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«-Depende del punto de vista
– dijo un señor enormemente bajo.»
JULIO CORTÁZAR, Rayuela
Alguien me seguía. Me importaba un carajo, pero me seguían. Tenía muchas cosas en qué pensar, así que hice mi marcha calle abajo al estilo Bogart, con varias horas y unos cuantos asombros de retraso. Sin mirar los nombres de las calles, volvía a la casa de Noelia, fumando mientras la noche se preparaba para recoger su cortina oscura y pesada. «Esto de andar medio perdido y con el alba pisándome los talones va a terminar gustándome», pensé. Y no era cierto. Tal vez el que me seguía era Silvestre, o el fantasma de Mar López, o el Jamón. O El Muerto.
– Mierda, de repente tengo frío -le dije a nadie.
Aproveché una esquina para comprobar que no era ni el gato ni el fantasma ni el matón enamorado. Tampoco era El Muerto porque vestía una camisa de manga corta y unos vaqueros.
Seguí al mismo paso. No estaba asustado. No mucho.
Podía tratarse de un ladrón que, en caso de decidirse, conseguiría como botín unos pocos billetes, medio paquete de cigarrillos y dos tangas de Nina. Pero no creía que fuera a robarme, le habían sobrado ocasiones desde que salí de casa de Lidia. La zona por la que íbamos ya estaba más concurrida, con algún coche ocasional, y grupos lejanos que volvían de la juerga dominguera, o buscaban otro bar para la última copa, que siempre sería la siguiente. Todo eso pensé mientras avanzaba por la ciudad que no quería despertar al lunes. No podía culparla.
Me sentí juguetón, aunque sabía que el tipo no era tan fácil de manejar como Philip. Se había dejado ver porque quería y no me había alcanzado porque no le daba la gana. Como si quisiera ponerme nervioso.
– Vas a ver lo que es la furia de un gaucho -murmuré, mientras cruzaba otra vez la calle y en tres zancadas doblaba la esquina.
Corrí hasta la otra calle, mirando para comprobar que todavía no estaba a la vista. Me aplasté contra la pared y pude contar sus pasos. Se paró a mitad de camino. No era un tipo al que ibas a llevar así nomás a una emboscada. Crucé manteniéndome fuera de su vista y después me asomé, para sorprenderlo.
La calle estaba vacía. Entonces me asusté. Busqué la avenida más cercana, pero todas estaban a varias calles de distancia y mi miedo mucho más cerca. Seguí caminando, ahora más rápido, por el centro del asfalto y estudiando las zonas oscuras antes de cruzarlas. Eran muchas. Busqué el llavero en mi bolsillo y lo metí en mi puño izquierdo, con tres llaves sobresaliendo entre los dedos. Era una medida de defensa que me enseñó un amigo y a la que recurría cuando andaba solo y asustado. La había usado en un par peleas de discoteca, y creo que con buenos resultados, aunque estaba tan borracho que no me acordaba bien. Pero eso había sido en otro tiempo y en otro lugar que se me antojaban borrosos y falsos, como una mala novela leída sin ganas y de a pedazos. Ahora estaba sobrio, con los sentidos alerta y el corazón a la altura del ombligo.
El taxi salió de la nada y salté de alegría al verlo. Ni siquiera grité cuando descubrí que el conductor era el mismo de siempre, el vecino de Jamón. Él no me reconoció. Vería tantas caras raras mientras rodaba por las noches de Madrid, que una más no le importaría.
No quise ir directamente a casa de Noelia hasta comprobar que ya no me seguían. Inventé una dirección mientras miraba por las ventanillas. El taxi se metió por calles que no conocía, pero al menos me alejaba del miedo pegajoso y el sonido de los pasos repitiendo los míos. Todo volvía a estar bien, pensé. Y lo seguí pensando hasta que me pregunté por qué el coche estaba detenido y al mirar me encontré con el único y profundo ojo de una pistola que me apuntaba a la cabeza.
– Oiga, si no le gusta ese barrio, podemos ir a otro -dije con apenas un temblor en la voz.
– No podemos ir a una calle que no existe, listo -dijo el viejo al que no le temblaba el pulso-. De modo que bajando, que es gerundio.
– M-m-e equivoqué de calle -aseguré mientras bajaba las manos al bolsillo para buscar dinero que mostrar. El gesto del tipo con la pistola me detuvo. Abrí la puerta para obedecer su invitación.
– ¡Momento! -ordenó-. Mira, chaval, que quieras atracarme, pase. Que son muchos años en la calle y todavía me ocurren cosas raras. Si yo te contara… Pero nunca se me ha ido un pasajero sin pagar la carrera, así que mueve las manos con cuidado y afloja el dinero.
– ¡Pero si todavía no he llegado a destino!
– A destino vas a llegar si no aflojas mi dinero de prisita.
– ¿Qué le debo? -pregunté mientras rebuscaba en el bolsillo del vaquero bajo su atenta mirada de tres ojos.
– ¿Cuánto llevas?
– Cuarenta euros y dos tangas de una chica morena que está muy buena y muy loca -declaré vencido.
