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JUEVES

«Los días cantan la historia

del hombre al borde del hombre

los días cantan mañanas

los días no tienen miedo.»

FITO PÁEZ, La vida es una moneda

38

No pensaba emborracharme, no era necesario. Pero estaba a solas con mi cabeza y las preguntas amenazaban con su campaneo lejano de tren que viene y va a llegar. Pensé en escribirle a Nina una larga carta que pusiera en su lugar cada pieza del rompecabezas de mi corazón, pero sabía que los bordes no iban a coincidir y lo dejé. Un buen trago no recuerdo de qué y tampoco eso importaba. Cuando el sol estuviera alto y las calles sudorosas con algo de gente para fingirlas habitadas, cargaría mi mochila a la espalda y en cada baldosa dejaría caer un recuerdo de esa semana enloquecida. Como cuando eras pibe y el equilibrio del universo dependía de no pisar las baldosas rojas, y si el próximo coche en doblar la esquina no era azul, entonces el día sería un desastre; supersticiones simples que hacían girar la tierra, porque la tierra gira o eso decían las maestras y, a juzgar por todas sus otras mentiras, vaya uno a saber.

Vagué por la casa demorando un ojo en cada libro mientras el otro se negaba a coleccionar más imágenes de Nina que luego tendría que olvidar con dolor, porque el olvido es la más jodida disciplina cuando es urgente olvidar, borronear una cara inolvidable por puro instinto de supervivencia, hacerle trampa al rompecabezas con la tijera de una memoria obediente que viene moviendo la cola si la llamas y le das su hueso para roer, su recuerdo para desgastar, su golosina con pelusas traídas de un gastado bolsillo de la mente, su palmadita condescendiente que la perra memoria, domesticada para olvidar, agradece con perruna fidelidad, enfermedad de perros al fin y al cabo, que los hombres podemos ser agradecidos hijosdeputa egoístas egocéntricos y hasta decentes tres segundos por década, pero poco más. Muy poco más.

Nina tenía estanterías llenas de libros borrosos, más borrosos a cada trago que exprimía de la botella; borrosos cuadros sin marcos que les cuadricularan el paisaje; una borrosa foto de Nina y una pelirroja que se llamaba, ¡cómo mierda se llamaba la pelirroja?, «muy bien, Laika, ahí va otro hueso, Laika, mi estúpida canina y alegre Laika, qué poco te hace falta para ser feliz y qué gorda te vas a poner, perra memoria, con un amo que no hace más que tirarte recuerdos que roer y enterrar en los rincones más ocultos del sucio patio que habitamos mi cabeza y yo. Brindo por eso, ¿por qué?, por eso, ya sabés, por no acordarme del nombre borroso de la borrosa mujer que posa en la foto junto a…, no exageremos, Laika, perrita memoria dócil, que a Nina no se la olvida tan fácil, ojalá, ojalá que las hojas no te borren el cuerpo cuando caigan y no me acuerdo más, lo siento Silvio, pero esta jodida perra memoria tiene tanta práctica en enterrarme recuerdos duros como huesos, con su entusiasmo de rabo limpiaparabrisas, sonrisa tonta, ¿ríen los perros o es pura mueca, como mis besos, mis caricias, pura careta ahora sí ahora no, que uno se pone y se quita negando obstinado que siempre queda algo de la máscara dibujado en la cara y viceversa? Tan borracho no estoy, no, si he pensado dicho cantado al son de ¿cómo se llamaba la canción? dos palabras como obstinado y viceversa; si acaso un poco mareado, poca comida y mucho alcohol y ningún sueño nuevo y planchado que ponerme. Qué frío voy a tener dentro de un rato cuando me vaya sin pisar las baldosas rojas y dejando caer en cada una un pedacito de Nina, un pelo de Nina, un pezón de Nina». «Mejor parar, Nicolás», me dijo un tipo con voz de borracho, cara de borracho y de infeliz borracho pagado de sí mismo, pero pagado a crédito. «Andate a la mierda», le respondí, «quién te dio vela en este entierro, a quién le ganaste vos, de qué vas, o te creés mejor que yo, barbita; o es que pensás que tus llorones rezongos ahí al fondo, entre los huesos masticados que mal entierra mi perra memoria, te alcanzan como para Pilatos me lavo las manos y el que tiene la culpa es él o sea yo, y una mierda, que en este cuerpo vivimos los dos y si no te gusta, te mudás y chau».

