177694.fb2 Un jam?n calibre 45 - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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DOMINGO

«Igual que en la vidriera irrespetuosa

de los cambalaches, se ha mezclao la vida;

y herida por un sable sin remaches,

ves llorar la Biblia junto a un calefón.»

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, Cambalache

18

Las ciudades en domingo por la mañana son hasta queribles. Y si la ciudad es Madrid, el domingo, de verano, y la mañana, raramente fresca para agosto, uno puede hasta llegar a enamorarse de la dama, cortejarla en sus calles vacías y creer, sin creerlo del todo, que está soltera y disponible. Pero siempre hay maridos posesivos aunque ausentes que te buscan y te encuentran en el armario previsible de la ciudad. No te matan porque el honor ya no cotiza lo que antes; les basta con recordarte sin palabras que la ciudad nunca será tuya más allá de la mentira claroscura de una noche o el romance fugaz de una mañana dominguera y desierta.

Chan chan.

Un poco de música melancólica, una voz entre el falsete y la ronquera, y ya tenía otro tango de éxito seguro.

Entré en la cafetería de la Gran Vía lamentando no haber memorizado el recorrido para volver otro día. Solo anduve alejando en cada paso el cadáver de Mar López, como si después de una noche cerca de su muerte el horror me llegase con retraso y urgencia. Ya se sabe: la luz de la mañana puede ser muchas cosas limpias y brillantes, pero espanta la fantasía con más eficacia que los detergentes de la tele una mancha de grasa rebelde.

Philip, a la luz del día, no era más que un muerto pálido y durito tras un escritorio descolorido. Evitando mirarlo, había juntado los recortes y el diario, tapé inútilmente la botella de whisky vacía y encendí con repulsión el primer cigarrillo del domingo por la mañana con el último del sábado por la noche. Cuando estaba por salir sin mirar hacia atrás, me acordé de algo y volví.

Levanté del suelo la estampa amarillenta de Río, le sacudí los cristales astillados y la coloqué junto al detective en el escritorio. No creo en los viajes astrales y esas cosas, pero si Philip tenía alguna posibilidad de realizar uno, yo sabía cuál sería el destino escogido.

Para bajar hasta la calle había desdeñado la jaula del ascensor que aún conservaría la memoria de El Muerto, y cuando salí a la mañana me di cuenta de que habría dejado el lugar sembrado de mis huellas digitales: vasos, archivadores, todo eso. Pensé en volver, pero seguí andando: estaba acostumbrado a dejar huellas y que nadie les hiciera el menor caso.

Pude desayunar en cualquier bar de la Puerta del Sol. Pero no me parecía decente llenarme de café y tostadas tan cerca de la frugalidad definitiva de Philip. Caminé sin rumbo por las calles del centro, pensando en lo agradable que sería la ciudad en permanente domingo por la mañana. La cafetería era un local enorme y casi vacío, salpicado acá y allá por una pareja trasnochada que pretendía recomponer su aspecto para que la juerga pareciera haber acabado en chocolate con churros y no en asiento trasero del coche; cuatro muchachos ruidosos esforzados por fingir que se habían divertido como nunca en vez de perder la noche espiando manoseos ajenos; dos policías nacionales discutiendo al borde del duelo sobre el Real Madrid y el Atleti; una vieja que iba o venía de misa, haciendo tiempo para una nueva función; una chica sola de espaldas a los ventanales, y yo, que tomé posesión de una mesa con vistas al mar quieto de la Gran Vía.

En la calle, un tipo con cara de misterio aburría una esquina con las manos en los bolsillos. Silbaba sin sonido, empeñosamente y creo que hasta con gorjeos, pero sin sonido. Quería que todo el que lo viera tomara nota de que cumplía al pie de la letra los requisitos universales del disimulo. Cuando yo atacaba la otra mitad de la tostada se le acercó un muchacho elegante con la espalda rígida de tensión y le pidió fuego, pese a que el disimulado no estaba fumando. Sacó del bolsillo un encendedor fosforescente y cambiaron unas palabras. El encendedor volvió al bolsillo envuelto en unos billetes entregados por el muchacho elegante y tenso, y la mano volvió a salir encerrando en su cárcel de dedos un paquetito que fue rápidamente sepultado en el elegante bolsillo. A un par de metros de mí, los dos policías seguían discutiendo con furia homicida si Messi era o no mejor que Maradona, y rogué que cuando empezaran a pegarse tiros con las pistolas reglamentarias yo alcanzara a esconderme bajo la mesa.

En la calle, el disimulado atendió a otros tres clientes mientras yo repetía la transfusión de café, y luego dijo que no a un cuarto, en chaplinesco gesto de mostrar los bolsillos vacíos. Los policías habían logrado un punto de acuerdo, y se turnaban gentilmente para cagarse en los muertos o defender al entrenador del Madrid y dudar del futuro de la selección nacional, que según uno de ellos solo podría ganar otro Mundial si todos los demás equipos morían de infarto colectivo. «Lo del 2010 fue una raya en el agua», dijo, y me demoré en la metáfora, que se parecía a mi vida.

El disimulado caminó sin apuro hasta un portal visible desde mi mesa, llamó a un timbre, y poco después un tipo gordo le entregaba mercancía para seguir con el negocio. Volvió a su esquina y yo a mi café. El reloj decía que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita con Nina. Hubo un recambio de público en el local y los policías treparon al coche que vino en su busca, incorporando al conductor a la discusión que ahora versaba sobre ciclismo y lo hijoputas que eran los franceses al desplegar toda clase de artimañas para evitar otro triunfo español en el Tour, y que como surgiera otro Induráin, se iban a enterar los gabachos. Creo que el disimulado, en la acera de enfrente, más que aliviarse se preocupó: tal como estaban las calles y sin policía cerca, igual lo atracaban.

Nada tenía sentido y yo lo sabía. Ni la persecución de una mujer desconocida, ni la amenaza de El Muerto, ni arriesgar la poquita vida que me quedaba en el dudoso amor de Nina.

¿Y si hacía caso de los consejos de Lidia, si usaba sus contactos para recuperar el pasaporte y el pasaje de vuelta para volver a qué, o recorría Europa que era lo que se suponía que había venido a hacer? ¿Y si aceptaba su oferta no formulada de compañía y sensatez, dejando en un bolsillo de la mochila esa necesidad de pasión y sorpresa, si me refugiaba en su tranquilo asilo para gatos apaleados, como un exiliado de mis propias guerras perdidas? Sabía que no, sería lo mismo que estafar a Lidia ofreciéndole algo que no podía darle. Claro que había otra posibilidad de seguir sus consejos sin hipotecarle la vida organizada y serena: irme, nada más, como tantas veces y de tantos lugares y de tantos afectos. Lo malo, pensé, es que siempre me había marchado cuando sentí la necesidad de hacerlo o al descubrir que no valía la pena presentar batalla por una casilla en el tablero, habiendo tantas.

Ahora, en cambio, no lograba convencerme de que quería irme, como no lograba sentir sinceramente que me interesaba quedarme.

Ahora me echaban, me empujaban, me pegaban palizas en callejones oscuros y cobardes. Ahora los gatos callejeros se permitían subestimarme y los detectives fracasados me engañaban y las morenas explosivas y deliciosamente putitas me mentían con descaro.

«Ahora no», pensé, sin decidir en realidad, mientras dejaba un billete sobre la mesa y salía a la calle. Una cosa era gratificar mi ego diciendo ahora no, y otra muy distinta asumir las consecuencias. Irme o quedarme, ceder otro lugar en el tablero, y luego otro y otro, hasta que no queden más casillas, o plantarme en una para edificar mi fuerte a partir de unas cuantas debilidades.

No podía decidirlo. Al llegar cerca de la boca del metro, recordé un método adulto y responsable para elegir entre las dos opciones: una vieja moneda de veinticinco pesetas, que Lidia me entregó como un tesoro el día que llegué, antes de adoctrinarme en euros y céntimos. «Aunque te parezca mentira, hasta hace poco eran de curso legal», me dijo ese día en Barajas, como si algo pudiera parecerme mentira, viniendo de una Argentina que aún se creía el ombligo del mundo, pese a que los mapas y la política decretaran que estábamos al final de la espalda del planeta. En el culo. Eso, en el culo.

Sopesé la moneda. Si salía cara, la cara de Franco que ya no me escandalizaba porque tal vez me estaba habituando a esa soleada contradicción llamada España, trataba de esquivar a El Muerto y su Jamón y me iba en el primer avión disponible.

Si caía del otro lado, con el intrincado dibujo fascistoide a la vista, me quedaba para encontrar a Noelia, a la muerte o lo que fuera.

