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«Voy hacia el fuego como la mariposa,
y no hay rima que rime con vivir;
no te pares, no te mates,
solo es una forma más de demorarte.»
ADRIÁN ARBONIZIO, El Témpano
Nos sentamos casi al final. Jamón se quedó en la mitad, saludando con el paquete de bocadillos. Le hice gestos de que más tarde. Las viejitas suspiraban al verme tan animado.
El conductor era un tipo bajito y calvo, con un bigote tupido. Estaba nervioso y feliz. Se le notaba. Se miró en el retrovisor, apreciando la camisa celeste de manga corta como si fuera un esmoquin. Pensé que lo suyo era más bien ropa de mecánico decorada con manchas de grasa. Otro tipo, también de camisa celeste, le dio unas instrucciones y le tomaba el pelo. Con una voz demasiado grande para su estatura, el de los bigotes le gritó que no le tocara los cojones, que él sabía qué hacer y que dónde coño tenía ese trasto la quinta marcha. El otro bajó y dijo algo que no pude oír. Pero el bajito respondió que no lo jodiera, que demasiado que le hacía el favor a la puta empresa, y que si llevaban diez años sin dejarlo conducir por lo del accidente, ahora bien que se ponían suavones porque lo necesitaban. Y que la culpa del choque, insistía, la había tenido la vaca.
El silencio en el coche era absoluto.
Cerró la puerta con ruido de aire que se va, y empezó a pedir los billetes. El coche iba medio vacío, informó Nina, porque era el décimo que agregaban ese día, a causa de la cantidad de viajeros. De la mitad hacia atrás, estábamos solos, a excepción de una inglesa flaca y dormida que al otro lado del pasillo hamacaba la canción de su iPod.
El de los bigotes llegó a nosotros refunfuñando una ofensa antigua. Recogió los billetes y gesticuló por encima de nuestras cabezas. Al otro lado de los cristales, junto al coche, un grupo de tipos vestidos como él le hacían gestos burlones y despedidas con pañuelos.
– Cabrones -murmuró el tipo-. Seguro que se han olvidado.
Uno de los de abajo sacó algo que ocultaba a sus espaldas y le mostró una bota de vino. El bajito suspiró.
– ¿A qué hora llegaremos a Algeciras? -preguntó Nina.
– Supongo que de día -dijo el bajito. El aliento le olía a ginebra-. Y eso si encuentro el camino, que hace la tira que no llevo un bicho de estos…
– Ya: la culpa la tuvo la vaca -dijo Nina.
– ¡Y tanto! Pero ellos que no, que si había bebido, que si la vista, ¿sabe lo que le digo? Qué si acepté conducir esta noche fue por la apuesta, que a la empresa le pueden ir dando por el culo. Diez años enterrado en los talleres…
Fue hasta la puerta, recogió la bota y la dejó junto a su asiento.
– ¿Alguno de los señores pasajeros conoce el camino? -preguntó.
Nadie respondió.
– Pues la hemos cagao -comentó por lo bajo.
Se acomodó en la butaca, aceleró y salimos a la noche.
Al principio se olía el miedo de los pasajeros, a excepción de los guiris, que no entendían nada pero se reían por todo. Cuando salimos de Madrid empezó lo más difícil. Algunos se animaron a opinar y aconsejaban por dónde ir. Llegamos a una bifurcación de carreteras y hubo división de opiniones y dos bandos gritaban que «por ahí». El de los bigotes detuvo el coche a un costado del asfalto. Le pegó un buen trago a la bota y Jamón se asomó sobre el respaldo de su asiento para ofrecerme bocadillos. La hice señas de que más tarde.
La gente no se ponía de acuerdo y el bajito se limpió la boca con el antebrazo antes de gritar:
– ¡Votemos, compañeros!
– ¿Crees que alguna vez llegaremos? -dijo Nina divertida.
– No sé. Pero será un viaje muy democrático. ¿Tienes una moneda?
Me dio una de un euro. Le pedí que silbara como ella sabía. Silbó y todos miraron hacia nosotros. Le mostré la moneda al de los bigotes.
– Coño, por fin un tío sensato -dijo y atrapó la moneda.
Una de las viejitas sollozó al ver que era yo. La otra me gritó que tuviera fe.
El bajito tiró la moneda, que giró en el aire.
Cayó al suelo, rodó y se perdió bajo los asientos.
«Ya lo dijo Fito Páez en su canción», pensé. «La vida es una moneda.»
El tipo se sentó otra vez, exprimió la bota y tomó por el primer cruce.
Llevábamos ya un buen rato de viaje y el miedo se disipó cuando fuimos capaces de encontrar el bar para la parada reglamentaria. Después supimos que no era, pero aprovechamos para festejar con el conductor su pericia. El tipo quiso invitar a todo el pasaje a una copa. Algunos aceptaron y devolvieron la cortesía. El dueño del bar, que nos miraba sorprendido, fue preguntando uno por uno «qué va a ser». Las viejitas se pusieron en la barra a mi lado y Nina me salvó de la sed pidiendo un whisky. Las viejitas pidieron dos tilas y me acordé de Philip.
– Y dos copazos de anís -agregó la llorona.
Todos brindamos, mientras el dueño parecía a punto de preguntar algo. Entonces uno de los pasajeros, un vasco cuadrado y campechano, gritó que llenara otra vez, «qué coño». Volvimos a brindar.
El conductor invitó otra vez, y un gringo que ya estaba achispado reclamó su derecho a pagar. Cuando llevábamos una hora en el bar, alguien dijo que si no sería mejor seguir viaje, pero todos lo abucheamos. Cuando el griterío terminó, se oyó la voz de la viejita llorona que decía:
– Gilipollas -y se acabó de un trago la tercera copa de anís.
Nina se divertía y yo dije que no con la cabeza cuando el dueño fue a servirme el cuarto whisky.
– ¿Para dónde van? -me preguntó. Nina respondió por mí que a la Costa del Sol y el tipo puso cara de asombro. Iba a decir algo cuando el alemán o lo que fuera se arrancó por lo que él creería eran bulerías. Todos empezamos a hacer palmas, menos la inglesa flaca conectada al iPod.
Antes de irnos, el patrón invitó una ronda y no era cosa de hacerle un feo.
Brindamos por la hermandad de las carreteras y por el Destino.
– Y por su puta madre -agregó la viejita entre hipidos.
Cuando salimos, antes de subir al autobús, vi un coche negro y largo a un costado del bar. Me pareció que había gente dentro. Pero estaba muy mareado como para pensar en otra cosa que no fuera subir los peldaños. Jamón me ofreció un bocata y le dije que después con un gesto.
Tenía la certeza de que estábamos perdidos. No se veían carteles y el camino era irregular. Pero estábamos todos tan contentos. Cantábamos a coro (yo tarareaba), y cada vez que parecía que íbamos a salirnos de la carretera y el bajito conseguía dominar el volante, la gente gritaba:
– Ooooolééééé -y empezaban a cantar otra vez.
Recorrimos el repertorio popular, incluidas las coplas más pícaras, en las que las viejitas llevaban la voz cantante. Uno empezó con La vaca lechera, y el bajito dijo que no se cantaba más, que aquello era como un barco y él como el capitán, y que si alguno sabía dónde coño estábamos.
Poco a poco la gente se fue amodorrando. Nina se acurrucó en el asiento, la cara contra el cristal y dándome la espalda. Alguien, delante, empezó a roncar. Creo que era Serrano.
Yo no podía dormir y hasta el mareo de los whiskys se había evaporado. Otra vez sentía que algo iba a romperse en diez pedazos desiguales. Fui hasta el asiento del fondo. Miré hacia atrás y vi que un coche seguía la estela del autobús a prudente distancia. Hubiera jurado que era el mismo coche negro del bar. No podía saberlo.
Volví a mi asiento. Me senté un poco encogido, porque Nina, dormida, se había estirado. Seguía con la cara apoyada en la ventanilla, de espaldas a mí, las piernas dobladas sobre el asiento. Levanté un poco su vestido y estaba en lo cierto: seguía desnuda, no se había puesto otro tanga cuando fue al baño en el bar. La estudié con cuidado, como si fuera a romperse. La piel brillando en la noche, las nalgas tan bien dibujadas, la línea oscura que las partía y bajaba, señalando desde atrás el sexo, que era una mancha dulce y oscura.