– ¿Tangas, de esos que se meten por la raja del culo? -Se asombró-. La otra noche un tipo…, pero no: era más alto. Y rubio. Chileno, creo. También llevaba unos tangas en el bolsillo. ¡Hay cada loco suelto por las calles de noche!
– Tengo otra amiga que está muy buena y opina lo mismo que usted.
– ¿De esa también llevas tangas?
– No. ¿Qué, vamos a estar aquí hasta que sea mediodía? Le advierto que esto se parece mucho a un atraco…
– ¿Verdad? ¡Venga, deja de ganar tiempo y dame la pasta, que como tengas un cómplice y aparezca de repente, me los cargo a los dos!
Vacié el bolsillo y lo saqué hacia fuera en universal gesto de pobreza. Sin dejar de apuntarme, el tipo agarró los billetes y el vaporoso bultito de los tangas de Nina. Se los llevó a la nariz y aspiró con deleite.
– Qué bien huelen, chaval. No entiendo como con una tía así te dedicas a atracar taxis por la noche, en vez de estar dale que te pego. Además, perdona que te lo diga, pero lo de la delincuencia se te da fatal…
No dije nada y bajé. Me asomé por la ventanilla del acompañante.
– Jefe, suponga por un instante que se equivoca. Entonces sería usted el que me está robando a mí. Me deja aquí, perdido y sin un duro… Por lo menos deme algo para el viaje.
Lo pensó un momento y asintió.
– Tienes razón, chaval: nadie es infalible. Toma, para el viaje -dijo paternal mientras me daba uno de los tangas. Aceleró y cuando ya había desaparecido por la esquina, su carcajada seguía resonando.
No tardé mucho en llegar. El malhumor será fatal para la úlcera, pero pone alas en las piernas. Yo le había pagado el viaje cuando él estaba maniatado en el maletero del coche. Llegué al portal de Noelia rumiando mi rencor y tan ocupado en imaginar futuras venganzas contra el taxista ladrón que no vi al tipo hasta que no lo tuve frente a mí. Era el mismo que me había estado siguiendo. Lo supe por la camisa. Tenía más o menos mi edad, tal vez un par de años más. Era difícil saberlo, porque la seriedad de su cara lo envejecía. Vestía como tantos jóvenes que ganan un sueldo regular o tienen en casa una madre santa y abnegada que plancha los vaqueros con raya y espera paciente el regreso del hijo calavera. Otro tango.
– ¿Por qué ha hecho todas esas gilipolleces? -preguntó con gravedad.
No sabía si se refería a mis maniobras de evasión o a mi vida.
– Solo lo diré una vez, Sotanovsky -advirtió, repitiendo, sin saber, al finado Mar López-: Márchese, mientras pueda.
Era más alto que yo, pesaría unos diez kilos más y tenía hombros anchos. La única ocasión que tenía de derrotarlo era desafiarlo a hacer crucigramas y teniendo en cuenta mi estado de fatiga, debería pedir cuatro palabras de ventaja. Y de las largas. Pentasilábicas o algo así. Nada de dos letras, empieza con R y es el nombre que los egipcios le daban al dios del Sol. La voz enana, dentro de mí, se impacientó. Él sacudió la cabeza y entró en el tapiz de luz del portal.
– Se ha metido en algo demasiado grande, Sotanovsky. Y cuando empiecen los problemas, no podrá hacer mucho con un manojo de llaves. Es un buen truco, pero la mano tiene que estar firme o se lastimará más que el que reciba el golpe…
Me di cuenta de que todavía tenía el llavero en el puño, con las tres llaves sobresaliendo. Lo había llevado así, desde antes de subir al taxi.
– Es mejor que use una sola llave, dos como máximo; y no de las largas: la palanca al aplicar el golpe le haría soltar el llavero. Adiós, y recuerde mi aviso, antes de que sea demasiado tarde…
Giró y empezó a alejarse. Me senté en el portal y dije:
– Gracias por el consejo, inspector Sáenz.
Lo tomé por sorpresa. Volvió y se plantó frente a mí.
– De modo que me conoce. ¿Tan mal hice el papel de matón?
– Al contrario. ¿Sabe una cosa? La forma que tienen los policías de meter miedo es muy parecida a la que usan sus competidores. ¿Quiere un cigarrillo? Venga, siéntese un rato. Total, no creo que esté de servicio…
Aceptó el cigarrillo y se sentó en el portal.
– Lo vi en una foto, hace un rato -expliqué-. Usted es un policía eficiente, Manolo. Pero también es un hombre enamorado. ¿Por qué vigilaba la casa de Lidia? No es la primera vez que voy y me quedo hasta las tantas…
– Es la primera vez desde que ella y yo…
– Conozco a Lidia desde hace años. Es como una hermana para mí -le mentí a medias, porque hablaba de la Lidia de siempre.
Se estaba humanizando. Quería preguntarme, juntar indicios para enfrentar el interrogante de una Lidia que no alcanzaba a entender.
– Vale, estoy celoso. Ella siempre estuvo algo enamorada de usted. Pero me acostumbré, y al ver que era tan estúpido como para ignorarla…
– Si vamos a intercambiar elogios, será mejor que nos tuteemos…
– Vale. Había superado mis celos de ti y empezábamos a hacer planes, no directamente, pero casi. Y Lidia, que ha sufrido mucho, estaba…
– ¿Feliz? -completé. Fue honesto y no mintió.