Se retiró del espejo el tipo, con su jodida cara de te lo dije y casi se lleva mi botella pero no lo dejé, «que borrosa y todo, mi despedida del piso de Nina merecía un trago y la perra tenía sed de imágenes que olvidar. Una foto de una nena de trenzas negras y mirada pícara que igual es Ella. No, Ella era la otra, la que se fue o me fue, qué importa la diferencia, la que me puso, Laika, aquí, Laika, dónde mierda estás perra memoria, que me voy tropezando con huesos mal enterrados, en las puertas de un aeropuerto solo para demostrarme a ella que Ella no era tan definitiva y que no me iba a quedar a esperar que volviera, a buscarla para que volviera, y ahora qué, si me querés te gastás el orgullo en una carta a lista de Correos en Madrid, nada de correos electrónicos, que igual cuando llega no me encuentra porque no sé si Madrid o Portugal, ¿por qué no París?, aunque uno no sepa tocar la quena o rascar el charango, en París se pueden vender poemas en la boca del metro, que al fin y al cabo, dijo Ella, dije yo o dijo Laika, perra memoria, al fin y al cabo, un poema es una mentira que suena bien, algo que ponerse, mercancía si se vende y yo me había pasado la vida vendiendo mentiras. Eso lo dijo Ella, ¿Laika?, dónde estás cuando más te necesito, cuando los huesos me ahogan y son tantos y Ella no escribió en todo este tiempo, no escribió, Laika, perrita memoria, solo este hueso, que siempre me lo enterrás para el carajo y tropiezo con él cuando salgo al patio y me caigo y me lastimo porque cómo lastima el hueso de Ella y siempre vuelve a salir, siempre me espera puntualmente a la salida, nunca a la entrada del Correo, cada viernes voy, sabiendo que hoy tampoco y me miento que es solo una costumbre excéntrica de un tipo que nunca escribe cartas y sin embargo espera. Vacía. Alguna otra botella tiene que tener Nina, esta despedida merece un brindis de lo que sea, es el gesto que quema garganta abajo, cabeza arriba, por todo el patio lleno de huesos que bien mirado parece un cementerio. Anís. No, que hasta para esto de regar el patio tiene uno sus preferencias. Coñac. Si no hay más remedio, pero hay remedio, un whisky de nombre raro y etiqueta desconocida que resulta ser bourbon y yo sin saberlo, todo conocimiento es limitado, todo dolor acaba alguna vez. Lo malo es que después viene uno nuevo y la puta de Laika que no aparece. Piedritas. Son piedritas que Nina ha coleccionado. No, no son piedritas, son gatitos minúsculos de cerámica, barro o yo qué sé, tamaños, formas y colores variados pero siempre la insultante media sonrisa del gato que nada tiene que ver con la del perro que ríe para mí, los gatos, los putos jodidos gatos que se mueven o soy yo, los gatos se ríen de mí. A la mierda los gatos y su sonrisa, si los doy vuelta los pongo de espaldas de cara a la pared castigados por reírse del señor, señor… ¡Laika, cuidado con lo que enterrás, carajo, mi nombre no! Son un montón de gatos y uno se le parece pero no es tan flaco y se le parece, se llamaba, ¿cómo se llamaba? Ah, Laika, perversa, cuando se trata de tus odios ancestrales sí que le das a las patas, entierra que te entierra, pero te voy a joder porque no me acuerdo cómo se llamaba el gato pero sí que no quería ser un gato de ministro, eso seguro. Este encuentro merece un trago, Silvestre, ¿ves como yo también sé desenterrar, perrita memoria? Lo malo es que ya no hay palabras, Silvestre, apenas una sonrisa igual a la de los otros gatos de cerámica, barro o lo que sea, pero la tuya duele, porque los dos sabemos de qué te reís. Y prometo que no tengo intención de dejarte caer, solo acercarte al oído, a ver si me das bajito un consejo de callejón que me sirva para este viaje, pero no hay consejos y juro que no te tiro a la alfombra con rabia, Silvestre, que no te pateo contra el sofá por despecho, que no. Lo siento, Silvestre, hasta borracho miento. Pero también sé pedir perdón y ya mismo, aunque todo se mueva, te levanto del suelo y te devuelvo a tu sitio, ahora me agacho con el estómago en la garganta y el cerebro empujando por escaparse desde mis orejas, ahora la alfombra se mueve como un terremoto mudo y sin embargo, Silvestre, lo más parecido a un amigo que he tenido en tanto tiempo, te busco a gatas, gato al fin y al cabo, por el territorio pastoso de la alfombra, te sigo el rastro debajo del sofá y me acerco para rescatarte de ese exilio oscuro y pelusiento».

Entonces la vi.

No tuve ninguna duda y si el mundo era de gelatina, ella permanecía inmóvil y definida. No era gemela de la otra, ni pariente cercana; era la misma caja de madera que había visto en casa de «comosellamaba, suelta, Laika, ahora no», la caja marroquí a la que quise mudar mi bailarina con una sola pierna que bailaba Para Elisa y que no pude encontrar.