Mirándola así, en la impunidad del sueño, me sentí como un viejo vicioso espiando a una nena. Y la sensación me gustó. Levanté más el vestido, y quedó descubierta de cintura para abajo. No dio señales de enterarse. Vestida, Nina respiraba menos. Dejé que mi mano jugara en sus caderas y bajara hasta las comarcas vecinas a su sexo. Murmuró algo y siguió dormida. Mis dedos vagaron en torno a los labios, memorizando piel, y siguieron hasta tocar delante la sensación aguda de su vello afeitado. Ronroneó y siguió en su sueño. Dejé que uno de mis dedos acariciara los labios y subiera. Tocó una zona sensible y me arrepentí, porque ella se revolvió un poco. Iba a dejarlo, pero murmuró complacida un nombre de hombre que no era el mío. Me enfurecí. Con dos dedos de una mano separé los labios de su sexo, mientras la otra mano buscaba despacio la entrada. No despertó y repitió el nombre. Dejé que el dedo se deslizara dentro, solo un poco y allí se quedó, bebiendo un pulso húmedo. La sensación de que algo iba a romperse se hizo más fuerte. Esperé. Nina no se movía. Yo tampoco. Mi dedo latía con su latir. Y cobró voluntad lenta y se movió con cuidado, esperando la respuesta de su cuerpo que al fin llegó, bostezante. Le espié la cara y seguía fingiendo dormir. El ritmo aumentó y mi dedo era un ojo, una piel, una antena que emitía y recibía sensaciones y mensajes. Sobraba tiempo, en el medio de la nada y de la noche, mientras el autobús avanzaba a los tumbos por un camino que no era el suyo. Pero avanzaba. También mi dedo que pronto fue bebido, expulsado y vuelto a beber, mientras ella, olvidado su papel, movía las caderas y lo cabalgaba hacia una meta que yo no podía ver. Seguimos así hasta que de Nina hacia dentro algo se derramó y siguió derramándose en espasmos tiernos. Me mordió la mano que acariciaba su cara y siguió explotando, y no dejó de explotar ni siquiera cuando el autobús se salió blandamente del asfalto, resbaló en la tierra y volcó en cámara lenta.
– ¿Hemos sido nosotros? -preguntó Nina besándome.
No estaba seguro, así que no contesté. Le pregunté si estaba bien y dijo que qué me parecía. La besé. Me extrañó que nadie gritara, pero la caída había sido tan suave que los pasajeros seguían durmiendo. ¿O estaban muertos? El conductor no, porque lo oí gritar, las vocales alargadas por la borrachera:
– ¡Otra vez la jodía vaca!
El autobús estaba en una especie de zanja, apoyado sobre un costado, en un ángulo de unos 45 grados o más. La geometría siempre se me dio fatal. Besé a Nina y me fui gateando entre los asientos. Algunos pasajeros miraban extrañados, pero nadie parecía herido. Una de las viejitas roncaba, apoyada en la otra. Me pareció que esa no respiraba. La sacudí y no despertó. Volví a sacudirla:
– ¡Señora! ¡Señora! ¡Señoraaaa!
Abrió los ojos y me vio.
– ¿Está usted bien, señora? No se mueva. Hemos tenido un…
– ¡Milagro! -aulló la vieja-. ¡Milagro! ¡Estaba mudo y gracias a la Virgen ha vuelto a hablar!
La otra despertó y le hizo coro. Se pusieron a rezar, como si no les llamara la atención estar colgadas, con el autobús medio volcado. El chófer pataleaba en el aire sujeto por el cinturón de seguridad. El reloj cuadrado que había sobre el parabrisas era el único daño evidente del vuelco. Se había desprendido y estaba roto en pedazos desiguales contra la puerta. No los conté: sabía que eran diez.
Serrano roncaba como un bendito, apoyado el cuerpo en el costado del coche. Ni se había enterado. Entre los gritos de las viejas, el conductor que subió el volumen de sus quejas contra «la puta vaca que me persigue» y mis sacudidas, Serrano despertó, me miró sin sorpresa y dijo:
– Nasnoche, ¿un bocadillo?
Cuando estuvimos todos fuera del autobús comprobamos que no había heridos. Las viejas seguían contándole al que quisiera oírlas que yo era mudo y había ocurrido el milagro.
Nina también estaba entera, y me miraba con maldad. Y con cariño. No sabíamos dónde estábamos. Ese asfalto desparejo y estrecho, sin ninguna señal, no podía ser una carretera principal. Fui a hablar con el conductor, pero estaba eufórico.
– ¡Esta vez la jodí! Puñetera vaca, pero la esquivé, vaya si la esquivé…
Le pregunté si aquellas luces que se veían a lo lejos serían algún pueblo y a qué distancia calculaba que estaban. Me miró como si fuera transparente, eructó alcohol puro y se sobresaltó:
– ¡Ahí está otra vez, la muy puta! ¡Ven aquí, vaca de mierda! ¡Ven que te parto el culo!
Levantó unas piedras y corrió por el pavimento, persiguiendo una sombra.
El guiri se fue detrás, gritando «toro, toro», y la inglesa flaca me tocó el hombro con su mano huesuda y me preguntó que cuánto faltaba para «Fuengirolo City».
Hablé con el vasco, que parecía el menos borracho, y acordamos que él se quedaría allí, a esperar ayuda y evitando que la gente se dispersara. Yo iría con Serrano hasta el pueblo o lo que fueran esas luces. Mandamos a un calvo esmirriado a traer al conductor y al guiri, que doscientos metros más allá seguían tirándole piedras a la nada.
Serrano y yo empezamos a caminar. Había un buen trecho hasta las luces. Unos pasos leves se acercaron y no necesité mirar para saber que era Nina. Me agarró la mano y seguimos andando.
Serrano carraspeó dos o tres veces para empezar a hablar, pero no se decidió. Doblamos la curva y perdimos de vista el autobús. Las luces parecían más lejanas que antes.
De pronto, algo se acercó rugiendo bajo. Un coche.
– Viene de donde están los demás -dijo Serrano feliz de abandonar la caminata-. Seguro que lo han mandado para que nos lleve al pueblo.
Cuando el coche estuvo a quinientos metros, lo reconocí. Era el mismo que estaba fuera del bar, el que nos había seguido en nuestro absurdo viaje sin rumbo. Salté la zanja y tiré de Nina.
– ¡Rajemos, Serrano! -grité.
El grandote se quedó inmóvil. No entendía nada.
– ¿Qué le pasa? Yo no doy un paso más si no me explica -se empacó.
Pasé bajo el alambre seguido de Nina y le grité:
– ¿En qué quedamos, no era que tenía que seguirme adonde fuera? Como se entere El Muerto…
Y empecé a correr por el campo, con Nina colgada de mi mano. Serrano rezongó y saltó la zanja. Lo esperamos. Nina preguntó divertida:
– ¿A qué jugamos?
– A escapá y sobreviví -contesté.
Conseguí que me siguieran hasta un bosquecito cercano. Desde ahí vimos cómo el coche negro se detenía a un costado de la carretera y bajaban cuatro tipos que miraban hacia todos lados.
– Nos buscan a nosotros -dije, sin necesidad.
– Uf, por fin -se alivió Jamón-. ¡Eh, aquí, estamos aquí!
– ¿Usted es boludo o se hace? -le grité.
Dos de los tipos habían saltado el alambre y se acercaban. Los otros buscaban un lugar para cruzar con el coche.
– ¡Está usted loco! -se enojó Serrano-. Encima que nos vienen a buscar…
Antes de que pudiera detenerlo, se asomó y llamó a los tipos, haciendo gestos con las manos. Los otros respondieron aliviados y repitieron los gestos al del coche, que había conseguido cruzar la zanja por una entrada. Una linterna rajó la oscuridad en dos y recortó a Serrano.
– ¿Ve qué buena gente? -dijo hablando hacia los árboles, donde Nina y yo seguíamos acurrucados-. Hasta nos iluminan el camino…
Se oyó un ruidito seco y una bala picó junto a los pies de Serrano. Otra pegó un metro más allá.
– ¡Cagonlaputaaaaa! -gritó el grandote y voló hacia nosotros.
– Buena gente, ¿no?
No dijo nada. Otra bala picó en un árbol y nos tiramos al suelo. El motor del coche sonó a nuestra izquierda. Habían apagado las luces. Jamón buscó algo en los bolsillos y pensé que como me ofreciera un bocata iba a ponerme a gritar.
– Me imagino que habrá traído el trabuco, Serrano -pregunté.
– ¿Eh?
– El bufoso. ¡Que si trajo el revólver, carajo! -me impacienté.
– Desde luego -contestó muy digno-. Soy un profesional de los de antes, no un aficionado.
– ¿Y qué espera para cagarlos a tiros, Serrano?
Se revolvió incómodo.
– Es que… Se me cayó al cruzar la alambrada.
No tuve tiempo de enojarme, porque uno de los tipos apareció a nuestras espaldas. Era calvo pero se cubría la bola de la cabeza con un largo mechón que le salía del costado. Nos apuntó con una pistola enorme y negra que tenía un caño ancho en la punta. Sería el silenciador, pensé.
– Quietos -susurró-. Los dos quietecitos.
Los dos.
Nina no estaba y eso me alivió. Se habría escondido cuando empezaron los balazos. El tipo hizo señas para que no habláramos y nos llevó campo adentro, en dirección contraria a la de sus compañeros.
– ¿Por qué no me dijo que era mudo? -preguntó Serrano, recordando de repente.
– Creía que usted era sordo y no me iba a escuchar -respondí.
– ¡A callar, coño! -ordenó el pelado en un murmullo helado.
Estaba haciendo que diéramos una vuelta muy amplia para alejamos del coche y los otros, que seguían buscando sin ruido. Algo no encajaba. Por fin aparecimos en la carretera, unos mil metros antes del lugar en el que el autobús seguía recostado en la zanja, como dormido. Nos hizo quedar a un costado y se asomó a la curva, manteniéndonos a tiro todo el tiempo. Esperaba algo. «Un coche», pensé. «Traición sobre traición sobre traición». Mientras los otros buscaban en vano, el tipo esperaba a un cómplice para llevarse el tesoro. O sea yo. Y era solo yo.