– Dudo que pueda ser feliz como lo entendemos tú o yo, que tampoco creo que coincidamos. Lidia tiene… -buscaba las palabras- problemas para expresar su verdadero yo. Y lo consigue solo en contadas ocasiones.
Yo sabía a qué ocasiones se refería. Y él también, porque se demoró en imágenes y tactos de la memoria. Después volvió a la carga:
– Después de esos desahogos venían etapas tranquilas, cenas y paseos. Pero desde hace unos días, está rara y casi diría desconocida. Es como si…
– Como si fuera otra Lidia -propuse.
– Algo así. ¿Y tú, cómo lo sabes? -preguntó desconfiado.
– Lo sé y punto. Mira, Manolo, creo que eres lo mejor que le podía pasar a la Lidia que yo conocí. Esta otra Lidia te puede destruir. Pero si alguien puede ayudarla, eres tú. Mi reaparición y su cambio te hicieron creer que tengo algo que ver. Pero no. La Lidia que buscas está muerta o encerrada en la otra que asomaba en algunas noches brutales. No, no me mires así, porque de tonto no tenés un pelo. ¿Vos la querés? A lo mejor vale la pena intentarlo…
– ¿Intentar qué?
– Lo que salga, rescatar a la vieja o domesticar a la nueva. Pero no me usés como excusa para perderlas. Bastante tengo con mis propias culpas.
Fumó en silencio y le acompañé en el humo y las palabras no dichas. Aplastó el cigarrillo contra las baldosas y se puso de pie.
– Creo que lo intentaré. -Miró el reloj-. ¿Será muy tarde?
– Siempre es tarde, Manolo. Yo, en tu lugar, iría ahora mismo a su casa y no haría preguntas. -Recordé las puertas abiertas y la bella mujer desnuda en la oscuridad-. Creo que, a su manera, te está esperando.
– Queda lo otro -dijo-. Estás en un lío y no podré ayudarte mucho…
– ¿Por lo del detective? -pregunté.
– No tanto por eso. Sabemos que fue El Muerto. El testigo que te describió también nos habló de él. Y su visita coincide con la hora de la muerte. Por ese lado, no creo que tengas problemas, aunque yo que tú cambiaría de aires. El problema es El Muerto, Nicolás. Ese no olvida ni perdona. Y si está detrás de ti, será por algo que sospecho, pero prefiero no saber.
– Voy a preguntar una pelotudez: ¿Si es culpable, por qué no lo detienen?
– Yo seré ingenuo con las tías, pero tú has leído muchas novelas. Con el trabajo que hay en comisaría, la muerte de un pobre diablo no le interesa a nadie. El Muerto ya caerá por otra cosa, y entonces saldrá a relucir lo que tiene pendiente.
Me dio las gracias y me recomendó que me cuidara. Y salió corriendo en busca de la mujer a la que iba a redimir de sus propios apetitos. Parecía un buen muchacho. Y aunque siempre desconfié de los estereotipos, pensé que lo era. Me pregunté si llevaría un hijo de puta dentro, como Lidia, como Nina, como yo y como Noelia. Envidié su capacidad para creer y confiar en una causa, para pelear por su casilla en el tablero y seguir en juego aunque supiera que la derrota estaba asegurada y la victoria dependía del azar de un dado cargado.
Aspiré hondo el aire de la madrugada.
Quise sentir que había hecho una buena obra y no pude. La voz enana dijo que en realidad le había pasado al tal Manolo un problema que me asustaba. Para callarla, dije en voz alta que desde el mediodía no había probado bocado.
Abrí la puerta y subí los escalones de tres en tres. Solo tenía algo en claro después de ese día agotador: que necesitaba emborracharme y comer algo.
O viceversa.
El mundo era un amarillento espejo rajado que auguraba setecientos setenta y siete años de mala suerte si abría un ojo y lo dejaba entrar en la oscuridad de mi resaca. Abrí un ojo y lo volví a cerrar. Tarde. Había caído en la trampa. Eran por lo menos las cinco de la tarde, alguien me había desnudado, y mi cabeza iba a explotar, para salpicar de ideas lúgubres todo el dormitorio y arruinar el trabajo de Nina, que llevaría un par de horas adecentando la casa. Olor a limpio, a pino o limón. «Pino», pensé sin seguridad. La voz quebrada de Armstrong competía con su trompeta por ver cuál de las dos se desgarraba primero.
Abrí los ojos. Nina cruzó frente a la puerta acarreando una bolsa con basura en la que tintineaban las botellas. Llevaba una de esas túnicas sueltas que se ponía para estar en casa. Iba descalza, las piernas morenas disfrutando del ejercicio, el pelo recogido en una cola. Entró en el dormitorio y empezó a recoger cosas del suelo, abrir y cerrar puertas, todo con el mayor ruido posible. Estaba junto mí y su mirada no anunciaba nada bueno.
– ¿Qué hora es? -pregunté.
– Hora de levantarse, o perderás el turno de la próxima borrachera.
Se sentó en la cama, lejos de mí.
