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«¡Decí, por Dios, qué me has dao,
que estoy tan cambiao!…
¡No sé más quién soy!
El malevaje, extrañao,
me mira sin comprender,
me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción…»
JUAN DE DIOS FILIBERTO
ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, Malevaje
Antes de despertar supe que Nina ya no estaba. La nota decía que no la esperáramos a comer, que volvería por la tarde con noticias de Noelia aunque tuviera que tirarse a la mitad de los tipos de Marruecos (lo lamenté por la otra mitad), que Serrano y yo podíamos hacer tiempo visitando el zoco de Tánger, pero que no pagáramos nada a más de la mitad de la mitad de la mitad de lo que nos pidieran. Y que la próxima vez, de espaldas contra la pared de la piscina, se iba a poner mi puta madre.
La puerta tembló. Cuando abrí, la colorida camisa de Serrano me quitó el poco apetito que tenía.
– Que sean cuatro poemas -dijo-. Y con rima, no esas mierdas modernas.
Asentí entregado. Iba a inventar una excusa para la ausencia de Nina, pero también le había dejado una nota.
– Además, nos dejó dinero moruno, por si vamos al zoco. Es una chavala muy maja, Sotanovsky.
Dije que sí y me vestí con la sensación de que alguien escribía a mi costa un pésimo argumento. Serrano advirtió que desayunaría algo ligero, porque estaba «un poco grueso». Pero sería muy poco, porque llenó su plato de todo lo que había en el bufet y repitió tres veces. Yo mantuve una pelea desigual con una tostada que al final se rindió, ablandada por cuatro tazas de café.
– ¿Sabe lo que le digo? Que me gusta viajar con ustedes, yo casi no había salido de Madrid -confesó Serrano-. Cuando todo esto acabe…
– Si no acaba con nosotros…
– Tenga fe, Nicolás. Cuando esto se acabe, estaba pensando que nos podríamos ir de vacaciones los cuatro. A Élida le encantaría.
– No se lo recomiendo, Serrano. El último que hizo planes de vacaciones conmigo está viendo crecer los rabanitos desde abajo…
No dio señas de entender. Igual no sabía nada del asesinato de Mar López.
O sí, y lo del matón ingenuo era una pose para hacerme bajar la guardia. Todo era una moneda con dos caras, con dos posibilidades posibles girando en el aire y yo nunca alcanzaba a ver de qué lado caía.
Seguimos el consejo de Nina, porque él quería comprar algo para Élida. Y sacarse una foto junto a las pirámides. Me dejé llevar. A esas alturas, si me hubiera dicho que quería bailar un tango con la momia de Nefertiti, no me hubiera asombrado.
El taxi era un Mercedes enorme y anticuado, con mil parches de masilla señalando otros tantos mordiscos en la carrocería. Y la mirada del botones del hotel cuando nos vio subir no presagiaba nada bueno. El taxista dijo algo que no entendí. Serrano pidió amablemente que hablara español, coño.
– Real Madrid, Real Madrid -dijo el tipo bajito y flaco-. Cristiano Ronaldo, España, El Corte Inglés.
Serrano asintió satisfecho y el taxista también. Todos eran muy felices pero el taxi no se movía.
– Oiga -dije-, estamos buscando a una pelirroja que…
– ¡Real Madrid, El Corte Inglés, España, España!
– Argentino -dije en plan mi Tarzán tú Jane.
– ¡Argentina! -se alegró-. ¡Maradona! ¡Messi!
Antes de que se acordara de Pelé, conseguí hacerle entender que queríamos ir al zoco de Tánger.
– Alí Baba -dijo sonriente señalando mi barba.
Metió primera y el Mercedes derrapó por el camino de tierra. Sin mirar a los costados subió al asfalto y voló hacia Tánger. La técnica del taxista era envidiable. Con una mano llevaba el enorme volante y con la otra cargaba el mínimo peso de su cuerpo sobre la bocina. Adelantaba a los viejos camiones y los coches raídos como si fueran piedras a un costado del camino.
– ¡Este nos mata! -dijo Serrano-. ¡Haga algo, Sotanovsky!
– ¡El que sabe idiomas es usted!
Se miró el puño y luego la nuca del taxista, pero optó por la vía diplomática y sacó un billete del bolsillo. Antes de que pudiera advertirle, se lo había dado al tipo que, agradecido, apretó más el acelerador. Decidió que con semejante propina había que darse prisa, y nos llevó hasta Tánger por el carril contrario. Los coches nos esquivaban por poco y se tiraban a un costado, no sé si por el bulto del Mercedes lanzado o por los insultos del taxista que sacaba medio cuerpo por la ventanilla sin dejar de pisar el acelerador y tocar la bocina.
Cuando frenó, Serrano estaba pálido y con las manazas hundidas en el respaldo del asiento. Yo quise decir algo pero tenía las mandíbulas soldadas.
– ¡Maradona! ¡Messi! ¡El Corte Inglés! -dijo el tipo sonriente. Y señaló el riachuelo de gente que se perdía entre muros estrechos-. Zoco.
En cuanto bajamos del taxi, una nube de pibes nos rodeó, ofreciendo mercaderías o pidiendo algo.