Una luz se insinuó detrás de la curva y el tipo suspiró. Se acercó a nosotros, apuntó a Jamón con la pistola y dijo:
– Lo siento, Serrano. Nada personal, ¿sabe?
De pronto cayó redondo en la zanja, como herido por un rayo. Una piedra de gran tamaño le había dado en la cabeza, e hizo flamear el mechón como una bandera. A unos treinta metros, donde acababa la curva, se asomó triunfal el conductor del autobús.
– ¡Le he dado a la jodía vaca, le he dado!
– ¡Petiso viejo y peludo! -lo felicité.
Y empecé a correr por el campo, hacia las luces del pueblo lejano. Serrano me seguía sin aliento, y el conductor gritaba que no tuviéramos miedo, que la vaca no iba a volver. Yo corría desesperado. Había que buscar ayuda para Nina. Me acordé del revólver de Jamón, en la zanja, pero ya estábamos muy lejos. El conductor se había rezagado y no nos siguió más. Sin dejar de correr, rodeamos una loma y cruzamos un barranco. Las luces seguían lejos. Tomamos un sendero de tierra que bordeaba una montañita. Paramos para recuperar el aliento y, al mirar hacia atrás, la carretera me pareció ridículamente cercana. Llevaríamos una hora o más corriendo y tropezando por el campo desde que descubrí que nos seguían.
– ¿Lo conocía? -pregunté.
– No. Sí. De vista.
– ¿Trabaja para El Muerto?
– No creo -dijo Serrano sin confianza-. No creo.
Llegamos al pie de la montañita, rodeada por un camino polvoriento. Seguimos corriendo bajo la noche y al coronar una curva, nos topamos con la parte de atrás del coche negro.
Los tipos se sorprendieron tanto como nosotros. Eran tres, el que nos había apuntado antes tenía la cabeza vendada de mala manera, con un trapo. Saltó del coche en marcha y se arrepintió nada más tocar el suelo. Había sido una buena pedrada. Nos apuntó con rencor. Nos acercamos, mientras otro bajaba también con una pistola en la mano. El tercero se quedó en el asiento de atrás, oculto por la noche.
El de la cabeza vendada nos deslumbró con la linterna. El que estaba en el coche le dijo idiota y ordenó que la apagara. Nos cachearon. Se encendieron las luces cortas del coche.
– Sin trucos -dijo el de la cabeza vendada. Nos hizo sentar sobre el capó. Reconocí el trapo y me sentí enfermo.
– ¿De dónde sacaste esa tela, la concha de tu madre? -pregunté con rabia. Era un trozo del vestido de Nina. Estaba seguro. El calvo empezó a reírse pero le dolería la cabeza, porque lo dejó.
– ¿Qué, te gusta el modelito? -dijo, sin dejar de apuntarnos mientras sacaba del coche el resto del vestido-. Lo encontramos cerca de los árboles. Y no te preocupes por tu amiga: mi socio se ocupó de ella. Tiene una suerte, el cabrón…
Imaginé a Nina rota y desnuda en ese campo sin nombre. Y la rabia pudo más que el miedo. Le pegué un golpe seco en la cabeza, sin preocuparme de la pistola. Se dobló y cayó. El otro gritó algo, pero Serrano le dio un sopapo sin mirar, casi una caricia. El tipo voló hacia el capó del coche. Sonó un taponazo, ruido de vidrios rotos, y el tipo se sacudió. Me agaché sobre el de la cabeza vendada y le pegué otra vez, desoyendo a Serrano que me llamaba. Le arranqué la tela de la cabeza, como si arrancara a Nina de su suerte. El mechón, pegoteado de sangre, cayó hacia atrás como una cosa viva. Serrano había desaparecido y me tiré sobre la pistola que estaba en el suelo. No llegué. El tercer tipo había bajado del coche y me apuntaba a la cabeza.
– No haga el gilipollas, Sotanovsky. Que usted no es ningún gaucho salvaje -dijo, sobrador. Pero tenía razón.
Levanté las manos. El de la pedrada se recuperó y me miró con odio. El otro, sobre el capó, no se movía. Había recibido el balazo de su jefe.
– Salga -dijo el jefe a la oscuridad.
– ¡No salga, Serrano, que lo van a hacer boleta! -advertí olvidando que no me entendería-. Si sale, lo matan, es a mí al que necesitan.
– Salga, Serrano -repitió el otro como si yo no hubiera hablado-. Salga o mato a su amigo.
Jamón se asomó con las manos en alto, cara de excusa y me dijo:
– Tengo que seguirlo adonde vaya.
Pensé que no iríamos muy lejos.
Nos hicieron tirar al muerto en un barranco, pero antes rescataron una navaja y otra pistola que llevaba en el bolsillo. El cuarto no llegaba y el de la cabeza rota me mortificaba detallando lo que le estaría haciendo a Nina. Yo estaba demasiado cansado hasta para la rabia. Nos hicieron limpiar los vidrios rotos del asiento del conductor y nos sentaron a los dos en la parte delantera del coche. El jefe iba en el asiento de atrás apoyando el cañón de la pistola en mi cabeza. El coche subía lento la montaña, con el precipicio a un lado.
– Busca un sitio para dar la vuelta -ordenó el jefe.
No había espacio y seguimos subiendo, a paso de hombre. Era un coche potente y caro, pero demasiado grande para ese sendero. Por fin llegamos a lo alto de la montañita. Abajo, a la distancia, se veía el pueblo. El calvo encontró un lugar para dar la vuelta y empezamos a bajar, de regreso a la carretera. Iban mirando con cuidado, en busca de su cómplice. No faltaría mucho para que amaneciera, pero todavía era noche cerrada, que las luces del coche quebraban al avanzar.
Una mancha clara y veloz se cruzó en nuestro camino a varios metros.
Era una mujer.
Desnuda.
Nina.
Fue un relámpago que se perdió en el monte mientras el jefe ordenaba frenar y el de la cabeza rota saltaba y corría detrás de ella, gritando «¡Ahora me toca a mí!». Pronto no vimos a ninguno de los dos y el jefe se puso nervioso.
– Bajen -dijo después de un rato.
Nos colocó contra la montaña, su espalda apoyada en el coche. Supe que nos iba a matar. No importaba cuáles fueran sus instrucciones, la cosa se había complicado y el tipo no quería líos.
Anticipé el sonido ahogado del taponazo, «un ruidito de mierda para anunciar dos muertes», pensé. En lugar de eso, sonó un cañonazo y el vidrio trasero del coche voló en pedazos. Serrano saltó hacia el tipo y lo empujó. Rodó camino abajo sin soltar la pistola. Yo corrí en sentido contrario, quise bajar por el barranco y resbalé. Alcancé a agarrarme de un arbusto. Una fuerza enorme me levantó. Serrano.
– ¿Cómo lo dice usted? -preguntó.
– ¡Rajemos!
– Eso.
Nos alejamos dando una vuelta y buscamos un escondite. Yo llevaba una piedra grande en cada mano. Pensaba en Nina.
– Tendríamos que haberlo atacado entre los dos cuando cayó -lamenté.
– Ni lo sueñe. Ese tipo sabía lo que se hacía. ¿O usted se cree que siempre salgo corriendo? -se ofendió.
Oí un ruido y me levanté con las piedras preparadas. Era Nina. Completamente desnuda y deslumbrante. Llevaba en la mano un pistolón enorme. Era el de Serrano, que tardó en reconocerlo.
– No os quedéis mirando -dijo ella-. Está bien que sea verano, pero a esta hora refresca.
Serrano se volvió, pudoroso y me tendió su camisa floreada. Debajo llevaba una camiseta sin mangas. Sin camisa parecía más viejo. Nina terminó de abrocharse los botones y esa tela pretendidamente hawaiana la cubría más que toda la ropa que le conocía.
Nos quedamos en silencio y no se oía nada. Discutimos. Nina era partidaria de esperar ocultos a que se hiciera de día. Yo proponía que bajáramos al pueblo, pensaba que los tipos no querían llamar la atención y no nos seguirían. Serrano estaba abstraído y dijo que sí con la cabeza a las dos propuestas. Nina cedió. Empezamos a bajar la montaña.
– ¿Me podés explicar qué pasó? -pregunté abrazándola.
– Que cuando vi de qué iba la cosa y que os dedicabais a discutir, me escabullí. Vi cómo ese tipo os capturaba, pero en lugar de llamar a los otros se alejaba, y me olí algo feo. De modo que cuando el terreno quedó libre, volví hasta la zanja y busqué su arma. -Señaló a Serrano con el mentón-. Pero eran muchos. Y sabían que yo iba con vosotros. Dos se internaron en el bosquecito para buscarme, imagina con qué intenciones. El del coche estaba nervioso y solo se preocupaba por «el sudaca». Pero los otros se hacían los sordos. Me desnudé y dejé el vestido colgado de un árbol. Lo vieron, pero el jefe ordenó que solo uno se ocupara de mí. Se lo echaron a suertes con una moneda.
– Que se cayó y no pudieron encontrar -dije.