– Mira, majo -enumeró, severa y desplegando dedos de su puño cerrado-: que no te fíes de mí, pase. Que te dé por emborracharte un día sí y otro también, es cosa tuya. Y si prefieres perder tus energías con la sosa de Lidia, habiendo lo que hay ante tus ojos sanguinolentos, tú sabrás. ¡Pero ni sueñes que te voy a hacer de asistenta y enfermera todo el tiempo!
– ¿Por qué me desnudaste?
– Porque cuando alguien se vomita encima, hay que lavar la ropa, guarro. Te arrastré hasta el baño, y cómo pesas, cabrón. Te desnudé y te lavé sin mucha colaboración. Algún monosílabo y poco más. Te traje hasta la cama y, como no había una grúa libre, me dejé un riñón para acostarte.
– Te ganaste una nube en el mejor barrio del cielo. Y después, ¿qué?
– Nada -mintió. Cruzó las piernas sobre la cama-. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso me vas a acusar de violación? Lo más que podrás achacarme será intento… ¡Te veía tan tierno, así dormido! Empecé a acariciarte casi sin morbo. Ronroneabas. Respondías, aunque no mucho, y empecé a besarte todo el cuerpo. Quería amarte un poco, sin tu desconfianza ni tus putas preguntas -reprimió un sollozo-. Y parecía que reconocías mis labios…
Recogió un envase de limpiador que había en el suelo y fue hacia la puerta. Pero la rabia pudo más y me fusiló con los ojos mientras mordía las palabras:
– ¿Y sabes lo que pasó cuando estabas a punto de correrte, cuando te revolvías dormido, pero que muy despierto en mi boca? ¡Empezaste a gemir: «seguí negrita, seguí; seguí, Lidia, seguí», o como habléis en tu puto país! ¡Eso ocurrió, pedazo de mamón, eso!
Dos lágrimas se asomaron a sus ojos. Me tiró el envase de limpiador y salió corriendo. No llegó a darme, rebotó en la pared. Lo levanté. Tenía razón: era de pino.
Junté fuerzas para buscar un vaquero y me lo puse sin calzoncillos. El tanga de Nina que llevaba en el otro vaquero estaba plegado y limpio en la mesita al lado de la cama. Lo metí en el bolsillo y salí. Ella estaba en la cocina, sirviendo un gran jarro de café. Los hombros le temblaban. Pasó delante de mí y se tumbó en los almohadones del salón. Me senté frente a ella y bajó la cabeza. Había pasado del orgullo escarpado a la pena lisa y llana. Le alcé la cara.
– Tendría que estar muy borracho para confundirte con otra, porque sos única. Pero al margen de Lidia y de nosotros dos, está lo otro, Nina. Y no puedo seguir a medias: o confío en vos, o le busco la vuelta a este lío por mi cuenta. Me pedís que te quiera y me gustaría. Pero para eso tengo que seguir vivo…
– Hagamos un pacto. Te cuento, me cuentas, y hasta que esto acabe, seremos camaradas sin sexo. Salvo que vengas a pedirme otra cosa… por favor.
– Tampoco hay que exagerar -protesté.
– Sí hay que exagerar, señor Sotanovsky -corrigió-. Usted ha rechazado mis atenciones, y ahora, si quiere probar este manjar -se levantó la camisola y no llevaba nada-, tendrá que pedirlo por favor. Y con insistencia.
Me encogí de hombros, como si no me importara perder el «manjar».
– Empiezo yo. Está claro que ustedes se dedican a blanquear dinero; y que El Muerto era uno de los selectos clientes que tenían…
– Que tenía Noelia -dijo Nina muy seria-. Durante bastante tiempo ignoré lo que ocurría, porque me pasaba seis meses desconectada. Y ella organizaba bien sus negocios sucios. Pero yo estaba al margen. Cuando hace tres años descubrí cómo estaba usando Noelia el bufete, disolvimos la sociedad. Me faltó esto para quedar pringada, y ella, que era la responsable, salió inmaculada… como siempre.
– Admitido con reservas -concedí-. Por entonces, El Muerto dio un golpe de casi un millón de euros en una financiera llamada Financur aunque, oficialmente, el botín eran unas monedas. Pero un tipo como él se dejó atrapar sin tirar un tiro y con todo el dinero. ¿Eso qué te dice?
Pensó un instante.
– Hay dos posibilidades -declaró-: o es gilipollas, que todo es posible, o la pasta de Financur «quemaba»… Hay financieras que gestionan el dinero negro de la droga, los chanchullos políticos, o lo que sea. Parecen negocios que rondan la ruina, pero mueven mucha pasta que no figura en ningún registro legal.
– ¡Eso es! El Muerto tiene entre manos un botín peligroso y se hace detener con lo declarado legalmente, tras esconder la otra parte de la guita, la más gorda…
– Brrrr. Dices «la más gorda» y me entra una cosa por el cuerpo…
– ¿No eras partidaria de la camaradería platónica? -la provoqué.
– Contigo, sudaca, contigo. Pero hay más hombres, ¿recuerdas?