Cerré un poco el puño con el pulgar encajado en el índice y posé la moneda en la improvisada catapulta. La tiré y, como tenía que ocurrir, no volvió a mi mano, sino que cayó al suelo y rodó escaleras abajo por la boca del metro. Una vieja que subía con fatiga se agachó, la recogió sin mirarla, y al verme pendiente renunció al primer impulso de quedársela.

– ¿Es suya esta moneda? -preguntó sin necesidad.

– ¿Qué lado estaba hacia arriba?

– ¿Cómo? -se asombró por un instante.

– ¿Qué lado de la moneda estaba hacia arriba cuando la recogió?

– No lo sé -confesó desconcertada-. ¿Es suya la moneda?

– No, gracias -contesté de mal humor.

Y bajé las escaleras hacia las entrañas de Madrid.

19

El Rastro suplía la falta de madrileños con mayores cantidades de turistas de la Europa todavía rica, ansiosos por fotografiarse bajo la estatua de Cascorro. Ajeno a todo, el anónimo soldadito de bronce cargaba tantos pertrechos de guerra como los que a dos pasos de su pedestal exhibía un joven cliente de un puesto de desechos militares. Además del fondo para la foto obligatoria, los contingentes guiados que repetían typical hasta cuando veían un anacrónico punkie de pelo naranja, se disputaban el reducido perímetro de la estatua con decenas de personas que habían dado muestras de originalidad al citarse debajo del Cascorro a tal hora, como si solo se les pudiera ocurrir a ellos.

Ahí me había citado Nina. Sin embargo, me encontró y un lago internacional se abrió como las aguas del mar Muerto para dejar paso al baile de su vestido casi transparente. El turista afortunado que por azar del destino quedó entre la trayectoria del sol y el contraluz de Nina bajo la tela, no dijo typical, sino glup.

– Beso -ordenó con aire de perdonarme algo no muy importante.

Acerqué mis labios a su mejilla.

– ¿Seguimos con el cuento de los hermanitos? -Frunció esa boca-. A este paso, podríamos repetir lo del Hansel y Gretel en versión posmoderna… -rio con picardía-. Y tu Lidia podría hacer el papel de la bruja mala que nos encierra…

– Nina… -advertí. Pero era inútil.

– … y en lugar de enseñarle el dedo entre los barrotes, yo sé lo que podrías mostrarle. Ese «dedo» que yo me sé, con Lidia, no se pondría tan gordo…

Me rendí y la dejé agotar las posibilidades de la broma mientras nos internábamos por el río de gente que se bifurcaba en pequeños afluentes también orillados de puestos. Llegamos al que ella estaba buscando. Era un chiringuito de ropa entre la confección artesanal y las nostalgias hippies, rodeado de vestidos, túnicas, fulares y faldas transparentes. Ya sabía de dónde sacaba Nina parte de su guardarropa. La chica -¿se llamaba Azucena o Margarita? Da igual: era una flor de invernadero disfrazada de silvestre, con gafas a lo Lennon y pelo a lo Marley- dejó con la palabra en la boca a un cliente extranjero empeñado en convencer a su oronda mujer de comprar un vestido más acorde con su secretaria, y se fundió con Nina en un abrazo efusivo y transparente. Hablaron de gente y lugares desconocidos para mí, y por la forma de mirarme como al descuido de la flor, supe que evaluaba mi procedencia, mi relación con Nina y si valía o no la pena intentar el despojo. Me entretuve mirando vestidos inspirados en el arco iris, no tanto por los colores como por la consistencia.

Otra chica, con el pelo partido en dos trenzas cayendo hasta cerca de donde debiera haber tenido el culo pero no, atendía a los clientes con gesto aburrido. El puesto estaba rodeado de una tela multicolor por tres costados, con el frente abierto para que los compradores examinaran la mercancía. Dos sillas desplegables -para la espera de sufridos acompañantes, imaginé- y una cabina también de loneta estampada que hacía las veces de probador («es una idea nueva, la gente está en-can-ta-da») completaban las instalaciones.

El gringo, convencido por fin de que su mujer no era su secretaria, compró media docena de fulares y se fue resignado, con la gorda a cuestas. Una chica de veintipocos años, con la cara lavada y el pelo suelto jugando a esconderle los ojos, aceptó probarse un vestido, alentada por una amiga de pelo cortísimo y gestos demasiado masculinos como para ser nada más que una amiga. Pensé que me estaba volviendo esquemático y arcaico, y que por suerte no tendría tiempo de ir a peor. La cortina que cerraba el probador se corrió tras la chica, dejando ver una mínima y vertical porción del interior con espejo. No es que quisiera mirar, pero miré. Una línea de piel liberándose de la blusa, blanco de lencería contra blanco de piel, cabellos bailando y… la amiga de pelo corto clausurando la mirilla con cara de «yo la vi primero». Nina también había sorprendido mi incursión visual.

– Mirón -murmuró mientras la flor de invernadero negociaba el precio de una túnica con abundante regateo de handris para el que la turista había sido bien entrenada.

Nina postergó la burla por el regreso de su amiga y retomó la conversación como si nunca la hubieran interrumpido, con esa facilidad femenina cuya definición me había valido tantas veces la calificación de machista por parte de Ella. El recuerdo me llegó de pronto y me golpeó en un costado que creía endurecido. No fue su imagen, que seguía borrosa, fue una sensación de parques y manos y sábanas y lluvia tras los cristales, al otro lado del mundo.

El peso de la bolsa de Nina me desestabilizó el brazo.

– Ten -murmuró, cargada de vestidos y sonrisas perversas-. Si lo que te excita son los probadores, pues probemos…

En cuanto la chica etérea y su centinela amiga abandonaron el probador, Nina entró y con toda la mala intención del mundo cerró la cortina en un movimiento incompleto que dejó una franja de cinco centímetros de probador a la vista. Me dio la espalda y empezó a desnudarse. Fingí examinar unos vestidos para tapar con mi cuerpo el hueco de la cortina, mientras de reojo seguía sus movimientos. El espejo la mostraba de frente, pero ella parecía no verme mientras doblaba su vestido de aire y tela, desnuda salvo el tanga y las sandalias. Sabía que yo estaba ahí, bebiéndole la piel en el espejo, al alcance de mi mano y sin poder tocarla. Un tipo a mi lado me pidió fuego y si no le quemé los bigotes fue por sus buenos reflejos de holandés entrenado en el tenis bajo un sol pálido. Cuando se marchó con esposa y paquetes, mi ojo intentó una vez más vencer el límite absurdo que le imponía su cuenca.

– ¿Ya has elegido? -preguntó la voz de la flor a mis espaldas.

– Ojalá no tuviera que hacerlo -murmuré.

Pero ella hablaba con Nina.

Yo apenas me interrogaba con una pregunta que no tenía respuesta.

***

Nos separamos. Nina quería hacer algunas preguntas y yo quería dar una vuelta sin rumbo por el delta de puestos que es el Rastro. Y robar un libro. Quedamos para una hora y media después en un bar y al verla alejarse entre la gente, a contraluz con su leve vestido y su paso inquieto, sentí un mordisco de nostalgia.

Anduve al azar, deteniéndome en los puestos en los que el vendedor no acechaba como si tuviera con él alguna deuda vieja. Me compadecí de un artesano que regateaba con un alemán o lo que fuera, rubio, colorado y decidido a cumplir hasta la muerte la recomendación de pedir rebaja; y contemplé durante un cigarrillo la interminable colección de llaves de todas las formas y tamaños, que un viejo ofrecía sobre un paño en la acera.

– Tengo muchas llaves y ninguna puerta -reconoció leyendo mi pensamiento. Me senté a su lado, le di un cigarrillo y fumamos en silencio.

– ¿Quieres que te regale una? -ofreció el viejo después de un rato.

Me puse de pie y pisé el cigarrillo.

– No, gracias. Siempre pierdo las llaves.

– Igual prefieres llamar a todas las puertas en lugar de tener una propia…

Empecé a alejarme, a la vez que decía:

– O que tengo miedo a que las puertas se abran, viejo.

Cuando llegaba a la esquina, una voz conocida me respondió:

– No hay que temer a las puertas que se abren, Nicolás, sino a las que se cierran detrás de ti.

Me volví sorprendido y el viejo acariciaba a un gato flaco y negro, con manchas blancas en el vientre y las patas. Seguí andando. En la calle central del Rastro, la multitud hervía de puesto en puesto, y saltaba de unos tapices del Ecuador a unos pañuelos de la India, a unos ceniceros iraníes, a unos broches de plástico de origen desconocido. Mientras andaba, pescaba en el aire acentos argentinos gritándose de puesto en puesto, y hasta pude reconocer, pese a mi natural despiste, algunos de los rostros que días antes presumían de éxitos periodísticos en el restaurante.

