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Pucetti rebosaba alegría cuando tuvo conocimiento de la misión. Al oír el nombre de la signorina Elettra sonrió y, cuando Brunetti le explicó que su principal función sería la de protegerla, se puso radiante. El agente preguntó de quién había sido la idea de enviarla, a lo que Brunetti eludió responder diciendo que esperaba que la novia de Pucetti no pusiera objeciones a esa misión especial, es decir, ese «servicio auxiliar».
Aquella noche, Brunetti habló de Pucetti con Paola. Esperaba que ella estuviera de acuerdo en que su presencia en Pellestrina podría si no garantizar, por lo menos, aumentar la seguridad de la signorina Elettra.
– Son una extraña pareja -comentó Paola.
– ¿Quiénes?
– La signorina Elettra y Pucetti.
– No son pareja -protestó Brunetti.
– No, ya lo sé. Quiero decir, como personas. Es extraño que personas como ellos, tan inteligentes, estén en la policía.
Brunetti se indignó.
– Yo estoy en la policía. Supongo que no se te habrá olvidado.
– Vamos, Guido, no seas quisquilloso -dijo ella poniéndole una mano en el brazo-. Sabes perfectamente a lo que me refiero. Tú eres un profesional, licenciado en Derecho, y cuando entraste en la policía las cosas eran diferentes. Entonces la policía era algo respetable a lo que dedicar tu vida.
– ¿Y ya no lo es?
– Bueno, supongo que sí -dijo ella y, al ver la expresión de su marido, agregó rápidamente-: Claro que es una opción respetable, tú sabes que eso no lo dudo. Es sólo que los mejores, la gente como tú, ya no entra en el cuerpo. Dentro de diez años, estará plagado de Pattas y de Alvises: trepas y cretinos.
– ¿Quiénes son unos y otros?
– Buena pregunta -rió ella.
Estaban en la terraza, tomando una tisana. Los chicos habían vuelto a encerrarse con sus libros. Cuatro nubes rollizas que el resplandor del ocaso teñía de rosa formaban un lejano telón de fondo al campanile de San Polo. El resto del cielo, diáfano, prometía para el día siguiente más tiempo espléndido.
– ¿Por qué crees tú que son tan pocas las personas realmente válidas que entran ahora en la policía? -preguntó ella volviendo al tema al cabo de un rato.
Él, en lugar de responder, preguntó a su vez:
– ¿No ocurre lo mismo en la universidad? ¿Cómo son tus nuevos colegas?
– Vaya por Dios, nos parecemos a Plinio el Viejo, despotricando de la juventud que no sabe lo que es el respeto, y de la degeneración de las costumbres.
– Es lo que se dice siempre. Ésta es una de las pocas constantes que encuentro en los libros de Historia: cada época considera que la anterior era mejor: los hombres, justos; las mujeres, puras; y los hijos, obedientes.
– Y, sobre todo, «respetuosos» -apuntó Paola.
– ¿Los hijos o las mujeres?
– Ambos, imagino.
Se quedaron un rato en silencio. Las nubes, navegando hacia el sur, enmarcaban ahora el campanile de San Marco.
Brunetti rompió el silencio con una pregunta:
– ¿Quién quieres que entre ahora en la policía? -Dejó la pregunta en el aire y, como Paola no se molestara en responder, prosiguió-: Ocurre continuamente. Nosotros nos esforzamos en hacer un arresto, luego intervienen los abogados, o los mismos jueces, y el criminal se libra. Lo he visto docenas de veces, y cada día más. Por ejemplo, esa mujer que se casó en Bolonia la semana pasada. Hace dos años, mató a su marido de una puñalada. Fue condenada a nueve años. Apeló, al cabo de tres meses de cárcel, ya estaba en la calle, y ahora ha vuelto a casarse.
Normalmente, Paola hubiera hecho algún comentario irónico sobre la valentía del segundo marido, pero ahora prefirió esperar por si él tenía algo que agregar. Lo que él dijo entonces la asombró.
– Yo podría retirarme, ¿sabes? -Ella callaba-. Ya tengo los años de servicio reglamentarios. Bueno, casi. Dentro de dos años, podría retirarme.
– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó Paola.
Él tomó un sorbo de tisana y notó que se había enfriado. Vació la taza en la jardinera de la adelfa, se sirvió más infusión, puso miel y dijo:
– Probablemente, no. En realidad, no. Pero es duro ver lo que pasa y no poder hacer nada para impedirlo. -Brunetti se recostó en el sillón y extendió las piernas, sosteniendo la taza con las dos manos-. Ya sé que eso de la boda de esa mujer no debería afectarme tanto, pero a veces pasan cosas o leo cosas que, francamente, no las soporto.
– ¿No dijeron los periódicos que él pegaba? -preguntó Paola.
– Conozco a alguien en Bolonia. Es el que la interrogó cuando la detuvieron. Ella no dijo nada de eso hasta después de hablar con un abogado. Ya estaba liada con el que se ha casado ahora.
