el tiempo con pelotudos como ese. -Señalé hacia el comedor, donde las palabras querían volver como si nada hubiera pasado, pero el silencio no las dejaba. Alguien cantó Caminito, llevaba el ritmo con las palmas en la mesa y las sílabas muy separadas. Parecía una marcha militar de la derrota.

– Perdóname, no quise comprometerte. ¡Pero el boludo ese me…!

– No es nada -dijo Lidia-. Es un plomo, ya lo sé. Pero la mujer es un encanto y lo aguantamos por ella. ¿Qué vas a hacer?

– Me voy a casa de Noelia. ¿Dónde si no?

– Podrías dormir en casa -ofreció.

Había dormido semanas en el piso de Lidia y nunca me sentí incómodo. Pero esa noche su cara decía algo y temí que al despertar el sábado por la mañana hubiera perdido una buena amiga para ganar otro futuro fracaso amoroso que agregar a mi lista de olvidos.

– No. El grandote debe estar por llegar y no quiero meterte en esto. Bastante hacés por mí. Y si te enterás de algo…

– Te llamo. Voy a probar primero con las chicas. Si estaban tan unidas y a tu Nina le da por ponerse en pelotas ante la cámara, es posible que las dos hayan hecho teatro experimental y cosas así. Lo de los mafiosos es más difícil, pero voy a tocar un contacto que tengo en la policía…

– ¡Ahá! Con que alternando con los represores…

Se ruborizó un poco.

– Nico, ¿cuándo vas a crecer? Ya sos grande para jugar al detective. Y no me digas que te quedás por lo del pasaporte y el pasaje. Puedo usar ese contacto policial del que te burlás y en un par de días estás volando a Buenos Aires. Mientras, repito mi oferta por última vez. En casa hay lugar de sobra y no es obligatorio que…

– No es obligatorio desperdiciar a una mujer como vos en un tipo como yo.

La besé en la frente y se apretó a mí con fuerza. Temblaba un poco.

– Tengo miedo, Nico. Miedo de que te hagan algo.

– ¿Y qué me van a hacer? Ves muchas películas. Quieren asustarme, pero cuando se den cuenta de que no sé nada, esos se olvidan de mí.

– No sé…

– Tranquila, princesa Lidia, que su caballero tiene la armadura gruesa y las piernas veloces. -Hice una reverencia que casi termina en el suelo-. Buen vino toman estos hijos de puta. Con razón no quieren volver. Bueno, me voy silbando bajito, porque ahora quién consigue un taxi…

Le di otro beso en la frente y caminé unos metros hacia la esquina.

– ¿Nicolás? -preguntó.

Me detuve.

– ¿Qué?

– ¿No pensaste en volver?

Giré para mirarla de frente.

– ¿Volver? ¿A qué?

– Querrás decir adónde. Y eso lo sabés. En serio. ¿Por qué no te volvés?

– No sé. Tampoco sé por qué me quedo. A lo mejor es para eso, negrita. Para saber.

Le tiré un beso, caminé hasta la esquina silbando Volver, y alcancé a subirme a un taxi que milagrosamente pasaba por allí. Poco después comprobé que no hay milagros.

Solo sorpresas desagradables.

***

El taxista era tan corpulento que tapaba la visión de la calle. Y cuando dijo «buenasnoche» su voz me sonó conocida. Pero iba demasiado mareado como para analizar nada. Un rato después me di cuenta de que me llevaba sin que yo le hubiera dado ninguna dirección. El taxímetro sumaba céntimos en silencio.

– Oiga -alcancé a decir.

El taxista giró la cabeza. Era mi Jamón Calibre 45.

– Buenasnoche -repitió, olvidando la «s».

– Buenas -respondí-. Le juro que su método para seguir gente es de lo más novedoso. ¿No pensó en patentarlo? Se evitan intermediarios.

El Jamón gruñó algo, pero no me prestaba atención. Su gran cabeza giraba como la luz de un faro barriendo la calle, buscando qué. Acercó el coche a la acera, donde una sombra delgada esperaba inmóvil. Se abrió la puerta trasera opuesta a la mía y la sombra se deslizó por el asiento sin mirarme. Llevaba algo así como una gabardina negra y gruesa, insólita con aquel calor, y no podía verle más que el perfil escueto. El coche arrancó. El taxímetro marcaba 3,50 euros.

– Ya era hora -recriminó la sombra-. Vamos.

– Disculpe, jefe. Pero es que el tipo no salía -se justificó Jamón.

– ¡Excusas, Serrano, excusas! -cortó el otro.

Mi Jamón Calibre 45 era un Jamón Serrano. Solté una risita.

– Se ríe -dijo el flaco sin mirarme todavía-. Se ríe.

– Ya le dije que era un tipo simpático, jefe -comentó Serrano.

– A callar. Y doble en la próxima a la derecha.

– Jefe, es dirección prohibida.

– Que no. Me lo va a decir a mí, Serrano.

– La han cambiado hace meses, mientras usted estaba en… -cortó la explicación-. Es dirección prohibida.

A lo mejor fue por el vino, pero la situación me divertía. Dos delincuentes peligrosos, discutiendo a las tres de la madrugada sobre la dirección de una calle y las prohibiciones del Código de la Circulación, mientras los honestos oficinistas cruzaban las avenidas a doscientos por hora y atropellaban cieguitos por diversión.

– Oigan, si quieren le preguntamos a alguno que pase -propuse-. No quisiera que por mi culpa cometieran una infracción.

Se hizo un silencio asombrado que duró casi un minuto.

– Hace bromas -dijo el flaco sin énfasis.

– Ya le dije, jefe, que es un tipo… -empezó a decir Serrano.

No pude acabar de oírlo. Algo explotó contra mi cuello. Me doblé de dolor.

– Hace bromas -repitió la voz hueca.

Y el dolor volvió a estallar como una bengala, esta vez en el brazo que adelanté para taparme la cara. El tipo seguía sin mirarme. Simplemente permanecía sentado en el asiento, mostrando un perfil congelado y estiraba el brazo para pegarme otro golpe seco. Mi oreja izquierda estalló y vi todo rojo brillante. Entre los tres golpes feroces e impersonales había un período de tiempo regular, como si me pegara una máquina. Esperé el cuarto golpe. No llegó. Me atreví a levantar la cabeza y lo miré. Seguía ofreciéndome el perfil. El coche avanzaba despacio por una calle secundaria y oscura. El taxímetro marcaba 4,75.

El tipo delgado se volvió por fin y me miró sin hablar. Cuando cruzamos por una esquina iluminada, el reflejo me dejó ver su cara.

Entonces entendí porqué lo llamaban El Muerto.

– Hace bromas -dijo.

volvió a sacudirme con la porra en la cabeza. El taxi desapareció y la nuca de Serrano desapareció. Hasta mi terror desapareció. Solo quedaba la cara delgada y blanca, con los ojos hundidos y el mentón en punta. No pude dejar de verlo ni siquiera cuando perdí el sentido.

Desperté y la cara seguía ahí. Estábamos fuera del coche, en un callejón desierto que se parecía al de la película experimental. Y a mí me faltaba muy poco para cagarme encima como el protagonista de pelo estrafalario. Me habían bajado del taxi y me miraban sin urgencia, esperando que despertara. Apoyado contra el coche, cerré los ojos antes de acabar de abrirlos.

– No finja -prohibió El Muerto-. Sé que me oye.

Abrí los ojos. Recortados a contraluz por el único farol de la calle, me cerraban el paso. De la mano de El Muerto colgaba algo pesado. Me toqué la cara. No sangraba, aunque toda mi cabeza latía por zonas independientes.

– ¿Se siente bien? -preguntó solícito Jamón.

– S-sí -respondí con la boca entumecida-. Les agradezco la atención, señores. Había olvidado tomar mi paliza nocturna antes de salir de casa.

– Sigue haciendo bromas -observó El Muerto.

Y empezó a pegarme otra vez.

Lo brutal de la paliza no eran solo los golpes, sino que en ningún momento me pegó con furia ni me insultó. Lo hacía como si la cosa no fuera con él. No había rabia que pudiera agotarse ni deuda que cobrar a tanto el golpe. Solo era pegar con precisión, sin permitirme la escapatoria de un nuevo desmayo. No había escapatoria. Tampoco podía defenderme, aunque él era más bajo que yo y delgado como una sombra. Todo eran golpes y más golpes, uno después de otro después de otro después de otro. Midiendo el intervalo entre los golpes, alguien podría inventar un nuevo sistema horario. En lugar de minutos, porrazos en los brazos, en vez de segundos, porrazos en el cuerpo. Tic. Tac. Como un reloj infatigable. Recordé el taxímetro y aproveché un golpe que me hizo girar para echarle un vistazo a través del cristal del coche.

18 euros con 50.

Todo un viaje. Otro porrazo me volvió a dejar frente a El Muerto.

– No grite -me dijo.

Quise gritar que no había gritado, pero descubrí dos o tres ventanas iluminadas en el edificio más próximo. Grité, ahora a conciencia, pero las luces se apagaron como si fueran velas vacilantes y mis gritos un viento imprudente. Los golpes siguieron, iguales. Entre nubes pude ver compasión en la cara de Serrano. Sudaba.

De pronto el castigo cesó. El Muerto no sudaba, aunque no se había quitado el abrigo para pegarme. «Los muertos no sudan», pensé. Al menos, era una ventaja a tener en cuenta.

– Ya no hace bromas -declaró.

– ¿Por qué? -pregunté buscando un motivo que personalizara la paliza, algo que le diera sentido a todo aquello.

– Yo no hago bromas -dijo El Muerto-. Hoy ya es sábado. ¿Quería más tiempo? Tiene hasta el viernes por la noche. La chica y el paquete. Si no hay chica, muere. Si no hay paquete, muere. Si intenta escapar o engañarme, muere. Si cumple, vive. ¿Está claro?

Señaló a Serrano.

– Este debe estar informado de sus movimientos. Y no haga nada raro. A él puede engañarlo. A mí, no.