– ¿Cómo lo sabes? El caso es que el jefe llamó al calvo y el otro quedó solo. El bosquecillo tampoco es el Amazonas y no podía ocultarme por mucho tiempo, de modo que me dejé ver, arrinconada contra un árbol, con el revólver escondido en una rama baja. El tipo me vio y se olvidó hasta de su arma. Empezó a desnudarse, fingí escapar y…
– ¿Y qué? -preguntamos Jamón y yo.
– Que como dice el chiste, corre más una mujer desnuda que un tipo con los pantalones por los tobillos. Le pegué varias veces con el revólver en la cabeza y hay que ver lo que pesa…
Jamón acariciaba su arma como a un gato mimoso. Nina siguió con su relato. En un rato empezaría a amanecer y todavía nos faltaba media montaña por bajar. Algo así como ciento cincuenta curvas.
– Después vi las luces del coche y que os habíais dejado atrapar otra vez. De modo que ya que estaba en pelotas porque el otro guarro se había llevado mi vestido, decidí daros una oportunidad y me crucé en el camino. No fue difícil perder al calvo que me seguía, porque estaba medio tarumba. Y después, un tiro contra el coche, aunque yo le apuntaba al jefe, y aquí estamos, vivos y coleando…
El coche atronó de repente y supe que habían bajado con el motor apagado para no hacer ruido, empujados por la pendiente del camino. Estaban a unos metros de nosotros y hasta la curva nos quedaba un trecho. A un lado la pared de la montaña, al otro el precipicio.
– ¡Métales bala, Serrano! -grité-. ¡Un corchazo con ese trabuco y se acabó la joda!
Serrano empezó a correr hacia la curva, y nosotros detrás. Pero era inútil, nos iban a alcanzar.
– ¿Por qué mierda no dispara? -pregunté.
– Tenía una sola bala -explicó Serrano jadeando.
– ¡Usted, como asesino es una mierda! -me enojé.
Dignamente se volvió y les tiró la pistola, que cayó dentro del coche sin parabrisas. -Genial -grité-. Ahora, ya les hemos dado un arma más…
No tenían prisa por alcanzarnos y había algo de sadismo en la decisión de hacernos correr de esa manera. La curva estaba a la vista y redoblamos esfuerzos. Nina volaba a mi lado, cerca de la pared de la montaña, Serrano unos pasos detrás y a menos de cincuenta metros, el coche negro ocupaba todo el ancho del camino. Doblamos la curva pero no significaba nada, no había escape. Y mucho antes de llegar al pie de la montaña nos iban a pasar por encima, eso estaba claro.
Se oyó la acelerada antes de que viéramos la forma negra del coche, levantando nubes de polvo.
Era el final.
Apareció rugiendo y se nos vino encima. Entonces, algo se cruzó, como salido de la nada. El de la cabeza rota clavó el freno, el coche derrapó, arrastrado por su peso, y se salió del camino. Cayó barranco abajo durante un rato. No era mucha altura, pero la suficiente como para encargar una misa por ellos, si uno era creyente. El coche, desde luego, no explotó. Eso pasa solo en las películas.
Nos quedamos clavados en el centro del camino, mirando hacia el lugar en el que el coche había derrapado.
Una vaca, impasible y masticadora, nos miraba, nos miraba.
Juro que me guiñó un ojo.
Después, mucho después, cuando intenté contarme toda la historia para asumir mis culpas, tuve que admitir que, de no ser por Nina, hubiéramos seguido dando vueltas por ese paraje en el centro de la nada, hasta ser cazados como conejos indefensos. Suya fue la idea de volver hacia el autocar dando un rodeo, porque dijo que si los matones del otro coche nos esperaban ahí, no se atreverían a tocarnos delante de tantos testigos. Cuando estuvimos cerca hizo que nos tumbáramos en una zanja, para ver sin ser detectados. Varios coches se habían detenido junto a la mole tumbada con la mitad de sus ruedas apuntando al cielo que todavía remoloneaba para no amanecer.
– Vosotros os quedáis aquí mientras yo me acerco por el otro lado, para recuperar los bolsos -dijo y salió corriendo otra vez hacia el campo, la camisa de flores ondeando como la bandera de un país en el que las cuatro estaciones se llamaran primavera.
Serrano y yo nos turnamos para vigilar desde la trinchera de la zanja y creo que nos quedamos dormidos al mismo tiempo. También a dúo despertamos sobresaltados cuando el motor de un coche aceleró a fondo y creí que todo volvía a empezar. Era Nina, que nos hacía señas desde el asiento del conductor de un coche idéntico al negro que yacía al pie de la montaña, salvo que este estaba pintado de color azul oscuro. En cuanto subimos, ella se puso en marcha con las luces apagadas y siguiendo un trayecto más o menos paralelo a la carretera. Serrano y yo la mirábamos intrigados pero con respeto:
– ¿Queréis cerrar la boca, pasmados? -ordenó ella en tono enérgico, pero estaba de buen humor.
Nos contó que al llegar al bus reconoció al pelado del mechón ensangrentado, que se había acercado en ese coche con un rubio, simulando ser buenos samaritanos dispuestos a echar una mano. El pelado dijo haberse golpeado la cabeza en una frenada brusca cuando intentaron esquivar un perro en la carretera, y un vecino del pueblo se ofreció a llevarlo para que lo curaran.
– Imagino que quería comprobar si estabais allí, porque a mí me reconoció de inmediato -siguió contando Nina-. El rubio se quedó para vigilarme, y cuando dije que no estaba dispuesta a esperar el bus de recambio y cargué mis bolsos para ir andando por la carretera, se ofreció galantemente a llevarme. Y me llevó. A mí… y a mi amiga.
Mostraba la pistolita que yo había visto días antes al revisarle el bolso, y que en su mano parecía de juguete.
– ¿Por qué me miras así? Una chica tiene que cuidar de sí misma -protestó con inocencia fingida-. El rubio no lo sabía y por eso ahora corre desnudo por el campo.
No podía parar de hablar. Nos contó que estábamos a más de cuatrocientos kilómetros de Algeciras, y en dirección contraria a la esperada, pero que llegaríamos a tiempo para tomar el ferry con destino a Ceuta.
Y no recuerdo más, porque me quedé dormido, acunado por los ronquidos de Serrano.
Cuando desperté, Nina volvía a estar enojada por algo sin nombre. El sol estaba alto y el paisaje era diferente. Serrano durmiendo en el asiento de atrás. Bajamos a estirar las piernas. En menos de dos horas estaríamos en Algeciras y poco después en Marruecos, donde quizás estaba Noelia o quizá no. Pero esa proximidad de la definición nos apagaba cualquier alegría, cualquier desesperación. Y la vida con Nina, si es que yo iba a tener alguna vida, tenía que ser un ping-pong entre la rabia y la ternura.
Volvimos al coche y despertamos al grandote. Tardó en reconocernos. Me miró fijamente y preguntó:
– ¿Le apetece un bocadillo, Sotanovsky?
– Yo que tú aceptaría, Nicolás -se burló Nina, recordando nuestro pacto-. Es el único «manjar» que te vas a comer en este viaje.
Serrano no entendió el doble sentido. Era un hombre de dirección obligatoria, pero a su manera, un buen tipo. Se sentó a mi lado y Nina se acostó en el asiento trasero. El coche rodaba sin estruendo y disfrutamos del paisaje que se descorría mientras avanzábamos. Miré por el retrovisor. Nina dormía. Una pequeña arruga le cruzaba la frente.
– ¿Me lo va a decir o no? -pregunté.
– ¿Qué? -dijo Serrano sin convicción.
– Lo que lo preocupa desde anoche, quiénes eran esos tipos, por qué nos seguían, y para qué sirve un revólver enorme con una sola bala…
– Sin ninguna sirve de menos…
– Filosofía a esta hora no, Serrano.
Se revolvió incómodo y dijo en tono confidencial:
– Es una promesa, ¿sabe?
No dije nada. Estaba aprendiendo que su ritmo era lento y había que dejar que las palabras salieran. Por fin empezó:
– Élida…
– Su viuda.
– Oiga, dicho así suena a velatorio.
– Tranquilo, Serrano, todos tenemos una viuda, ya sea una mujer, un libro o un momento al que no podremos volver…
– Eso es bonito. ¿Me lo presta para escribirle una carta a Élida?
– Sí, pero póngale algo suyo, si no no vale. Es como un traje prestado, Serrano: por bien que le quede, siempre va a oler a otro. Algo suyo, que le haga cosquillas en el pecho, un recuerdo feliz. Dele, pruebe…
Aparté los ojos del asfalto y lo miré un instante. Se había ruborizado.
– Cuando estuve en el talego, por la ventana de mi celda se veía una esquina -evocó-. Cada tarde espiaba a una pareja de chavales. A la misma hora. Cada uno en su acera, en su parada del autobús. Creo que no se conocían. Se quedaban ahí, y se miraban. Al principio con disimulo, pero cuando pasaron los días comenzaron a mirarse de frente. Yo estaba a unos cuantos metros, pero podía ver que, con los ojos, se decían más cosas que si estuvieran hablando.
Lo miré otra vez. Estaba ausente.