– Nada de eso salía en los periódicos. No debió mencionarse en el juicio -dijo Paola.
– No había pruebas de la relación. Pero lo cierto es que ella mató al marido, quizá durante una disputa, como dijo, y ahora se ha casado con el otro, y tan tranquila.
– ¿Y felices para siempre? -sugirió Paola.
– Es sólo un caso banal -dijo, pero enseguida rectificó-: No; un asesinato nunca es banal. Lo que quiero decir es que es un caso aislado, y quizá tuvieron una pelea. Pero la historia se repite. Un hombre ha matado a diez o veinte personas, y viene un abogado que se las sabe todas o, lo que es más frecuente, un juez que no se entera, y el asesino queda en libertad. Y no perderá un minuto en volver a lo que es su especialidad, matar.
Hacía bastantes años que Paola tenía que escuchar estas reflexiones de labios de su marido, pero nunca lo había visto tan furioso y desmoralizado por sus condiciones de trabajo.
– ¿Qué harías si te retiraras?
– Eso es lo malo, que no tengo ni idea. Ya sería tarde para tratar de sacar una plaza de abogado. Seguramente, tendría que volver a la universidad y empezar de cero.
– Si algo puedo aconsejarte -interrumpió Paola-, es que ni te plantees volver a la universidad. -Su escalofrío de horror no por deliberado era menos real.
Reflexionaron un rato sin que ninguno aportara ideas. Finalmente, Paola dijo:
– ¿No volvían los nobles romanos a sus posesiones y se dedicaban a mejorar la agricultura y a escribir cartas a sus amigos de la ciudad, deplorando el estado del Imperio?
– Aja -hizo Brunetti-. Pero, por desgracia, yo no soy noble.
– Ni romano, por fortuna.
– Ni tengo posesiones.
– Entonces no puedes retirarte -concluyó ella, y le pidió otra taza de tisana.
El fin de semana fue apacible. Brunetti no sabía cuándo tenía intención de ir a Pellestrina la signorina Elettra. Pensó en llamarla a su casa, y hasta buscó el número en la guía telefónica, algo que no había hecho nunca. Era un número bajo de Castello, que situaba el domicilio, estimó él, en los alrededores de Santa Maria Formosa. Había otros dos Zorzi que vivían cerca. ¿Familia?
Ella le había dado el número de su telefonino, pero Brunetti lo había dejado en el despacho y, si no la llamaba a su casa, no podría salir de dudas hasta el lunes por la mañana, cuando la viera -o no la viera- detrás de su escritorio de la questura.
El sábado por la tarde le llamó Pucetti para decirle que ya estaba en Pellestrina, y trabajando, pero no había visto a la signorina Elettra. Le contó que su cuñado, después de averiguar que él y el dueño del restaurante de Pellestrina tenían amistades comunes, le había conseguido el puesto, por lo menos, hasta que el dueño supiera si Scarpa volvía.
El domingo por la tarde, Brunetti entró en el que fuera el dormitorio de invitados y que, con los años, había pasado a ser trastero. Encima de un armario, en un rincón, encontró el arca pintada a mano que había sido de su tío Claudio, el que quería ser pintor, y que no recordaba cómo había ido a parar a sus manos. Era lo bastante grande para servir de caseta a un pastor alemán y estaba cubierta de flores de colores vivos y variedades diversas, en abigarrada promiscuidad. Por alguna misteriosa razón, la caja albergaba en su interior mapas, mezclados en la misma caótica confusión que imperaba entre las flores de su superficie.
Brunetti se puso a buscar el mapa que necesitaba, por el procedimiento de pasar el contenido de la caja de un lado al otro. Viendo que ese sistema no daba resultado, inició el lento e ineludible proceso de ir sacando los mapas, uno a uno. Cuanto más buscaba, más parecía que no iba a encontrarlo. Por fin, después de revolver en la mayoría de naciones y continentes del mundo, encontró el mapa de la laguna que utilizaba años atrás, cuando él y sus compañeros de estudios dedicaban los fines de semana y las vacaciones a explorar los sinuosos canales que rodean la ciudad.
Brunetti arrojó los otros mapas a la caja y se llevó el de la laguna a la terraza. Lo abrió despacio, cuidando de no romper la reseca cinta adhesiva con que había sido reparado, y lo extendió sobre la mesa. Qué pequeñas parecían las islas, rodeadas de la gran extensión de palude. Los canales discurrían en kilómetros a la redonda: venas y capilares que bombeaban el agua hacia adentro y hacia afuera dos veces al día, por influjo de la Luna. Durante mil años, los canales de Chioggia, Malamocco y San Nicolo, actuando a modo de aortas, habían mantenido limpias las aguas, incluso en el apogeo de la Serenissima, cuando vivían allí cientos de miles de personas cuyos desperdicios iban a parar a las aguas.
Brunetti se contuvo antes de que esos pensamientos derivaran por los derroteros habituales. Recordó lo que había dicho Paola dos noches antes, del romano descontento que se amargaba la vida criticando el presente y suspirando por un tiempo pasado que sabía perdido para siempre, y desvió su pensamiento de la historia a la geografía.