Al lado de la caja, debajo del sofá, el gato de cerámica había caído coherentemente de pie y su media sonrisa se me antojó menos insultante.

Dentro de la caja, el contenido también era de gelatina pero menos, y descubrí que si miraba las cosas medio de costado, como sin querer, se volvían un poco más sólidas. Fotos de Nina y la pelirroja, cartas, postales, recortes de diarios.

Senté al gato de cerámica a mi lado en la alfombra, y empezamos a revisarlo todo, con mucho esfuerzo y por el costado del ojo. Alcancé a leer algunas frases de postales, fechas que se me cruzaban y superponían porque es imposible sumar con números de gelatina, titulares de los recortes que cuando acababa de leerlos se movían, frases sueltas de las cartas y las postales.

Sentí que en esa caja perdida y reencontrada había piezas del rompecabezas, algunas que venía buscando desde hacía varios interminables días. Pero supe también que había perdido las piezas que tenía desde antes, las vagas ideas de dos puntas que venía tratando de atar sin mucho éxito desde los tiempos ya remotos, cuando necesitaba saber para respirar. No estaban, enterradas por la diligente y perruna memoria, me faltaban datos y deducciones, me sobraba gelatina dentro y fuera de la cabeza.

Todo aquello que contenía la caja quería decir algo, eran semillas millas de respuestas. Pero yo había perdido las preguntas. «Signifique lo que signifique, nos vamos, Laika», pensé.

Y antes de dormirme sentado en la alfombra, antes de olvidar sus nombres, brindé por Philip Mar López, por el gato Silvestre, por Serrano y por Nina.

Quise brindar también por mí, pero había olvidado cómo me llamaba.

39

Serían las diez y media de la mañana y ya hacía calor.

Siempre hacía calor.

Desperté casi sin resaca y con las brumas de mi descubrimiento revoloteando como fantasmas que no quería mirar para negar su existencia.

No quería preguntar, no quería saber.

Junté mis cosas, las que me quedaban, porque no pensaba volver a la casa de Noelia. Conté el dinero que tenía encima, el billete para volver a qué, el pasaporte de tapas azules con el escudo argentino estampado en dorado y hasta estuve a punto de cantar unas estrofas del Himno Nacional. Cualquier cosa menos responder al murmullo de las dudas. Mirando al frente, pero sin mirar, fui hasta el dormitorio de Nina. Me sentía como cuando te presentan a la novia de un amigo y no querés mirarle las piernas cruzadas pero lo único que encuentran tus ojos son las piernas.

Nina no estaba.

Nina nunca estaba cuando había que hacer frente a una pena previsible. Dejaba una nota y escapaba. Pensé que esa actitud me resultaba familiar y cambié de tema, porque tampoco se trata de no mirarle las piernas a la mujer de tu amigo y acabar mirándole las tetas.

La nota estaba en una hoja de cuaderno doblada, y dentro de ella, una despedida:

«No me gusta decir adiós, prefiero el "chau" como dicen en tu tierra, porque suena a "nos vemos cuando menos te lo esperes". Y yo no voy a verte más, me temo; pero voy a esperarte de cualquier modo, porque eso no me lo puedes prohibir, jodido sudaca, jodido y querido sudaca. Un beso. Te quiero».

Una «N» rabiosa y enorme firmaba la nota, acorralada de marcas de lápiz de labios, besos de papel. Había también cuatro cabellos largos, renegridos.

Y 15.000 dólares en billetes nuevos.

De repente tuve necesidad de Nina, hambre de Nina, sed, frío de Nina caliente y dulce. Pero ella ya no estaba. Me tiré en la cama insultando mi falta de confianza, mi porfiada habilidad para ahuyentar lo que más quería. Y sentí algo duro bajo la almohada. La pistolita plateada.

Pensé en buscar a Nina y supe que no lo haría.

Pensé en escapar otra vez, total, ya estaba acostumbrado a hacerlo.

Pensé en Nina y supe que estaba jodido, porque la quería.

Una chicharra desagradable empezó a sonar por todo el cuarto.

Un teléfono móvil caído sobre la alfombra.

– Tenemos a su amiguita, Sotanovsky -dijo El Muerto-. Se acabó la broma: o me consigue el dinero o la putilla lo va a pasar pero que muy mal…

– ¡Cómo le toque un pelo a Nina, yo…!

– No sea ridículo. ¿Usted, qué? No me haga perder más tiempo: consiga la pasta o ella muere, pero no en seguida, le va a costar morirse. Usted ya me entiende…

– Oiga, que ella no tiene nada que ver. Además, la pelirroja ha muerto.

– Ya me lo dijo Serrano.

– ¿Y le hacía falta que alguien se lo dijera, Muerto?