– Y usted no hace bromas -me arrepentí antes de terminar la frase.

Me miró. Miró la porra que colgaba de su mano. Se la guardó en el abrigo.

– No. No hago bromas.

Se alejó hacia un coche en sombras, treinta metros más allá, y dijo:

– Abra el maletero, Serrano. De qué nos sirve un taxista muerto.

El Jamón me apartó con gentileza y abrió el maletero del taxi. Un tipo amordazado y con las muñecas atadas a la espalda dormía en el fondo del coche. Era el mismo taxista que me había llevado al restaurante. Tenía el pelo pegoteado en un costado de la cabeza. Durante un minuto lo observamos. Respiraba. Serrano le aflojó las ataduras.

– Si puede -me dijo en tono confidencial-, páguele la carrera. Es solo un empleado y vive en mi barrio. No es mala gente.

Trepó al coche que pasó a su lado y desaparecieron en la esquina.

Desaté al taxista, que me miró con los ojos turbios. En unos minutos estaría bien. Puse 30 euros en el bolsillo de su camisa y revisé el domicilio en su carné. Una dirección de Vallecas. El barrio de Jamón.

Me alejé con paso inseguro por el mismo rumbo que el coche de El Muerto.

Recordé algo y volví sobre mis pasos.

Paré el contador del taxímetro.

Marcaba 28,75.

11

Me alejé con paso inseguro. Ninguno de los pocos coches con los que me crucé me prestó mayor atención y las caras de los conductores que flotaban decapitadas en el centro de los parabrisas tampoco parecían muy sobrias. El mundo estaba borracho y los semáforos daban luces de siete colores, como un arco iris electrónico, pero al final no había una cacerola llena de oro, sino una alcantarilla. Desde todos los edificios que me rodeaban, los ronquidos de los durmientes retumbaban en mi cabeza. Borrachos de sueño y no de sueños. Yo caminaba haciendo eses, un borracho más en una ciudad alcoholizada de rutina y calor. Pensé que a lo mejor, si me daba una vuelta por los bares de Malasaña, podía encontrar a José, el que me dio las llaves de la casa de Noelia, pero después me acordé de que él también iba a salir de Madrid por unas semanas. Por eso me había dado su número de teléfono. Un número que yo anoté mal. ¿O lo había anotado él?

Un gato flaco y negro, con manchas blancas en el pecho y las patas, me estudió un momento temiendo el golpe gratuito, pero cuando comprendió que yo no estaba para golpear a nadie volvió a su pelea desigual con una bolsa de basura que ocultaba pocas proteínas.

– Mala suerte, Silvestre -le dije.

– No creas -respondió el gato-. A veces es peor. Con tanto marido que se queda en la ciudad mientras su familia está en la costa, los que no comen fuera preparan grandes cantidades de comida que acaba en la basura.

– Lo tenés bien estudiado -comenté, por decir algo. No recordaba ningún tema de conversación que pudiera interesar a un gato callejero.

– Hijo, aquí o te lo montas bien o te jodes. Entre los listillos que se divierten pateando gatos y los conductores suicidas, no gana uno para sustos. Pero voy tirando. ¿Y tú?

– Yo, bien, gracias.

Me miró de pies a cabeza.

– Menuda paliza te han pegado, chico.

– ¿Se nota tanto?

– Bastante. Pero tú le habrás dado lo suyo, ¿no?

– Bueno…

– ¿Ni siquiera una tibia respuesta? -se asombró.

– ¡Y a vos qué te importa, gato de mierda!

– ¡Uy!, mala cosa. Tanta rabia y ninguna hostia. Mala cosa. Mira -dijo comprensivo-, yo también he pasado por eso y se supera. Las peleas por las bolsas de basura son parte del oficio felino y, por si fuera poco, ahora con la crisis hay mucha competencia humana…

Caminé despacio y el gato siguió a mi lado.

– ¿Y tu cena? -pregunté.

– Hay más bolsas que días. En cambio, pocos se paran a hablar conmigo.

– Será porque no se atreven…

– Qué va. Es porque no me ven. Van mirándose a sí mismos y solo ven un gato revolviendo basura. Si eres pequeño, murmuran «pobrecillo» o te patean, y algunos, las dos cosas. Después siguen su camino. ¿A quién coño le importa un gato callejero?

– A una que conozco -dije pensando en Lidia-. Los recoge, les da de comer, los lleva al veterinario…

– … y acaba por castrarlos-terminó escéptico-. Ten cuidado con las hembras muy comprensivas, Nicolás. Se conmueven con los rebeldes, pero necesitan domesticarlos…

– Yo no soy un rebelde. Soy un…

– Un pelotudo. Ya lo sé, Nicolás. Capto el sentido pero no el significado exacto. Pero suena bien: pe-lo-tu-do.

Me ofendí.

– ¿Cómo sabés mi nombre?

– Lo dijiste tú, igual que eso de que eras un pelotudo. Venías hablando solo mientras yo cenaba y sentí pena…

Eso colmó el vaso.

– ¡Pero, gato de mierda! ¿Pena de mí? Yo soy un profesional. ¡Me gano lo que como y no tengo que revolver bolsas de basura!

No se alteró.

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me ponga una corbata y me compre una úlcera? Soy gato callejero, no un aprendiz de fracasado…

Aquel gato tenía respuesta para todo.

Me dejé caer en un portal, como una bolsa de piedras. Él se deslizó con gracia a mi lado, pero a prudente distancia.

– Además -siguió-, yo revuelvo basura, pero es mi basura, la basura de mi tierra. ¿Qué pasó con tu propia basura, Nicolás?

– Chauvinista -acusé sin ganas-. Un gato sucio, flaco y además xenófobo.

– De eso nada -se erizó-. Provengo de una estirpe de felinos socialistas. Un bisabuelo mío estuvo en la guerra y tengo un tío que es gato de ministro. No veas cómo vive el cabrón. El gato, digo. Comida especial, peluquería, ¡hasta le llevan una hembrita de cuando en cuando! Lo malo es que no le dejan elegir.

– Vos elegís mucho, entre callejones y vertederos…

– Pero elijo. En eso nos parecemos, Nicolás. Elegimos los palos, las patadas, las hembras problemáticas y los caminos difíciles. Pero elegimos. Mi primo el del ministro, no: el mayordomo decide por él.

Estaba demasiado dolorido para contestarle. Las discusiones con felinos son agotadoras. Además, la cabeza me latía como un segundo corazón aporreado.

– Si vos lo decís…

– Somos libres, Nicolás. Y eso no tiene precio.

– Lo tiene, Silvestre, lo tiene: los palos, las patadas, las hembras problemáticas, los caminos difíciles. Todo el mundo tiene un precio, pero los tipos como nosotros están en oferta…

– Eso lo dirás por ti. Yo soy feliz con esta vida. Y todavía me quedan otras seis para hacer lo que quiera con ellas.

– ¿Entonces es cierto? -me asombré.

– ¡Y yo qué sé! Por las dudas, no tengo prisa por averiguarlo. Vivo al día, es decir a la noche, y cuando alguien se me acerca, espero el golpe. Las pocas veces que llega una caricia, vale más que las hembritas perfumadas de mi primo y esa mariconada de ir al peluquero.

– En realidad, tenés envidia de la suerte de tu primo y por eso mistificás esta libertad de mierda para no ir a ninguna parte -dije mientras me echaba atrás, casi dormido-. Lo tuyo es un complejo de inferioridad reprimido, Silvestre. Si de verdad te gustara esta vida, no elaborarías tantas teorías y te dedicarías a vivirla mientras dure.

Me miró con rencor.

– ¿Y tú de dónde sacas todo ese rollo psicoanalítico?

– Durante un año me acosté con una psicóloga -dije cerrando los ojos-. No sabés cuánto se aprende en una cama.

– Los argentinos sois todos iguales -dijo despectivo.

Sacudió la cabeza y se hizo un ovillo.

Se quedó dormido al mismo tiempo que yo.

12

Cuando desperté sentí que la cabeza volvía a pertenecerme, pero me dolían hasta las pestañas. Todavía era de noche, una noche interminable. El gato seguía durmiendo y cuando me levanté se estiró con pereza. Caminé hasta una calle iluminada y me siguió. Me sentía culpable y quise darle conversación:

– ¿Sabés una cosa, Silvestre? Lo dije por fastidiarte. A lo mejor tenés razón, pero a veces me siento cansado de buscar sin saber qué, y pienso que dejarse domesticar, un poquito nomás, a lo mejor no es tan malo -argumenté sin convicción-. Siempre que uno no renuncie a sus principios…

El gato sacudió la cola y meó contra una caja de cartón.

Le hice señas a un taxi que venía desocupado.

– ¿No me deseas suerte?

El taxi se detuvo y casi grito al descubrir que el conductor era el mismo que un rato antes estaba atado en el baúl del coche. Abrí la puerta y mientras me deslizaba por inercia en el asiento, creí escuchar la voz del gato que decía:

– Suerte. Vas a necesitarla.

El taxista me miró, pero no me reconoció. Puso en marcha el coche y volvió a mirarme por el retrovisor. Fuera del maletero parecía más grande.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó sin dejar de mirar.

– Que no soy el gato de un ministro -contesté sin pensar.

– ¿Cómo?

– Nada, jefe. Que se rifaba una paliza y yo tenía todos los números.

– Si yo le contara… -dijo él, pero decidió no contarme.

Hice que me dejara cerca de la casa de Noelia.

– ¿Seguro que no quiere que lo lleve a Urgencias?

– ¿Tan mal estoy?

– No sé. Pero está pálido. Como si hubiera visto un fantasma.

– Algo así. Un muerto, que es casi lo mismo.

Cuando arrancaba le grité «¿qué tal la cosa por Vallecas?» y se dio la vuelta, sorprendido. Después sacudió la cabeza y siguió viaje.