– ¡Barcelona, Messi, Alí Baba, ven conmigo!
– El guía es judío, te roba, ven conmigo.
– Alfombras, cerámicas, grifa, ven conmigo.
– Yo mejor precio, ven conmigo.
Rodearon a Serrano y su camisa que gritaba extranjero a voz en cuello. Parecía un Gulliver dominguero rodeado de liliputienses. Me pidió ayuda con la mirada, mientras los pibes se empujaban para conseguir un pedazo de turista. Uno bajito y rubio salió disparado y rodó por el suelo polvoriento. Me acerqué. Tenía la cara sucia y los churretes de los mocos le pintaban un bigotito a lo Chaplin. Le di un billete de los que dejara Nina y soltó un grito de alegría. Los demás se le fueron encima para arrebatárselo pero él cerró el puñito y por más que lo patearon no lo soltó. Quise intervenir pero era como mediar en una pelea de gatos.
Dos policías aparecieron gritando de la nada y empezaron a repartir palos a los niños, que escaparon con esa velocidad que da la práctica. Uno de los policías se volvió hacia mí y me dijo algo que sonó violento y amenazador. El otro me reconvino con una perorata larga y monótona que no acababa nunca.
– Sí, lo que vos digas -respondí, sonriendo conciliador y obediente-. Lo que digas, milico y la concha de tu hermana. ¿Por qué no te buscás uno de tu tamaño, boludo alegre?
Por fin nos dejaron ir y Serrano comentó que la miseria era una cosa muy miserable. Nos metimos en el zoco, buscando un «detallito» para su viuda. Las calles eran estrechas y las tiendas poco más que portales en los que se apretujaba la mercancía, creciendo en fronda hacia el techo y en ramas de artículos arracimados hasta casi tocarse con la tienda de enfrente. La gente iba y venía, salpicada de gritos y canciones, de contingentes de turistas arreados por guías nerviosos al grito marcial de «no separarse, no comprar nada, ya os llevaré yo a un sitio». Periódicamente un burro cargado de algo se colaba entre la gente, un tipo gritaba empujando una carretilla llena de algo y un policía le pegaba a alguien, para no perder la costumbre. Y entre ese mar, Serrano iba abriéndonos camino con su humanidad a prueba de multitudes.
Alguien tiró de mi mano desde abajo. Era el rubito de los mocos que me mostró el billete con aire de triunfo y dijo:
– Ven conmigo. Yo amigo, yo Marsó. ¿Tabaco?, ¿hachís?, ¿kiling?, ¿mujeras?
Nos guió por senderos enroscados, aullando con furia cada vez que otro pibe intentaba acercarse. No tendría ni diez años, pero ya sabía que en esa selva no había segundas oportunidades. Y tampoco primeras.
Antes de desembocar en la pequeña plaza, el aroma dulce y variado nos sacudió. En cajas de madera, las especias competían en colorido y perfume.
– El mercado de los maridos cansados -informó Marsó con picardía.
– Tiene gracia el jodío -dijo Jamón, sacudiendo el pelo duro del pibe con una mano en la que cabía su cabeza.
Por fin encontró el «detallito» para su viuda: una alfombra bereber más grande que una cama de matrimonio, que cargó enrollada en un hombro. Su método para regatear era digno de verse. Por cada precio que el vendedor le decía, Serrano miraba a Marsó, que se sorbía los mocos y negaba con solemnidad. A la tercera oferta el vendedor le gritó algo áspero al pibe y Serrano lo levantó diez centímetros del suelo con una mano, mientras aferraba la alfombra con la otra.
– Habla español, coño.
No estaba al tanto de los precios, pero dudo que en el zoco se haya vendido una alfombra más barata.
Yo empezaba a manifestar mi vieja fobia por las muchedumbres y quería regresar al hotel o por lo menos salir a un lugar en el que nadie me empujara. Pero Serrano estaba lanzado y quería sorprender a Élida con un vestido marroquí de fiesta. Mientras regateaban con otro vendedor que ignoraba lo que le esperaba, me senté en un portal a fumar. Lo veía todo como al otro lado de un cristal mugriento: estaban ahí, pero no podían tocarme. Ni el bullicio sin tiempo, ni el río de gente, ni el colorido surtido de las tiendas, ni los turistas a la caza de miserias a buen precio que colgar en la sala del hogar familiar mientras contaban a los amigos los previsibles pormenores de un viaje igual a tantos. Yo no era mejor ni peor que ellos. Sencillamente, yo no era.
Pensé en Lidia, en Nina, en Noelia y en Ella. Y sentí ganas de que estuvieran a mi lado para llenar ese vacío que tenía a la altura del bolsillo de la camisa, junto al paquete de Ducados.