– Me importa un huevo que me crea, infeliz. Pero yo no tuve nada que ver con su muerte. Aunque ya me hubiera gustado encontrarla…

– Perdimos todos, Muerto -dije-. Sin la colorada, no hay dinero y usted lo sabe. Suelte a Nina, la va a matar al pedo…

– ¿Al qué?

– De balde -traduje-. Si no tenemos la plata, ¿por qué la va a matar?

Fue una pregunta estúpida.

– Porque me gusta -dijo. Y colgó.

Pero solo quería hacerme sufrir.

Cinco minutos más tarde la chicharra volvió a sonar.

– Usted elige -dijo-: la pasta o la chica.

– ¿Cuántas veces tengo que decirle que no tengo el dinero?

– Eso ya lo sé. Pero aquí Serrano dice que usted no es tan tonto como parece, y a estas alturas habrá deducido que yo tampoco tengo muchas salidas. Es el único que puede encontrar la pista del dinero. Muévase. La puta pelirroja no se lo habrá llevado a Marruecos metido en las bragas. Piense.

– ¿Qué plazo me da?

– Hasta la tarde y sin bromas. Lleve el teléfono encima. Ya lo llamaré.

Colgó otra vez.

No tenía la menor idea de dónde podría estar el dinero, si es que todavía existía.

Ir a la cita con El Muerto sin la guita era un suicidio.

Y no ir era matar a Nina.

Busqué una de las monedas franquistas en el bolsillo y la tiré al aire con furia.

Giró y giró hasta casi rozar el techo.

Cayó en mi mano y su peso redondo, en el centro exacto de la palma abierta sin ganas, me sorprendió tanto que la enjaulé entre los dedos apretados.

Que recordara, era la primera vez en mi vida que tiraba una moneda y tenía la ocasión de conocer su veredicto. No estaba preparado para eso.

«Si es cara, voy a cambiarme por ella aunque sea una boludez», pensé.

«Si no, me subo al primer avión aunque sea en el ala.»

Miré fijamente la mano, como si pudiera ver a través de los dedos cerrados, como Superman o como el desgraciado protagonista de una de mis novelas inconclusas. No podía.

«Si es cara, voy al matadero», pensé.

«Si no, me voy a otra muerte igual de inútil, pero más lenta.»

Tiré la moneda por la ventana, guardé la pistolita en la mochila, me la colgué de los hombros y antes de salir me calcé el móvil en la cintura.

A esa altura de mi vida, no iba a dejar que un dictador muerto de viejo o un águila reaccionaria decidieran por mí.

Si había algo que yo sabía hacer por mi cuenta era equivocarme.

40

En algún país de mi continente, en Colombia o Venezuela creo, hay una tradición que dice que los muertos, antes del viaje final, salen a recoger su vida, la revisitan a modo de despedida, la guardan en una bolsa y entonces mueren en paz. Yo no tenía mucho que hacer hasta que El Muerto me llamara, y sabía que antes de verlo me quedaban cosas que recoger.

Pocas, pero me quedaban.

Cada cual tiene sus ritos sin sentido, y yo tenía el mío.

No era el día adecuado, pero pensé que el viernes, a una noche de distancia, me quedaba demasiado lejos.

Caminé hasta Correos cargando la mochila y mi miedo.

Pesaban mucho. Por el camino encontré algunos turistas a medio derretir bajo el sol de mediodía y madrileños castigados a quedarse en agosto, que miraban con rencor mi mochila, suponiéndome un viaje sin horarios ni corbata. Y tenían razón: el viaje más largo de mi vida y sin pasaje de vuelta.

Entré esquivando huesos de mis recuerdos pelados, pero tomando nota de su posición para recogerlos a la salida, después del último ritual estéril. Antes de llegar al mostrador, mi presencia despertó cierta atención entre los empleados aburridos. Después de seis meses de acudir puntualmente a la cita y sin recibir nunca una carta, ya era una especie de leyenda entre el personal.

Tardaron en atenderme aunque me vieron llegar desde lejos. Estaban reunidos y me miraban ocasionalmente mientras hablaban en voz baja, ignorando a la gente que esperaba en el mostrador. La verdad es que siempre la ignoraban, pero ese día era distinto: estaban decidiendo algo.

Conocía borrosamente sus caras, a fuerza de oírles decir casi con pena cada viernes a la misma hora «no ha llegado nada para usted».

Por fin se decidieron y avanzaron directamente hacia mí en comitiva encabezada por el más viejo, que sería el jefe de la sección.

Sonreían.

– Hoy, sí -dijo el viejo.

Y los otros asentían felices.

Me dio dos sobres y declaró redundante, al borde del llanto emocionado:

– Y son dos.