– A veces -siguió-, parecía que uno de ellos iba a cruzar, y en ese momento miraban hacia otro lado pero los pies se seguían apuntando. Yo, que los espiaba desde un ventanuco de mierda y cuatro plantas más arriba, me hacía apuestas sobre cuál cruzaría primero. Ella era más lanzada, llegaba riendo con sus amigas. Pero cuando se quedaba sola en la parada, cambiaba. Él, enfrente, sacaba pecho y fumaba, caminaba en círculos, ¿sabe?; y pensé que al final del círculo un día iba a enfilar hacia ella, iba a cruzar la calle y decirle algo.
– ¿Quién cruzó, al final? -pregunté.
– Ella -respondió lacónico-. Una tarde llegó distinta, lo supe al verla. Más arreglada y como para una fiesta. Se había cambiado el peinado y llevaba unos zapatos de tacón. Cuando llegó él, se miraron un rato largo y ella, sin dejar de mirarlo a los ojos, cruzó la calle, estiró una mano…
– ¿Y? -me impacienté.
– La atropello un autobús.
Fumamos en silencio.
– ¿Sabe qué, Serrano? Mejor le dicto una carta en el primer bar que encontremos…
Paramos en una estación de servicio, dejamos a Nina durmiendo y nos tomamos un café en el bar. Le dicté una carta para su Élida. Jamón me pidió que leyera en voz alta lo que había escrito con su inmensa letra. Mientras lo hacía, imaginé a la viuda suspirando en la cocina, o apoyada contra la puerta como las actrices de los años cuarenta. Serrano se puso de costado para que no lo viera el encargado del bar desierto y sacó el revólver. Abrió el tambor y lo cargó con una sola bala. Terminé de leer y suspiró admirado:
– Para ser mudo habla usted muy bien, Sotanovsky.
– Y usted, para ser un asesino, tiene el corazón muy grande, Serrano.
Mi miró apenado y no respondió. Guardó el revólver y volvimos al coche, a despertar a Nina, por si quería un café.
Un todoterreno de la Guardia Civil estaba cruzado cortando el paso. Dos tipos de verde hablaban con Nina. De repente recordé que íbamos en un coche robado, que a su vez podrían haber robado antes los matones para la operación. Retrocedimos unos pasos. Me tembló una pierna y después la otra. Los tipos me daban la espalda. Pensé en correr, pero me dio vergüenza. Nina me hizo un gesto con los ojos y no lo entendí.
– La cagamos, Serrano. ¿Todavía tiene la pistola o la dejó de propina?
– No ofenda, oiga.
– Perdone. Vuelva al bar y quédese ahí. Si hay problemas, sale, los encañona y los encerramos en el baño.
– Usted ha visto muchas películas -dijo Jamón.
– Pero usted prefiere las de Stallone. Haga lo que le digo o despídase de todo.
En cuanto él entró, Nina me llamó, levantando los brazos:
– ¡Mi amor, por fin! Estaba preocupada por ti. ¿Estás mejor, cielo?
Me acerqué sin decir palabra. No sabía si ahora era mudo, ciego o paralítico. Los tipos me miraron con ironía. Uno de ellos me palmeó la espalda y dijo:
– Ánimo muchacho, que queda poco para Málaga. Para estas cosas no hay como las pastillas de carbón.
– O un buen arroz -agregó el otro.
Yo no entendía nada. Uno de los guardias civiles me codeó cómplice y dijo en voz baja:
– Y menos nervios, chaval, que una cagalera la tiene cualquiera. Pero hay que cumplir, ¿eh? -me guiñó un ojo.
Asentí con la cabeza. El otro me llevó aparte y susurró:
– ¿Le confieso una cosa? A mí me pasó lo mismo: cuando me casé, estuve tres días sin poder estrenar por culpa de los nervios. Me hinché como un globo. Y eso que yo con las tías he sido la leche. Pero en cuanto me casé…
– Después se pasa -dijo el otro, que se había acercado-. Y, sin faltar, su señora es una chavala muy guapa. Usted hágame caso: mucho arroz, que eso seca. Y en cuanto se sienta con fuerzas, ¡tira pa' lante!
Se despidieron con un gesto de picardía, treparon de buen humor al coche y se perdieron en la curva.
– ¿No es para cagarse de risa, como dirían en tu país? -dijo Nina.
– No me atrevo: tengo diarrea…
– Es que los vi venir y antes de que empezaran a preguntar, quise ganarles de mano. No hay nada que enternezca más que una parejita en viaje de bodas, sobre todo si el novio está asustado.
– Da igual, Nina. Pero cuando le digas a alguien que me falta una pierna, dame tiempo por lo menos para cortármela…
Serrano se retrasaba. Fui hasta el bar, pero antes de llegar, él salió como una estampida.
– ¡Vamos! -dijo-. Ya está pagado.
Traía en la mano un montón de billetes arrugados.
Subimos al coche y Nina puso el motor en marcha.
– ¿Qué le pasa, Serrano? -pregunté-. Los civiles ya se han ido…
– Ya -dijo secamente-. Dígame una cosa, Sotanovsky: ¿tengo cara de chorizo, yo? Hice lo que usted me dijo, me metí en el bar, preparé la pipa y en eso siento alguien que me toca la espalda. Era el tipo del bar, que temblaba y me decía «Es todo lo que tengo en la caja, se lo juro». ¡Mira que traté de explicarle, pero él que nada, que me lo llevara! Se encerró solo en el servicio y me dio la llave. -Me mostró un tosco llavero de madera-. La gente está loca, desde luego…
Nina y yo nos miramos. Apretó el acelerador a fondo y el coche salió disparado. Ya no solo viajábamos en un vehículo robado y estábamos relacionados con por lo menos dos muertes violentas. También habíamos asaltado un bar.
– A tu lado, no sé si una chica será feliz, Nicolás -dijo ella-. Pero no creo que llegue a aburrirse.
Al principio pensé que eran los mismos, unos pocos que se turnaban para pasar, desaparecer de mi vista, dar la vuelta y volver a pasar. Diez o doce furgonetas parecidas repitiendo un teatro deprimente. Porque eran iguales los colores imprecisos de las carrocerías, las miradas alucinadas de los conductores, la multitud de niños oscuros, los pañuelos recalentando las cabezas de las mujeres silenciosas, el mundo de muebles usados apilados en pirámide sobre el techo. Después empecé a notar las diferencias sutiles: en uno los colchones lo cubrían todo, en otro venían enrollados; una cocina, una mesa, sillas, un inodoro presidiendo la pila de muebles como un símbolo o una protesta. No eran los mismos girando en círculos, eran cientos y cientos, iguales pero distintos en la historia general de un fracaso. Seguían el camino hacia el puerto de una Algeciras contagiada de su desaliento.
Yo había oído hablar de ellos y les conocía el insomnio del viaje por las noticias de la tele. Nina me vio cara de tango y completó la información, mientras Serrano llevaba el coche en silencio. Eran los marroquíes emigrados, los limpiadores de la cloaca del sueño europeo. Regresaban cada verano, desde todos los puntos de Europa donde malvivían para que el resto de sus familias en Marruecos pudiera sobrevivir.
– Y estos son los que tuvieron suerte -dijo Nina-. Los que pudieron llegar a Francia o Alemania, conseguir un trabajo de mierda y una casucha alquilada. Cada año mueren muchos intentando llegar desde las costas de Marruecos o desde Ceuta, cruzando el Estrecho en pateras para llegar a Cádiz o Algeciras.
– Los que tuvieron suerte -repetí-. No parece.
En el puerto nos enteramos de que no habría posibilidad de cruzar a Ceuta hasta el atardecer: los emigrantes callados lo ocupaban todo en su viaje de vuelta a casa. Dos meses después desandarían el camino hacia la opulencia tambaleante que veían desde abajo.
Sin saber qué hacer, comimos algo en un restaurante del centro.
– Habrá que ir a un hotel -dijo Nina-. Me muero por una ducha y tampoco podemos seguir con ese coche.
Serrano empezó a protestar pero lo pensó mejor.
Yo había visto muchas películas, como decía él:
– Plan A -propuse-: buscamos un hotel, no muy caro…
– Visa paga -cortó Nina-. Un día es un día.
– Eso depende de cuántos días te queden, piba. Pero ya que no voy a pagar, que sea un buen hotel. Alquilamos un coche y abandonamos el nuestro en algún lugar alejado.
Nadie tenía ganas de pensar, así que aprobaron mi idea. El hotel estaba bien, era bajo y con las habitaciones desparramadas en patios con árboles y jardines. No protesté cuando Nina pidió una habitación doble para nosotros y una individual para Jamón. Nos duchamos por turnos y al cruzarnos desnudos en la puerta del baño, Nina me miró a los ojos.
– Hiciste trampa -dijo recordando lo del autobús.
– Todo se pega -la besé en la mejilla al pasar y me metí bajo el agua.
Cuando salí, dormía desnuda sobre la cama. Me tendí a su lado sin tocarla. La sentía respirar y supe que en ese momento ella tampoco tenía ganas. Busqué su mano y la apreté.
– Tengo miedo -dijo.
– Ya somos dos, Nina. Para el miedo y para todo lo demás.