Después de comprar cuatro libros -y robar el quinto, según el ritual- en un gran puesto que abarcaba una esquina, caminé por las calles laterales, hasta encontrar lo que buscaba. Unas tablas soportadas por cajones, y sobre ellas, todo lo que se pueda imaginar, con aire de cosa antigua o simplemente vieja. Revolví un poco y por fin encontré una caja de música destartalada, con una ridícula bailarina que intentaba girar cuando la abrías. Le faltaba una pierna y la cara era borrosa, pero el mecanismo funcionaba. La melodía era un Para Elisa de sonido cristalino. La compré después de regatear muy poco y la guardé en mi mochila. Le daría una sorpresa a Nina.

Llegué al bar diez minutos antes. Me gustaba la soledad de los bares, llena de gente desconocida, voces superpuestas, conversaciones furiosas y veloces. Pedí un vino tinto que al primer trago me devolvió la resaca de la noche velando a Philip. Y con ella, la sensación de derrota inminente, de callejón sin salida.

Nina llegó a rescatarme con su sonrisa siempre prometedora.

– ¿Qué, componiendo otro tango? -preguntó.

– Algo sí. Estoy en la parte en que el tipo vuelve a la pequeña y pobre casa y la encuentra vacía, la mujer se ha ido, se llevó los muebles, el visón, el piano, y lo único que le ha dejado al perro, que le mea una pierna antes de irse también…

– ¿No es demasiado? -inquirió sorbiendo de mi copa un poco de vino. Tardé en responder, perdido en sus labios. Nina era capaz de convertir el gesto más trivial en un despliegue de sensualidad.

– No creas -dije-. Todavía falta la estrofa en que descubre que su santa madrecita se ha hecho puta, y su papá, al que creía muerto en gloriosa batalla, es un travesti que responde al nombre artístico de «Vanessa la insaciable»…

Nina sacudió la cabeza, entre condolida e impaciente.

– ¿Ves lo que pasa por no dormir conmigo? Al día siguiente estás insoportable…

– Pero si con vos no duermo: no me dejás…

Pidió otro vino y bebimos sin hablar, aunque su rodilla aprovechaba el tumulto para jugar en mi entrepierna.

– ¿Hubo suerte? -pregunté.

– Regular. Noelia es muy conocida por aquí, pero nadie me ha podido dar una pista segura. La han visto, el domingo pasado o el anterior, recorriendo los puestos y hablé con un chico que fabrica instrumentos musicales. Ella le había encargado una ocarina y al verla, quiso avisarle que ya la tenía. Pero Noelia llevaba prisa y no se detuvo… -suspiró-. Todo esto es muy raro, Nicolás.

Pagué sin decir nada y salimos a la calle. Eran casi las tres de la tarde y varios de los puestos grandes ya habían recogido su estructura de metal, maderas y fantasía. Algunos coches y furgonetas cargaban las cajas con lo que no se había vendido, mientras sus conductores hacían recuento de ingresos. Aquí y allá, la escena se repetía, mientras que otros puestos, más pequeños, seguían esperando el cliente que salvara la mañana. Nina me agarró de la mano y no la retiré. Jamón no había dado señales de vida y yo necesitaba sentirme apoyado. Subíamos por la calle central, cuando una voz llamó a Nina a los gritos. Era la chica de la tienda de ropa, que corría cuesta arriba, sin aliento. Casi se derrumbó junto a nosotros.

Cuando pudo recuperarse, dijo jadeando todavía:

– ¡Acabo de ver a Noelia!

20

Jadeábamos los tres en una mesa del mismo bar, milagrosamente vacío. Algunos rezagados celebraban la buena mañana de ventas, mientras sus empleados llegaban a rendir las ganancias de los puestos de los que eran testaferros. Nina, su amiga y yo habíamos recorrido a la carrera las calles transversales cercanas al lugar en el que la flor de invernadero juraba haber visto a Noelia. Sin resultado. Solo cajas de cartón vacías y algunos vendedores desalentados sin ganas siquiera de recoger su mercancía.

Volvimos derrotados y Violeta (era el nombre de la flor), dejó a su socia a cargo del traslado del puesto.

– ¡Era ella, Nina! -juró Violeta ante el escepticismo mudo y fatigado de nuestras miradas. Bebió un trago de cerveza y dejó caer el vaso con fuerza. Yo observaba la escena, con la copa de vino aferrada entre las dos manos, y ellas hablaban de algo que podía ser mi vida o mi muerte. Tal vez por eso me importaba una mierda.

– ¡Te avisé porque dijiste que era cuestión de vida o muerte! -advirtió Violeta-. Sabes que no me hablo con Noelia…

– ¿También te robó las alas? -pregunté sin querer.

– ¿Alas? ¡Se tiró a mi novio! La hija de puta mosquita muerta me lo quitó para follárselo un mes y después dejarlo. Era un chico tan sensible… -Su cara floral se iluminó al recordarlo-. ¿Sabes de qué trabajaba?

– ¿Jardinero? -me dejé traicionar otra vez por mis pensamientos. Pero la flor puso cara de asombro.

– ¿Cómo lo sabías? Sí, era muy bueno con las plantas, les hablaba, decía que podían entender más que muchas personas, era un tío especial…

Me perdí más detalles de la historia del jardinero rebelde, molesto por tantos era, decía, tenía. Hablaba de él como si llevara varios años a dos metros bajo la tierra. Y pensé que las mujeres tienen la facultad de matarnos cuando nos vamos, de eliminarnos con más eficacia que cualquier arma, de asesinarnos para siempre en el único territorio en el que pretendemos seguir vivos: el de su memoria.

Vagamente me llegó la historia de la visión de Noelia, a treinta metros, «buscando algo o a alguien», sorprendida por el grito de Violeta, alzando una mano en incómodo saludo y siguiendo su camino en un revuelo de cabellera roja.

Lo vi todo a cámara lenta, como mueren los malos en las películas y los pobres en las casuchas de cartón que protegen a las ciudades de su verdadero rostro. Demasiado perfecto: una mujer entre un gentío todavía apretado, y Violeta reconociéndola de lejos con sus gafitas a lo Lennon.

– ¿Cómo puedes estar segura de que era ella?

– ¡Si la hijaputa llevaba mi vestido rojo! -protestó indignada.

– Violeta es diseñadora -explicó Nina-. Noelia era una de sus «modelos de calle»: amigas para las que confeccionaba modelos exclusivos a condición de que los usaran en los ambientes adecuados, para ver la aceptación que tenían…

– Pilotos de prueba con bragas de seda -comenté.

– O sin bragas. Noelia era parte de ese grupo y amiga de Violeta…

«Antes de podarse al jardinero», pensé frenando a tiempo mi lengua.

– … y uno de los últimos vestidos que se llevó fue con el que Violeta la vio hace un rato. -Levantó una mano-. Y antes de que me interrumpas, te diré que eran «prototipos», un solo ejemplar de cada uno, para una mujer llamativa e imitable: marketing. Si hay buena respuesta, Violeta fabrica la serie o vende el diseño a alguna marca importante…

– ¡Pero ese no! -anunció la flor, desconsolada-. Eliminé el modelo de la colección pero no del catálogo, quería tener motivos para seguir odiándola cada vez que un cliente me lo pidiera…

– Eso está muy bien. Pero ¿quién te asegura que no te confundiste con un vestido parecido y otra pelirroja? Podría ser una chica de barrio engalanada para venir al Rastro; o un ama de casa en buen estado arqueológico con ganas de excavación. A esa distancia…

Enfurruñada, Violeta rebuscó en su bolso y sacó un folleto de papel satinado. Era un catálogo de fotos de moda y los bordes de las páginas estaban enmarcados con cenefas de flores exóticas. Muy apropiado.

Lo abrió en una página y me lo restregó por la cara:

– ¡Era ella y llevaba este vestido! ¡Y lo bien que le queda a la cabrona!

Miré la foto, sin aliento. Lamida por un corto vestido, Noelia me miraba con esa expresión entre tímida y puta que ya le conocía del vídeo.

Ellas tenían razón: nadie podía haberla confundido con una chica de barrio ni con un ama de casa a régimen de calorías y de calentura.

Noelia era inconfundible y desde la foto me sonreía como lo hacen las mujeres que nunca vas a tener.

Están cerca, parecen a mano y te incitan a saltar para atraparlas.

Pero cuando saltas, descubres que detrás hay un abismo.

Y nada más.

***

Volvimos juntos, sin hablar más que lo imprescindible y en voz baja, como si cuidáramos de un enfermo grave al que una palabra inoportuna pudiera matar. Me detuve en un bar con teléfono público, de los pocos que van quedando en Madrid. Nina me mostró su celular, pero negué con la cabeza. Probé y había tono. Las monedas cayeron y marqué. Funcionaban. Un teléfono público que funcionaba. Todo un hallazgo.