«Cualquiera de ellas», pensé. «Alguien». Me di un poco de asco, sorprendido por la cortante lucidez de un cinismo que me negaba a reconocer desde tanto tiempo atrás. Yo era una mierda de tipo que además pretendía ser reconocido como una especie de héroe sin hazañas, un mentiroso más, un prototipo fabricado a la medida de mis miedos de uvas verdes «y si yo quisiera pero no me da la gana», un falso vagabundo que no erraba por gusto sino por cobardía, un viajero de mujer en mujer sin pelotas para quedarme en ninguna, un excepcional fabulador cómico con cuatro chistes en el repertorio, cuya única virtud era no repetir función para no descubrir su farsa. Lidia se había convertido en algo peligroso y yo ni siquiera tenía toda la culpa; Ella se borraba en las fotos pero yo la había borrado antes como condena por haberme dejado; Nina me amaba o podría hacerlo pero me mentía con descaro y sin remordimientos; Noelia me usaba como trinchera en una guerra que nada tenía que ver conmigo. Gran cosa me creía yo, en los momentos de euforia triste y tanguera, cuando tenía a la vista una nueva mujer a la que encandilar con palabras que nos mentíamos nuevas y eran apenas el eterno reestreno de una obra sin final. Una mala obra que ni era comedia ni era drama y en la que mi único dudoso mérito era recitar de memoria mi papel a fuerza de repetirlo en tantos cuerpos-escenarios.
Y el cambio de hemisferio no había mejorado las cosas. Después de doce mil kilómetros, mi única duda era saber si yo era solo un triste gilipollas o un boludo alegre.
– Por lo menos no eres un gato de ministro -dijo una voz que podía ser la de mi autoestima pero sonaba más burlona.
Al otro lado del callejón, entre piernas y chilabas, se recortó una silueta flaca, de orejas puntiagudas, negra y con manchas blancas en la barriga y en las patas.
– ¡Silvestre! -dije y me lancé entre la gente.
Cuando llegué, ya no estaba y seguí corriendo por el callejón vacío, justo a tiempo para ver el pequeño borrón negro doblar en una esquina.
– ¡Silvestre! -grité mientras corría sin aliento-. ¡No te vayás, que necesito un consejo!
Volví a doblar en un corredor tan angosto que no cabían dos personas, y seguí corriendo hasta desembocar, sin previo aviso, en otra calle repleta de gente.
Entonces los vi.
Creo que reconocí al pelado un segundo antes que él a mí, porque el aparatoso vendaje que le habían colocado en el pueblo le tapaba un ojo. El rubio que iba con él también me vio. Se codearon y se abrieron para rodearme, pero yo estaba más cerca de la boca del callejón y ellos en el centro de la multitud.
No he corrido más rápido en toda mi vida, buscando desesperado la tienda en la que Serrano, su corpachón enorme y su pistola con una sola bala me ofrecerían precario refugio. Me perdí, pero ellos no me perdían. Y a medida que me internaba por las callejas desiertas, sospeché que me alejaba del centro del zoco y de cualquier salvación.
Grité el nombre de Serrano y eso fue otro error, porque los dos matones se asomaron con aire de ya te tenemos. No había mucho dónde elegir y me metí por otro pasillo sin puertas, como si señalara la enemistad de los dos edificios que no querían tocarse. Seguía gritando nombres: el de Jamón, el de Nina, el de Mar López, cualquiera servía para no sentirme tan solo frente a una muerte segura.
– ¡Maradona, Maradona! -me sorprendí aullando y acorralado.
Por la calle estrecha se acercaban sin prisa los dos, navaja en mano. Lo peor es que suponía que no podía estar muy lejos de la calle en la que Serrano y Marsó regateaban el precio de un recuerdo para la viuda. Retrocedí hasta el final del callejón sin salida, insultándome por no haber elegido el desvío. Pero intentarlo ahora era acercarme a ellos y sus navajas. Resbalé en algo que descubrí de inmediato era mierda fresca de burro y me enfurecí. Recogí un puñado y se lo tiré a la cara a ambos. Retrocedieron espantados, esquivando la mierda con golpes de cintura que parecían poco adecuados para unos rudos asesinos. Parecía ridículo -y lo era-, pero esos dos matones, capaces de hundir un puñal sin pestañear en el cuerpo de un ser humano, se horrorizaban ante la lluvia de mierda que les arrojaba.
– ¡Ma-ra-do-na, Ma-ra-do-na! -gritaba yo enardecido, a falta de otro grito de guerra que acompañara mi gesta.
Pero todo lo bueno se acaba y también la mierda de burro.
Con el penúltimo proyectil le di al rubio en la cara y se restregó con la camisa como si le quemara, mientras hacía arcadas. Pero el pelado esquivó mi disparo y sonriendo confiado cruzó la frontera que convertía mi callejón sin salida en un matadero. Levantó la navaja y fue a decir algo antes de saltar sobre mí.
No pudo.
Lo que parecía un tronco de roble apareció por el costado del callejón y le dio en toda la nariz. El tipo voló hacia atrás y cayó sobre la mierda que tan trabajosamente había evitado.
Serrano asomó por la esquina sin soltar la gruesa alfombra y me dijo avergonzado:
– Me parece que van a tener que ser seis poemas, Sotanovsky.
Después dio una zancada, medio giro monstruoso con la alfombra, y calzó al rubio en el estómago. El pelado se levantó y fue a decir algo, una queja supongo, pero Jamón demostró el porqué de su apodo pugilístico y le sirvió un trompazo atómico en la mandíbula, mientras con la otra mano seguía sacudiendo a su compinche con la alfombra.