Uno tenía la letra inconfundible de Lidia, pero tardé en reconocerla, aunque el remitente era correcto, correctos el nombre y los apellidos. Había algo urgente en esa letra, algo rabioso. Como si la misma letra hubiera sido trazada por dos manos diferentes, irreconciliables.

Era un sobre grueso y cuadrado, despachado el día anterior. Lo palpé y reconocí la forma de un estuche de cedé.

El otro sobre era casi igual de grueso pero contenía folios y venía lastimado de matasellos y transbordos.

Venía de la Argentina.

Era de Ella.

Lo miré sobre el mostrador, sin tocarlo, como si pudiera deshacerse, un hueso prehistórico y valioso. Cada curva de la letra era el eco de una caricia que tenía un lugar en mi cuerpo, un hueco para nombrar un vacío, una respuesta. Con los dedos sin peso, seguí el nombre, que era el mío, como si fuera el de otro al que iba a envidiar para siempre. Lo di vuelta con cuidado y seguí el nombre, que era el de Ella, como si fuera el tramo final de un camino muy largo, la entrada a un valle fértil después de tanto desierto.

Entonces advertí el silencio quebradizo a mi alrededor. Los empleados seguían ahí, recogiendo cada gesto, esperando.

– ¿Dónde hay que firmar? -pregunté.

El viejo me alcanzó una planilla salpicada de firmas. Marco dos cruces. Firmé al lado de una y le devolví la planilla y la carta de Ella.

– ¿Esta no?

– No es para mí -dije convencido.

– Pero… El nombre coincide.

– No soy ese Nicolás Sotanovsky. Ya no.

Le di la mano, saludé con la cabeza a los demás, y salí de Correos.

En la escalera no tropecé con ningún hueso.

41

Caminaba por la calle, despreciando la supuesta seguridad cuadriculada de las aceras. El sol vertical me negaba la sombra y mi sombra se dejaba. Caminaba despacio, porque no tenía tiempo. Y tiempo era lo único que me sobraba en mi último día de vida.

Me arrepentí de no haber devuelto también el sobre de Lidia, pero me intrigaba. En el cedé no había ninguna nota aclaratoria.

¿Cuál de las dos Lidias habría grabado el mensaje, cuál habría pagado el franqueo, de qué prostitución habrían salido las monedas para enviar ese paquete que ni esperaba ni quería; del puteo autodestructivo y secreto de la nueva Lidia, que no acaba de entender, o del otro, mejor considerado pero igual de mercantilista, del puteo de redacción y mensajes adecuados a la línea editorial de la empresa, sí señor, no señor, pues entonces quién lo tiene, el periodístico puteo de las medias verdades en papel prensa que yo conocía tan bien?

El sol no se movía y todavía me quedaba algo que hacer para despedirme de mi vida reciente. Pero no sabía si quería hacerlo, si me convenía. Sacudí la cabeza, divertido: estaba yo como para ponerme a calcular conveniencias, pérdidas y ganancias, cuando faltaban horas para el cierre definitivo de mi pobre negocio de fabricar y contar y contarme mentiras sin vocación.

Llegué a la casa de Lidia porque tenía que llegar, y no me importaba mucho que eso anticipara mi entrada en la boca del lobo. En realidad, no tenía posibilidades de salvar a Nina, si es que todavía estaba viva. Lo más que podía hacer era ofrecerme en sacrificio junto a ella, o negociar con El Muerto un canje imposible.

Pero ahora, otra vez, quería saber, y por eso abrí el portal con la copia de la llave que Lidia me dio para tentarme, por eso trepé las escaleras angostas y empujé la puerta entreabierta como la había dejado una madrugada lejana, días atrás, miles de kilómetros y dudas atrás; y por eso crucé el salón vacío buscando respuestas en el suelo, y por eso me enojé, y mucho, con Lidia al encontrarla como la había dejado, desnuda y en la cama, con las piernas abiertas; y por eso le dije cosas duras y feroces y me negué a perdonarla a pesar de que ella, la que fuera de las dos, ya no podría reírse de mi rabia o llorar mi ausencia, porque alguien (yo sabía quién por la firma reconocible de un tajo limpio en el cuello) había resuelto para siempre su problema y su guerra de dos Lidias.

Ahora eran una sola Lidia.

Muerta.

Sin dejar de insultarla, rebusqué por los cajones, en su bolso, en los estantes de libros. Buscaba su agenda, una tarjeta, algo que me permitiera localizar a Manolo. Al fin y al cabo, era un policía. No me permití siquiera vomitar y seguí buscando por toda la casa, hasta que una irracional incursión en la cocina me convenció de que Manolo no podría ayudarme, con sus manos atadas a la espalda, inmóvil en una silla y con un profundo tajo en la garganta. Me convencí también de que necesitaba vomitar.

