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Habían registrado todos los nombres de los habitantes de las casas cercanas, empezaba la investigación entre el vecindario, necesaria y pesada. No contradecía el juicio emitido por Pierre Vaudel hijo. Si bien nadie se atrevía a llamar hijo de puta a Pierre Vaudel, los testimonios dibujaban a un hombre atrincherado, maniático, intolerante y satisfecho de sí mismo. Inteligente, pero sin permitir que ello beneficiara a nadie. Evitaba los contactos y, reverso ventajoso, no importunaba a nadie. Los policías interrogaban de puerta en puerta, mencionaban un asesinato infame sin precisar que el anciano había sido reducido a papilla. ¿Habría abierto Pierre Vaudel a su agresor? Sí, si el motivo de la visita era técnico, si no se trataba de charlar. ¿Incluso de noche? Sí, Vaudel no era miedoso. Era incluso, ¿cómo decirlo?, invulnerable. Bueno, o eso era lo que hacía creer.
Un solo hombre, su jardinero Émile, describía de otro modo a Pierre Vaudel. No, Vaudel no era un misántropo. Desconfiaba sólo de sí mismo, por eso no veía a nadie. ¿Cómo lo sabía el jardinero? Pues porque el mismo Vaudel lo decía, a veces con una sonrisita, una sonrisa oblicua. ¿Cómo lo había conocido? En el juzgado, la novena vez que estuvo allí por golpes y heridas, hacía quince años. Vaudel se había interesado por su violencia y, al hilo de las confidencias, fueron trabando amistad. Hasta que Vaudel lo contrató para que se ocupara del jardín, del aprovisionamiento de leña y, más tarde, de la compra y de la limpieza. Émile le convenía porque no trataba de entablar conversación. Cuando los vecinos se enteraron del pasado del jardinero, la cosa no hizo ninguna gracia.
– Es normal, hay que ponerse en su lugar. Émile el Apaleador me llaman. Así que, claro, la gente no estaba tranquila, me evitaba.
– ¿Hasta ese punto? -preguntó Adamsberg.
El hombre estaba sentado en el escalón más alto de la entrada, allí donde el sol de junio calentaba un poco la piedra. Flaco y paticorto, flotaba en su mono de trabajo y no tenía nada de inquietante. Su rostro muy asimétrico parecía desgastado e impreciso, más bien feo, un rostro que no expresaba ni voluntad ni seguridad. A la defensiva, se enjugaba la nariz a ratos, se protegía los ojos. Tenía una de las orejas más grande que la otra, se la frotaba al modo de un perro inquieto, y sólo ese gesto indicaba que estaba triste, o que se sentía perdido. Adamsberg se sentó a su lado.
– ¿Forma parte del equipo de policías? -preguntó el hombre tras haber echado una ojeada intrigada a la ropa de Adamsberg.
– Sí. Un colega dice que no está usted de acuerdo con los vecinos respecto a Pierre Vaudel. No sé cómo se llama.
– Ya lo he dicho veinte veces. Me llamo Émile Feuillant.
– Émile -repitió Adamsberg para fijar bien el nombre.
– ¿No lo escribe? Los otros lo han apuntado. Y es normal, si no volverían a hacer cien veces las mismas preguntas. Y eso que los maderos se repiten. Eso es algo que siempre me ha dado que pensar: ¿por qué los maderos lo repiten todo? Les dices: «El viernes por la noche estaba en el Perroquet». Y el madero contesta: «¿Dónde estabas el viernes por la noche?». ¿Para qué sirve, si no es para acabar con los nervios de uno?
– Sirve para acabar con los nervios de uno. Para que el tipo deje a un lado el Perroquet y les diga lo que ellos quieren oír.
– Ya, es normal al fin y al cabo. Se entiende.
Normal, no normal. Émile parecía disponer las cosas a cada lado de esa línea divisoria. A juzgar por la mirada con que lo examinaba, Adamsberg no estaba seguro de que Émile lo clasificara como normal.
– ¿Todo el mundo le tiene miedo aquí?
– Salvo la señora Bourlant, la vecina de al lado. Oiga, que tengo a mis espaldas ciento treinta y ocho peleas callejeras, sin contar las de la infancia. O sea que ya me dirá.
– ¿Por eso dice usted lo contrario que sus vecinos? ¿Porque usted no les gusta?
La pregunta sorprendió a Émile.
– A mí me la suda gustar o no. Lo que pasa es que sé mucho más que ellos sobre Vaudel. No les reprocho nada, es normal que me tengan miedo. Soy un violento de la peor calaña. Es lo que decía Vaudel -añadió con una leve risa, descubriendo dos dientes que le faltaban-. Exageraba, porque yo nunca maté a nadie. En cambio, en lo referente a todo lo demás tenía razón.