Empecé a caminar y me paré frente al escaparate de una tienda de electrodomésticos, llena de televisores y videocámaras. Me compadecí de la imagen repetida en las pantallas: un tipo de casi treinta años, con el pelo más largo de lo que marcaba la moda, la barba también anacrónica y una mirada triste o despistada. Puede que fuera triste y despistada a la vez. Vestía una camisa blanca raída, como si se hubiera caído de un balcón, y un vaquero roto en la rodilla. Era yo.

Me moría por medio litro de café. En algún lugar había leído que el café era la sangre de los hombres cansados. Chandler, creo. ¿Qué hubiera hecho Marlowe en mi lugar? Recibir los golpes, seguro. Pero después andaría pisando sus soledades hasta descubrir la trama del asunto sin que pareciera importarle demasiado. La cabeza del bueno de Marlowe era a prueba de porras y de esperanzas. Siempre podía ver lo que había detrás de las apariencias, aunque la mayoría de las veces, detrás de las apariencias no hubiera nada, como en un juego de espejos enfrentados que parieran imágenes sin una primera imagen original.

Pasé frente a una cabina de teléfono. Lidia.

Marqué su número sin pensar en la hora. No estaba en casa o no podía contestar. Su voz grabada me pidió que dejara el mensaje después del piiii.

– Hola, negrita. Soy yo. Tengo algunos datos más sobre los malandras. Primero: la cosa no va en broma, lo acabo de comprobar por la mediación de una porra. Segundo: El Muerto ese, no sé el apellido, pero lo seguro es que ha pasado una buena temporada en la cárcel. Y parece un muerto de verdad. Tercero: el otro, el grandote, se apellida Serrano y vive o vivió en Vallecas. No hay más, por ahora, pero con eso ya podrás tocar a tu contacto. Pero no toques mucho, ¿eh? Una bolsa de besos.

Colgué. Todavía no era de día pero la romántica noche ya estaba recogiendo sus ropas para irse a la mierda. A quince metros de la puerta del edificio esperaba un coche destartalado. Había alguien en el asiento delantero, forcejeando con la pobre luz de la farola para leer un diario casi pegado a los ojos. Cuando me vio llegar se hizo un lío con el diario y trató de tumbarse en el asiento. Se golpeó con algo y el ruido retumbó en la calle vacía, a dúo con el quejido.

No era mi Jamón. Demasiado chiquito.

Tampoco era El Muerto. No se hubiera quejado.

Me enojé.

Mucho.

Estaba cansado de golpes y de siluetas que me seguían, cansado de que todos me exigieran cosas imposibles, cansado de ser un chico bueno y un poco boludito al que se podía engañar, sacudir, acechar o proteger. Cansado.

Me paré frente al portal, mientras estudiaba por el costado del ojo una cabeza que asomaba detrás del volante. Fui hasta la farola y me planté al lado del coche. La figura acostada, ya sin la posibilidad de ocultarse, fingía dormir. Empecé a correr hasta doblar la esquina. Se oyó el crujido de una puerta hambrienta de aceite. Me escondí en el saliente de un garaje. Los pasos indecisos se acercaban. Cuando pasó, estiré la pierna y él cayó como una fruta madura. Se quedó sobre la acera sucia, esperando un golpe que no llegaba.

– Buenasnoche -dije, imitando el refinamiento torpe de Jamón.

El tipo se sentó en el mismo lugar en que había caído y me miró.

Era más bajo que yo, y peor alimentado. Tendría entre cuarenta y diez mil años, y la resignación pintada en su cara era tan vieja como la primera derrota. Vestía un traje de un color marrón indefinido con rayas negras, que le quedaba grande. Los zapatos, con las suelas a la vista, tenían agujeros en los agujeros, y bajo estos agujeros algo que podría ser cartón o huellas perdidas. Su cara era delgada y pálida, con un par de ojos pequeños que mantenía entrecerrados en una expresión que a él se le antojaría la de un tipo duro, pero a mí me recordaba a un viejo casi dormido en el jardín de un asilo público. Las mejillas le colgaban y las orejas salían hacia fuera, como alas inválidas pero orgullosas. Un metro más allá, el innecesario sombrero gris había quedado con el hueco hacia arriba y dejaba ver un rastro de sudor añejo y petrificado.

Sacudió la cabeza y habló por un costado de la boca, corno una mala copia de Bogart.

– No debió hacer eso -dijo.

– ¿Por qué me seguía? -Tenía ganas de desquitarme de todos los golpes de la noche.

– Yo no lo seguía -negó, sin levantarse.

– Perfecto. Entonces llamamos a la policía y que aclare el asunto.

Sonrió de costado.

– Usted no llamará a la policía -dijo lentamente-. Yo soy la policía.

Me reí imaginando que fuera el «contacto» de Lidia, pero después pensé que tal vez sí fuera un policía. Él esperaba mi veredicto con excesivo interés. Volví a reírme con ganas. El tipo se puso a llorar, con hipos y todo.

– ¡Joder! ¿Por qué nadie me cree? ¿Por qué? ¿Es que no hago lo debido, no estudié las lecciones, no tengo mi diploma con mención de honor? ¿Por qué nadie me cree?

Me dio un poco de pena y lo ayudé a levantarse.

– Venga, venga, tampoco es para tanto. Yo conozco a un gato que es libre y él tampoco se lo cree.

Me miró para ver si le tomaba el pelo, que era poco y estirado con paciencia para cubrir una calva precoz. Se sacudió el traje y dudo que todo ese polvo proviniera de la caída. Al menos, no de aquella caída.

– Hagamos un trato: usted me dice por qué me seguía y yo le creo un poquito.

Me senté en el primer peldaño del portal y él hizo lo mismo. Hipó un poco y luego se calmó. Le alcancé un cigarrillo y lo encajó en un costado de la boca como los duros de ciertas películas. Rebuscó en el bolsillo del traje y me alcanzó una tarjeta con los bordes gastados y sucios. Una lupa clásica adornaba un extremo, y en el otro un ojo atento y artificial me miraba impávido. En el centro, en un tipo de letra anticuado, podía leerse: «FELIPE MAR LÓPEZ, Detective Privado. Divorcios, investigaciones. Discreción garantizada». Abajo, una dirección de una calle cerca a la Puerta del Sol pero lejos del cielo, y un número de teléfono. Con un bolígrafo había apuntado una serie de números de dos cifras.

– ¿Le han cambiado el teléfono? -pregunté.

Se sonrojó.

– La combinación de la Bonoloto. No tenía dónde apuntarla. Es mi última tarjeta.

– No van muy bien los negocios…

– Y…, no, la verdad es que no.

Fumamos un rato en silencio.

– ¿Por qué me seguía?

– Un encargo. Trabajo. Es secreto profesional -se excusó.

– ¿Quién puede tener interés en seguirme? Estoy de paso. Nada más.

– Y se llama Nicolás Sotanovsky y tiene veintinueve años y llegó a España hace seis meses… -agregó Mar López satisfecho de exhibir su eficacia.

– Veo que soy famoso. ¿Quién le encargó que me siguiera y para qué? No quiero ser violento, pero tengo gente muy cercana que podría enojarse. ¿Ha oído hablar de El Muerto?

– ¿Usted conoce a El Muerto?

– Somos carne y uña. Precisamente, esta noche estuvimos conversando un rato. No es mal tipo. Un poco blando, eso sí. Pero hace lo que puede.

Mar López me observó con respeto y un poco de temor.

– ¿No le dirá que yo he interferido, verdad? Por favor, señor Sotanovsky. Solo quería salir del agujero…

Creí que iba a llorar otra vez y lo calmé palmeándole la espalda.

– Vale, vale. Por esta vez no diré nada. Pero tiene que hablar. ¿Quién le pagó para que me siguiera?

– No me pagó -objetó el detective un poco enojado.

– Es igual, Mar López. ¿Quién le encargó el trabajo?

– La pelirroja -contestó-. La pelirroja que se llama Noelia.

13

Encendí otro par de cigarrillos y me preparé a oír su historia. Mar López me escrutaba por las ranuras de sus ojos, atento a mis reacciones.

– Ajá -comenté, por decir algo-. ¿Qué más?

– No hay más. Hice el trabajo en un par de semanas, le entregué el informe hace un mes y no volví a saber de ella. Decidí reclamarle el dinero en persona y no había nadie en su casa. Llegó usted, lo reconocí y quise seguirlo para que me llevara hasta la pelirroja.

– Bienvenido al club -murmuré.

Se tocó con prudencia el costado y metió la mano en el bolsillo. Medí la distancia entre mi pie y su cara, por si los dedos manchados de nicotina volvían a aparecer sujetando un arma. Con cuidado, sacó una petaca plana de plata labrada, que ya hubiera querido Dashiell Hammett para uno de sus personajes. Desenroscó el tapón, bebió un trago muy largo, y se secó la boca con la manga.

– ¡Ahhh! Nada como un trago -declaró-. ¿Quiere?

Recibí la petaca, que era un muestrario de abolladuras. Empiné el codo esperando el sabor ardiente del whisky barato, pero no llegó.

Aquello tenía un gusto horrible. Escupí.

– ¿Qué mierda es esto?

– Tila. Es por los nervios, ¿sabe? Tengo el estómago hecho polvo.

– Ahora que ya hemos bebido algo fuerte, ¿qué tal si me cuenta otro cuento? El de La Cenicienta no, por favor. Cada vez que lo oigo, me pongo a llorar.

– A qué se refiere.

– A que el cuento que me contó antes es bueno, y hasta puede que sea cierto, pero faltan detalles. Dijo que entregó el informe hace un mes. Y después, ¿qué? ¿Se sentó a esperar? No se ofenda, pero no tiene pinta de que le sobren billetes. Segundo: se planta delante de la casa en plena madrugada, a beber tila fría y leer el diario a la luz de la farola, así, por que sí. Tercero: dijo que quería «salir del agujero». ¿Cómo, cobrando un trabajo de dos semanas? -Sacudí la cabeza-. Va a necesitar una historia mejor para convencer a El Muerto.

Bajó los hombros y hasta me miró con admiración.

– Oiga, es usted bueno para las deducciones. ¿No le gustaría asociarse conmigo? Formaríamos un buen equipo.