Después cerré con cuidado las puertas de la cocina y el dormitorio, coloqué el cedé en el equipo de música y me sobresalté cuando la voz de Lidia, la de siempre, me aconsejó desde los altavoces:

– «Bebé, por favor, por una vez tenés que ser sensato. Salí volando, cuanto antes, que estás en peligro. No tengo mucho tiempo para explicaciones, pero hay más gente mezclada en esto, gente peligrosa.»

– «¿Otra vez vas a escapar, Nicolás?» -se burló, despiadada, la voz de la otra Lidia-. «Hay mucha guita en juego y es para el que la encuentre, para el más vivo…»

– «¿Vivo?» -dijo la Lidia de siempre-. «Si no escapas cuanto antes, vas a estar muerto, bebé. Por una vez…»

Las dejé seguir su pelea en la grabación, su eterna pelea que ni la muerte había logrado interrumpir. Me tumbé en el sofá mientras ellas, las dos Lidias, me contaban de a poco y cada una a su modo, la parte de la historia que les correspondía. De cómo Lidia la nueva y nocturna había conocido a El Muerto en una de sus caídas más profundas, de cómo él había sospechado de su doble vida y descubierto a Lidia la de siempre, conservando la información como un dato útil, más útil todavía cuando supo que salía con un pasma. Y de cómo el buen Manolo, el recto ingenuo y moralista Manolo, se enteró por su cuenta del asunto del dinero negro perdido y al verme entrar en escena decidió utilizar mi amistad con Lidia, la de siempre, para seguirme los pasos. «Pero no había sido Manolo, bebé», dijo ella, sino el otro Manolo, que él también tenía su inquilino, su otro yo, y era un inquilino ambicioso y tan mortífero como El Muerto.

«Casi tan mortífero», pensé mirando hacia la puerta de la cocina.

Ellas siguieron en la cinta, desgranando a dúo y a destiempo una historia que ya podía imaginar. Todos persiguiéndome y persiguiéndose unos a otros, mientras yo perseguía el rastro de una pelirroja escurridiza a la que nunca había visto.

Me faltaban piezas para el rompecabezas, pero ya no eran tantas. Mentalmente intenté completarlo, pero cuando ponía en el extremo izquierdo una que parecía la rama de un árbol, se me borraba otra que hubiera jurado era la cresta de una ola, el pico de un pájaro, o la pálida nalga de una dama nocturna, por qué no. No había manera. Lo más que conseguí fue una imagen difusa y fugaz, que se desvaneció antes de saber si el dibujo completo del rompecabezas era un cementerio, un patio o un basural.

Entonces el teléfono móvil volvió a sonar.

Le quité el volumen al equipo de música y atendí la llamada.

– ¿Tiene el dinero?

– No. Pero tengo una idea de dónde puede estar -mentí-. ¿Ella está bien?

– De momento. Y no sé si creerme lo del dinero.

– ¿Tiene una oferta mejor, Muerto?

Resopló, nervioso. Nunca imaginé que pudiera ponerse nervioso.

– ¿Cuánto tiempo necesita? -preguntó.

– Tres horas.

– Ni un minuto más. Volveré a llamar y nada de bromas.

Colgó. Subí el volumen. Las Lidias seguían su duelo que ya casi no era el relato de esa historia sucia de traiciones, sino un ácido ajuste de cuentas entre ellas, en el que ocasionalmente recordaban al destinatario de la grabación, y volvían a disputar por convencerme para huir y salvarme o intentar hacerme con la plata.

Saqué de la mochila las cajas de puros y vacié una.

Metí adentro la pistolita de Nina, después de quitarle el seguro. Volví a guardarlas en la mochila. No es que me pareciera un truco genial, pero al menos era la ilusión de que podría intentar algo, un espejismo para engañar a mi instinto de supervivencia y no salir corriendo.

No sabía dónde estaba la plata, aunque empezaba a sospecharlo. Pero no la buscaría, porque en cuanto la tuviera, El Muerto nos liquidaría a los dos.

Antes de salir, rompí el cedé en varios pedazos y los tiré por el inodoro. No supe bien si para proteger la imagen de la Lidia de siempre, o para borrar mi nombre de la suciedad pegajosa de toda esa historia.

Como si fuera posible.

42

Perdí buena parte de mis tres horas mirando pasar los pocos coches y los muchos turistas, sentado a la sombra de un portal. Aposté conmigo mismo sobre el color de los coches y perdí. En cuanto a los turistas, no había mucho que adivinar: todos parecían vaciados del mismo molde, con apenas un par de variaciones según la edad.

Después anduve sin rumbo hasta un bar cerca de la calle Amparo. La tarde había avanzado, pero yo seguía sin sombra. Pedí algo de comer y vino. Cambié el vino y pedí Coca-Cola. Quería la máxima lucidez cuando llegara el momento.