– ¿Sigo con la hipótesis o empezamos con el intercambio de flechas? Creo que El Muerto acudió a Noelia, a la que conocería de antes, y le confió la plata. Él no pasaría mucho tiempo entre rejas y como esas cosas tan complicadas no formaban parte de su estilo, ¿en quién recaerían las sospechas?
– ¿En quién? -dijo, estirándose para buscar un cigarrillo. El movimiento dejó al descubierto el «manjar» por el que debería suplicar. Tragué saliva y seguí:
– ¡En el gerente de Financur! Era el responsable de guardar esa plata para gente que no admitiría excusas. El robo era tan pelotudo que ¿quién se iba a creer que no estaba arreglado? Así que El Muerto deja la plata a buen recaudo, llama a la cana y se deja agarrar. Los dueños del dinero creen que el gerente quiere aprovechar el robo, porque sacan las mismas conclusiones que te acabo de exponer mientras abres las piernas en vana provocación a un hombre que sabe respetar los pactos, pero déjalas así, que no me molesta; aprietan al gerente, y él, que no tiene nada que ver, se pega un tiro porque no ve otra salida. El caso, a diferencia de tus piernas, queda cerrado por un tiempo…
– Y Noelia se hace cargo del dinero…
– Eso. Mientras El Muerto está fuera de circulación, ella tiene que blanquear los millones, invertir o lo que sea. Pero cuando se acerca la fecha de rendir cuentas, ella cambia de idea. A lo mejor hizo malas inversiones y lo perdió todo…
– No creo, ella no da puntada sin hilo -dijo Nina mientras iba hasta el baño, recogía algunos utensilios y regresaba hasta la alfombra-. ¿Te molesta que me quite esto? Quiero depilarme. Si te ofendo, puedes mirar hacia otro lado…
Quedó desnuda. Pensé que era hermosa, cruel, sentimental y menos dura de lo que ella creía. Pero hermosa. El aparato de la cera soltó su aroma agrio.
– Sigue. ¿Me ayudarías con la parte trasera de las piernas? No llego…
Me armé de valor y extendí la cera mientras hablaba:
– El Muerto estaba por salir de la cárcel y vendría a buscar su guita. Noelia no podía o no quería cumplir el trato. ¿Duele? Y decidió buscar un…
– Un pardillo que cargara con las culpas -dijo sin piedad, mientras seguía boca abajo, soportando mis tirones inexpertos.
– Algo así. Un desconocido que cargara con la furia de El Muerto mientras ella, escondida, esperaba a que la cosa se calmara. ¿Ahora, dónde?
– La cara interna de los muslos. Entonces, supones que Noelia te puso en el punto de mira de El Muerto, que igual podía matarte. ¿Y qué gana ella con eso?
– Tiempo para juntar lo que le falte de la plata de El Muerto, o para que él caiga en manos de los dueños verdaderos de Financur.
– Me estoy liando. ¡Ay, más despacio! Es una zona sensible, ¿no lo ves?
– Sí que lo veo -dije-. Es fácil: el gerente se suicida, la guita no aparece, y los tipos empiezan a sacar cuentas. No saben si El Muerto tiene algo que ver. Pero por si acaso lo vigilan cuando sale de la cárcel. También lo puede estar vigilando algún policía que haya llegado a la misma conclusión y tenga ganas de hacerse con el botín. El Muerto tiene que estar muy desesperado para recurrir a un tipo como Serrano. Es más, sospecho que él también tiene un plazo para encontrar la pasta. Ya está, no sé cómo habrá quedado, pero al menos conservás la piel.
Se sentó y me miró con seriedad.
– A ver si entiendo: Noelia busca un chivo expiatorio, se esconde y espera. Si El Muerto cae, ella puede volver y disfrutar del dinero sin problemas…
– Algo así -dije-. ¿Entonces, qué opinas?
Dobló las rodillas y apoyó en ellas los brazos. Se quedó pensativa y dejó caer la cabeza. Alzó la cara y dijo, mientras separaba las piernas:
– Que tengo muy largos los pelos del coño. Si me ayudas, me lo afeito…
Me temblaba el pulso mientras manejaba la maquinita de afeitar. Ella recapituló:
– Noelia es capaz de todo si puede obtener beneficios. Y no me extraña que haya montado todo esto para quedarse con la pasta, con cuidado ahí, eso, eso, qué cosquillas; pero ¿por qué tú, si no te conocía de nada?
– Por eso. Encargó a tres detectives que buscaran sudamericanos con pocos lazos acá, y yo resulté elegido, por mi cara de pelotudo… Abrí un poco las piernas, así… Pero ¿por qué no la hizo más fácil? Me liga, me atrae acá algunas noches, se inventa un viaje repentino, yo me quedo esperándola, y cuando llega El Muerto, le abro la puerta amablemente…
– Qué cosquillas, no lo dejes ahora, o tendré que peinármelo con flequillo. -Removió las caderas-. Tal vez tenerte aquí hubiera dificultado sus preparativos. ¡Lo que te jode es que no se haya tomado el trabajo de follarte antes de irse!
– No sé -dije-, no tiene sentido que después de tomarse ese trabajo, vuelva a rondar cerca de mí, y corra el riesgo de que El Muerto la localice…
Ella soltó una carcajada sonora.