Émile sacó un paquete de tabaco de pipa y se lió un cigarrillo con habilidad.
– En lo referente a todo lo demás, ¿cuántos años ha pasado en chirona?
– Once años y medio en siete veces. Eso te quema. En fin, desde que pasé los cincuenta estoy mejor. Alguna pelea aquí y allí, pero nada más. Me ha costado caro, eso sí: ni mujer, ni hijos. Me gustan los críos, pero no quise. Y es que, claro, cuando uno se lía a hostias con todo lo que se mueve, así, sin razón, mejor no correr ese riesgo. Es normal. Eso era otro punto en común con Vaudel. Él tampoco quería hijos. Bueno, no lo decía así. Decía: «Nada de descendencia, Émile». Pero aun así le encasquetaron uno.
– ¿Sabe por qué?
Émile dio una calada, miró asombrado a Adamsberg.
– Pues porque no había tomado precauciones.
– No, ¿por qué no quería descendencia?
– No quería. Lo que me pregunto yo es qué va a ser de mí ahora. Sin trabajo, sin techo. Me alojaba en el cobertizo.
– ¿Vaudel no le tenía miedo?
– No le tenía miedo ni a la muerte. Decía que el único defecto de la muerte es que es demasiado larga.
– ¿Nunca tuvo usted ganas de pegarle?
– A veces, al principio. Pero prefería echar una partida de cinco en raya. Le enseñé yo. Un hombre que no sabe jugar a las cinco en raya no imaginaba ni que existiera. Venía al caer la noche, encendía el fuego y servía un par de copas de licor de guindas. El licor de guindas es especial, me lo enseñó él. Nos sentábamos a la mesa y empezábamos.
– ¿Quién ganaba?
– Cada dos por tres, él. Porque era un listo. Además se había inventado un cinco en raya especial, en hojas de un metro de largo. Espero que se imagine usted la dificultad.
– Sí.
– Bueno. Se planteaba incluso agrandarlo, pero me opuse.
– ¿Bebían mucho juntos?
– Sólo los dos licores de guindas, no pasaba de ahí. Lo que echo en falta son los bígaros que comíamos de aperitivo. Los encargaba todos los viernes, Teníamos cada uno nuestro pinchito. Yo el de la bola azul, él el de la bola naranja, nunca cambiábamos. Decía que me sentiría…
Émile se frotó la nariz torcida en pos de la palabra. Adamsberg conocía esa búsqueda de vocabulario.
– Que me sentiría nostálgico cuando él muriera. Yo me reía: no echo de menos a nadie. Pero tenía razón, era un listo. Me siento nostálgico.
Adamsberg tuvo la impresión de que Émile asumía con bastante orgullo ese estado complejo y esa palabra nueva para honrarlo.
– Cuando pega a alguien, ¿está usted borracho?
– No, precisamente, ése es el problema. A veces, bebo después, para que se me pase la irritación de la pelea. No crea que no lo he consultado. Ya lo creo que he visto médicos, por las buenas o por las malas, una decena al menos. Ninguno encontró nada. Buscaron en mi padre y en mi madre, nada. Fui un niño feliz. Por eso decía Vaudel: «No hay nada que hacer, Émile, es una cuestión de ralea». ¿Sabe qué es una ralea?
– Más o menos.
– Pero ¿concretamente?
– No.
– Pues yo sí, lo he mirado. Es una mala semilla que pulula. Así que ya ve. Por eso, él y yo, no servía de nada que tratáramos de vivir como los demás. Por nuestra ralea.
– ¿Vaudel también?
– Pues claro -dijo Émile con aire contrariado, como si Adamsberg no hiciera ningún esfuerzo por entender-. Lo que me pregunto es qué va a ser de mí.
– ¿De qué ralea?
Émile se limpiaba las uñas con la punta de una cerilla, preocupado.
– No -dijo moviendo la cabeza-. No quería que se hablara de eso.
– ¿Qué hacía usted, Émile, en la noche del sábado al domingo?
– Ya se lo he dicho, estaba en el Perroquet.
Émile lanzó una gran sonrisa provocadora y lanzó la cerilla a lo lejos. Émile no tenía nada de un medio subnormal.
– ¿Y aparte?
– Llevé a mi madre a un restaurante. Siempre el mismo, cerca de Chartres, he dado el nombre y todo lo demás a sus colegas. Se lo dirán. La llevo allí todos los sábados. Le diré de paso que a mi madre no le he pegado nunca. Dios, sólo faltaría. Y le diré más: mi madre me adora. Es normal, en cierto sentido.
– Pero su madre no se acuesta a las cuatro de la madrugada, ¿o sí? Usted volvió a las cinco.
– Sí, y no vi la luz. Él siempre dormía dejando todas las luces encendidas.