– ¡Serrano viejo y peludo! -grité enardecido.
Marsó, a mi lado, también lo alentó con unas frases que no entendí. El rubio con la cara llena de mierda intentó buscar algo en el bolsillo, imagino que un revólver, pero Serrano sacudió la cabeza como un padre comprensivo ante un hijo travieso, y le pegó un alfombrazo en la panza. El otro se dobló y empezó a vomitar sobre la alfombra.
– Seis poemas y el tinte -dijo Serrano mirando hacia nosotros.
– ¡Como si quiere que le reescriba las obras completas de Neruda! -acepté entusiasmado.
– Oiga, ¿ese no era comunista? -objetó-. A mí no me meta en líos, Sotanovsky…
– «Me gusta cuando callas, porque estás como ausente…» -empecé a recitar-. Eso es de Neruda, Serrano.
– ¡Qué bonito! Lo voy a apuntar…, pero no cuenta para el trato, que no es suyo, ¿eh?
– Es de todos, pero no importa. ¡Cuidado!
El rubio se había recuperado y trató de sorprenderlo. Serrano ni se molestó en esquivar el golpe. Lo encajó como si fuera una brisa y después echó atrás la derecha, se lo pensó, y descargó. El otro cayó contra la pared, se deslizó hasta la mierda esparcida y ahí se quedó.
Serrano le rebuscó en los bolsillos, arrojó al suelo la pistola, una cartera, condones, y por fin encontró un bolígrafo. Sacó una libretita de su camisa y exigió, con un pie sobre el pecho del matón dormido:
– Venga, los poemas.
– ¿Le parece que es momento, Serrano? -protesté.
– Un anticipo, por lo menos. Que en cualquier momento me lo matan y me quedo sin poesía.
Marsó nos miraba sin entender, pero seguía divertido por la pelea. Hice memoria, buscando en el pasado algún poema mío, por malo que fuera. El tipo acababa de salvarme la vida.
Cuando te miro siento
que ha valido mi vida
las cosas que te miento
las peleas perdidas…
– Oiga, que tampoco fueron tantas y a los puntos…
… las calumnias del viento
las promesas heridas
los pequeños tormentos
mi memoria partida
y este camino lento
hasta tu piel, mi vida.
Cuando te toco, sueño
que despierto y te tengo
sin urgencias ni empeño
solamente, te tengo
y te trepo el aliento
te recorro dormida
este camino lento
hasta tu piel, mi vida.
Lo único que se oía era mi respiración.
El poemita había cruzado de un salto diez años de olvido, para llegar con toda la brutal cursilería de un tiempo en el que sentir no me asustaba. Serrano aplaudió con la alfombra y un respeto nuevo en los ojos. Marsó juntaba con rapidez las monedas que habían caído de los bolsillos de los matones, y uno de ellos me miraba asombrado desde el suelo y la mierda.
– ¿Ves? -le dijo Jamón-. ¡Mi amigo es un poeta y te lo querías cargar!
Casi amistosamente le dio un coscorrón y el tipo se desmayó. Con gestos y un billete, le pedí a Marsó que trajera agua y, mientras volvía, me ocupé de vaciar los bolsillos de los matones inconscientes.
– ¿Qué hace, ahora se va a poner a robarles?
– No es robo sino expropiación, Serrano. Además, ¿qué quiere, que los dejemos aquí para que vuelvan a seguirnos?
– Oiga, no irá a…
– Tranquilo -dije mientras le echaba arena en la camisa al que estaba lleno de mierda.
Marsó volvió con el agua y me lavé las manos antes de usar el resto en adecentar a los tipos. Revisé sus carteras. No eran policías, pero eso ya lo sabía. Saqué el dinero y lo dividí en dos partes. Había una buena cantidad. Le di una mitad a Marsó y me guardé la otra, junto con las carteras. El nene devolvió el dinero, como si se lo hubiera dado para que me lo tuviera.
– Para ti, para Marsó -dije.
Tardó en creérselo, porque para él era una fortuna.
– Usted trama algo, tiene cara de hacer una putada -dijo Serrano.
Le conté mi idea y no paró de reírse hasta que, cargando con los dos tipos, llegamos a la zona de los taxis. Daba igual cualquiera, pero el primero en vernos fue nuestro conductor suicida que empezó a saltar de alegría. Pensé que en mi vida la repetición de taxistas no respetaba fronteras. Le dije por señas que mis amigos estaban borrachos y que los llevara.
– ¡Maradona, Alí Baba! -aceptó el tipo feliz.
Conseguí que Marsó saliera de su ensoñación de billetes ya bien escondidos y le pregunté por la ciudad más alejada. No fue de mucha ayuda, no hizo más que besarme las manos.
– ¿A Rabat? -propuse y el taxista se asustó por el tamaño del viaje.
Era lo que yo quería. Le mostré los billetes restantes de los matones y se le pasó el susto. Creo que si le hubiera pedido que los llevara a la Antártida, lo hubiera hecho. Cerró las puertas con fuerza y antes de que pudiéramos decir Maradona, ya se había perdido con su destartalado Mercedes, medio cuerpo fuera de la ventanilla, con la bocina sonando sin parar.