Imaginé la cochambrosa oficina con vistas a la nada y una chapa en la puerta: «MAR LÓPEZ & SOTANOVSKY, DETECTIVES». Las cagadas de mosca oscurecían el metal y una telaraña cubría el sillón de los clientes.

– Gracias, pero paso -dije-. El suyo es un oficio peligroso.

– No crea. Yo diría que es aburrido. Ahora, con el divorcio legal, son pocos los clientes dispuestos a pagar por fotos comprometedoras de sus cónyuges. Prefieren hablarlo, llegar a un acuerdo y aunque no lo crea, a veces todo acaba en un círculo amoroso…

– Será «círculo vicioso» -corregí.

– De esos también hay: viciosos y guarros no faltan. Además, están los amantes cabreados, que ya no escapan por las ventanas como antes. Ahora te sobornan con un talón sin fondos, o te sacuden un par de hostias. ¿Sabe una cosa? Este oficio ya no es lo que era -bebió otro trago de tila y me ofreció la petaca.

Rehusé moviendo la cabeza.

– ¿Y cómo se metió en esto, Philip?

– ¡Yo qué sé! Vocación, que le llaman.

No tuve que esforzarme mucho para entrever una fascinación infantil por el heroísmo de los detectives de novela barata, capaces de luchar solos contra un ejército de matones y vencerlos sin sudar la camisa. Y no olvidar la rubia de largas piernas que esperaría siempre la llegada del detective con la ropa interior mojada y los labios pintados de color rojo sangre. Sería millonaria, seguro, y pondría su capital y su cuerpo a los pies planos del victorioso Mar López, Detective, que la tomaría durante una noche, para darle puerta después, que en la calle esperaban nuevos entuertos que desfacer y nuevas rubias adineradas que cepillarse sin soltar la pistola.

Había empezado a contarme su historia, pero no escuché el principio. Tampoco hacía falta.

– … por correspondencia. ¡Pero he aprendido mucho en estos años! La verdad es que, a pesar de los problemas y del peligro, no cambiaría este oficio por nada del mundo. Además, alguien tiene que hacerlo.

– ¿Está seguro?

– No. Pero ¿qué quiere, que vuelva al pueblo a mirarle el culo a las vacas?

Fumamos, mientras el día se asomaba sobre el tejado de un edificio que de noche se me antojó cargado de historia y ahora era solo una mole bombardeada por las cagadas de las palomas. Cientos de miles de cagadas chorreando desprecio y semillas durante un siglo.

– ¿Sabe una cosa, Philip? Cuando no quede un solo ser humano sobre la tierra, las palomas seguirán cagando desde el cielo sin enterarse de nada. Sobrevivirán, Philip, sobrevivirán. ¿Y sabe por qué? Porque solo viven para cagar desde arriba. Ni siquiera creo que hagan puntería: vuelan, cagan y mueren. Nosotros, en cambio, pretendemos hacerlo al revés, y claro, así nos va. No, no me mire así, que no estoy desvariando. ¿Ha observado a las palomas en un parque? Se amontonan ante unas pocas migas, parecen inofensivas y hasta engañan a los viejos convenciéndolos de que todavía tienen una misión en la tierra: darles de comer. Y los viejos se lo creen, total, han creído tantas boludeces en su vida… Y las palomas, Philip, se comen las migas, tropiezan entre sí y se arrullan como si fueran en verdad pobres pájaros bobos e inocentes. Pero levantan el vuelo y se cagan en la cabeza de los viejos, Philip. Se cagan en la Historia y en monumentos a muertos que no los merecieron. Se cagan en toda nuestra ambición de saber y poseer y vender y prestar y robar y ganar y después, siempre después, después, Philip, después perder.

Me miraba con ojos desorbitados, pero no se atrevía a interrumpirme.

– Por eso, Philip, aunque no creo en la reencarnación, si me toca, quisiera ser un gavilán, un halcón de cuello desplumado, o un simple buitre especializado en cazar palomas. Pero, claro, uno es lo que le toca y yo me conformo con ser un pajarraco solitario, que vuela poco y no caga en la cabeza de nadie. Por eso no soporto que lo hagan en la mía. ¿Comprende, Philip?

– S-sí, creo que sí. -Tragó saliva-. Está bien, se lo diré: es cierto que la pelirroja me contrató para saber sobre usted. Casi no me dio datos. Solo que era de fuera, su apariencia y dónde hallarlo. Quería saberlo todo: si tenía familia aquí, si estaba casado, si se drogaba, todo.

– ¿Por qué?

– Yo también se lo pregunté -informó-. Los clientes piden datos de gente a la que conocen, para descubrir debilidades explotables; o me encargan hallar maridos que se esfuman con el saldo de la libreta de ahorro. Pero lo de la pelirroja era diferente. ¿Sabe lo que me dijo? Que buscaba marido y quería conocerlo sin que usted lo supiera.

– No me diga que se creyó esa historia.

– No. Con el tipazo que tiene, y esas piernas y esos ojos y esas tetas, no necesitaba buscar candidatos entre todos los desharrapados que llegan de Sudamérica, mejorando lo presente.

– Gracias, Philip. ¿Qué más?

– No mucho. Lo hice. Fotos, nombre, hábitos, mujeres en su vida… Hablando de eso, ¿me sacaría de una duda?

– Si puedo…

– ¿Usted se tiraba o no a la rubita esa de la calle Amparo?

Hablaba de Lidia.

– No, y a veces me arrepiento. Pero hay mujeres que es mejor poseer en la distancia, Philip. Si uno se acerca, puede descubrir que ya no quiere alejarse. Y recuerde que un blanco inmóvil facilita la labor de las palomas cagadoras.

– Otra vez con eso. No siga, ¿quiere? Me pone nervioso. Le decía que reuní el material y se lo entregué, sin saber bien para qué lo quería. Disculpe, pero de lejos no me parecía usted gran cosa. Además, la pelirroja no se parecía a mis clientes habituales. Le faltaban kilos, varices y miedo a la soledad. Le sobraban clase, piernas y dinero, a juzgar por la ropa.

– Y sin embargo no le pagó…

– Es frecuente. Le eché la culpa a usted. Creí que no le había convencido «el producto». La gente de dinero es la peor, señor Sotanovsky.

– ¿Y ahí termina todo?

– Sí. No volví a verla. Y nadie respondió a mis llamadas. Entonces lo seguí a usted, para ver si ella establecía contacto. Supe que se mudó aquí, y que la morena esa tan buenorra entró en escena. Nada más.

– Miente, Philip. Un poco, pero miente otra vez. El agujero, ¿recuerda? Si ella no le pagó la minuta -no muy abultada, supongo-, menos le pagaría yo. Además, yo no era el único, ¿verdad?

– ¿Cómo lo supo?

– Usted lo dijo: «no necesitaba buscar candidatos entre todos los desharrapados que vienen de Sudamérica». Todos los desharrapados, no solo este desharrapado, Philip. ¿Cuántos éramos?

– Tres, hasta dónde sé. No me los encargó a mí, pero escogió a colegas de mi… nivel. Nosotros intercambiamos información y contactos. Casualmente, me enteré de otros dos casos, aunque no mencioné el mío. Soy muy reservado. Uno de sus competidores era un colombiano y el otro venía del Uruguay.

– La unidad latinoamericana -murmuré.

Él no escuchó.

– Tres casos casi idénticos. Solo por dos detalles: a mis colegas les pagó y bien. La otra diferencia es que usted ganó. Todo me lo debe a mí, ¿sabe?

Tuve ganas de cagarlo a trompadas, pero me contuve.

– ¿Cuánto le debo?

Se revolvió incómodo y creo que sumaba mentalmente, mientras los dedos de una mano ayudaban en la operación.

– Con diez mil euros me arreglo.

– Sus tarifas son un poco elevadas, Philip.

– No juegue conmigo. ¿Cuánto les tocará a ustedes? ¿Casi un millón de euros? Lo de Financur es un secreto a voces, digan lo que digan los diarios.

– Olvida algo, Philip. El Muerto.

La expresión astuta se esfumó entre las arrugas del miedo.

– O-oiga. Haga como que no he dicho nada. ¡Por favor! Ya llegará mi oportunidad. Pero si habla con El Muerto…

– Pongamos las cartas sobre la mesa -suspiré-. No estoy asociado con El Muerto y si fuera usted un buen detective, lo habría deducido. No se ofenda. El Muerto busca lo que busca usted: a la pelirroja. Y los dos quieren hacerlo mediante cierta información que yo puedo o no puedo tener. Si se porta bien y me cuenta toda la película, veré qué hago con sus diez mil. Sin trampas, sin garantías. Pero no creo que tenga una oferta mejor…

Se rascó la nuca y recogió el sombrero sudado. Se puso de pie y estiró la chaqueta. A la luz del día inminente pude contar varios remiendos cuidadosos.

– Puede que acepte. Y puede que no. Necesito pensarlo, porque usted no sabe tanto como creía. Además, está El Muerto. Con ese no se juega, Sotanovsky.

– El que no juega no gana, Philip.

– Es lo que dicen. Pero cuando uno es cadáver, nadie le acepta las apuestas. Y yo todavía estoy vivo -agregó con dignidad.

– Olvida algo: yo puedo encontrarla y usted no. Si se dedica a seguirme, El Muerto lo advertirá y… adiós diez mil y adiós vida. Piénselo, Philip.

– Lo haré. Tengo su teléfono. Recibirá noticias mías.

Caminamos hasta el coche. Forcejeó un poco con la puerta y cuando pudo abrirla, el chillido de metal crujiente despertó a todos los pájaros de la manzana.

Se asomó por la ventanilla del coche abollado, como su traje y su vida.

– Dígame una cosa: ¿Por qué me llama Philip y no Felipe?

– Porque me recuerda a otro detective al que nunca conocí.

– ¿Se parecía a mí? -preguntó orgulloso.

– Para nada, Philip. Para nada.

Se encogió de hombros y puso en marcha el cansado motor. Me quedé mirando la humareda negra de su escape hasta que se perdió tras la esquina.