– No conoces a las mujeres. Quítame la espuma del coño. ¿Has pensado en dedicarte a esto? Te conseguiré clientas, si me reservas un turno preferente…
– Si sobrevivo, Nina. ¿Por qué ha vuelto Noelia, ya que lo sabés?
– ¡Porque en su cálculo se le escapó un detalle! Pensaría que tras la primera visita de El Muerto huirías despavorido a tu país. Y si no alcanzabas a huir, mala suerte… ¿Qué tal ha quedado, te gusta?
– Lo pondría en un marco. ¿Por qué volvió a meterse en la boca del lobo?
– ¡Porque podía aparecer yo! -exclamó triunfante.
– Tampoco me fuiste de mucha ayuda para encontrarla…
– Volvió por celos. ¡Un tío que no me podría quitar! Sin poder acercarse para bajarte los pantalones y suponiendo que yo te exprimo a toda hora…
– ¿No era que yo no soy gran cosa?
– Tú no tienes mucho que ver, cariño. -Hizo un mohín y estudió el resultado de mi trabajo-. Eres un encanto, pero esto es entre Noelia y yo.
– Alentador. Me voy, salvo que quieras que te haga la manicura. Jamón estará abajo esperando…
– No está. Llamó a eso de la una y dejó este número -me dio un papel-, que tú sabías, dijo. En casa de su viuda. Eso no lo entendí.
– Están de moda las viudas, Nina. ¿Qué tal te sienta el negro?
– Depende. Conocí a un senegalés que…
– Ya sé que lo único que te ha faltado tener entre las piernas es un tipo con la piel a rayas -dije-. Pero no me sobra el tiempo para pelotudeces.
– De acuerdo. Ya que no quieres mi ayuda…
– No la tengo. Solamente hablé yo.
– No tenía nada que decir, Nicolás. Pero si Noelia está en Madrid, puedo ayudarte. -Se acercó, desnuda y dulce-. No sé por qué, pero quiero que vivas.
Se duchó mientras yo fumaba en la cama. Cruzó chorreando el salón y me hizo un gesto de complicidad. Estaba preciosa y supe que acabaría por ceder. Pero también agradecía ese descanso forzado. Desde que Nina apareció tras la bolsa de El Corte Inglés, mi vida sexual se había multiplicado y ya no sabía si mis piernas temblaban de miedo o por pura debilidad.
Apareció vestida, si es que a su manera de ponerse encima transparencias se le podía llamar vestir. Pensé en Lidia. En eso eran diferentes. Aunque Nina se pusiera un hábito de monja seguiría respirando sensualidad natural. Lo de Lidia, acaso más fuerte, salía también de adentro, pero se parecía al rencoroso desquite contra con todos en general y contra ella misma en un particular deseo homicida.
– Conseguiré un coche para movernos. Vuelvo en un rato.
Sopló un beso y fue hacia la puerta. Oí girar la llave, abrirse la puerta, y una pausa antes de que se cerrara. Después me llegó nítida la voz de Nina:
– ¡Cago en la puta!
Sus pasos sonaron veloces hacia el dormitorio y gritó:
– ¡Noelia ha estado aquí!
En la mano tenía un sobre de los que se usan para las postales.
Una playa, una palmera acunada por vientos amables, un aguador marroquí vestido para hacerse fotos con los turistas a cambio de algunos dírhams o, mucho mejor, euros. Ya conocía la imagen de memoria, pero la seguía estudiando como si fuera un jeroglífico. También me sabía el texto, palabra por palabra en la pulcra letra de Noelia, las «o» con un flequillo largo, las «e» apretadas en la curva del cruce, las «i» apenas dunas del trazo, bajo un gran punto que era el sol o era una nube:
«Nina: lamento que te hayas visto envuelta en esto y te pido perdón. A él también. Debía de estar loca. Prometo que el domingo tendré respuestas y soluciones. No intentéis encontrarme: sería peligroso para todos. Besos: Noelia».
– ¿Y ahora qué?
– Lo pone bien claro: hay que esperar.
– Ya. Solo que por un pequeño problema técnico, yo no voy a poder estar presente en la cita del domingo, Nina. Me matarán el viernes, ¿recuerdas?
– Hostia, no había caído.
Nina estaba ausente, repentinamente adulta y sin picardía.
– Si no podemos esperar a que ella venga -dijo-, la iremos a buscar.
– ¿Adónde? -me asombré.
– Adonde está o quiere hacernos creer que está. Conozco este paisaje. Marruecos. Es la playa de Kabila, cerca de Tetuán. Suele ir ahí. La ciudad importante más cercana es Tánger. Siempre se aloja en el mismo sitio.
– Y después de jugar a la escondida, me deja una postal del lugar donde se esconde. ¡Ya que estaba, nos hubiera mandado los pasajes!
Esperó a que me calmara, pero como yo seguía caminando en círculos y hablando solo, me interceptó con los brazos en jarras:
– ¡Te dije que podía ser una trampa! Y no te extrañe que Noelia haga cosas así: está un poco loca. Un poco, no: ¡está como un cencerro! Hasta en eso me gana la muy puta…
Me tiré en el sofá.