Me abrazó. Lloraba. Pese al calor espeso la abracé también y nos dormimos así. Antes de cerrar los ojos, decidí que tenía que llamar a Lidia.
Habría dormido una hora. Nina ya no estaba. Me vestí y salí al patio. Llamé a la puerta de Serrano y no contestó. El grandote tenía el sueño pesado. Bajé al vestíbulo y ahí estaba Nina, hablando por el móvil.
– Estoy intentando localizar a Noelia en el hotel, pero dicen que hace un par de días fue a Tánger y todavía no ha regresado -se justificó sin necesidad y por eso no le creí.
Un poco más allá, Serrano salía de la cabina telefónica revestida en madera.
– ¿Qué, una llamada romántica a su viuda? -pregunté. Dijo que sí y bajó los ojos.
Mentía muy mal.
Puede que hablara con la viuda, pero también había llamado a El Muerto.
– Para no ser menos que ustedes, me voy a llamar a mí mismo, a ver si me encuentro -dije. Cerré la puerta y marqué el número de Lidia.
Sonó cinco veces y el contestador automático saltó con un chasquido.
Era el mensaje tímido de siempre, recitado por la vieja Lidia.
Cuando sonó la señal, supe que no tenía nada que decir:
– Negrita, soy yo. Sigo vivo. Estoy en Marruecos, buscando a la pelirroja. Voy a Kabila, cerca de Tetuán, aunque a lo mejor tenemos que ir hasta Tánger…
Se oyó un ruido y la voz me interrumpió:
– ¿Nicolás? ¿Dónde estás? ¡Decime dónde estás! Puedo ayudarte, solo no vas a poder…
Siguió hablando, pero en el auricular sus palabras quedaron cubiertas por una voz turbia de hombre dijo algo que no entendí.
– ¿Nicolás? -volvió a preguntar ella-. ¿Dónde estás?
– Perdón, me equivoqué de número -dije antes de colgar.
La que había atendido no era Lidia. Al menos no la Lidia que yo había conocido. A la otra no quería conocerla, me daba miedo.
El ferry se movía con pereza de ballena. La luz tenue hacía que todo fuera fantasmal y tras las ventanillas pronto desapareció la claridad sucia del anochecer y se volvió negra. Acurrucada en el asiento, Nina dormía con la frente fruncida. Serrano seguía hipnotizado por una película de vaqueros que se veía borrosa en la pantalla colgada unas filas más adelante.
Fui danto tumbos hasta el bar del barco. Hacía calor y tenía sed. Pasé entre filas y filas de asientos repletos de paquetes, bolsos y gente morena que dormía en silencio. Algunos simplemente estaban quietos, con los ojos abiertos y fijos en el respaldo del otro asiento, como si siguieran vigilando la carretera después de tantas horas sin dormir. No eran ni las once de la noche, pero pensé que en ese barco con la barriga llena de coches era muy tarde. Demasiado tarde para todos.
Me entretuve en las vitrinas llenas de cosas importadas: bebidas, puros, perfumes, todo detrás de unos cristales opacos cerrados con pequeños candados. En algún lugar había oído la seca ironía de que los pobres eran los que daban personalidad a las naciones: los ricos son iguales en todas partes. La gente que se amontonaba en los asientos nunca compraría una colonia de aquellas, pero al menos las conocería de vista.
Pedí un whisky que pagué muy caro y dejé que el gris movedizo detrás de las ventanillas me hipnotizara. Buscaba muchas respuestas en ese paisaje sin detalles: a una mujer pelirroja y escurridiza, a otra que creí conocer y no conocía, a una morena que mentía casi tan bien como amaba, a una ya sin rostro en mi memoria, sin nombre siquiera para el dolor de un recuerdo.
Pedí otro whisky y subí con dificultad las escaleras empinadas. Me perdí por pasillos metálicos y claustrofóbicos y salí a la cubierta. Una brisa caliente barría la penumbra. Me senté en un banco a ver pasar el agua en la oscuridad.
– Nasnoche -dijo Serrano después de un rato. Se sentó a mi lado y el banco de metal crujió-. ¿Gusta?
Me alcanzó una botella mediana de whisky importado.
– ¿Cómo lo consiguió? Las vitrinas están cerradas y los empleados, perdidos.
– El dinero, Sotanovsky, el dinero. Y un poco de firmeza -agregó casual. Imaginé al empleado frente a esa mole amenazante. Eso abre cualquier candado. Le di un trago a la botella. Estaba caliente pero me hizo bien.
– También le compré una tontería a Élida -dijo Jamón-. ¿Usted entiende de estas cosas?
Me mostró un estuche de perfume francés, un Chanel, creo. La viuda quedaría convencida de que su pretendiente era un hombre de mundo.
– Va a ser la envidia del barrio -aprobé.
Bebimos en silencio, acunados por las aguas del Estrecho.
– ¿Cómo se metió en esto, Serrano?
Le preguntaba por El Muerto, pero él estaba pensando en otros errores.
– Poquito a poco. Eran otros tiempos. Y el ring quema mucho, ¿sabe? Hay mucho chanchullo. Pero tuve mis buenos momentos -se entusiasmó-. ¿Sabe cómo me llamaban?
– ¿«Kid Serrano El Pata Negra»? -pregunté.
No lo entendió. Además, era un chiste muy malo.
– «Trompazo Atómico» Serrano -pronunció orgulloso-. Tuve unas cuantas victorias, cuando el boxeo era cosa de hombres. Después…, algunos problemas, errores…
– Una mujer, Serrano, siempre hay una mujer.
Me miró admirado:
– Usted es más listo de lo que parece. Sí: una mujer y qué mujer.
Se perdió un rato en recuerdos agradables. Pero no serían muchos, porque después retomó el hilo con voz apagada:
– Un día todo se acaba y cambia. Hay que empezar a tirarse frente a tíos que uno puede noquear con una mano, o te ponen enfrente a gente debilucha, que no aguanta ni una hostia…
Sé ahogó y contuvo un sollozo. Le pasé la botella y le pegó un trago descomunal. Me la devolvió y lo imité.
– ¡Yo no tuve la culpa! -gritó-. ¡Si el chico no estaba bien, yo qué culpa tengo! Se quedó en la lona, quieto, tan quieto… Era un crío, un crío…
Las olas chocando contra el costado del barco fueron el único sonido durante unos minutos. Eso y los suspiros de Serrano, que hubieran bastado para empujar el barco si fuera de vela.
– No pude volver al ring -dijo en un susurro-. Tenía miedo, ¿entiende? Y empecé a ir cuesta abajo. Ella se fue…
– Siempre se van -dije medio borracho.
– Cómo lo sabe. Un día empecé a pelearme con la botella. Y perdí por nocau. Después fui guardaespaldas de gente peligrosa, y al final, me largué solo con un par de amigos. Nada importante, pero qué tiempos. Un trabajo por mes, dos como mucho y a veces ni eso. Joyerías, restaurantes de lujo, alguna sucursal bancaria en las afueras. Ese dinero no es de nadie, ¿sabe? Me lo explicó un amigo, un tal Talego: la mayoría están asegurados, con lo que no se hace daño a nadie. Y además, decía siempre, esa gente sabe de dónde sacar más pasta.
– Un filósofo, su amigo.
– Un cabrón. Por él me pasé cuatro años a la sombra, por un golpe en la casa de un prestamista -suspiró-. Eran otros tiempos, la pasta llegaba, se iba, volvía a llegar. Y había que jugarse el pellejo, cara a cara con los maderos. Era como en el ring, ¿sabe? Pensar el golpe, buscar el costado, ofrecer la cara y moverse rápido. No como ahora, que con la mierda de la coca, los chavales rajan a cualquiera sin darse cuenta. Esto no da para más, antes había honor en el oficio, una moral, ahora todo es basura…
– «Te acordás hermano, qué tiempos aquellos…» -desafiné bajito, recordando de pronto a mi viejo y esa música que era la suya y yo siempre había detestado-, «veinticinco abriles que no volverán».
Serrano conocía el tango mejor que yo y lo cantamos durante un rato, equivocando estrofas. De ahí pasamos a Caminito, y de ahí a Mano a mano. Me sorprendió conocer tantas letras de tango. Se ve que viene con el ADN argentino. Cuando llegamos a lo de «aquel tapado de armiño, todavía lo estoy pagando», ya casi no quedaba whishy y éramos dos viejos compinches. Me pasó un brazo sobre los hombros y fue como si me hubiera hecho amigo de un oso.
Bajó la cabeza, buceando penas.
– Un día me di cuenta que de tanto entrar y salir del talego, los años se me habían venido encima como un pegador zurdo y rabioso. ¿Te imaginas a un viejo atracando un banco? ¡Todo el mundo contra la pared y cerrando la puerta, que me constipo! -rio de su propio chiste. Yo también.
– O esto otro -dije-: Ponga el dinero en esta bolsa y llévemelo hasta el coche, que el reuma me está matando…
Nos reímos con ganas, borrachos, y descubrimos que una pistola, en manos de un viejo con parkinson, es como una metralleta, y que cubrirse la cara con una bufanda a cuadros en vez de usar un pañuelo sería menos clásico pero más abrigado. Cantamos un tango a voz en cuello, no recuerdo cuál. Después dejamos que las luces se acercaran despacio.