– Me dan pena -dijo Serrano-. Sin un duro ni documentación, les va a costar un huevo volver.
– De eso se trata, Serrano, de eso se trata.
Él se quedó un rato en silencio, pensativo. Después soltó un insulto en voz baja y me dijo:
– Tome. Esto es suyo.
Me tendía el sobre con mi pasaporte y el pasaje de vuelta a la Argentina.
– Serrano… yo… -Las palabras no me alcanzaron y le di un abrazo agradecido. Se separó, turbado.
– Oiga, a ver si estos moros se van a pensar que somos maricones, como su amigo Ulises -protestó.
Nos despedimos de Marsó y volvimos al hotel.
En autobús, desde luego.
Pasamos la tarde en el hotel, esperando y temiendo-deseando el regreso de Nina. Eso yo, porque Serrano le había tomado el gusto a la buena vida y se dedicó a comer todo lo comestible mientras tomaba nota de los poemas y las cartas entre plato y plato. Me miraba con afecto y pensé que a la hora de matarme le daría un poco de pena. Porque lo único que estaba claro era que yo tenía que morir. No importaba si sería a manos de Jamón, a navaja de El Muerto, a balazo de alguno de los incomprensibles perseguidores que hallaba a cada paso.
Esa certeza -mojada con media botella de vodka- me dejó melancólico y propicio a los excesos literarios. No se puede escribir un poema si uno es feliz, al menos yo no puedo, porque a la segunda estrofa me da la risa. Y Serrano estaba para la carcajada, copiando en letra trabajosa las paridas que yo iba soltando. Nos pusimos al filo de la pelea cuando se empeñó en que le dictara un poema que rimara con el nombre de su amada. Sí, decía «Mi amada».
– No se pase, Serrano. ¡Cómo carajo quiere que le componga un verso romántico que rime con Élida! Proponga algo, a ver, a ver…
Cedió de mala gana después de un rato de estrujarse el cerebro, y para lavar la afrenta se tiró a la piscina, demostrando que el principio de Arquímedes funcionaba después de tantos siglos.
Su ausencia me dejó solo con mis pensamientos. Lo del taxi había sido una estupidez, porque los tipos podían reaparecer en cualquier momento. Además, la pregunta del millón era quién los había puesto sobre mi pista. No podía olvidar la insistencia de Nina para que visitáramos el zoco, ni el perfume a trampa de la postal de Noelia, ni el tono urgente de la voz de Lidia en el teléfono. Cualquiera de ellas. Y saber cuál no cambiaría las cosas.
– ¡Gélida! -exclamó triunfante Serrano desde la piscina-. ¿Ve cómo hay rimas para Élida?
– Y muy románticas, sobre todo. Oiga una cosa: ¿Y si le escribe un poema suyo, no una mierda comprada a un farsante cansado? Haga la prueba…
Se acodó en el borde de cemento y me miró desde abajo:
– No me tome el pelo, Sotanovsky, que soy muy viejo para eso. ¿Cómo quiere que yo escriba un poema?
– Vamos a ver: ¿la quiere o no?
– Yo… eh, me da vergüenza. Sí, qué coño. Pero…
– Pero nada, Serrano. No es cosa de palabras, sino de cosquillas en la barriga, calor en las orejas, y esa certeza de que uno es un idiota suspirante cuando piensa en ella, pero un idiota único en el mundo. No se trata de que rime «pasión» con «corazón», sino de que le diga eso que le cruza la frente con vuelo ligero cuando entre un paso y otro lo sorprende el recuerdo de una sonrisa de ella, una caricia de ella, una teta de ella…
– No se pase, oiga.
– … cualquier cosa de ella, que es especial solo para usted y no me venga con que no le pasan esas cosas. Es como una enfermedad, Serrano, pero jodidamente linda, una debilidad del espejo que nos inventamos de duros autosuficientes y viriles, y que se va a la mierda por la imagen de un gesto, un cruce de piernas, un tacto de la piel de ella. Es sentir que una lágrima sin motivo se hamaca del ojo para adentro y lo peor es que no tiene ganas de llorar pero se emociona y se le escapa sin razones. O por muchas razones.
Me miraba enternecido.
– ¿Todo eso le pasa a usted con Nina?
No supe qué decir ni tuve ocasión, porque ella apareció en ese momento y se acercó a nosotros con una mirada desconocida, incómoda.
Pensé que «no, que por favor no, que mejor trampa boba pero eficaz de la pelirroja, que mejor traición de la otra Lidia, que al fin y al cabo era una desconocida, que mejor cualquier explicación para lo del zoco, pero por favor, Nina no, más mentiras no».