Café.

Solo.

Doble.

Sin azúcar.

Por los ventanales vi o creí ver a lo lejos la silueta de un enorme perro negro y delgado mendigando sombra en los portales. Miré con atención y ya no estaba. Seguramente lo había imaginado y sabía por qué. Cuando tenía un problema grave, cuando de verdad estaba asustado, yo soñaba con un perro negro enorme y flaco, puro hocico y dientes, que se arrojaba sobre mí. Cargaba con ese sueño desde la niñez, cuando un perro como ese me tiró de la bici, me mordió las piernas y ya me iba a matar o eso pensé, hasta que una vieja gorda y bendita, armada con una escoba casera de palo grueso, apareció de la nada y lo ahuyentó.

Ya no sabía si había sido exactamente así, pero el sueño volvía cuando los problemas me rodeaban. Y cuando veía un perro grande en un portal, yo cruzaba la calle o incluso cambiaba de camino: ese miedo era más fuerte que yo.

El Muerto volvió a llamar y antes de que me notara la mentira declaré que tenía el dinero. Me dio unas instrucciones secas para llegar hasta una casa no muy lejos del bar y cortó.

Me interné por la calle donde la silueta negra me había recordado el miedo, y esperé el ladrido del perro en cada portal. No apareció. Un rato después llegué al lugar. La calle era correcta, pero el número no existía. Me senté a esperar que llamara.

– ¿A qué juega, Muerto, quiere la plata o no? -protesté.

– La quiero -dijo-. Pero no me fío de usted ni de la pasma. ¿Ve una obra en construcción abandonada, en la acera de enfrente?

– Sí.

– Busque detrás de la pila de ladrillos. Hay un bolso de piel. Deje el dinero ahí y en una hora volveré a llamar.

– ¿Tengo cara de boludo, yo? -Empecé a reírme-. No me subestimes, muertito. Dijimos un cambio: la guita por la chica, o no hay trato.

Esta vez colgué yo.

Y después, como tardaba en llamar, me arrepentí. A lo mejor estaba desquitando su rabia con Nina.

Pero la chicharra sonó de nuevo dos cigarrillos después y sin preámbulos, me dio otra dirección y cortó.

Esta vez era un edificio de oficinas al que entré temblando.

Nadie tampoco.

Salí al portal, descargué aparatosamente la mochila y la senté a mi lado, sin dejar de acariciarla como si contuviera algo muy valioso.

Iba a picar. Seguro que me espiaba desde alguna ventana y picaría.

Llamó y me fue guiando sin cortar la comunicación, hasta hacerme dar una compleja vuelta que me llevó al mismo portal. Después de un rato me hizo cruzar la calle en diagonal y entrar en una vieja casona abandonada.

Subí varios tramos de escalera, dejando atrás en cada descanso un pedazo de mi confianza. De pronto, no me pareció una buena idea y recordé que no tenía ninguna prueba de que Nina estuviera viva. Pero ya era tarde para volver atrás.

– La pasta -reclamó la voz de El Muerto saliendo de algún rincón oculto.

– La chica -exigí yo mientras cruzaba el umbral.

El primer golpe lo esperaba, pero dolió igual. Los demás fueron nada más que una continuación sistemática, pero a diferencia de la primera paliza, esta vez El Muerto se exasperaba.

Desde el suelo oí la voz de Serrano que informaba:

– Nada: ropa, unos libros, dos cajas de puros. Pero de pasta, nada.

– ¿Cajas de puros? -preguntó El Muerto-. Ábralas.

Todo era oscuro y rojo a la vez.

– Puros y de los buenos -dijo Serrano.

– ¿En las dos?

– En las dos -afirmó sin dudar-. ¿Gusta?

– Yo no fumo -dijo El Muerto.

Y empezó a patearme otra vez.

No me desmayé. Después de un rato se cansó. Era como si la rabia y los nervios le restaran fuerza. Entre los latigazos del dolor, comprendí algo inaudito: El Muerto estaba asustado, no me pegaba para doblegarme, sino para espantar su propio miedo. Hizo que Serrano me mirara los bolsillos y sacó las llaves del piso de Nina. Sonó la chicharra de un móvil, pero era diferente a la del mío. Esos insectos tienen cada uno su propia voz.

– Amárrelo bien -ordenó El Muerto mientras se retiraba a la otra habitación para atender la llamada.

Serrano me levantó del suelo y me llevó hasta la pared. Yo empezaba a ver algo. Y descubrí que era casi de noche. Después de todo, me había desmayado.

– ¿Le gustaron los poemas a su viuda? -pregunté mientras me ataba los pies.