Le pregunté a Lidia cuánto sabía de mi historia el tal Manolo y me tranquilizó: le había contado que yo estaba haciendo un reportaje sobre la decadencia del hampa tradicional madrileña. No se lo había creído del todo, pero sus dudas, informó Lidia, «van más por el lado de que intentes llevarme a la cama que otra cosa».

– Que no me dé ideas -advertí en broma, ante la seria mirada de Nina.

– Bebé, para ideas como esa, yo tengo un montón. Lo malo es que no me vas a dejar aplicarlas -dijo Lidia, tentadora.

Cambié de tema y quedamos para esa noche en una cervecería de la plaza de Santa Ana. Nos dijimos algunas cosas dulces y colgué. Los ojos de Nina eran dos carbones helados. Pero ardían.

– Tienes que descansar -comentó mientras íbamos hacia el Metro.

– Sí. Estoy hecho mierda.

– ¿Por qué no vienes a casa? Te preparo algo de comer, te baño… -La picardía volvió a sus ojos cuando me mostró la bolsa con los vestidos-. Y luego, si quieres, puedo probarme la ropa que compré en el Rastro. Esta vez sin espiar…

– ¿Vas a decirme toda la verdad? -pregunté sin mirarla.

– ¿Estás dispuesto a creerme?

Sacudí la cabeza. Estaba muy cansado. La noche junto a Mar López, el whisky barato, los vinos de esa mañana, todo se sumaba a mi desaliento y, aunque el sol brillaba, el gris era en ese momento mi color favorito.

– No sé -reconocí.

Llegamos a casa de Noelia y cocinó algo en silencio. No recuerdo qué era, estaba a punto de dormirme sentado. Me alcanzó una gran copa de vino tinto. Llevaba su bolso al hombro y cara de despedida.

– Que descanses, Nicolás. Yo me voy a mi casa, ya sabes el teléfono. Mañana por la mañana vendré a buscarte y si estás dispuesto a confiar en mí, seguiremos buscando a Noelia.

– Yo…

– No puedo quedarme aquí, no te fías de mí, ¿recuerdas?

– Nina… Me gustaría confiar en vos…

Se detuvo junto a la puerta y estaba hermosa y solemne.

– Pero no puedes, Nicolás -dijo en un susurro-. Y haces bien.

Sopló un beso muy serio y se marchó.

No comí mucho más, pero el vino era suave y denso. Recogí los platos y me desnudé. Venciendo el cansancio, me di una ducha, a riesgo de quedarme dormido bajo el agua. No fue así, pero tampoco logró despejarme del todo.

Cuando iba sonámbulo y todavía mojado hacia la cama, recordé algo. Busqué la vieja caja de música y con ayuda de un cuchillo desmonté el mecanismo. Fumé un cigarrillo mientras mis párpados tiraban para abajo. Me reí con la risa de otro. Era ridículo: en pelotas, agotado y con la piel llena de moretones, el protagonista se negaba el sueño fumando en silencio. Extrañé al gato Silvestre. ¿Lo había visto de verdad o era un sueño más que soñaba despierto? Sacudí la cabeza y busqué la caja de madera que había visto antes. No pude encontrarla y la décima parte de mi cerebro que seguía consciente interrogó al resto en vano.

Sabía la respuesta: me sentía en deuda con Nina y quería compensarla con una sorpresa, algo que dejarle cuando ya no estuviera, cuando fuera alguien del que hablar en pasado.

Nicolás era.

Nicolás decía.

Nicolás no creía y hacía bien en no creer.

Entonces, cuando yo fuera nada más que un nombre en tiempo pasado, Nina podría abrir la caja de trocitos de madera y encontrarme en el baile de esa bailarina con una sola pierna, que al compás de Para Elisa seguiría girando como el tiempo y los días, como todo seguiría menos yo.

Me alegró imaginar a Nina llorando mi recuerdo junto a la caja de música; de todas las posibles viudas ignoradas que dejaba, ella era la única que me debía algo: me debía la verdad.

Y yo no podía encontrar la puta caja para consumar mi venganza de ultratumba.

Me fui a dormir, pensando que eso podía querer decir algo.

Pero no sabía qué era.

21

– ¿Te gusta lo que ves? -preguntó Lidia.

Me gustaba. Mucho. No se parecía en nada a la chica brillante y un poco desastre que durante años había sido casi mi hermana. Estaba cambiada y no era solo por el corto, escotado y estrecho vestido que la desvestía, ni por el corte de pelo, ni por las curvas que ahora, después de tantos años, venía a descubrirle. Era algo en la mirada, una picardía nueva y sin embargo vieja como el viento. Y algo más que no conseguía precisar.

– Lo que me tiene perplejo es tu nuevo look. Te advierto que estoy molido y no podré contener a la jauría de hombres que se te echará encima…

Rio y también su risa era otra. Los corazones de todos los hombres de la cervecería -incluido el mío- se aceleraron.

– Hay un remedio: que les ganes de mano…

– ¿Y dónde quedaría mi prestigio internacional de caballero andante y desinteresado, eh? -Quise tomar el desvío de la broma que tantas veces recorrimos juntos, para alejarnos de otras rutas más comprometidas.

Pero todos los cruces me llevaban al mismo punto: sus piernas hipnóticas, su figura sensual que me sorprendía, sus pechos que se sostenían sin ayuda. Y esa mirada. Lidia siempre había sido una linda piba, pero escondida, como si le diera vergüenza llegar a ser bella. Pensé que nunca la había imaginado desnuda, ejercicio que yo practicaba hasta con las monjas; y su forma habitual de vestir no ayudaba. Pero eso no explicaba nada. Una mujer joven no puede esconder ese cuerpo bajo ningún ropaje, aunque me desconcertó la certeza de que jamás la había visto en la playa en Argentina. Pese a los cambios, no había maquillaje ni dieta intensiva. Era la actitud, como una mariposa que dice acá estoy y basta de esconder mis colores.

– ¿Querés que te diga dónde te podés meter tu prestigio de caballero andante, Nicolás? -preguntó.

Su voz.

Era y no era la voz de Lidia. Más áspera y, al mismo tiempo, más sedosa. Una voz con memoria de noches quemadas en incendios de sábanas desconocidas, de amaneceres sin preguntas ni nombres. Una voz peligrosa, para ella misma y para el que la escuchara de cerca.

La estudié otra vez. Y no pude encontrar en ella el rastro de la amiga a la que confiara tantos desvelos y planes incompletos. Era otra mujer. Y muy deseable.

– Creo que a mi florcita pampeana le vino bien el riego del macho ibérico y policial…

– Manolo no tiene nada que ver. Aunque es cierto que me ha hecho sentir querida, que está pendiente de mí… -Volvió a sonreír-. Y que es muy macho.

– Olé.

– ¿Desde cuándo nos conocemos, Nicolás? ¿Once, doce años? Y en ese tiempo, en todo ese tiempo de borracheras y confidencias, de venir a mi casa cuando se te caían los castillos; en todo ese tiempo, ¿nunca me tuviste ganas?

– Yo…

– Tranquilo, que mi rabia es solo mía y hacia mí. La historia de mi vida que cambia esta noche y no sé si para peor, pero cambia.

Bebí otro trago de bourbon mientras ella empezaba a hablar.

– Si alguien puede entender esto, es Nicolás Sotanovsky. No olvidés que durante años fui la primera y benevolente crítica de los relatos que escribías entre un amor para toda la vida y el siguiente: Dos en uno, el inquilino siempre presente y relegado, dentro del cuerpo gobernado la mayor parte del tiempo por la otra mitad… ¿Creías que era un síntoma exclusivo? No, Nico. A mí también me pasa, pero a mi manera. Desde que era una adolescente sé que tengo un cuerpo atractivo, pero lo escondía. Y lo escondí también a medida que pasaba el tiempo y llegaban las ilusiones y los chicos que me gustaban, que se acercaban atraídos por mi inteligencia, rondaban la idea, pero acababan por irse con otra más evidente que explotaba su casi siempre escaso capital de tetitas minúsculas y vaqueros ajustados. Yo, en cambio, me empeñé en camuflar atractivos, disimular curvas y ocultar las piernas de rodilla para arriba. Y conocí el sexo a manos de un vivo que resultó muy torpe, en la oscuridad apurada de un jardín, mientras adentro, una buena amiga se abría de piernas en mi dormitorio para atrapar al chico que más me gustaba, quedar embarazada, casarse, ponerle los cuernos con todo el barrio, y divorciarse cinco años después. Fue en mi fiesta de cumpleaños. Cumplía los quince.