Se detuvo a casi dos metros, dibujando un triángulo con el camino de sus ojos, de Serrano a mí, de mí a sus sandalias y otra vez a Serrano y a mí. Quise levantarme de un salto y pegarle para que no pudiera hablar, para evitarle y evitarme la certeza de una mentira que esta vez no me iba a creer. Eso o poner en escena la ironía, civilizados todos -Serrano un poco menos-, fingiendo que fingíamos recitar nuestros papeles pensando en otra cosa, rodearnos sin apuro porque los dos sabíamos que ella mentiría una excusa y yo haría como que me la creo y ahora una de vaqueros, por favor querida, una de extraterrestres que te secuestran y te obligan a mandarme al matadero, un hipnotizador de finos retorcidos y villanescos bigotes y sombrero de copa a juego con capa negra con forro rojo y remendado, un desfasado espía ruso con gabardina y gorro siberiano inyectándote el suero de la verdad, algo absurdo pero más original que aparentar que no ha pasado nada cuando sabemos, mi amor, que ha pasado.
Me miró sin parpadear y dijo con rabia, como si yo tuviera la culpa:
– Noelia ha muerto. Ayer, en Marrakech. Apuñalada.
No estaba preparado para eso. Serrano tampoco.
– ¡Cagonlaputa! -dijo. Y se sumergió en el agua.
Nina tembló un poco, pero no lloró en seguida. Habló como en sueños de la encerrona en una calle cualquiera, de la escasa imaginación de la policía marroquí que reducía todo a un robo, de sus instrucciones telefónicas para la repatriación del cadáver a tierras catalanas. Después calló. Le alcancé mi vaso de vodka y lo vació de un trago. Me levanté y la abracé con la misma fuerza que un minuto antes le hubiera pegado. Sollozó en silencio y después lloró con miedo, con alivio, con pena y con rabia.
– ¡La muy gilipollas! -moqueó-. Tan lista que era, tan previsora, hacerse matar en un callejón de mierda, qué falta de clase.
Después de un rato se serenó y dijo con determinación:
– Hay que irse de aquí, Nico. Si la encontraron a ella, no tardarán en llegar hasta nosotros.
– Eso depende de que tengan pasta para el taxi -terció Jamón.
Nos miramos y empezamos a reír a carcajadas nerviosas y convulsas, risa sin alegría pero con ferocidad. Nina nos miraba sin entender y a mí me dolía la barriga de tanto reírme.
– No entiendo una mierda -protestó.
– ¡Una mierda de burro! -coreamos nosotros.
Se despatarró en la silla y nos estudiaba con desconfianza mientras la risa se fue apagando y Serrano le contó de la emboscada en el zoco y de mi heroica táctica de escapar gritando «Maradona, Maradona» y de mis proyectiles de bosta de burro. Y del poema y del taxi. Contado en frío no tenía tanta gracia y la única imagen que me vino a la memoria fue la de las navajas de los matones, mis ojos mareados de tanto callejón y la sombra imposible de Silvestre escurriéndose por una esquina.
Me asusté.
Me asusté de verdad y sin prejuicios.
Empecé a temblar y tuve tanto miedo como nunca antes en mi vida.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
– Que me planto. Basta para mí. Son buenas y no quiero retruco. No sirvo para guapo de tango ni tengo capital para comprarme una esquina ni el farolito de la calle en que nací. Me voy, escapo, huyo y usted, Serrano, si me quiere disparar por la espalda, apunte bien, que tiene una sola bala.
Fui hasta la habitación y metí de mala manera mi ropa en la mochila. Me puse el vaquero y una camisa, me cagué en la madre que parió a mi zapatilla izquierda que se negaba a aparecer, y cuando ya pensaba en escapar saltando en una pata, Nina me la alcanzó.
– No es indigno tener miedo, Nico. Nos ocurre a todos.
– Gracias. Ahora además de cobarde, me siento adocenado. ¿Me prendés un cigarrillo? Yo no puedo con estos temblores.
Se acercó y me besó en los labios.
– Mi niño bueno y charlatán, mi ocurrente escritor de las vidas de otros. ¿Ahora entiendes que esto no es un juego?
– Ahora entiendo que no entiendo un carajo, nena. Pero de repente me acordé de que le tengo un poco de cariño a mi piel, extraño un montón mi país y antes de salir me dejé la leche en el fuego. ¿Venís conmigo hasta Ceuta o preferís aprovechar la noche de hotel que ya has pagado?
– Voy. Pero, por favor, espérame en la recepción. Me gustabas más cuando querías saber, Nicolás. Si abandonas ahora, vivirás siempre con la duda.
– Llevo varios días durmiendo con una. -Le pasé un dedo cuello abajo, hasta la unión de los pechos-. Y por buena que esté, una duda es siempre una mentira que no miramos bien. Te espero afuera.
Cuando salí del bungalow, Serrano estaba apoyado contra la pared, ridículamente grave con sus enormes bermudas floreadas.
– Yo nunca le hubiera disparado por la espalda, Nicolás.
– Es un consuelo, Serrano. Cuando le lea los poemas a su viuda, dígale que tuvo un casi amigo que no quería ser un gato de ministro, pero al final aflojó.
Evité mirarlo a los ojos y seguí el caminito de piedras hacia la recepción.
Hablamos poco durante el viaje. Una vez que el ferry salió del puerto de Ceuta, me dediqué a vagar por el barco, alejándome de la gente como si oliera mal y me diera vergüenza que alguien lo notara.