La inmensidad de la zona representada en el mapa le hacía patente su desconocimiento del lugar y su ignorancia de la forma en que se organizaban las cosas en aquellas aguas, incluso por lo que a jurisdicción policial se refería. Si los casos se asignaban al primero que llegaba, sin orden ni concierto, ¿cómo podías esperar encontrar archivos coherentes de lo que allí ocurría?
Si, como era de suponer, el pescado grande procedía del Adriático, ¿dónde se pescaban las almejas y las gambas? Brunetti ignoraba cuáles eran las zonas de la laguna en las que estaba autorizada la pesca, aunque suponía que todas las aguas someras de la costa de Marghera estarían vedadas. No obstante, si era cierto lo que decía Bonsuan -y Vianello creía-, incluso allí se pescaba todavía.
A veces, él iba a Rialto con Paola a comprar pescado, y recordaba los letreros que había visto sobre la plateada mercancía: «Nostrani», como si la declaración de que el pescado era «nuestro» lo hiciera bueno y saludable, libre de toda sospecha de contaminación. El mismo letrero había visto en cerezas, melocotones y ciruelas, sobre las que debía de obrar el mismo mágico efecto: el hecho de que la fruta fuera italiana bastaba para limpiarla de todo vestigio de sustancias químicas y de pesticidas, y hacerla tan pura como la leche materna.
Brunetti había leído un libro en el que se estudiaba la historia de la alimentación, y sabía que sus antepasados no tenían a su alcance una dieta ideal, segura y saludable sino que con cada bocado ingerían grandes cantidades de miasmas y que cada trago de leche los exponía a la tuberculosis y cosas peores.
Impaciente con su propia insatisfacción, Brunetti dobló el mapa y entró en casa.
– Paola -llamó hacia el fondo del pasillo-. Vámonos a tomar una copa.
Lo primero que descubrió Brunetti el lunes por la mañana fue que, contra todo pronóstico, él iba a estar al mando durante la ausencia de Patta. Marotta había sido llamado a Turín, donde permanecería una semana, para declarar en un juicio. Él no había intervenido directamente en el caso sino que sólo mandaba una brigada de detectives cuando dos de sus hombres arrestaron a seis sospechosos de tráfico de armas. No era probable que lo llamaran a declarar y sin duda hubiera podido excusar su presencia, pero no quería renunciar a un viaje a casa con los gastos pagados más dietas, y dejó una nota a Brunetti en la que decía que su presencia en Turín era indispensable para la acusación y que estaba seguro de que el vicequestore Patta aprobaría su decisión de designar a Brunetti para que lo sustituyera.
Durante la mañana, Brunetti llamó varias veces al despacho de la signorina Elettra, pero como ella tenía por costumbre no imponer su presencia en la questura en ausencia de su jefe, no estaba seguro de si habría decidido quedarse en la cama hasta mediodía o marchar a Pellestrina. A las once, sonó el teléfono y, con gran alivio, Brunetti oyó su voz.
– ¿Dónde está, signorina? -preguntó blandamente más que inquirió.
– En la playa de Pellestrina, comisario, de cara al mar. ¿Sabe que se han llevado el barco varado? -Como él no respondiera, prosiguió-: Resulta extraño no verlo aquí. Dice mi prima que lo remolcaron el año pasado. Parece que me falta algo.
– ¿Cuándo ha llegado, signorina?
– El sábado, antes del almuerzo. Quería estar aquí el mayor tiempo posible.
– ¿Qué ha dicho a su prima?
Se oyó el chillido de una gaviota.
– Que sentía haber estado tanto tiempo sin venir, pero que ahora quería alejarme unos días de la ciudad. -Ella hizo una pausa, durante la cual la gaviota hizo otro comentario. Cuando el ave hubo terminado, ella prosiguió-: Le he dicho a Bruna que había tenido una storia que había acabado mal y deseaba alejarme de todos los recuerdos. -Con una voz más suave, agregó-: En parte, es verdad. -Y al momento, Brunetti sintió curiosidad por quién pudiera ser él y la causa del fin de la storia.
– ¿Cuánto tiempo ha dicho a su prima que se quedará?
– Pues no he concretado, una semana como mínimo, quizá más, depende de mi estado de ánimo. Pero ya estoy mejor. El sol es una delicia y el aire es totalmente diferente del que respiramos en la ciudad. Podría quedarme aquí para siempre.
El burócrata que había en él saltó entonces:
– No lo dirá en serio.
– Era un decir, comisario.
– ¿Qué piensa hacer?
– Pasear por la playa, a ver a quién me encuentro. Tomar café en el bar y enterarme de las novedades. Charlar con la gente. Pescar.
– ¿Unas vacaciones normales en Pellestrina?
– Exactamente -respondió ella, a lo que la gaviota no tuvo nada que decir. Con la promesa de volver a llamarlo, ella cortó la comunicación.