Se enderezó y cruzó las piernas, balanceando el pie de la que quedaba encima. Aspiró profundo el cigarrillo y siguió hablando:

– Cuando murió mamá, me fui a estudiar a la capital. ¡Tenía tantas ilusiones! Creía que sería llegar y sacar afuera una parte de esa otra Lidia, esta que ves, hasta entonces relegada a algún episodio turbio y secreto, y a la intimidad de mi dormitorio cuando me masturbaba con furia frente al espejo, la puerta cerrada con dos vueltas de llave y el tocadiscos a todo volumen. Vigilando gemidos, Nicolás; midiendo la intensidad del pobre y ceniciento placer que me permitía…

Miré hacia las otras mesas, incómodo.

– Lo malo es que nada o poco cambió en la universidad, pese a vivir sola, sin el puto qué dirán del pueblo. Me acomodé, como una princesa boluda en su torre aburrida, en espera de que llegara el príncipe clarividente que supiera tender el puente entre las dos Lidias…

– Tanto esperar un príncipe, para que después apareciera yo…

– … pero no hubo príncipe. O a lo mejor no había puente. Y las dos nos habituamos a saber que había que vivir así: tu Lidia de siempre llevando el timón de noches vacías; yo esperando el momento oportuno para asesinarla. Claro que no es tan fácil asesinar a alguien que es parte de una, aunque sea una parte estúpida y reprimida. No deja de ser algo tuyo. Hay que tener paciencia, sumar agravios no aclarados, quejas no gritadas, tejer el odio en finas hebras, Nicolás, hasta que se vuelva espeso y sin retorno.

Creí que iba a llorar y entonces mi mano envolvería las suyas en inocente apoyo y todo volvería a la normalidad manejable de la eterna amiga un poco enamorada a la que no quería hacer daño y por eso postergaba. Pero no lloró, no era la Lidia de siempre; era otra mujer, muy atractiva y con algo duro detrás de las pupilas y esa voz que lo cambiaba todo.

– En fin -suspiró mientras cruzaba las piernas sobre la banqueta-. Lo tuyo es más urgente y tiene fecha de caducidad. Hablemos de ello.

Sacó del bolso una libreta de ahorros y me la dio:

– Mi saldo en el banco. -Ante mi silbido admirativo, explicó-: La vieja Lidia era una hormiguita que guardaba para el invierno, sin ver que el invierno era la estación en que vivía todo el tiempo. La de ahora, bebé, es una cigarra que quiere cantar y viajar…

– No lo entiendo… con tu sueldo en el diario…

– No querés entenderlo, pero te lo explico: manejo información, contactos, cosas que valen plata en la política o los negocios. Y únicamente una boluda escrupulosa como tu Lidia hubiera dejado escapar esas ocasiones. Tengo plata y mis papeles en orden, nadie sospecha de mi doble vida. De modo que nos vamos. No podés quedarte en Madrid con esos tipos pisándote los talones.

– Puedo manejarlos, creo.

Sacó un papel del bolso. El retrato robot no me hacía justicia, pero era yo.

– Tu amigo el detective pensaba lo mismo, Nicolás. Y le dibujaron una segunda sonrisa. Una gran sonrisa eterna, pero en la garganta…

No dije nada, porque no tenía nada que decir. La nueva Lidia sí:

– Nadie se fija en los pordioseros, pero ellos lo ven todo desde sus castillos de cartón. Uno te vio entrar anoche y salir esta mañana del edificio de Mar López. Encontraron tu nombre en una agenda, y el teléfono de la putita, pero nadie los relacionó…

– Salvo el sagaz Manolo.

– Así es. Y me trajo el dibujo para consultarme. Le mentí. Le dije que anoche habíamos cenado juntos, mientras revisábamos las notas de tu reportaje, y que nos habíamos quedado en mi casa hasta las tantas…

– Genial -dije-. Ahora, además de querer matarme un mafioso de cuarta, me querrá asesinar un policía de tercera. Voy progresando, negrita.

– No seas pavo. No le hizo mucha gracia, pero si no le gusta, que se joda. Además -volvió a sonreír-, puedo ser muy persuasiva…

No pregunté cómo había conseguido el dibujo, pero lo imaginaba. Y aunque me odié por eso, algo en mi entrepierna fatigada empezó a tensarse.

– No podés seguir así, Nico. O te matan los mafiosos esos, o la policía termina por cargarte la muerte del detective.

– ¿Entonces?

– Entonces, te alquilo por un tiempo -declaró tocando la cartilla-. Nos vamos mañana mismo a recorrer Europa, o a África, si preferís. Si no querés que le pida a Manolo que te arregle lo del pasaporte, sé dónde comprar uno falso que te puede hacer cruzar cualquier frontera. Desaparecemos de este mapa donde nadie te quiere. Y después ya veremos. Con esto tenemos para vivir un buen tiempo a todo lujo. No te comprometo a nada: nos vamos ya del país y seguimos juntos el primer mes. Después, podés hacer lo que quieras o seguir conmigo. No creo que un mes de vacaciones juntos se te haga insoportable, ¿o sí?

La miré de arriba abajo, sin atrincherarme en los recuerdos ni ponerle un escudo de prejuicios. La miré como se mira a una mujer que promete y tiene con qué cumplir.

– Supongo que podría sobrevivir, Lidia.

No la llamé «negrita» y tomó nota. Le agarré la mano. Fue una caricia de hombre a mujer, en la que cabía la ternura y todo lo demás, incluidos el sudor y la lucha de los cuerpos.

– Pero no puedo irme. Y ya no es por miedo a lastimarte, que a lo mejor tengo que aprender a tenerte miedo. Es por mí. ¿Me querés decir qué mierda hago en España? Te lo voy a decir: escapar. Pero como lo hago con pereza, no se nota. Y me escapo de tantos recuerdos chiquitos pero afilados; me escapo de plantar batalla y de creer en algo. Me escapo porque aunque parezca más difícil, es tan fácil hacer un par de bolsos y seguir viaje…

Me miraba sin parpadear, como si entendiera.

– Estás muy buena, Lidia -reconocí-. Y soy un pelotudo por no haberte descubierto antes. Me podría enamorar de vos y joderte un poco la vida. Y cuando acabe todo esto, si todavía se mantiene la oferta, y no me refiero al viaje, sino a vos, a lo mejor me animo. Pero ahora no. Ahora ya no retrocedo otra casilla en el tablero, no vuelvo a tirar los dados, no pido más cartas; me planto con lo que tengo y lo que tenga que pasar, que pase.

– Nicolás…

– No: está decidido y no puedo cambiar. Esta vez no. Además…

– Nico…

– Suena a boludez, pero alguna vez tengo que decir acá me planto y ver qué pasa…

Me tapó la boca con su mano:

– Que estoy de acuerdo, Nicolás. Lo entiendo y estoy de acuerdo.

Me ofendió un poco que no insistiera, pero no se lo dije. Mantuvo sus dedos en mis labios y dejó que uno resbalara en mi boca.

– ¿Venís esta noche a no dormir conmigo? -preguntó.

Dije que sí con la cabeza.

Entonces la vi.

Detrás de los cristales, Noelia me miró durante un instante y giró la cabeza. Llevaba el vestido rojo que le había visto en la foto, que flotó cuando empezó a correr.

22

Dejé un billete sobre la mesa, le pedí a Lidia que me esperara, y corrí hacia la puerta. Mejor dicho, quise correr, porque en ese momento una pandilla de parejas muy divertidas decidió jugar a que entraba y no entraba al local, una camarera se cruzó en mi camino con su bandeja cargada de cervezas, y dos viejitas se pusieron de pie con energía, a riesgo de romperse por el esfuerzo. Tardé casi dos minutos en llegar a la calle, pero me parecieron dos siglos. La busqué con la mirada, presintiendo que no la vería.

Pero la vi, casi dos calles más allá, cruzando a paso rápido el cerco de luz de una farola. Corrí, esquivando domingueros sorprendidos que temían un tirón en el bolso o miraban hacia atrás, para ver quién me perseguía. A mí también me hubiera gustado saberlo.

Bajé a la calle. Era preferible esquivar coches y avanzaba más rápido. Ya la tenía a la vista y no me había equivocado: era ella y era el vestido. Miraba hacia atrás cada tanto y sabía que la seguía.

Ocurrió de repente, pero es cierto que uno puede presentirlo un segundo antes; yo creía que era otra mierda de Hollywood, pero no. Supe que algo no encajaba y cuando el coche se cruzó en su camino, comprendí lo que era. La voluminosa sombra de Serrano se recortó contra la luz y en dos zancadas estuvo junto a ella. Quise gritar y avisarle, pero era demasiado tarde. Solo podía seguir corriendo y llegar junto a ellos, sin saber qué haría luego, porque Jamón ya la arrastraba de un brazo hacia el coche y yo estaba muy lejos todavía para hacer nada. Pensé que en las películas el protagonista siempre encontraba algo que lo sacara del apuro: una moto sin candado y con la llave puesta, unos tachos de basura que arrojar rodando contra el malo, un carrito de supermercado, algo. Yo no tenía nada, ni siquiera aliento. Busqué una piedra en la calle, una buena piedra que tirarle a Jamón cuando estuviera más cerca. No era muy heroico, pero lo distraería un momento. Busqué en el asfalto, en los costados de la acera, mientras seguía corriendo. Nada. Envoltorios de chicles, condones usados, ¡un zapato de bebé!; había de todo en la calle, menos piedras.