Después trepé los escalones hacia la casa, donde me esperaba una duda con forma de mujer. Una duda muy sensual, pero una duda al fin.

14

Nina se acercaba con una bandeja que olía muy bien. Llevaba puesto un delantal de cocina en el que se leía «Hoy, Congelados» y una frase en francés que no entendí.

Oscuridad.

Volví a despertarme pensando que habían pasado horas, pero el aroma de la bandeja seguía a mi lado y ella se iba a la cocina. Su única vestimenta era el delantal con pechera. La cinta roja envolvía su cintura y se deslizaba en dos extremos que se turnaban para tocarle rítmicamente el culo al caminar.

Oscuridad otra vez, pero menos.

Nina había dicho algo que yo no recordaba y sonreía feliz preguntando si el señor iba a desayunar de una puta vez. Conseguí aferrar la taza y bebí. A medida que el café bajaba, la conciencia volvió y con ella las dudas y, de polizón, el dolor.

– ¿Qué tal la noche?

– Un poco movida -respondí.

– Eso lo sé: son las tres de la tarde, «bebé».

– ¿Llamó Lidia?

– Sí. Y juro que hice lo imposible por despertarte, pero solo conseguí que me soltaras un rollo indescifrable de gatos de ministro y jamón serrano -hizo un gesto despectivo-. La señorita Lidia no me creyó, pero que se vaya al cuerno. Y me recomendó que te dejara descansar. Volverá a llamar, porque tiene novedades que contarte. Tal vez sea que se encontró el clítoris…

– No seas mala, Nina. Lidia es una buena amiga.

– Ya. Pero por si acaso, nunca te quedes a solas con ella: podría violarte, si es que no lo hizo anoche…

– De eso nada, fue por propia voluntad -mentí para provocarla y porque ella también mentía.

Me tiró la almohada, un zapato y dos tostadas. Después cambió de idea. Apartó la sábana, volcó un poco de zumo de naranja en mi pecho y empezó a lamerlo. Se detuvo. Señaló las marcas oscuras por todo mi cuerpo y preguntó:

– ¿Qué pasó anoche? Esas marcas no son un chiste. Tú no estuviste con Lidia y te han pegado una soberana paliza. ¿Quién fue?

– Secreto por secreto. Y vos tenés unos cuantos. Cuando confiés en mí, te doy la dirección de mis atacantes, por si te entran impulsos masoquistas.

– Eres odioso.

– Y vos, adorable. Pero no me gusta que la gente juegue conmigo, Nina. Si de verdad vas a ayudarme, ya es hora de que cuentes lo que sabés.

– Yo te quiero -murmuró-. No me conviene, pero te quiero.

– Y ahora viene lo de los violines. Mirá, Nina, no sé si te quiero, pero no me costaría mucho: estás muy buena y estás muy loca. Pero para querer a alguien hay que estar vivo y yo soy un firme candidato al ataúd. De modo que no me vengas con que me querés si no me contás la verdad.

Acarició una de mis marcas con suavidad, sin mirarme.

– Estoy preocupada por ti. Muy preocupada.

– Ya somos dos.

– Tres. Lidia también. Me lo dijo cuando acabamos de intercambiar dardos.

Prendí un cigarrillo. Todo el mundo se preocupa por Sotanovsky, pensé. Todos menos Sotanovsky. Sonó el teléfono. Los dos corrimos a la sala.

– ¿Lidia? -pregunté sin esperar a oír ninguna voz.

– Preste atención, Sotanovsky, porque solo se lo diremos una vez -dijo una voz de hombre en un susurro-. Deje el dinero en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, mañana por la tarde. Se lo digo por su bien. Todo el dinero…

– ¿Y con sus diez mil, qué hago, Philip? ¿Los dono a la Sociedad Protectora de Animales?

– ¡Joder! ¿Cómo me ha reconocido?

– Por el olor a tila, Philip, por el olor a tila.

– No me joda -dijo plañidero-. La tila no huele.

– No. Pero lo detectives fracasados, sí.

– No me culpe. Tenía que intentarlo. ¿O usted no hubiera hecho lo mismo? Salió mal y sin rencores, ¿eh?

– ¿Algo más? ¿O solamente llamaba para esta tontería?

– No: he decidido aceptar su oferta, parece usted un tipo decente. Venga esta noche por mi despacho y tomaremos unos tragos. Le contaré lo que sé del asunto, que es más de lo que cree. Mientras usted dormía o se tiraba a la morena esa, el viejo Mar López se ha movido y tiene información. ¿Quedamos a las diez?

– ¿No será otro de sus trucos, verdad, Philip?

– Sé perder, Sotanovsky. Tengo mucha práctica en ello. Si fuera un deporte olímpico, yo me llevaba todas las medallas al perdedor…

– No crea, Philip. Alguna me tocaría a mí. Pero no me enrede con su lástima. ¿Sabe algo o es otro truco para subir el precio?

– Le doy un anticipo gratis: usted no está metido en el asunto, es más, creo que no conoce a la pelirroja y ni siquiera sabía nada del dinero. Pero puede encontrarla a ella o a la pasta. Tiene a la amiga y le va la vida en ello, ¿verdad? Creo que le han dado de plazo hasta el viernes…

– ¿Cómo lo supo, Philip?

– Ya se lo dije: el viejo Mar López se ha movido un poco por el ambiente y todo se sabe si uno conoce los resortes que hay que tocar. De modo que mi precio ha subido, aunque no soy muy ambicioso. Si vamos a jugarnos los cuartos con El Muerto, juguemos fuerte. Está usted, está la pelirroja, está la morena y yo. Cuatro partes iguales. Lo espero a las diez, ¿vale?

– Vale -respondí mecánicamente-. A las diez.

– Una cosa más, Sotanovsky… -Hizo una pausa incómoda-. Cuando todo esto acabe, habrá que salir del país, porque El Muerto no se quedará quieto. Yo había pensado en Río de Janeiro…

– Buena elección, Philip -reconocí.

– Estamos juntos en esto, y usted está con la morena. ¿Me equivoco?

Nina seguía a mi lado. Tomé una punta del lazo del delantal y tiré hasta deshacer el nudo. Sonrió de aquella manera.

– … yo pensé -continuó Philip-, que ya que vamos a ser socios, tal vez podría arreglarlo para que la pelirroja y yo… usted ya me entiende, Nicolás.

– Delo por hecho -prometí, mientras le quitaba el delantal a Nina.

Se deshizo en agradecimientos y colgó para soñarse en Río, con la pelirroja a su lado y una pila de billetes en la cuenta corriente.

Nina esperaba mis movimientos. Sonó el teléfono otra vez. Era Lidia.

– ¿Nicolás?

– Sí, el mismo que ni viste ni calza -contesté sin saber por qué.

– Lo imaginaba. ¿Es que esa mina no te deja descansar? Debe ser una ninfómana. Y vos ya no sos un chico, Nicolás.

– Tranquila, negrita. Tengo cuerda para rato. ¿Hay novedades?

– Algunas. El apellido de Serrano ayudó mucho y Manolo consiguió…

– Manolo -interrumpí con voz sugestiva.

– Sí, Manolo, ¿y qué? ¿Acaso no tenés a esa picapleitos calentona que no te deja tiempo ni para reponer fuerzas?

– Lo siento, negrita. Propongo una tregua -dije con voz entrecortada, porque Nina había entrado en acción mientras yo hablaba de pie. Se pegó a mí y comenzó a frotarme los pechos por la espalda.

– De acuerdo. El caso es que el tal Serrano trabaja ocasionalmente a las órdenes de un tal Menéndez, un bicho de cuidado, robos a mano armada y cajas fuertes. Es un tipo delgado y pálido, al que se le sospechan varias muertes, aunque solo se le probó una hace años. ¿Adivinás cuál es su apodo?

– El Muerto -murmuré.

Nina había pasado a lamer en mi pecho los restos de zumo de naranja y amenazaba con bajar.

– Exacto. El Muerto. Acaba de salir de la cárcel, después de dos años a la sombra. Le cayeron cinco por el asalto a una financiera de Madrid…

– Financur -dije mecánicamente, porque mi cerebro estaba dividido entre la parte que conversaba con Lidia y la que respondía a los estímulos de Nina y sus labios, que habían traspasado con éxito la frontera de mi ombligo sin más pasaporte que su lengua.

– ¿Cómo sabés el nombre de la financiera? -preguntó Lidia.

Contesté que lo había mencionado El Muerto, para evitar explicaciones que no podía organizar con Nina atentando contra mi concentración, allá abajo.

– Financur -repitió Lidia-. Un trabajo bien hecho, sin sangre, aunque Manolo dice que a El Muerto no le hubieran importado dos o tres cadáveres.

Nina me obligó a sentarme en el sillón. Se arrodilló frente a mí.

– … no tuvo demasiada difusión el robo -continuaba Lidia-, porque no había mucho dinero. Financur es una empresa que no goza de buena fama y no tiene clientes importantes. En total, treinta mil euros, y algunos dólares.

Estuve a punto de olvidar a Nina y sus labios, porque la cantidad no coincidía con las expectativas de Mar López. Pero era imposible olvidar a Nina. Se puso de pie sonriendo y me dio la espalda sinuosa. Después, con una gracia felina, se sentó sobre mí, es decir sobre . Lidia seguía con su informe, del que solo captaba retazos, porque Nina se movía con deliciosa lentitud y aunque yo conocía su malicia al interferir en la conversación con Lidia, cooperaba con ganas. Giró la cara y su expresión era de triunfo.

– … lo extraño del caso -apuntaba Lidia ignorando su derrota- es que El Muerto no se preocupó demasiado por ocultar su identidad durante el atraco. Una llamada anónima y lo pescaron dos días después, junto al botín íntegro. Bueno, casi íntegro: faltaban unos mil euros. ¿Nico? ¿Estás ahí?