– Estoy con El Muerto porque es el primero que vino a buscarme en mucho tiempo -murmuró-. Pero es mi último trabajo. Necesito dinero, ¿sabe?
– La viuda…
– Ahá. Le hemos echado el ojo a un estanco que se traspasa en el barrio. Ella tiene sus ahorros, pero no llega. Y tampoco la dejaría. Yo soy el hombre…
– ¿En qué le ha dicho que trabaja?
– Viajante de comercio -contestó y me miró a los ojos-. Pero no me ha creído más que yo a usted el cuento de que Nina es su hermanita…
– Yo…
– No diga nada. Fue un detalle, para protegerla, ¿no? Eso me gustó. Me estaré ablandando… Élida me dejó llevar una pipa, porque le dije que era para defenderme, pero me hizo prometer que solo cargaría una bala…
– Alcanza y sobra -dije-. Según para qué. O para quién…
Cambió de tema.
– Cuando esto se termine, El Muerto me va a dar mi parte y se acabó la pelea para mí: me conformo con perder a los puntos…
– ¿Y usted le creyó?
Se revolvió furioso. A los dos se nos había pasado la borrachera.
– ¿Por qué no se mete en sus problemas, Sotanovsky? Que tiene bastantes. Los tipos del coche negro, allí en el campo, ¿se acuerda? A los mandados los conocía de vista. Mala gente: de coca, matar por matar y faltarle a las mujeres…
– No, si pinta de monaguillos no tenían…
– Al principio creí que El Muerto me la había jugado, pero después vi al jefe. A ese también lo conocía, pero de otro lado…
Dejó las palabras en el aire y no pregunté. Sospechaba la respuesta y no me gustaba. De todas maneras, iba a decirlo:
– Era un pasma, Sotanovsky. Un policía.
Sentí una sacudida.
Habíamos llegado al puerto.
Nina llevaba el volante del todoterreno con pericia por las empinadas calles de Ceuta, buscando algo. Hablaba sin parar desde que habíamos desembarcado. Nos contó de la geografía particular de la ciudad, de sus veinte kilómetros cuadrados y de sus playas bañadas por el Mediterráneo a un lado y por el Atlántico al otro. Era una experta hablando sobre ese lugar y pensé que habría vivido ahí alguna historia memorable o tal vez no, y por eso. El caso es que contagiaba y, pese a la noche, adiviné en las siluetas acaloradas de Ceuta el perfil del monte de la Mujer Dormida, que en tiempos de La Odisea se conocía como el Atlante, imaginé el lugar en que estarían las columnas de Hércules, y creí ver, cuando ella me la señaló en la oscuridad desde lo alto del camino, la mítica isla en la que Ulises se tiró unos cuantos años sabáticos como escala en el regreso de su derrota. Me pregunté qué pensaría Ulises, cada mañana, al ver desde la costa de esa mínima isla la orilla de lo conocido, la flecha indicadora del regreso a casa. Y si la memoria no me engañaba, el héroe se había detenido más de cinco años en aquel pedazo de roca, pensándose el regreso. Hasta que regresó.
Lo comenté en voz alta y Serrano se limitó a decir que el tío se habría marchado «porque no se fiaría de los moros y hacía bien».
Nina, en cambio, me dijo que Ulises volvió a su miserable Ítaca porque era un gilipollas.
– ¿Entonces, por qué tardó tanto en decidirse? -pregunté.
– Había una reina en la isla, ¿recuerdas? Y se lo montarían de miedo…
Serrano seguía insistiendo en que la culpa la tendrían los moros y, en plena discusión que hubiera alucinado a Homero, ella frenó el coche en seco. Había encontrado lo que buscaba. Un negocio abierto las 24 horas y lleno de la misma gente desalentada que había cruzado el Estrecho con nosotros. Nina saltó del coche enojada y cortó la discusión:
– Además de gilipollas, Ulises era un cagón. Ni siquiera se atrevió con las sirenas -sentenció-. Igual era gay…
Entró en la tienda y nos dejó en el todoterreno, rodeados de calor y de sombras.
– Tampoco es como para poner a su amigo de maricón -me defendió Serrano-. Que cuando uno oye llegar a la pasma, las sirenas acojonan a cualquiera…
Le dije que tenía razón y le pregunté por las instrucciones que le había dado El Muerto. Se ofendió: él no necesitaba instrucciones, sabía su oficio. Me decidí:
– Es que esto se complica Serrano. Y si el tipo aquel era un policía, no venía en misión oficial. Tampoco me fío de que El Muerto cumpla su palabra con ninguno de nosotros, y no se ofenda.
– Él no se atrevería a engañarme -dijo sin convicción.
– ¿Le pido un favor? O mejor: le propongo un trato. Yo le escribo cuatro cartas más para su viuda y usted me promete dejar a Nina al margen de cualquier orden de El Muerto…
Lo pensó un rato.
– No sé… Sobre ella no me ha dicho nada, pero hace bien en preocuparse. El Muerto es un mal bicho con las mujeres. Además -me miró a los ojos-, usted sabe que yo poco puedo hacer. Estoy acabado, Nicolás. Soy un viejo boxeador que no puede ganarle ni a su sombra…
Le palmeé la espalda.
– ¡De eso nada! Si está hecho un pibe. ¡«Trompazo Atómico» Serrano no se rinde! Como se le ocurra volver al ring, más de uno se pone a temblar, seguro.
– ¿Usted cree? -indagó agradecido.
– Seguro. Mire, el trato es este: si antes de que volvamos a Madrid El Muerto le ordena liquidarme, usted mismo. Pero si sus órdenes incluyen a Nina en la matanza, la deja escapar y todos en paz…
– ¿Cuántas cartas dijo?
– Cuatro.
– Mejor seis, así me duran más tiempo.
– Hecho: seis cartas de amor tranquilo y otoñal, de afecto limpio y sincero, algo sobrio, delicado…
– Tampoco exagere, Sotanovsky. A ver si Élida se cree que he salido maricón como su amigo Ulises. Y…, ya puestos, que una de las cartas sea un pelín verde, usted ya me entiende…
– ¿Algo sensual?
– ¡Eso! -se alegró Jamón-. Es que Élida es toda una señora y yo no tengo costumbre, no sé cómo…
– Usted no se preocupe, Serrano: después de leer la carta que le voy a dictar, la viuda se le va a tirar encima nada más verlo. ¿Trato hecho?
Nos dimos la mano, o mejor dicho él destrozó la mía. Estaba eufórico imaginando ya el revolcón con la viuda. Nina volvió cargada de botellas y cartones de tabaco.
– En Marruecos la comida es barata, pero el alcohol, carísimo -dijo, separando una botella de bourbon que acuné en mis brazos como a un bebé añorado. Me llamaron la atención tres botellas de algo que ya asustaba desde la etiqueta: un whisky pésimo y barato.
– Para la frontera -aclaró ella-. Con todos estos haciendo cola, nos puede dar la mañana antes de cruzar. Unas botellas de lo que sea al policía, y pasamos en un rato. También cambié dinero marroquí.
– ¡Eso es ilegal! -protesté-. Sobornar a alguien con esta porquería debería estar penado.
Pero funcionó. Al llegar a la frontera marroquí, Nina dejó el coche a un costado y nada más tocar tierra, ya tenía al lado a un guardia sudoroso. Hablaron rápido en un francés apretado, y una botella de veneno amarillento cambió de manos. Serrano me dio mi pasaporte argentino, que elevó el precio, y allá se fue otra botella y dos billetes manoseados. En cuanto me lo selló, se lo devolví a Jamón, que lo recibió con incomodidad pero lo guardó en su bolso.
Ya otra vez en el coche y a punto de cruzar, un guardia con la sed pintada en la cara cobriza dijo algo vacío de palabras: era el gesto lo que contaba. Voló la tercera botella y nosotros entramos en Marruecos.
Llegamos al hotel en menos de una hora, bordeando la costa erizada de urbanizaciones, chalés repetidos y clubs exclusivos de nombre internacional. Del otro lado del asfalto se adivinaban chozas, pequeños negocios de artesanía, corrales con cabras. La sociedad representada a la perfección por un arquitecto clasista. Cada uno a su lado de la ruta, en su lugar. Me pregunté qué harían los que viven siempre en medio del camino. Como yo. Pero cuando esquivamos un perro flaco y muerto que acababa de atropellar un BMW, dejé de preguntarme boludeces.
El hotel era interesante: dos pisos de construcción blanca con arcadas y plantas por todas partes. Rodeaba una piscina de buen tamaño, también cercada de vegetación, que en la oscuridad de la noche amenazaba sin empeño. Si te detenías en silencio, podías oír respirar a las plantas.
Más allá, se desparramaba en bungalows y senderos, hasta llegar a la playa de la que había salido la postal que guardaba en la mochila. Todo ordenado y pulcro. Demasiado. Ahí paraba Noelia en sus escapadas a la zona. Se trataba bien, la pelirroja.
En Marruecos era dos horas más tarde que en España, por esa pelotudez de los gobiernos de pretender manejar el tiempo. El restaurante estaba cerrado pero los billetes de Nina nos consiguieron una mesa en un salón acristalado con vistas a la piscina y algo de comer. Mientras llevaban nuestro equipaje a los bungalows, ella preguntó por Noelia.