Me caí, salté hacia delante y seguí corriendo, mientras el enano egoísta que dejo vivir dentro de mí me decía que era mejor así, que al fin y al cabo, si atrapaban a la pelirroja, me dejarían en paz. Lo hice callar, el hijo de puta no entendía que yo necesitaba saber. Noelia ya estaba casi dentro del coche y yo no pude esquivar el Mercedes negro que se cruzó en mi camino. El conductor me miró con odio, como si hubiera manchado su precioso coche con mi sucia sangre. Pero no sangraba. Un moretón más para Nicolás Sotanovsky, el héroe más lento del mundo.

Cuando volví a mirar, el coche de Jamón todavía estaba ahí, pero no veía a Noelia. Llegué junto a él y Serrano me saludó con su característico:

– Buenasnoche.

Yo no tenía respiración suficiente para devolver la cortesía. Abrió la puerta y me dejé caer en el asiento a su lado.

– ¿Dónde? -alcancé a decir.

– ¿Dónde qué? -preguntó Jamón ofendido.

Respiré a fondo y solté todo el aire de mis pulmones. Mi corazón quiso seguir latiendo.

– ¿Dónde está la pelirroja?

Miró para otro lado, se ajustó el nudo de una corbata que serviría para amarrar un petrolero, y revisó su peinado de escaso pelo en el retrovisor del coche, que le cabía en la mano.

– Eso lo sabrá usted -dijo el Jamón.

– Escuche, Serrano: la vi -corregí-. Los vi: a ella intentando escapar y a usted tirando de ella hacia el coche. ¿Dónde está? ¿No me dirá que se le fue?

Su disimulo infantil se derrumbó:

– Es que… tenía una pistola, ¿sabe?

– ¿Y usted no?

– Desde luego. -Sacó el cañón y me arrepentí de mi pregunta-. Pero me sorprendió. Además, ¿pegarle un tiro a una mujer, quién se cree que soy?

– No me tire de la lengua, Serrano. ¿Pudo verla bien?

– ¿Es guapa, no? Se parece a las tías de las películas. ¡Y está de buena! -Se detuvo confuso-. Usted perdone, al fin y al cabo, es su novia…

– ¡Pero si estoy harto de decirle que no la conozco!

Era inútil. Saqué un cigarrillo y lo encendí.

– Estamos igual que al principio -dije, pensando en la oferta de Lidia.

– Igual no -razonó-. Ahora le quedan menos días para encontrarla.

Bajé, cerré la puerta con cuidado y di una vuelta alrededor del coche. Cuando llegué a su ventanilla, pregunté:

– ¿Va a seguirme esta noche también?

Sonrió incómodo:

– No creo que vuelva a aparecer. Además -se ajustó la corbata-, tengo que salir. Una viudita de mi barrio, ¿sabe? Buena mujer, y muy sola. Sin hijos…

– Eso es bueno -apunté, recordando a Mar López y su propia viuda. Las viudas parecían ponerse de moda y yo lamenté no dejar ninguna.

– El caso es que…, yo debería seguirlo a todas partes, pero ayer me despisté un poco… La llevé al cine, ¿sabe? A ver una del Stallone…

– Romántica elección, Serrano.

– Y esta noche la llevo a bailar. Por eso quería pedirle que…

– Hecho -aprobé. Se le iluminó la cara.

– ¿Entonces usted…?

– Yo no voy a ir a ninguna parte esta noche y usted tiene una cita. Tranquilo. Mañana a mediodía nos encontramos frente a la casa de la pelirroja, ya sabe…

Agradeció confuso y puso el coche en marcha. Le dije adiós con la mano.

Todo era ridículo y, a lo mejor por eso mismo, normal. Los matones a sueldo tenían sus corazoncitos, las víctimas podían ser tolerantes y colaborar, y los policías estaban empeñados en formar un hogar, aunque el precio fuera dejar libre a un sospechoso. Un hermoso mundo equilibrado que funcionaba con lógica, a su manera, y a su manera, seguía girando. Solo que Mar López no estaba ya para aportar su cuota de absurdo al gran absurdo universal.

Y muy pronto, yo tampoco estaría.

23

– Al final, a mi casa -dejó caer Lidia con una sonrisa perversa-. Quisiera saber si lo que te hace claudicar es tu curiosidad o mi culo.

– Digamos que mi curiosidad por tu culo, negrita.

Rio cantarina y desvergonzada. Desconocida. Llegamos a la esquina y era el momento de preparar el ataque tipo Bogart: un beso en el portal y media vuelta para alejarme fumando despacio hasta perderme en la niebla, mientras ella suspiraba y apoyaba en el quicio de la mancebía su cuerpo postergado porque un hombre siempre hace lo que tiene que hacer. Y una mierda. Lo único que cumplí fue lo del cigarrillo. Lidia no encontraba o fingía no encontrar las llaves del portal, prolongando la humillación para esa pretensión fallida de Bogart, que, dejo constancia, era más bajito que yo. Mucho más bajito. Me preguntó por mis llaves, el juego que me había dado meses atrás, cuando me fui de ahí por miedo a dejarme querer. Estaban en la mochila, en casa de Noelia. Por fin encontró las suyas y abrió. Antes de entrar, miré hacia la esquina. Mi vista no es de las mejores, pero juraría que un gato negro con manchas blancas me miraba fijamente, recortado por las luces de los coches. Sacudía la cabeza y creo que una sonrisa burlona le curvaba la boca. Aunque con los gatos nunca se sabe.

Cuando entramos en la casa saludé con nostalgia al gran sofá del salón, en el que había dormido mis primeras semanas de desconcierto español. Seguía igual, pero el cambio de Lidia lo cambiaba todo. La mesa enana y robusta, que siempre me había parecido un mueble feo, me sugería connotaciones eróticas nada tranquilizadoras; por la puerta del baño asomaba la enorme bañera que parecía capaz de aguantar un maremoto de dos; y hasta el mueble de ladrillos de la cocina ofrecía una altura ideal para jugar al cartero llama dos veces. O tres. Sobre la otra esquina empezaba el territorio desconocido: su dormitorio, al que nunca me había asomado, aunque los dos sabíamos que sería bienvenido. Fue un relámpago de lujuria involuntaria, pero Lidia me miraba como si lo pudiera leer en mi frente. Me alcanzó un vaso largo de bourbon, desteñido de hielo. Lo único que había hecho era quitarse los zapatos, pero ese anticipo de desnudez me inquietó. Se sentó en el sillón individual, las piernas encogidas contra el pecho, más o menos como se encogía mi corazón.

Me inquietaba esa Lidia flamante y deseable, desconocida que conocía mis debilidades más ocultas. Pero yo se las había confiado cuando era una chica sensata y tímida, una inteligencia aguda y analítica, solidaria y amable. Pero sin esas tetas. Desde luego que sin esas tetas. La Lidia que ahora se levantaba en cámara lenta, cruzaba descalza y me acorralaba con su cuerpo para detenerse un milímetro antes de rozarme y beber de mi vaso; esa Lidia que me entregaba la bebida como si fuera algo más íntimo y se dejaba caer en el otro lado del sofá, piernas y más piernas extendidas, flexionadas, tocables y cercanas; esa Lidia era diferente y peligrosa. Nunca le hubiera contado mis verdades, aunque en otro tiempo y en otro lugar, habría podido dedicarle mis mentiras más sublimes.

– ¿Te interesa el resto de la historia?

– Sí: dos Lidias y una afilando el cuchillo durante años… Cuando te conocí…

– Un arreglo, un arreglo de mierda, pero que sirvió para que yo asomara en vacaciones. ¿Te acordás? Me escapaba quince días sola, a los lugares más alejados, y ninguno de ustedes preguntaba nada. Total, la buena de Lidia era tan seria y responsable, tan mamá de todos, que no había de qué preocuparse…

– ¿Había? -sugerí.

Se levantó y estiró los brazos con pereza. Volvió a llenar mi vaso y se sirvió otro para ella. Al volver apagó con el codo la luz del salón, apenas iluminado por la claridad de neón que entraba por la ventana. Me alcanzó la bebida, paladeando mi alarma. Chocó su vaso con el mío, retrocedió como si fuera a saltar sobre una presa indefensa, pero se quedó ahí y siguió donde lo había dejado:

– Cuatro ausencias de dos semanas al año, más unas cuantas escapadas de fin de semana… Hay una frecuencia, como alguien que está buceando sin equipo y cada cierto tiempo tiene que salir a la superficie para respirar…

Fue hasta la cadena de música y se agachó a buscar un cedé, consciente de mis ojos pegados a sus caderas.