– Todo encaja. Estaba metida en un lío y lo mejor era irse lejos. Pero como lo dejó todo prendido con alfileres, igual quiso acercarse a controlar la marcha de su plan… Y lo de la postal sigue sin convencerme. Es como si quisiera llevarnos allí, pero sin asumir toda la iniciativa, dejando que decidamos nosotros…
– También puede ser una forma de hacernos ir hasta la quinta puñeta mientras ella sigue oculta en Madrid…
– ¡Tengo la solución! -grité-. No en vano uno tiene una cultura, carajo. Y además, para estas cosas, no hay como los métodos científicos.
Busqué en el bolsillo, saqué el tanga de Nina y me puse a hurgar en él. Se echó a reír.
– Había visto leer el futuro en los posos del café, o en bolas de cristal. ¡Pero nunca en unas bragas! Y veo que te falta una. ¿Se la has regalado a Lidia?
– No, a un taxista. Y no hagás preguntas. ¿Tenés una moneda?
Rebuscó en el bolso y me la alcanzó.
– No, tirala vos. Si cae cara, me voy a Marruecos. Si no, me escondo hasta el domingo.
Revoleó la moneda, que giró en el aire, mareando mi destino. Cayó sobre la alfombra, rodó, y fue a parar abajo del sofá.
– Es infalible -dije.
Nina intentaba alcanzar la moneda, estirando el brazo.
Caminé hacia el dormitorio.
– ¿Qué haces? -preguntó-. Ayúdame, vamos a mover el sofá.
– No hace falta, Nina. Ya está decidido: me voy a Marruecos.
– Nos vamos, querrás decir. Nos vamos.
La decisión me dejó hueco y con un montón de preguntas rebotando en el vacío. Nina localizó el teléfono del hotel, llamó y comprobó que Noelia se alojaba allí desde hacía semanas. Después tomó las decisiones prácticas: no era necesario que fuera a su casa, le robaría un bolso a la pelirroja, saquearía de su armario «algunos trapos, un bañador y unas bragas»; el dinero lo proporcionaría un cajero automático y amistoso. O la Visa. Sabía organizar el caos, y su figura cruzaba frente a la puerta del dormitorio, a diez centímetros del suelo, activa y feliz.
– Además de tocarte los cataplines, podrías hacer algo útil -me dijo.
– Yo siempre tengo listo el equipaje, Nina. Siempre me estoy yendo.
– Muy romántico, pero no iremos andando. -Señaló la computadora-. Busca el número de Iberia y averigua los horarios de salida de los vuelos a Tánger.
Obedecí y cuando estaba anotando los datos, me acordé de Jamón. Él tenía mi pasaporte. Busqué el papel y marqué el número de la viuda.
Tenía una voz recia, pero suavizada, de mujer que recupera las artes de la seducción después de muchos años. Cuando pregunté por él, lo llamó con un «Señor Serrano, para usted», que anticipaba mayores confianzas.
Jamón también representaba su papel de invitado que acabará por quedarse, agradeciendo cortés mientras ofrecía recomendaciones sobre el punto de cocción de ciertas verduras, a las que les faltaban «un par de minutos».
– Está hecho un chef, Serrano.
– Señor Sotanovsky, ¿cómo está usted?
– No tan bien cómo usted, parece. ¿Qué está cocinando?
– Sí, el pedido sale mañana a primera hora, todo está en orden -siguió disimulando y en voz baja, respondió-: Carne asada con verduras.
– Eso está bien: algo ligerito, por si después la viuda le ofrece el postre…
Serrano se puso nervioso y volvió a elevar la voz:
– Sí, sí, tranquilo, señor Sotanovsky, los paquetes saldrán mañana por la mañana, desde el almacén de siempre, ¿entiende?
– Lo siento, pero «los paquetes» tienen que salir esta misma noche…
Se olvidó del papel de viajante de comercio o lo que fuera que había creado en beneficio de la viuda:
– ¡Oh, no! ¿No puede esperar? -dijo en un susurro-. Es que esta noche cenamos solos y hasta me ha dejado guisar…
– Imposible, Serrano, créame. Salvo que se fíe de mí y me devuelva el pasaporte, tendrá que venir con nosotros. Y le aviso que viajamos… a Marruecos.
– ¿Y qué coño se nos ha perdido en tierra de moros?
– Una pelirroja y un montón de billetes.
Volvió al personaje. La viuda estaría escuchando:
– Bien, señor Sotanovsky. Lo comprendo, y si nuestro negocio nos lleva hasta Marruecos, habrá que ir, indefectiblemente. -Hablaba como un ejecutivo o lo que él creía que era un ejecutivo-. ¿Cuándo y dónde nos vemos?
– En dos horas, en Barajas.
No respondió.
– ¿Serrano?
– ¿S-sí? Es que… ¿Tenemos que ir en avión?
– No creo que encontremos dromedarios en Madrid, ¿no?
– Yo… ¡Es que me dan pánico! -confesó apenas audible.
– Pánico me da a mí que llegue el viernes y ustedes me maten.
– ¿Y si vamos en autocar? -propuso.
Me rendí. Entre tanto absurdo, uno más… Concertamos la hora y tras un intercambio de saludos, nos dijimos buenasnoche y colgamos.