Jamón y yo nos dedicamos a comer de una ensalada monumental en la que cabía todo lo imaginable. Llegó una fuente con pescado frito y otra con una carne aderezada con aceitunas, almendras y sabores desconocidos. Estaba rico pero le hubiera venido bien un poco de chimichurri. Nina gesticulaba en francés con el encargado, que recuperó la memoria al ver los billetes.
Con gesto preocupado, volvió a la mesa. Dudó antes de hablar, pero mi ansiedad pudo más:
– ¿Saben algo de Noelia?
– Tiene un bungalow aquí. Pero ahora no está. Se ausentó coincidiendo con su aparición en Madrid, pero ayer regresó y dijo que estaría unos días en Marrakech.
– «Como juega el gato maula con el mísero ratón» -desafiné a propósito una estrofa de Mano a Mano.
– ¡Más tangos, no, por favor! -dijo Serrano recordando la borrachera triste del ferry.
– Tengo la dirección que dejó y amigos en Marrakech -me tranquilizó Nina-. Mañana me voy a Tánger y con unas llamadas telefónicas la localizo. A menos que prefieras ir hasta allí.
– No sé. ¿Usted qué opina, Serrano?
– Que está muy bueno. Guisan bien los jodíos moros -dijo relamiéndose-. Pero donde se ponga un buen potaje…
Pedimos hielo y vasos y quedamos para un rato después en la piscina. No teníamos sueño y el calor era más tolerable al aire libre.
En nuestro bungalow Nina se desnudó pensativa y no pude reprimir un cosquilleo cuando la vi meterse en la ducha. No sé por qué no me metí con ella. Haciendo tiempo para esperar mi turno, estudié la tarjeta clavada en la puerta, que informaba en varios idiomas de las tarifas del hotel. Pese a la diferencia favorable en el cambio, en otras circunstancias no hubiera podido alojarme ahí. O sí, pero cargado de hijos, de éxito dudoso en profesiones que no me gustaban, de tiempo medido entre una concesión y otra.
Como si mi método fuera mejor.
Me senté desnudo en la alfombra. Me preocupaba que el jefe de los del coche negro fuera un policía, porque entonces la cosa se complicaba. ¿Habría cedido el incorruptible inspector Sáenz? ¿Estaría asociado con El Muerto o con los dueños de la guita? ¿Qué tenía que ver Lidia la nueva con todo ese lío? Demasiadas preguntas y yo sin sueño.
Nina salió del baño con un mínimo bikini y yo renuncié a la ducha porque solo era agua que cae, sucedáneo de lluvia sin piel. Me puse el traje de baño negro que me alcanzó, recogimos los vasos, el hielo y un par de botellas, y volvimos a la piscina. Según la antojadiza hora de Marruecos eran más de las tres de la madrugada y las luces estaban apagadas.
Serrano esperaba incómodo en unas bermudas gigantescas y con su infaltable camiseta sin mangas.
Bebimos en silencio al borde del agua iluminada desde abajo.
– ¿Sabe qué? -dijo Serrano-. ¿Usted no le entra a los poemas? Me parece que eso sería mejor.
Me impacienté. Quería evitar preguntas de Nina.
– Usted me explota, Serrano. Pero de acuerdo: tres cartas y un poema, que eso es más caro…
– Dijo seis cartas -protestó.
– ¿Pero qué se cree, que los poemas los cagan los perros? -Me di por vencido-. Bueno, tres cartas y tres poemas. ¿Hecho?
Nina nos miraba divertida.
– Vale -dijo Jamón-. Y ya sabe, que sean un poco… Usted ya me entiende.
Asentí y busqué una frase para cambiar de tema. No encontré ninguna y seguimos bebiendo hasta que la luz de la piscina se apagó y el agua se volvió negra. Como la del Estrecho. Nina se recostó contra mí y Serrano se puso de pie con guiños de ojo tan disimulados que creí que le daba un ataque.
– Nasnoche. Que descansen ustedes -ironizó remarcando el «descansen».
Nina dejó caer una pierna en el agua.
– ¿Qué era todo eso de los poemas?
– Que mi nariz es más larga de lo que parece y eso condiciona para ejercer de Cyrano. -Como la broma no alcanzó, busqué algo creíble-. El grandote está enamorado de una viuda y me ha pedido que le dicte algunas cartas de amor. Un Cupido con barba y una calvicie que avanza inexorable, como diría un amigo que no llegué a tener.
Ella rasgó el agua con el juego de su pierna.
– Muy poético, pero por la forma de exigir de Serrano, no era un favor, sino un intercambio. ¿Cuál es tu precio?
– Sentirme más decente el poco tiempo que me quede de vida.
Me miraba fijamente, pero podría ver muy poco. La oscuridad nos dibujaba en siluetas con algún brillo de la luna. Se quitó la parte de arriba del bikini y con el mismo movimiento libre se despojó de lo de abajo.
– Pides sinceridad pero cuando te pregunto algo sales con cuentos.
Se puso de pie y la luna le dio de lleno con su luz golosa y opaca. Al otro lado del jardín, en la recepción, el único signo de vida eran el encargado y un camarero que, de espaldas a nosotros, seguían entre bostezos una película de la tele. Nina se dejó caer en el agua sin ruido, como si flotara a su antojo. Después, con la misma ausencia de sonidos, empezó a nadar sin apuro. No salpicaba. Era como si el agua se apartara para dejarla pasar. De vez en cuando, la luz se aferraba a una curva mojada y la iluminaba para mí. Seguí bebiendo mientras la miraba. Corrijo: mientras la admiraba.
– ¿Vienes? -dijo o quise creer que había dicho.
Me desnudé y entré en el agua oscura con una sensación de transgresión indefensa que me maravilló. Jugamos sin ruido, nadando, flotando, tocándonos al pasar. Fuimos hasta el fondo y nos reconocimos con los dedos, salimos a la superficie más por costumbre que por necesidad, y nos abrazamos empujados por olas que nacían de nosotros. La besé. Era bueno e inocente besarla, desnudos en la piscina, a oscuras. Nos frotamos como peces resbalosos, buscando, fingiendo que todo era agua y nada más. Las mismas olas nos llevaron hasta la parte baja de la piscina y me zambullí para cruzar entre sus piernas abiertas. Se rio sin ruido. Repetí el número pero al pasar debajo de ella, giré y besé su sexo. Nos revolcamos sin peso en el agua, luminosos de tanto frotarnos. La besé otra vez y nos abrazamos. Subí sus piernas a mi cintura, intenté entrar en ella, pero me frenó con un gesto.
– En el autobús hiciste trampa -susurró-. Ahora, por favor.
– Ahora, la verdad -dije sintiendo la puerta de su cuerpo bajo el agua.
– La verdad es como un coño, Nicolás -dijo ella sin favorecer la entrada, sin impedirla tampoco-. No hay dos iguales y siempre se añora el que no se conoce. Se le adjudican más secretos que los que posee y, ¿sabes una cosa? No tiene memoria, se lava y todo olvidado.
Gimió un poco, porque su propio peso había hecho que entrara apenas en su verdad. Pero ninguno de los dos quería ceder en ese pulso de orgullos y desconfianzas.
– ¿Para qué quieres la verdad si me puedes tener a mí? -preguntó.
– Para saber -contesté furioso. Tiré de su cuerpo hacia abajo mientras el mío empujaba hacia arriba y entré trepando nuestros gritos contenidos.
No hablamos más. El agua se movía y nos movía y todo ocurría con otros, en las profundidades de la noche. La música de nuestra respiración anfibia era el único insulto al silencio, pero hasta eso era leve y ajeno. Ella me miraba por momentos, cambiando la máscara en las sombras, y lo mismo era deseo y punto, algo parecido al amor, triunfo despiadado, revancha infantil, o solo una ilusión de la luna, que ya que no podía dormir se divertía pintándole expresiones para mi despiste. Se apagó la única luz de la recepción y unos pasos cerraron la puerta de cristales. Estábamos solos, la luna, Nina y yo. Y su verdad, que era la más mentirosa, húmeda y querida de las verdades.
– Eres el peor tramposo de la historia -murmuró-. Y el más dulce.
Retrocedimos sin separarnos, hasta tocar con su espalda la pared de la piscina. Me dio un beso largo y encendido.
– Noelia nunca podrá tenerte así -suspiró y volvió a besarme hasta que las preguntas se hicieron urgencia y algo de rabia, necesidad que no necesitaba de aferrarme a alguien con el peso de mis dudas, camino de ida y vuelta de su cuerpo a mi cuerpo y un mar de por medio que se embravecía.
Sin pactarlo empujamos la tormenta y ella bajaba y yo subía y la pared de la piscina rasparía pero no pensamos en eso ni en nada que no fuera el viaje sin destino en el que estábamos embarcados y zozobrando. Cuando la colisión se produjo tembló el agua de nosotros hacia fuera y en lugar del grito que retenía desde tanto tiempo atrás, me salió una frase acompañando los últimos estremecimientos del naufragio que buscaba una y otra vez:
– Por favor, por favor, por favor.