– Ya que se trata de una historia triste de perdición, busquemos el acompañamiento musical adecuado, ¿no? -Por fin se alzó victoriosa con un estuche doble-. ¿Qué mejor que unos tangos para hablar de una percanta de mala vida? Las mejores 60 canciones de Carlos Gardel, creo que alcanzarán…

Maniobró en el equipo y se enderezó. Sonaron las guitarras gemelas y briosas, y desde el pasado, la voz nasal irremplazable cantó:

– «Sola, fané y descangayada, la vi esta madrugada, salir del cabaret…».

– Muy adecuado -dijo Lidia. Y fingiendo unos pasos de tango, desapareció en el dormitorio. Su voz llegaba, perseguida por el ruido de abrir y cerrar armarios.

– Llegaba a mi destino, y en el mismo aeropuerto o la estación de tren, dejaba a tu Lidia encerrada en un baño, hasta el día de la vuelta. Y salía yo, con ropas que ella nunca habría usado ni en sus sueños más calientes.

Por un costado del rectángulo de luz de la puerta del dormitorio, una nube de color verde oscuro flotó y cayó al suelo. Era el vestido de Lidia. Ella seguía hablando cuando un tanga negro le hizo compañía:

– Todo bajo ciertas normas y desde el primer viaje, cuando fui a Río, ¿te acordás? La que llegaba al hotel era yo, seguida por las miradas de tipos que antes ni me hubieran preguntado la hora. Esperaba a la noche, me cambiaba, y salía…

Apareció en el recuadro iluminado y fue como si en lugar de estar en su dormitorio, caminara con provocativa elegancia por una calle concurrida. Llevaba unos zapatos de tacón muy alto, medias oscuras que marcaban la forma de sus piernas, y un corto vestido rojo sangre que se le pegaba al cuerpo. El escote era profundo y la espalda quedaba al descubierto. Lidia seguía andando y volvía a pasar frente a la puerta, representando su felino paseo por Río a medianoche. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas:

– Pocas reglas, pero fijas: ir hasta un bar, ocupar una mesa y esperar. Tenía que aceptar al primero que se atreviera -descruzó las piernas y tomó un trago, mientras miraba con falso aburrimiento una calle imaginaria-. Al principio me costó, el primero en atreverse no siempre era un regalo: viejos verdes disparando sus últimas alegrías, mocosos sádicos, padres de familia agobiados por la culpa que a veces se transformaba en violencia…

Llevó dos dedos a sus labios, en demanda de un cigarrillo. Fui un cobarde y se lo tiré sin encender. Lo agarró al vuelo y sin perder el aire elegante de mujer fatal acechando presas. Su sonrisa fue el castigo: disfrutaba al verme titubear.

– ¿No te daba miedo? -pregunté.

Se levantó y volvió a desaparecer. El vestido rojo cayó sobre el otro y le siguieron las medias. El sonido en el armario era un murmullo bajo la voz de Lidia:

– Yo me daba miedo -dijo saliendo a la luz. Llevaba una minifalda blanca brillante y una blusa transparente sin nada abajo. Lo de nada, pensé, era una manera de decir. Del hombro le colgaba un bolsito charolado.

– Igual estaba buscando el suicidio de una forma enrevesada. Pero ya ves: sigo viva -meneó las caderas al andar, frente al marco de la puerta.

Contaba todo aquello como si fuera una travesura. Me molestó:

– No sé, me parece que te quedás con lo banal, que le quitás tragedia al asunto y no creo que siempre te saliera todo tan «bien»…

– No dije eso. -Se sentó en la cama, seria, pero no abatida-. He sido violada por tipos que no tenían necesidad y lo sabían. He visto navajas como amenaza para conseguir un cuerpo que estaba dispuesta a prestar sin condiciones; me han pegado impotentes no asumidos que castigaban así su falta de respuesta; ¡no me digas que me salía «bien», hijo de puta!

No lloró, estuvo a punto pero no lloró. Gardel atacaba con aquello de «volvió una noche, no la esperaba, había en su rostro tanto dolor, que tuve miedo de aquel fantasma, que fue locura en mi juventud…».

Se levantó y empezó a desvestirse al mismo tiempo que se perdía en el hueco de la puerta. Una visión fugaz en movimiento, una mano abrió la cremallera de la mini mientras la otra iniciaba el duro trabajo de bajarla. Todo entre dos pasos, antes de que la pared, insolidaria y opaca, me dejara sin ver el final del proceso. La última imagen que tuve fue el perfil del culo asomando al bajar la tela blanca. No llevaba nada abajo. Coreó con Gardel un par de versos y siguió hablando. La faldita blanca y la blusa inexistente fueron a parar obedientes a la pila en el suelo.

– Lidia, Lidia, Lidia -repetí mientras me acercaba a la puerta.

– No entrés -ordenó-. Todavía no. Cuando pases esta puerta será porque la historia está completa. Pero ahora, no entrés, por favor…

Me quedé en el umbral y encendí un cigarrillo. Gardel enumeró los adornos de un nido de amor clandestino A Media Luz, y cuando llegó a lo de «un gato de porcelana pa' que no maúlle al amor», me acordé de Silvestre. La minifalda cayó sobre la montaña de ropa que resumía la historia de un dolor oculto muchos años.

– Un día -dijo sin dejarse ver-, salté el charco. Creía que acá, sin la presencia de mi viejo, sería más fácil. En realidad, ya planeaba el asesinato de tu Lidia, pero tenía que engañarla para que no volviera a sepultarme. En España nada cambió. La diferencia era que en Madrid no tenía que esperar a las vacaciones para tomar el mando. Y me fui haciendo fuerte, mientras tu Lidia se debilitaba, pero seguía aferrada a la titularidad de nuestra vida cotidiana. Necesitaba mi propia vida en las parcelas nocturnas que lograba arrancarle. Y lo conseguí.

– ¿Cómo? -pregunté adivinando la respuesta.

– Me hice puta -declaró-. Así de fácil. La vieja Europa es más mercantilista de lo que puedas creer, y cada vez que salía por la noche de caza, inevitablemente, el tipo daba por hecho que yo era una profesional cara y me ofrecía plata. No lo necesitaba, porque tu hacendosa Lidia se hizo pronto con un trabajo bien remunerado, aunque por debajo de su capacidad, pero es que ella era tan poquita cosa… Decidí que era mi plata y me serviría para lo único que sirve: para gastarla. Alquilé un estudio cerca de acá, y ahí tenía mi ropa y mis cosas; no era cuestión de seguir cambiándome en baños de bares. De manera que salía de acá como tu Lidia, llegaba al refugio y la dejaba encerrada hasta mi regreso, cerca de la madrugada. ¡Hasta tenemos cuentas bancarias separadas! La que te mostré en la cervecería es la mía. ¿A que esto de ser puta deja sus ganancias?

Apoyé la espalda en la pared y resbalé hasta el suelo.

– Tengo un busca y tres empresas de nivel me mantienen en su oferta exclusiva, cada una con distinto nombre de guerra. Saben que no repito clientes y que solo acepto los que me da la gana. Y me da muy seguido.

– No entiendo. Viví en esta casa casi un mes y no me di cuenta de nada…

– En ese tiempo me contuve un poco. Pero salía. Cenas de trabajo, esas cosas. ¿Te acordás? Y cuando volvía, dormías en el sofá, con la luz encendida y un libro en las manos. -Suspiró-. ¡Cuántas de esas noches las pasó tu Lidia en vela, juntando valor para cruzar el salón y violarte de una puta vez! -Rio, despiadada-. La boluda nunca se atrevió. A lo más que llegó fue a pasearse completamente desnuda, rogando que te despertaras y la vieras, que se produjera el milagro. ¡Pero si hasta roncabas y nunca te diste cuenta!

Maldije mi sueño pesado y pensé en Lidia, sola y desnuda en la oscuridad, esperando, esperando. Recordé la foto que antes había visto en la repisa.

– ¿Y Manolo, el policía? ¿Es un novio de Lidia o uno de tus clientes?