– Le leí uno solo, pero se emocionó -dijo Jamón y me colocó las manos a la espalda-. Yo…

– No se agobie, Serrano, no se agobie.

– No tenemos a su amiga -susurró-. Fue una trola que se inventó porque está muy raro, no hace más que saltar cada vez que suena el teléfono. Y cada vez suena más seguido. Separe un poco las manos.

No entendí y me las separó él.

– Déjelas así mientras lo ato y si él viene a revisar, sepárelas otra vez.

Tenía muchas preguntas, pero todas mezcladas en una sola:

– ¿Entonces, Nina…?

– Me parece que no hablaba de Nina, porque dijo algo de una, usted perdone, una sudaca que usted quería mucho…

Se alejó asustado antes de que pudiera preguntar más. La conversación telefónica de El Muerto era tensa. No me llegaba la letra, pero la música era clara: alguien lo apremiaba y sus respuestas, a pesar de una impostura de dureza, eran justificaciones urgentes, peticiones de más tiempo y paciencia.

Yo empezaba a ver claro: El Muerto había intentado engañarme con un supuesto secuestro de Lidia, que no podría responder a mis llamadas telefónicas. Él no sabía que yo tenía llaves de su casa. Cuando entendió que Nina no estaba conmigo, siguió la farsa aun sabiendo que podía venirse abajo en cualquier momento. Debía estar desesperado para apostar por un truco tan burdo.

Apareció sin ruido y me miró con odio.

– ¿Dónde vive la puta morena?

– No está ahí -dije para que los golpes que vendrían tuvieran al menos la excusa de una resistencia. Vinieron y le di la dirección de Nina. Mandó a Serrano a revisar el piso y se quedó parado en medio de la habitación semivacía. Creo que pasó horas así, mirándome.

Pensé que al menos podrían haberme dejado sobre el camastro que había en la otra pared y pese a lo incómodo de mi postura, me dormí.

Soñé con un perro negro enorme y flaco, puro dientes, que saltaba interminablemente sobre mí, para morderme la entrepierna. Y yo no podía mover más que la cabeza mientras el perro flotaba y caía sobre mí y no aparecía ninguna vieja salvadora. Soñé otras cosas febriles y cuando desperté sudoroso, era noche cerrada y no se veía nada en la habitación oscura.

Después de un rato, distinguí la sombra horizontal del camastro y sobre él lo que me pareció una silueta dormida. Una silueta delgada y temible, de las que duermen con la gruesa gabardina puesta y la navaja abierta y preparada.

Otra sombra, pequeña y ágil, se acercó a mis pies.

– Feo asunto, Nicolás, feo asunto -dijo Silvestre.

– ¿Me lo vas a contar a mí? -murmuré.

– ¿Sabes lo que te digo? Que en el fondo todo esto te gusta, eres un pelín masoca, tú. ¡Mira que venir a entregarte solito, mientras ella igual ya se está tirando a otro incauto!

– ¿Y para eso viniste, gato de mierda? Mucho cuento de libertad y mucho romanticismo barato de callejón, pero al final sos igual que tu primo el del ministro. Pero él por lo menos se consiguió alguien que lo cuide, Silvestre. Y vos no conseguiste nada, de puro cagón.

– ¡No te permito! -dijo el gato con el lomo erizado-. Yo vivo mi vida y si traté de ayudarte fue porque me diste pena. Pero tú, venga meter la pata, venga meter la pata. ¿Me hiciste caso en el Rastro? No. Y en Tánger, ya fue el colmo: te aviso que te están buscando y en lugar de actuar con sigilo, te vas a llamar la atención de los matones. Decididamente, como dices tú: eres un boludo alegre, Nicolás.

Cerré los ojos para borrar su silueta que susurraba verdades, pero cuando volví a abrirlos seguía ahí.

– Gracias por tus atenciones, gato. Pero las cosas están así y ya no puedo hacer mucho. Vos lo ves fácil porque como tenés siete vidas…

– Ya te dije que no me lo creo y por si acaso, me cuido. Y siempre se puede hacer algo. Nicolás. Siempre se puede.

Se acurrucó a mi lado, hecho un ovillo.

– ¿Sabes cuál es la diferencia entre mi primo y yo? -preguntó-. Que yo puedo quedarme contigo esta noche, aunque sea para que no te mueras solo. Nadie me espera y duermo donde me toca. Él tiene que cumplir los horarios y los rituales, y además fingir que le gustan.

El discurso me pareció una estupidez, pero no quise herirlo. Un amigo es un amigo, aunque ande a cuatro patas.

– Que se joda tu primo -dije.

– Que se joda -repitió Silvestre bostezando.

Nos dormimos juntos, cada uno soñando con su propio callejón y sus hembras peligrosas.