Serrano mantuvo su aire ofendido y Nina intentó de manera intermitente entablar conversación. Me encontró en el bar del barco y se sentó a mi lado. Me dio dos cajas de puros. Dos cajas alargadas, de madera, envueltas en celofán.
– Para ti. Regalo de despedida. Espero que te gusten, son de lo mejor que tenían aquí.
Jugué con el celofán de una caja. Acabaría por abrirla, aunque no los fumara, aunque así el tabaco se humedeciera antes de tiempo. Era la historia de mi vida.
– Gracias.
Suspiró.
– Te comprendo. Es para acojonarse, Nicolás. -Me acarició el pelo de la nuca, que pronto empezaría a caer lentamente, inexorable-. No pasa nada, cielo, me voy contigo a tu país o adonde quieras. Tengo algo de dinero y no te pido nada: nos quitamos de este follón, paseamos un tiempo y si después no marcha, cada uno por su camino, ¿vale?
Enganché el dedo en la tirita de plástico dorado que cruzaba la caja como una frontera de algo y tiré sin querer.
– A la cola, Nina. Seré un cobarde de mierda, pero estamos de moda y ya tengo ofertas parecidas…
– Lidia, era previsible. ¿Vas a aceptar?
El celofán se rasgó limpiamente. Abrí la caja y aspiré el olor de los puros, perfume de otras costas y otras tormentas.
– Voy a escapar de todo y de todas. Voy a volver a qué, a buscarme el buen trabajo que merezco, a engordar un poquito junto a una mujer ordenada y previsible, a engañarla cuando me entren las dudas y los años, a vivir con reloj y calendario y a comprarme un gato negro con manchas blancas en las patas y la barriga. Y voy a castrarlo, para no ser el único en casa. ¿Conforme?
Se fue sin decir nada, asintiendo apenas con la cabeza. Yo le quité el celofán a la otra caja por el mismo motivo que hacía tantas cosas sin sentido; como el escorpión de la fábula, que pica al pato en mitad del río aun sabiendo que morirá también: estaba en mi naturaleza.
Subí a la cubierta del barco y fumé un puro detrás de otro, bebí cerveza aunque no me gusta y cuando fui a mear evité los pequeños espejos amarillentos. Volví a cubierta y la noche seguía indecisa al otro lado del agua.
Cuando el barco atracó, Nina se expuso otra vez a mi impertinencia, me agarró de la mano y me llevó al todoterreno que esperaba en la bodega.
– Tienes tus cosas en casa de Noelia, ¿recuerdas?
– Pocas cosas -dije-. Una foto con una cara de mujer que se borra en cada beso que le doy a otra y una bailarina que danza Para Elisa con una sola pierna. No sé si vale la pena.
Pero subí al coche. Cuando bajamos la rampa del ferry y empezamos a salir del puerto, vi a Jamón que subía a un taxi. Él también nos vio. Hizo un gesto que podía significar cualquier cosa y cerró la puerta.
Nina dijo que necesitaba pensar y que si me molestaba que volviéramos en el coche. Dije que me daba igual. Empezó a tragar asfalto rumbo a Madrid.
Paramos tres o cuatro veces a tomar café. Ella asumía mis silencios malignos con resignación, o simplemente los ignoraba. Y cuando tenía ganas de hablar, hablaba.
– No todo el mundo sirve para eso -dijo.
– Para qué.
– Para castrar gatos y personas. No te va.
– Aprenderé. Todo es cuestión de práctica.
– ¿Sabes qué? -Se enojó-. La verdad es que eres un cabrón presumido que siempre se ha creído gran cosa, un personaje de novela cutre disfrazada de alegato contra la mediocridad. Pero la verdad es que te has pasado la vida buscando una excusa para rendirte y ahora la has encontrado. Esa es la verdad.
– La verdad es un coño, Nina. Tú me lo enseñaste.
– Y anda que no te ha dado gustito mi verdad. -Aflojó el pie del acelerador-. ¿Qué, hacemos una escala y nos pegamos el último revolcón?
– El último fue anoche. Y te pedí por favor. Ganaste. ¿Qué más querés?
Soltó un bufido, aceleró y el todoterreno pegó un salto hacia delante.
Nos acercábamos a Madrid cuando dijo:
– No estás dormido. Finges mal. Como dices tú, nunca mientas a un mentiroso.
Seguí con los ojos cerrados.
– Yo también estoy en peligro, ¿sabes? Porque en lugar de hacerme cómodamente a un lado y dejar que te machacaran, me quedé contigo, hice preguntas, crucé media España. ¿Eso no cuenta?
– Todo cuenta, mi amor. El que no cuenta soy yo. Y además, no te eches tantas flores, que en todo este tiempo sabías más que yo pero te callabas. -Abrí los ojos y la miré-. Alguien me metió en esta historia sin preguntarme, me han pegado, me han mentido, y unos mafiosos me han querido matar dos veces. Estoy hasta las pelotas de dar tumbos sin motivo. Y cuando estamos a punto de encontrar a Noelia, resulta que ya está muerta y ni siquiera puedo darme el gusto de mirarla a los ojos y preguntarle por qué yo. No me jodas, Nina, será una mierda de vida, pero me las arreglo muy bien para arruinarla yo solito.