– S-sí, negrita -aseguré en un esfuerzo de concentración-. Es que se me hizo un lío con el cable del teléfono…

– Qué cable -murmuró Nina antes de que pudiera taparle la boca con una mano. Había colocado los pies sobre el sillón, uno a cada lado de mis piernas, y subía y bajaba, con sacudidas fuertes y precisas. Separé la espalda del sofá, para amortiguar el ruido acompasado que hacíamos y que Lidia terminaría por notar.

– Ya está, negrita. Me decías que El Muerto robó treinta mil, se gastó mil en caramelos y se dejó agarrar mansito… No tiene mucho sentido.

– No. Tal vez pensaba mantenerse oculto una temporada y no alcanzó a salir de Madrid. Andá a saber. El caso es que le cayeron cinco años, pero por buena conducta y como había devuelto el dinero… Hace una semana que está en la calle. Cosas de la justicia.

Yo había conseguido mantener la calma de cintura para arriba, pero de ahí para abajo, Nina era dueña y señora, y recorría sus dominios con furia explosiva.

– En cuanto a tu Nina, es una chica de lo más activa…

– No me digas -comenté mientras la espalda de Nina subía y bajaba a un ritmo que anticipaba el final.

– Ajá. Un poco revoltosa en la facultad, hizo teatro con la otra, Noelia, y jugó a la burguesita revolucionaria. Después se casó con un diseñador con mucha guita y le puso los cuernos con un pintor de mala muerte. Se divorció y volvió al hobby del teatro, en cuanta obra exigiera ponerse en bolas…

– ¿Y el otro ejemplar? -dije para tapar los jadeos contagiosos de Nina que se alejaba sin salirse, apoyando los pies en el sillón, para dejarse caer y volver a subir, cada vez más rápido, cada vez más profundo.

– Parece más calmadita, pero también es buena pieza. Origen catalán de guita, se le sospechaba futuro como actriz y otro tanto como abogada, pero las malas compañías…

Nina se sacudió por dentro en un espasmo adorable y fue deteniendo su movimiento, dejándome solo con la conciencia del teléfono en la mano y mi deseo que dolía de deseo. Giró la cabeza para verme y sonrió con picardía, sabedora de que Lidia existía apenas como un rumor confuso en mi oreja. Todavía tenía los pies sobre el sillón, a cada lado de mis piernas, y apoyaba su espalda contra mi pecho. Se irguió otra vez en cuclillas y manipuló eso que me dolía de rigidez. Lo deslizó contra su sexo húmedo, trazando círculos y triángulos en su intimidad, y luego lo apretó contra su pelvis y lo hizo recorrer desde el final del bosque de vello mojado, hasta la entrada que yo anhelaba. Lidia seguía al teléfono:

– … y dice Manolo que no se les pudo demostrar nada, y tampoco lo intentaron, porque Noelia tenía relaciones muy importantes…

Nina jugó, sin decidirse. Se levantó un poco más sobre sus rodillas y pasó mi sexo a lo largo de esos labios que me llamaban. Pero no se detuvo. Al fin lo empuñó con firmeza y trató de franquearme la entrada que yo no conocía. Demasiado pequeño. Humedeció su mano con saliva en tanto yo contestaba con síes y noes al monólogo de Lidia y me puso la palma delante de la boca, para que aportara mi propia saliva. Me estremecí cuando me untó con nuestra mezcla. Volvió a probar la entrada y creí que otra vez fallaría. Cedió un poco y yo «que sí, Lidia, que voy a tener cuidado, que no soy un chico y no me fío de cualquiera», y Nina que ponía en tensión el cuerpo, se enderezaba para recibirme y hacía fuerza con su propio peso para forzar el paso. Lidia comentaba que se había relacionado al bufete de las chicas con «blanqueo de dinero, no de drogas sino de», por fin pude entrar un poco y una traba, como si después de anticipar el alborozo debiera conformarme con un fracaso, «pero luego no se llegó a formular una acusación porque tampoco era tanto dinero y no era cosa de montar un escándalo con concejales de por medio», y pude entrar un poco más con Nina temblando a medias por el esfuerzo y a medias por el placer y el dolor y le hice señas de salir y me dijo no, que mi mano a jugar delante con el pequeño botón de piel y nervios, «no hubo investigación posterior» decía Lidia, y yo pensaba que sí, que hubo investigación posterior y penetración, «pero siempre quedó la sospecha de que las abogadas estaban relacionadas con el blanqueo y metidas hasta», hasta la mitad y Nina me pidió que siguiera y obedecí gustoso pero con cautela, porque aquello apretaba y era distinto, no mejor ni peor, «pero apretaron al concejal, nomás, y la cosa no pasó de una bronca sin pruebas que ni llegó a los diarios y desde luego, nadie quiso llegar hasta el fondo del asunto», yo sí quería y Nina también quería y llegamos al fondo y nos fundimos y se detuvo el tiempo y Nina comenzó a bajar y a subir, primero despacio, porque había tiempo, «y pensaron que si de verdad estaban metidas en ese tipo de manejo de dinero ilegal, volverían a hacerlo y caerían en la trampa, porque eso es como un vicio, empiezan haciendo un pequeño negocio sucio y después quieren más y más», ¿más? pregunté a Nina y ella que más y más y subir y bajar y subir y bajar y dentro y dentro «y bueno Nicolás, ya te tendré al tanto de lo que salga y no dejes de llamarme para mantenerme informada y sobre todo descanso, que te noto agobiado, puede ser el calor, no te metas en nada raro», métela más y más y más decía Nina y Lidia «no te metas» y ya estaba metido todo lo que podía y las dos lo sabían cada una a su modo «y si pensaba volverme a casa, sería lo más prudente que no era cosa de andar de acá para allá», arribabajo arribabajo adentro adentro adentro, «alguna vez tenés que parar», no pares mi amor no pares que ya, «después te llamo», y yo también ya, «gracias por todo negrita, y perdón por la molestia» y el zumbido del teléfono sin nadie al otro lado de la línea ya y Nina y yo unidos por una línea de fuego y movimiento furioso y la mano del teléfono arrojándolo lejos y disputando el lugar con la otra mano y cada vez más hasta que todo fue rojo y explotó, yo dentro de ella y ella sin parar de hacerse hacerme el amor, que después habría tiempo para las dudas, las preguntas, las explicaciones y de momento «no salgas todavía».

15

Durante el resto del día espantamos los fantasmas a fuerza de caricias, comidas, bromas y más caricias. Nos contamos mentiras a medias y verdades pinceladas de fábula, y cada vez que un silencio incómodo preludiaba la conversación seria que habría de enfrentarnos con nuestros problemas, lo espantábamos con el conjuro de una frase, una postura, un juego infantil rescatado de la memoria y jugado por dos adultos desnudos que bien podían ser niños, uno dentro del otro y los dos vestidos de travesura.

Vimos la tele, simulamos que los concursos eran entretenidos y los telediarios decían la verdad. La casa era un útero infranqueable que nos protegía del riesgo de crecer y salir a la calle, donde había gente que no jugaba ni hacía bromas. Al final, después de un baño tormentoso en una bañera que no había sido ideada para tales excesos, hicimos al mundo la concesión de vestirnos y entre toallas y ropa interior perdimos las ganas de reír, que fueron a parar al canasto de la ropa sucia.

Nina lloró primero, y no había rastros de impostura en esa sal demorada en sus mejillas. Yo no la seguí por un prejuicio relacionado con la hombría y porque cuando lloro me gusta conocer el motivo. Y en aquella ocasión había varios entre los que elegir, pero ninguno pesaba lo suficiente.

Armó dos porros y me alcanzó el mío encendido.

– Lo malo de mí es que no siempre soy la misma, ¿sabes? A veces creo que podría comerme el mundo de un bocado y me río de las convenciones y de la formalidad. Pero hay tardes en que envidio a mis amigas que pueden engordar, sospechar cuernos de sus maridos y sufrir el crecimiento de los niños. Soy inmadura, egoísta y banal, y temo que acabaré siendo una vieja arrugada y puta, que se niega a aceptar un espejo de tetas caídas y cama tranquila y compasión pagada en billetes o favores. -Se secó una lágrima con la sábana-. Otras veces, casi siempre, soy como tú me conoces, paso de todo y vivo provocando, porque la adrenalina me recuerda que soy joven y guapa y sensual todavía. Me niego a comprometerme con nada o con nadie y a la vez me enamoro de perdedores que me dejarán tirada en cualquier esquina.

– Gracias por lo que me toca. -Con el pulgar recogí una lágrima de su mejilla y la llevé a mis labios-. Conozco a un gato callejero que tendría respuesta para todo eso…

– ¿Y tú, no la tienes?

– ¿Yo? Yo apenas si tengo espacio en la mochila para mis preguntas. Pero te comprendo, porque me pasa algo parecido. Es como si fuera dos tipos dentro de un cuerpo y ninguno termina de caerme simpático. Uno es este irresponsable que deja lugares y más lugares en el tablero de juego, sin resistir o esperar a que lo echen; que no tiene otro domicilio fijo que la incertidumbre y el alquiler es muy caro, Nina: no saber cómo será mañana. Y lo que es peor, tampoco me importa. El otro es lo opuesto y me repele con sus consejos tardíos y sus recriminaciones tradicionales: no hagás esto, no te metás en aquello, no digás nada, no comprés, no regalés, no entregués: vendé. Y no hay mucho que vender, solo inconstancia. Me siento como si fuera un superhéroe fallado, un Superman trucho, con dos personalidades como manda la tradición, pero en las dos soy un debilucho periodista al borde de la calva y la mansedumbre. No hay vuelo, ni vista de rayos X, ni mucho menos un pito de acero. ¿Nunca pensaste que Superman tiene que tener un pito de acero? ¿Cómo se lo bajará, con friegas de kriptonita?

Rio, con dos lágrimas mojándole la risa.

– Tú no lo tienes de acero, pero te defiendes…

– Mercí, madame -me puse de pie-. Pero no me has dicho si averiguaste algo y no te lo voy a preguntar. Mañana me voy de esta casa.

– ¿Cómo? -saltó como un resorte.