– ¿A qué hora dejó a su madre?
– A las diez en punto. Luego, como todos los sábados, fui a ver a mi perro.
Émile se sacó la cartera, y le enseñó una foto sucia.
– Éste -dijo-. Todo redondo, cabría en mi bolsillo delantero como un canguro. Cuando estuve en chirona por tercera vez, mi hermana declaró que ya no quería cuidar al perro, y lo regaló. Pero yo sabía dónde estaba, en casa de los primos Gérault, cerca de Châteaudun. Después del restaurante, cojo la camioneta y voy a verlo con regalos, carne y cosas. Él lo sabe, me espera en la oscuridad, salta la verja, y pasamos la noche juntos en la camioneta. Llueva o sople viento. Sabe que siempre voy a verlo. Y eso que es así de pequeño.
Las manos de Émile formaban una bola del tamaño de una pelota.
– ¿Hay caballos en esa granja?
– Gérault se dedica sobre todo a las vacas, tres cuartos lecheras, un cuarto para carne. Pero hay algunos caballos.
– ¿Quién lo sabe?
– ¿Que voy a ver al perro?
– Sí, Émile. No estamos hablando del ganado. ¿Lo sabía Vaudel?
– Sí. No habría soportado que trajera un animal aquí, pero lo entendía. Me dejaba el sábado por la noche libre para ir a ver a mi madre y al perro.
– Pero Vaudel ya no puede confirmarlo.
– No.
– Y el perro tampoco.
– Eso sí. Venga conmigo el sábado y verá que no les estoy contando ninguna trola. Verá cómo salta la verja y corre hacia la camioneta. Es la prueba.
– No es la prueba de que fuera sábado.
– Es verdad. Pero es normal que un perro no pueda decir en qué día estamos. Incluso un perro como Cupido.
– Cupido es su nombre -murmuró Adamsberg.
Cerró los ojos, apoyado en el marco de piedra de la puerta, el rostro vuelto hacia el sol, como Émile. Tras el grosor de la pared, la recogida de muestras finalizaba, retiraban las pasarelas. Las alfombras habían sido desmontadas en cuadrados numerados, metidos en contenedores. En ellas buscarían un sentido. Pierre hijo podría haber matado al viejo hijo de puta. O la nuera, decidida -era posible- a arriesgarlo todo por su marido. O Émile. O la familia del pintor que bañaba los caballos en bronce y, desafortunadamente, a una mujer. Pintar de bronce a su protectora, eso era algo que no existía antes, en el mapa del continente de Stock. En cambio, matar a un anciano rico era algo que existía desde hacía tiempo. Pero ¿reducirlo a papilla, dispersarlo? ¿Por qué? No se sabía cómo contestar a eso. Y mientras no se tiene la idea, no se tiene al hombre.
Mordent iba hacia ellos, con su caminar a tirones, su largo cuello lanzado hacia delante, su cabeza cubierta de vello gris, sus rápidos movimientos de ojos; todo un conjunto que recordaba con precisión una zancuda rendida en busca de un pez aquí y allí. Se aproximó a Émile, observó a Adamsberg sin indulgencia.
– Duerme -dijo Émile en voz baja-. Es normal, hay que entenderlo.
– ¿Estaba hablando con usted?
– ¿Y qué? Es su trabajo, ¿no?
– Sin duda. Pero vamos a despertarlo igualmente.
– Miseria del mundo -dijo Émile en tono asqueado-. Un tipo no puede dormir ni cinco minutos sin que lo maltraten.
– Me extrañaría que lo maltratara, es mi comisario.
Adamsberg abrió los ojos bajo la mano de Mordent, Émile se levantó para tomar distancia. Estaba bastante estupefacto de oír que ese hombre era comisario, como si el orden de las cosas hubiera sufrido un desvío, como si los errabundos se convirtieran en reyes sin avisar. Una cosa es hablar de la ralea y de Cupido con un sin grado, y otra muy distinta con un comisario. Es decir con un tipo experto en las técnicas más sucias de los interrogatorios. Y ése era un as, según había oído decir. Y a ése le había contado muchas cosas, y sin duda demasiadas.
– Quédese aquí -dijo Mordent reteniéndolo por la manga-, esto le va a interesar también a usted. Comisario, tenemos la respuesta del notario. Vaudel hizo su testamento hace tres meses.
– ¿Mucho dinero?
– Más que eso. Tres casas en Garches, otra en Vaucresson, un edificio de pisos para alquilar. Más el equivalente en inversiones y seguros.
– Nada sorprendente -dijo Adamsberg levantándose a su vez, sacudiéndose los pantalones.
– Excluyendo la parte legítima para el hijo, Vaudel lo deja todo a un extraño. A Émile Feuillant.