– Mitad y mitad. Conocía a tu Lidia de las ruedas de prensa del sindicato. Una noche, durante una redada a una fiesta salvaje en un chalé, me rescató o creyó que lo hacía. -Su risa era dura, de metal-. Oyó unos gritos de mujer en un jardín interior, cuando ya se habían llevado a los demás, y entró en plan John Wayne al rescate. Me encontró en pelotas, con dos nenes bien encima, los tres hasta el culo de coca. Me reconoció de inmediato y se inventó toda la historia en un periquete: aquellos dos eran unos depravados que me habían llevado engañada a la fiesta, me habían drogado e intentaban abusar de mí. ¡Pobre Manolo, todavía cree que llegó «a tiempo», cuando en realidad, mis gritos que oyó eran insultos porque los pobres infelices, que me habían contratado para la fiesta, no podían ponerse a tono para una segunda vuelta! Los cagó a patadas, me preguntó si estaba bien y si me habían hecho algo, y los dejó ir para no comprometerme. Y desde entonces me cuida. Creo que es el único tipo, aparte de vos desde esta noche, que pudo asomarse a las dos Lidias. Se enamoró de la otra, pero si la boba no lo perdió fue porque en esta cama la que manda soy yo. ¡El pobre no entiende nada!

Yo tampoco entendía. Gardel, desde el pasado, afirmaba que «el músculo duerme, la ambición descansa» y era mentira. Oí sus pasos descalzos cruzar por enésima vez frente al rectángulo de la puerta, pero no giré la cabeza para verla.

– Eso ya es historia, Nicolás, la historia de un asesinato en cuotas. Tu Lidia ya no es, o en todo caso es cada vez menos. Los papeles se invirtieron por fin y yo no me voy a dejar engañar. Algo de mérito te toca, porque las semanas que pasaste acá y tu huida disfrazada de otra cosa, fueron para ella un duro golpe: el príncipe escapaba sin haberse enfrentado al dragón, y el puente seguía sin bajar. Porque no había puente y la boluda no lo sabía.

Buscaba en el armario. Me levanté y di un paso dentro del dormitorio. La puerta abierta ocultaba su imagen.

– ¿Pero qué ocurrió para que tomaras el mando, después de tantos años?

No contestó. Di un paso más y la vi. Estaba de espaldas, con la gruesa bata de toalla que le conocía tan bien.

Era mi Lidia de siempre. Los hombros caídos, algo encorvada, el cuello apenas encogido como si esperara un golpe feroz, como si llevara toda la vida esperándolo. Parecía más baja que la otra, había perdido las orgullosas formas que ya no empujaban. Los brazos le colgaban a los costados del cuerpo sin historia, y hasta la parte de las piernas que la bata de toalla dejaba ver no parecían las que un rato antes me dejaron sin aliento.

– Ayer recibí un telegrama de casa -dijo la voz de la vieja Lidia.

Los hombros se sacudieron y empezó a llorar.

– Papá murió el viernes, de un infarto. El pobre casi ni se enteró…

Lloró calladamente y me acerqué un paso más. Algo me impedía tocarla, como si fuera una imagen en el agua que se rompería en círculos al contacto con mi mano. Siguió llorando y el sollozo se convirtió en ronco gemido, en suspiro con mil años de antigüedad empujando aires viciados, en estremecimiento de los rencores, en casi un grito de triunfo. Su espalda se enderezó, victoriosa, los pechos empujaron la gruesa tela de la bata, las caderas marcaron la impotencia de la prenda que ya no conseguía ocultar sus encantos. El cuello también se irguió, desafiante y largo. En el mismo movimiento de transformación, las guitarras de Gardel remataron su carrera despareja con un rotundo ¡Chaaaann-Chán! final, la bata cayó al suelo espantada por su derrota, y apareció la nueva Lidia, completamente desnuda y brillando como un faro que llevaría a cualquier barco hacia el naufragio inevitable. Y por eso era imposible no seguir su luz.

Di el paso que me faltaba para abrazarla por la espalda, y todo empezó a girar, enloquecido.

Entonces me desmayé.

24

Me desperté desnudo y en su cama. Ella también estaba desnuda.

– No sé qué me pasó… Habrá sido el calor -me disculpé-, pero en cuanto se me pase el mareo…

– Cuando se te pase el mareo, te vas -cortó ella-. Y quedate tranquilo, «bebé», que no te violé mientras estabas desmayado o agotado. Lo intenté, pero no hubo caso. La Nina esa te tiene bien exprimido.

La miré. No pude ver su cara, pero la voz despejaba cualquier duda posible.

Era la nueva Lidia y supe que la vieja no iba a volver.

– No te quiero a medias, Nicolás. No más limosnas ni gestos piadosos. Eso era para la otra Lidia; conmigo es todo o nada, aunque todo dure unos meses. Dame un cigarrillo.

Se retrepó en el colchón y apoyó la espalda en la pared, las piernas separadas y ocupando espacio, como si me echara de la cama. Y me estaba echando. Rebusqué los cigarrillos en el suelo y se los alcancé. Encendió dos a la vez y me dio uno. Me dejé caer en un sillón o algo así, porque la oscuridad no ofrecía detalles de ese dormitorio desconocido.

Todavía me sentía raro, un ciego que de pronto enfrenta el amanecer, aunque por algún motivo, el deslumbrante descubrimiento de esta otra Lidia me sonaba a crepúsculo tristón. O algo peor.

La brasa de su cigarrillo la dibujaba de rojo cuando aspiraba con fuerza y mis ojos se habituaron a la penumbra. La cama era un país extranjero para el que no tenía visado y del que me habían expulsado amablemente pero con firmeza. Quería volver pero antes, estaba claro, debía cumplir los burocráticos requisitos de rigor.

Ella tenía una pierna contra su pecho y apoyaba un codo en la rodilla. La otra pierna se abría en diagonal y la mano libre caía sobre su sexo, abandonada.

Empecé a vestirme a ciegas, sin dejar de mirarla.

– Si no llegás hasta el fondo de esto, voy a tenerte incompleto. Y, la verdad, estás bien, pero no tanto como para gastarme los ahorros en llevarte a Venecia a suspirar por una pelirroja puta y desconocida.

La escuchaba en parte, mis calzoncillos habían desaparecido y no me importaba. No podía apartar los ojos de ella. La mano sobre su sexo no estaba dormida, se movía despacio, acariciándolo como a un pequeño animal cariñoso y desobediente. Su voz no mostraba excitación y su cara, cuando el cigarrillo la iluminaba, estaba seria e indiferente.

– El plazo que te hayan dado, Nicolás. El mismo. Buscala, resolvé el enigma que tanto te importa, o renunciá para siempre. Pero no ahora, con la noche y el cansancio y las ganas de tenerme en la mesa baja del salón.

– ¿Tanto se me notaba? -pregunté mientras conseguía que la zapatilla izquierda fuera al pie correspondiente y no a una mano, porque la suya seguía en círculos y líneas recorriendo el sexo con vigor creciente.

– Sos transparente -dijo sin agitación-. Decidí de día, cuando te des por vencido y sepas que elegís venir conmigo. Tu Lidia de antes te esperó demasiado tiempo como para que yo me conforme con tu confusión de una noche llena de sorpresas. Ella era piadosa, Nicolás, y te hubiera aceptado con todas tus dudas. Yo no. Cuando estés seguro, volvé.

– ¿Me vas a esperar? -pregunté con miedo mientras caminaba hacia la puerta. Conocía la respuesta. Ella la seguía buscando con la mano perdida en el sexo. Me miró, mientras tiraba el cigarrillo en un cenicero.

– No sé. Y ahora tampoco me importa. ¿No ves que estoy ocupada?

Bajó la pierna y la otra mano y se olvidó de mí, concentrada en el placer que buscaba y me excluía. Me quedé en la puerta, mientras la veía acariciarse con pericia, retorcerse y ondular. Ya no habló, y gemía olvidada de todo lo que no fuera esa ola que la ahogaba a solas. Me recosté contra el marco de la puerta, encendí otro cigarrillo, y me quedé observando, un mirón sin pudor ni interés. Lidia volaba sobre la cama, se proyectaba en caderas disparadas, la espalda clavada en el colchón, el cuerpo saltando y cayendo. Vista de perfil, parecía como si un hombre invisible la estuviera violando con ferocidad de máquina. Cada vez que yo chupaba el cigarrillo con fuerza, el rojo de las brasas la pintaba.

Gritó y cayó y volvió a elevarse, y quedó tendida, las piernas separadas y flojas. Después gimió con pena y apretó las caderas contra las sábanas, como si el hombre invisible estuviera saliendo de ella.

Me aparté de la puerta, para dejarlo salir de la habitación.

Lidia no me miraba.

Yo también salí. Cuando estaba cruzando el salón, oí que me decía:

– Dejá la puerta abierta, Nicolás. Y la del portal, entornada.

– ¿Esperás visitas?

– No. Pero nunca se sabe. Igual pasa alguien, ve la puerta abierta y entra…

Pensé decir algo ingenioso, pero no se me ocurrió nada. Empecé a bajar las escaleras y la voz de Lidia, de la vieja Lidia de siempre, me dijo:

– Y andá con cuidado por la calle, bebé. Es tarde y hay mucho loco suelto por ahí.