Apoyada en el marco de la puerta, Nina me miraba con asombro:
– No lo entiendo: tiene por misión asesinarte y eres con él más tolerante que conmigo, que intento ayudarte.
– ¿Sirve de consuelo si te digo que vos me gustás más?
No contestó. Recogimos los bolsos y salimos.
Antes de cerrar, dejé vagar la mirada por el salón, preguntándome dónde estaría el cofre de madera al que quería insertar el mecanismo de caja de música.
Pensé en preguntarle a Nina, pero al ver su cara, cambié de idea.
Algo iba a romperse en diez pedazos desiguales: la noche acalorada, la estación repleta de murmullos o yo mismo. Me descubrí irritable. Había perdido el goce de viajar, casi siempre solo; todo mi mundo en un par de bolsos, el portátil desnivelando la mochila y una foto borrosa de mujer en el bolsillo.
La estación era un mar aburrido y sudoroso. De las ventanillas nacían colas que se enroscaban en dibujos complejos, con el no pintado en cada cara. Periódicamente, sobrevolaba el rumor de que agregaban un nuevo coche hacia la Costa del Sol, pero eso alegraba solo a los primeros, que contaban con los dedos para saber si la gracia alcanzaba hasta su puesto en la cola. La megafonía anunciaba un rezo indescifrable que bien podía ser el anuncio de una partida o la llegada de un coche. Imposible saberlo.
– ¿Cómo mierda quieren que uno se entere de lo que dicen? -protesté.
– No quieren -lapidó Nina.
Seguía enojada y yo no sabía por qué. No sabía casi nada. Solo que algo iba a romperse de un momento a otro, en diez pedazos desiguales.
Nina me mostró unos pasajes.
– En una hora y media salimos. Saqué un billete para tu «amigo».
La cola no había avanzado y delante de mí había más de cincuenta personas.
– ¿Cómo los conseguiste: una bragueta solidaria?
– Dos adorables viejecitas que se compadecieron de tu desgracia.
Antes de que pudiera preguntar más, vi que a unos metros dos viejas de caricatura saludaban con la cabeza. Vinieron hacia nosotros.
– Estás mudo a causa del trauma de un accidente -informó Nina-. Y también un poco tarumba, no puedes arreglarte sin mi ayuda. Vamos a Málaga a que te vea un médico alemán que hace maravillas.
Terminó de hablar en el momento en que las viejas llegaban.
– Pobre, tan joven -sentenció una de ellas-. Pero tenga fe, muchacho, que con fe todo se arregla…
La otra me miraba aguantando las lágrimas.
– Y siento lo de su esposa -siguió la vieja-. ¡Morir en el viaje de bodas!
– Llevaban casados ocho horas -agregó Nina, ante mi mirada asesina-. La pobre no tuvo tiempo de sufrir, murió pura, antes de consumar el matrimonio. ¡La pobrecilla Lidia!
La otra vieja no aguantó más y se puso a llorar. La que hablaba me consoló diciendo que yo era joven y me recuperaría, que los médicos extranjeros hacían milagros y que si no, siempre quedaba la Virgen.
– El mes pasado fuimos a Lourdes -dijo Nina sin dudar-, pero queremos probar todo. A la Virgen hay que ayudarla…
– Tengan fe, tengan fe. -La vieja se fue llevando a la otra que lloraba a mares.
– Es que estabas tan ido…, y algo tenía que inventar -se justificó Nina.
Buscamos un lugar en la sala de espera atestada de gente pesimista. Un viejo prematuro mendigaba entre los viajeros pero no conseguía demasiado porque estaba más atento a los guardas de seguridad de la estación.
Entonces llegó Serrano. Desorientado y consultando un reloj monstruoso y barato. Saludó a Nina con su buenasnoche y nos mostró el gran paquete que traía bajo el brazo.
– Bocatas para el viaje, por eso me retrasé -me dijo en tono cómplice y aspiró el aroma del paquete-. Los ha preparado ella.
Suspiró.
Nina se ausentó para ir al baño y volvió casi de inmediato. El altavoz gruñó una frase incomprensible y algunos viajeros empezaron a levantarse. El mendigo desganado olvidó las precauciones y empezó a pedir casi sin esperar respuestas, saltando de un autocar a otro, como si soñara con colarse en alguno y viajar a otra miseria cerca del mar.
Miré el reloj de la sala y juraría que se había saltado veinte minutos en un segundo. Cuando subíamos a nuestro autobús, las viejitas se acercaron cariñosas. Viajaban con nosotros.
– Fe, muchacho, tenga fe -dijo la portavoz. La otra buscó un pañuelo en su bolso. Imaginé que llevaría docenas.
Cuando iba a subir los peldaños, Nina se giró y puso algo en mi mano. No tuve que mirar para saber lo que me daba: uno de sus tangas blancos.
Miré hacia atrás.
El mendigo miraba hacia todos lados, tratando de adivinar quién podría darle unas monedas antes de que los vigilantes lo echaran de la terminal.
Lo llamé y cuando se acercó le di un billete de veinte y la braguita.
– Tenga, buen hombre -dije.
Y subí al autobús.