– El departamento es muy chico para que juguemos a la escondida con la realidad, Nina. Y la mía es que pueden matarme. Lo de ayer no era joda y si tengo que arriesgarme, prefiero hacerlo solo. Además, vos sabés cosas que callás y no puedo pedirte que traicionés a tu amiga.

– ¿Estarías dispuesto a entregar a Noelia a esos tipos?

– No lo sé. Y es lo que me rompe las pelotas. Estoy hasta acá de no saber nada de nada y por una vez voy a cambiar las reglas del juego. Esta vez las preguntas las hago yo, pero donde haya gente dispuesta a contestar.

La besé en los labios, como hacen en las películas con protagonistas duros que al final salen ganando. Yo no confiaba en mi suerte, pero había que probar.

– Te quiero -murmuró-, y te dije lo que sé: Noelia y yo no hemos estado muy unidas últimamente.

– Nunca mientas a un mentiroso -dije con ternura. Y esa frase también era de una película, aunque no me acuerdo de cuál.

Cuando llegaba a la puerta me llamó, me insultó en español y en algo que podría haber sido euskera, y me pidió que volviera esa noche. Prometió conseguir información, comparar datos, y cuando ninguna de las promesas surtió efecto, me recordó que ella era mi única posibilidad de hallar a Noelia.

El clac de la puerta al cerrarse detrás de mí, se repitió en el clash de un objeto al chocar contra la madera. Rogué para que Nina me hubiera tirado su última máscara y no otra actuación estupenda.

16

El edificio donde Mar López dejaba escapar los años y las oportunidades era una vieja construcción gris de hollín y de cansancio. A unas cuadras, la Puerta del Sol marcaba el kilómetro Cero de España, pero aquí estaba la evidencia de que no se podía ir mucho más lejos. Portales repetidos, con un collage de chapas variopintas anunciando dudosos negocios que iban desde la filatelia hasta la quiromancia, sin olvidar el rosario de academias de informática que ofrecía un billete hacia el éxito desde la misma capital del fracaso.

Volví a comprobar que nadie me había seguido. El Muerto se habría dado por satisfecho con la paliza en el taxi, al menos por un par de días. Y Serrano tampoco estaba a la vista.

La chapa de Mar López era copia fiel de la tarjeta, pero hecha de un metal que alguna vez había sido dorado. En el extremo superior izquierdo, cubriendo el ojo vigilante, un escupitajo reseco y espeso. El ascensor era una jaula enrejada de negros hierros retorcidos rematados en flores negras de metal tapizado en polvo. Iba a abrir la puerta de esa máquina del tiempo cuando alguien la llamó desde arriba. Opté por la escalera porque pensé que cinco pisos escalados sin apuro compensarían los minutos de adelanto con que llegaba a la cita.

Al coronar la segunda planta me paré a encender un cigarrillo y vi el ascensor que bajaba con un chirrido como el de un violín descuidado. Dentro iba un tipo delgado envuelto en el agravio al verano de una gruesa gabardina.

El Muerto.

No me vio porque estaba ocupado revisando una carpeta con papeles. Me senté en el descanso de la escalera. Tenía que ser una trampa. Coincidía la hora y bien podía esperarme en el despacho mi buen Jamón Calibre 45, dispuesto a mandarme al otro barrio por pasarme de vivo. No tenía sentido: el plazo era hasta el viernes y no me habían prohibido hablar con nadie.

A menos que ya hubieran encontrado a Noelia y el dinero, no tenía sentido una trampa. Sabían dónde encontrarme, no necesitaban emboscadas o citas falsas. Lo más sensato sería hacerle caso a Lidia, juntar mis cosas y usar el pasaje de vuelta a casa que todavía tenía seis meses de plazo.

Eso o escapar a otro país europeo, no era justo morir sin ver París y descubrir que era una ciudad como cualquier otra. Sí, París, o un viaje sin rumbo por la España desconocida, incluida la visita a la aldea de Almería de la que saliera mi abuelo. Después podría regresar a casa y buscar un buen trabajo en un diario, o en publicidad, y escribir mi novela en los ratos libres, y formar pareja estable con Lidia o con otra Lidia igualmente adorable y segura; y dejarme de buscar por paisajes que nunca me habían llamado ni me despedirían.

Mientras pensaba esto había descontado los tres pisos que faltaban para el quinto y me mentía un triunfo moderado en la profesión, sin dejarme domesticar del todo, ni renunciar a unos principios difusos pero míos, cuando llegué frente a la puerta del despacho de Mar López.

Una luz encendida revelaba el polvo adherido al cristal opaco y la placa del detective en la puerta era casi como la había imaginado: sin mi nombre para compartir esperas sin recompensa, pero cubierta de cagadas de mosca. Pensé que tenía que agregar las moscas a mi lista de supervivientes, junto a las palomas.

Esperé un rato, fumando y a la caza de ruidos.

Nada.

Abrí la puerta al mismo tiempo que lamentaba no haber traído la pistolita de Nina. Pero no hubiera servido de mucho en esa sala de espera, salvo que me dedicara a matar el tiempo y para eso bastaba con las revistas amarillentas que databan por lo menos del año en que murió Franco pero no sus enseñanzas.

El sillón de los clientes no estaba bordado de telarañas, aunque nadie se había sentado ahí desde hacía meses. Lo atestiguaba el polvo que protegía una razonable imitación de cuero verde. «Vacas verdes», pensé, «vacas verdes volando sobre las palomas que vuelan sobre las moscas y se cagan unas sobre otras y todas, todas sobre mí». Traté de tranquilizarme y tomé nota de la puerta del despacho, también con un cristal opaco y una luz detrás. «Philip», llamé mentalmente, «Philip, esto no se hace, la concha de tu madre, teníamos un trato y los tratos se cumplen, cuatro partes iguales y la pelirroja para vos, si podíamos convencerla, pero así no Philip, que El Muerto acaba de salir de esta oficina, porque no creo que visitara a la adivina del otro despacho, que los muertos no creen en esas cosas y entonces solo queda la trampa, la celada, la puta emboscada para eliminar a un simple viajero sin destino que se ha negado a ser un gato de ministro y a decir verdad tampoco nadie se lo ha propuesto seriamente que si no, quién sabe».

Conseguí serenarme y giré el picaporte. Mis ojos captaron la oficina pobre y los archivos despintados de verde y debajo azul, cubriendo apenas la primera pintura gris como las paredes.

Un escritorio heredado de otros ocupantes que habían tenido la suerte de salir de esa ratonera.

Dos sillas para las visitas y al otro lado un sillón giratorio gastado en los bordes, hijo pródigo de la misma vaca verde que había parido a los de la sala de espera.

Si alguien quería pintar el fracaso, esta era su oportunidad y su paisaje: una cárcel sin barrotes ni salida posible, con el almanaque denunciando el tiempo con dos meses de atraso y las ilusiones mal guardadas en una caja fuerte empotrada con la puerta abierta de par en par.

Ah, y el cadáver de Philip Mar López, detective privado, como muestra de que no había otra forma de salir de allí.

17

Mi experiencia con cadáveres era como la de cualquier estudiante de Medicina del tercer mundo: quince minutos de difunto en cinco años. Pero no necesitaba estudios para saber que esa cosa negrarrojaespesa era sangre, con las moscas revoloteando sobre el charco que era un lago, con un afluente que descendía desde la mesa del despacho, desde la garganta cercenada de Philip.

Temblando, le toqué el cuello y estaba tibio, pero muerto.

Total y absolutamente muerto.

Tendría que haber salido de ahí en ese momento. El Muerto podía volver, o acaso un cliente que tendría el honor de ser el primero que rechazara Mar López, por causas de fuerza mayor.

No me fui. Estaba harto de irme.

La caja fuerte se llamaba así por una broma de mal gusto. Era chiquita y mezquina, con un gran ojo de cerradura y un recuadro de pintura más clara enmarcándola como una postal del desaliento. En el suelo, rodeado de cristales, un marco destronado. Lo levanté. Una imagen amarillenta de Río de Janeiro, probablemente recortada de una vieja revista: playa angelical y dos garotas que ya serían abuelas, paseando curvas por la playa. El pobre Philip. Quién sabe cuántos años llevaba soñándose en esa arena, millonario al instante por un gran negocio que nunca llegaba. Y cuando llegó, todo lo que tuvo para el viaje fue una navaja empuñada por una mano huesuda.

Pero el hijo de puta sonreía.

Muerto y todo, el detective sonreía.

Tal vez imaginara la sorpresa de la casera cuando llegara el lunes a cobrar el alquiler. Su brazo derecho estirado sobre la mesa acababa en una pequeña mano cerrada en un gesto que tal vez fuera espasmódico y final, pero que a mí me recordaba bastante al de los cuernos. Seguí con la mirada la dirección de los dedos y solo estaba el archivador con los cajones abiertos de mala manera, y una lluvia de carpetas caídas.

Para no pensar en el cadáver, rebusqué en el índice alfabético. Nada en la S de Sotanovsky, nada en la F de Financur, nada de nada en las iniciales de Noelia o Nina. Cerré el cajón con fuerza y miré al detective que seguía sonriendo después de muerto con una plenitud que no tenía en vida. Caminé hacia la puerta, sensato al fin.

Me paré en seco. Y volví sobre mis pasos hasta el archivador. Busqué en la R y ahí estaba. «Río de Janeiro.» Algunos folios sueltos, folletos turísticos de décadas sucesivas, y una libreta negra con tapas de hule. Un diario. Sí, un diario como los de las quinceañeras, pero con los bordes de las páginas redondeados a fuerza de masajear sueños que no se cumplirían.