Ya no hubo más charla y hasta dormí un rato. Cuando desperté, faltaba poco para el amanecer y estábamos frente a la casa de Noelia.
– ¿Bajamos los bolsos o qué? -preguntó muy seria.
– No hace falta. Recojo lo mío y me voy.
Subimos por la escalera a oscuras.
– ¿Dónde vas a dormir?
– En Barajas. Voy a ser el sudaca más madrugador del primer vuelo de Iberia que salga mañana.
Se detuvo antes de trepar el último tramo.
– Yo te quiero, Nicolás. En eso no te mentí. Vámonos juntos.
La abracé con ternura.
– A lo mejor yo también te quiero, piba. Pero me da miedo. Y mirá que sos linda, pedazo de piantada. Pero mejor lo dejamos así. Soy un coleccionista de naufragios cansado de remar, ¿sabés? Uno que pasa y se va, siempre se va.
– Qué romántico. Además de bromas, hace poemas -dijo una voz helada.
– Y muy buenos, jefe -dijo Jamón-. Tiene uno de…
– ¡No sea gilipollas, Serrano! -cortó El Muerto.
Se encendió la luz de la escalera y los vimos, tres metros más arriba, apuntándonos con dos pistolas.
– Suban.
Obedecimos sin protestar. Serrano estaba incómodo, pero le duraría todavía el enojo, porque me encañonaba con mano firme.
– Abran la puerta -ordenó El Muerto.
– Oiga, usted dijo hasta el viernes y hoy es… -reclamé sin entusiasmo.
– Se acabó la paciencia, sudaca. O me llevo lo mío ahora o…
– ¡O se espera hasta el viernes! -gritó Nina.
El Muerto se puso rígido y Serrano soltó un «coñoó» con voz queda. Miré hacia atrás y vi que Nina los apuntaba con la pistolita plateada que había visto días antes en su bolso. Me pregunté cómo había cruzado a Marruecos con ella, pero a esas alturas ya sabía que Nina tenía recursos de sobra.
– Nosotros somos dos -calculó El Muerto.
– Sé sumar -dijo Nina-. Pero también sé disparar, así que por lo menos a uno me lo cargo y sé quién será. Usted elije: o nos deja cumplir el plazo que le dio a este, o pone a prueba mi puntería.
El Muerto intentó asustarla con una mirada hueca, pero el pulso de Nina no temblaba y apuntaba directamente a su cabeza. Repitió dos veces el número de un teléfono móvil y le preguntó a El Muerto si lo recordaría.
– Yo no olvido -dijo él con un tono gélido que no impresionó a Nina.
– Ve bajando la escalera, Nicolás -ordenó ella-. Y no digas nada.
Me moví despacio, sin dejar de mirar a Serrano. Creo que nunca dije tantas cosas sin hablar.
– Hasta el viernes -concedió El Muerto-. Pero no creas que esto lo sacas gratis, putilla. Guarde la pipa, Serrano.
Nina los hizo retroceder hasta el final del pasillo y luego pasó corriendo a mi lado, escaleras abajo.
– ¡Mueve el culo, que nos fríen! -dijo al pasar.
Cuando llegamos a la calle, me dio la pistolita mientras abría el coche. Entré apuntando hacia el portal y aunque nadie nos siguió no bajé el arma durante un buen rato.
– Ya puedes descansar, Dillinger -dijo ella-. Además, creo que hay que quitarle el seguro, aunque no sé dónde puñetas está…
La miré boquiabierto. Temblaba de pies a cabeza. Paró el coche en una acera iluminada y empezó a llorar. Le pasé la mano por el pelo y la abracé hasta que dejó de temblar. Discutimos un rato sobre qué hacer y finalmente acepté ir a su casa. Si no la habían molestado hasta entonces, quizá no conocían la dirección. Además, señaló, ir a Barajas era entrar en la boca del lobo y en cuanto a un hotel, si había policías mezclados en el asunto, no tardarían en encontrarnos.
Pensé que lo mismo podía pasar con su casa, pero no quise discutir. Estaba en deuda con ella, ya no me interesaba saber, y no quería pensar.
El departamento era parecido al de Noelia, pero en plan caótico. Comimos algo sin quitar la vista de la puerta y con la pistolita sobre la mesa. Nina buscó el manual y después de un rato descubrimos dónde estaba el seguro y cómo quitarlo.
– ¿Y vos? -pregunté.
– Voy a desaparecer una temporada -dijo-, hasta que el cadáver ese caiga o se canse. Y no te preocupes, que me iré sola. Dentro de un rato, cuando descansemos, elegimos el método. Creo que a ti te conviene ir en autobús hasta Málaga…
– ¿Otra vez?
– … y desde allí combinar un vuelo hasta tu tierra vía Londres o Roma. Yo igual me paso unas vacaciones en París o donde coño sea.
– Nina, yo…
– Déjalo, Nicolás. No me apetece tu gratitud si no puedo tener tu confianza.
No insistí y, cuando un rato después fue hacia el dormitorio, esperé un gesto de invitación que no llegó.