Revisé el contenido con cierto pudor por asomarme a las miserias ajenas, una buena manera de olvidar las mías. Los bordes de las páginas estaban cubiertos de una pátina que no llegaba a ser marrón, y se quedaba en algo entre el amarillo del tabaco en soledad y gris de gris, el peor de los grises. Pobre contenido el del diario de un detective fracasado en una ciudad que no guardaba secretos sino los bienvendía en portadas de revistas o despachos amueblados de diseño. Romances truncados o imaginarios con pobres chicas de oficinas vecinas, una clienta viuda que sospechaba que el marido no había muerto de causa natural y que lo había matado un oscuro poder y qué buena y qué sola y qué desvalida y qué buena (otra vez) estaba la viuda, con solo un detective rudo y ajado para darle amparo; Mar López fumando por el costado de la boca y las comidas caseras en su casa de ella para «conocer» el terreno y un hijo -no de puta, que era una señora, pero un hijo de puta al fin y al cabo-, que olió la plata de la herencia y llegó a defender a mami; y otra vez café sin café por aquello de la úlcera y angustia de despacho decadente y solo y no más viuda.

Aquello tenía fecha de seis meses atrás. Después, banalidades, cuernos intrascendentes espiados por morbo de maridos con la entrepierna más tranquila que la conciencia, y algún rescate fallido de joyas que no valían el esfuerzo.

Eso, y la historia del sudaca.

O sea, yo.

Eran anotaciones sueltas y espaciadas, con poco entusiasmo al principio, pero que se volvían más largas y detalladas a medida que Mar se adentraba en el caso y su olfato atrofiado de sabueso de jardín olía dinero. Ahí estaba todo. El encargo de seguimiento por parte de Noelia, la vigilia incierta tras mis pasos sin rumbo, yo mismo. Un tipo de treinta años, con amigos variopintos «y casi sin amigos verdaderos», que rondaba Madrid «con más desgana que ansiedad», ni muy alto ni muy bajo, delgado de comer poco, «ojeroso de pensar demasiado», de costumbres sexuales aparentemente ortodoxas (también sabía lo de la gallega, el fisgón), sin metas claras y al que amenazaba «una calvicie lenta pero inexorable en la coronilla».

– El hijo de puta. Sabía escribir «inexorable». Quién lo hubiera dicho.

Encendí un cigarrillo. Necesitaba un trago de algo fuerte, y no precisamente la tila que el detective ya no entibiaría en su petaca bajo el sobaco.

No era muy imaginativo para esconder el whisky, ni falta que le hacía, en una oficina frecuentada solo por las moscas. Encontré la botella en el segundo cajón del archivador y un vaso casi limpio. Seguí leyendo sin imaginar qué era lo que El Muerto buscaba con tanta urgencia. Algo que valía una puñalada y una muerte sin importancia.

Pensé que no era de buen gusto beberme el pésimo whisky de Philip en sus narices, de modo que pasé al otro lado de la puerta fingidamente oculta tras el sillón. Si el panorama en el despacho era desolador, lo que encontré en ese minúsculo espacio robado a la estrechez era para recomendar a cualquier suicida. Me bastó una mirada para descubrir que Mar López vivía ahí, si a eso se le podía llamar vivir. Un cuartucho de dos metros y medio por casi dos, recortado el escaso espacio por la entrada del baño, una mesa de juguete, un microondas abollado, unas pilas de libros ajados, y una breve cama sola y sucia. El Muerto también había estado ahí. Lo supe por la violencia mecánica con que habían sido revueltos los libros, acuchillados la almohada y el jergón, rotos los cajones casi sin pertenencias. Hasta en el baño había buscado el hijo de puta. Tampoco era un baño en toda regla: apenas un lavabo, un pequeño espejo rajado, un inodoro amarillento, y una gran palangana de plástico apoyada de costado contra la pared, en inestable equilibrio. Suficiente para la higiene sin alegrías de Philip, para su vida clandestina de esquivar al portero para que no descubriera que vulneraba su contrato viviendo en la oficina, calentando platos culpables con la ventana abierta para que el olor a comida no delatase su presencia.

Bebí un largo trago de la botella y me quemó la garganta. Por la ventana sin cortinas se colaba la luz azulverderrojazul de un letrero de neón que marcaba el pulso del universo. Me senté en la cama y estudié los libros de Mar López. Lecciones de detective por correspondencia, literatura policial barata, el inefable Marcial Lafuente Estefanía para glosar el salvaje Oeste. Y en un cajón de la raquítica mesita, tres novelitas de Corín Tellado y una revista porno de las más baratas.

– Picarón -susurré-. Esto debe ser de los tiempos de la viuda.

Le robé otro trago a la botella y el whisky seguía siendo malo. Me deprimí y tuve ganas de llorar, de llorar despacito y sin motivos, hasta morir deshidratado. Para espantar esa sensación, empecé a hojear los papeles de la carpeta titulada «Río de Janeiro». Del diario de Philip, a una copia del informe que le remitiera a Noelia, al diario otra vez. Y empecé a atar cabos. Cuando mis deducciones se retrasaban, las anotaciones del diario me servían de puente.

– Después de todo, no eras tan tonto, detective -dije brindando hacia la puerta.

Noelia escapaba por completo al prototipo de cliente de Mar López. Por eso cuando ella visitó su despacho, él registró sus impresiones en el diario. No se tragó el cuento de la búsqueda de marido y una vez que conoció al «candidato» (o sea yo), decidió que si después de todo era cierto que estaba dispuesta a casarse con «un tipo así», bien podía él entrar en la competición. Noelia le gustaba a rabiar. No escatimaba descripciones en su diario, algunas rozando la fantasía erótica, y pensé que por lo menos seis de las manchas en las sábanas del jergón de Philip llevaban el nombre de la pelirroja.

El informe, en cambio, era aséptico, salpicado de palabras grandilocuentes mal empleadas, pero demostraba que el tipo sabía su pobre oficio. Había seguido mi rastro durante días y días. Caí en una extraña fascinación al descubrirme como otro desde los ojos de Mar López, impersonales en el informe, incisivos en las anotaciones del diario. Hasta las fotos que me había hecho sin yo advertirlo parecían de otro tipo. Ahí estaban unas semanas de mi vida, acto tras acto, caída tras caída. Mi relación con la peruana, la ruptura, la gallega -de la que señalaba en el diario «tiene el mejor par de tetas que he visto en mi vida»-, la intermitente comunicación con Lidia, la poca relación con círculos de argentinos residentes en Madrid, y hasta algunos datos personales más o menos acertados, que andá a saber cómo carajo había logrado reunir.

En un papel, sujeto con un clip a la copia del informe, dos apellidos acabados en número de teléfono que supuse serían de los colegas de Mar encargados de esas investigaciones, el nombre de mis competidores y su nacionalidad. No me sonaban de nada.

Seguí leyendo y tomando, y no pude reprimir una carcajada cuando las expectativas del detective de tirarse, ya que no a una rubia de novela, por lo menos a esa pelirroja espectacular y mentirosa, se fueron al carajo. Después de recibir el informe, ella no volvió a llamar ni a visitar el despacho, y en el número de teléfono que había dejado nadie atendía las llamadas.

Pero pese a todo, Mar López era una rata de aquellas alcantarillas del Madrid más sórdido. Olfateó dinero. Y salió a preguntar por los bares, y comprobó con sorpresa que el nombre proporcionado por Noelia no era falso. Y supuso que si se había empeñado tanto en saber de mí, acabaría por ponerse en contacto. En eso se equivocó.

Hacia el final, las anotaciones del diario se volvían un poco confusas, como si hubiera estado dándole a la misma botella que yo ya estaba a punto de vaciar.

Hablaba de dinero, mucho dinero, de planes, de Río, por supuesto.

Y oscuramente, en las últimas páginas, de Río y la pelirroja, que «al principio vendrá un poco obligada, pero luego aprenderá a quererme».

Ya no entendía una mierda. Tiré el diario y la carpeta contra la pared de aglomerado. Del cuaderno cayeron unos recortes de prensa. Eran fotocopias de diferentes periódicos, la fecha apuntada en el margen con la infantil letra de Mar López. El más antiguo estaba fechado casi tres años atrás, y narraba, en el lenguaje truculento de las crónicas de sucesos, el atraco a Financur, con un botín estimado en poco más de treinta mil euros, y anunciaba que «pese al hermetismo habitual en estos casos, ya que la investigación sigue abierta, fuentes bien informadas no descartan el pronto esclarecimiento de los hechos».

El otro recorte fotocopiado daba cuenta de ese «esclarecimiento»: fuerte dispositivo policial, captura de un tal P. Menéndez, alias El Muerto, con el botín casi al completo, puesta a disposición de las autoridades judiciales, etcétera, etcétera. Le di otro trago a la botella. Estaba mareado. Con cierta dificultad, leí el último recorte. Y recuperé la sobriedad al instante.

La pieza encajaba, aunque de manera remota. La fecha era de una semana después de la detención de El Muerto, diez o doce líneas a una columna. Informaba sin pasión de la muerte de un tal Enrique Salas y Salas, gerente de Financur. Había muerto en su despacho, instantes después de recibir una larga llamada telefónica que su secretaria no pudo identificar. Se había volado la tapa de los sesos con la pistola que guardaba en su escritorio.

Me puse de pie con dificultad, llegué al despacho y apagué la luz.

Conseguí marcar el número de la casa de Noelia.

– ¿Nicolás? -preguntó Nina con voz ansiosa.

– Sí, soy yo. ¿Seguís decidida a ayudarme?

– Desde luego, ¿por qué no vienes aquí y hablamos? Seré sincera.

– Hoy no, Nina, hoy el cielo es azulrrojoverdeazul y la muerte anda suelta…

Me preguntó si había bebido y dije que un poco, pero que eso tampoco importaba. Quedamos en vernos el domingo a las doce, en el Rastro, para seguir buscando huellas de Noelia. Volvió a insistir.

– ¿Dónde estás, Nicolás? ¿Quieres que vaya a buscarte en un taxi?

– No, Nina. Esta noche no. Tengo que quedarme a hacerle compañía a un amigo.

Le solté un pequeño beso por teléfono y colgué.

Me senté en la silla frente al cadáver del detective y encendí un cigarrillo.

– Por Philip Mar López, grande a su manera en este pequeño mundo de mierda -dediqué.

Y empinando la botella, terminé de un trago su contenido.