177698.fb2
Kincaid llamó a la puerta y esperó. Llamó otra vez. Cambió el peso de una pierna a la otra. Silbó por lo bajo. No se oía ningún ruido dentro del piso y se dio la vuelta, sintiendo una punzada de decepción.
Lo frenó el ruido de la puerta al abrirse. Cuando se dio la vuelta vio a Julia mirándole en silencio, sin demostrar ni placer ni consternación por su presencia. Levantó la copa de vino, saludándolo sarcásticamente.
– Comisario. ¿Es una visita social? No puede acompañarme si se va a hacer el duro.
– Vaya, vaya -miró con detenimiento el jersey rojo desteñido que llevaba por encima de unas mallas negras-, una explosión de color. ¿Es indicativo de algo?
– Hay veces que una debe abandonar sus principios cuando no ha hecho la colada -respondió con aire de sabiduría-. Pase. ¿Qué va a pensar de mis modales? También -añadió, mientras retrocedía hacia la sala- puede ser mi concesión al duelo.
– ¿Una proclama a la inversa? -preguntó Kincaid, siguiéndola a la cocina.
– Algo así. Le traeré una copa. El vino está arriba. -Abrió un armario y se puso de puntillas, estirándose para llegar al estante. Kincaid se dio cuenta de que no llevaba zapatos sino calcetines gruesos y sus pies parecían pequeños y desprotegidos-. Con ordenó la cocina adaptándola a sus necesidades -cogió una copa-. Y parece que siempre que quiero algo, está siempre fuera de mi alcance.
Kincaid se sintió como si se hubiera entrometido en una fiesta.
– ¿Estaba esperando a alguien? No necesito interrumpirla. Sólo quería hablar brevemente con usted y quizás recoger las cosas de Sharon Doyle.
Julia se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la encimera. Lo miró mientras sostenía las dos copas contra el pecho.
– No esperaba a nadie, comisario. No hay un alma que esperar. -Se rió entre dientes de su propio sentido del humor-. ¡Vamos! Ya habíamos superado lo de comisario, ¿no? -añadió por encima del hombro mientras lo conducía de nuevo al salón-. Supongo que soy yo la reincidente.
No estaba más que un poco achispada, decidió Kincaid al subir las escaleras detrás de ella. Su equilibrio y coordinación aún estaban bien, aunque se movía con más cuidado de lo normal. Al pasar el primer rellano echó una ojeada a la cama alborotada, deshecha, a través de la puerta abierta. La puerta del despacho seguía cerrada.
Cuando llegaron al estudio vio que las lámparas estaban encendidas y los estores bajados. Le pareció que la habitación había adquirido una capa más de la personalidad de Julia en las veinticuatro horas que habían pasado desde que la había visto por última vez. Había estado trabajando y una pintura parcialmente acabada estaba prendida en una tabla, encima de la mesa de trabajo. Kincaid reconoció la planta por las excursiones de su niñez en Cheshire. Era una verónica, cuyas flores azul genciana -que cubrían los márgenes de los senderos- se decía que le daban a uno fuerzas durante el viaje. También recordó su consternación al descubrir que su belleza no se podía mantener cautiva -las delicadas flores se marchitaban y morían a los pocos minutos de cogerlas.
En el resto de la superficie de la mesa había libros de botánica abiertos, papeles arrugados y varias copas sucias. La habitación olía a humo de tabaco y, levemente, al perfume de Julia.
Julia caminó, sin hacer ruido, por encima de la alfombra persa y se dejó caer en el suelo, en frente del sillón, el cual utilizaba de respaldo. Al lado del sillón había un cenicero rebosante y un cubo para hielo que contenía una botella de vino blanco. Llenó la copa de Kincaid.
– Por Dios, siéntese, Duncan. No se puede celebrar un funeral estando de pie.
Kincaid se sentó en el suelo y aceptó la copa.
– ¿Es eso lo que hacemos?
– Y además con un excelente Cap d’Antibes. A Con le hubiera gustado que celebráramos un velatorio, ¿no cree? A él le iban las tradiciones irlandesas. -Tomó un sorbo del vino que le quedaba en la copa e hizo una mueca-. Caliente. -Se llenó la copa y luego encendió un cigarrillo-. Voy a tratar de fumar menos, lo prometo -dijo, sonriente, antes de que Kincaid pudiera protestar.
– ¿Qué está haciendo, Julia, atrincherándose aquí arriba de esta manera? El resto de la casa parece como si nadie lo hubiera ocupado. -Examinó su cara, y decidió que las sombras bajo sus ojos eran más pronunciadas que el día antes-. ¿Ha comido algo?
Se encogió de hombros y dijo:
– Todavía quedaba algo en la nevera. Cosas del estilo de Con, por supuesto. Yo me hubiera conformado con pan y mermelada. Supongo que no me di cuenta -hizo una pausa para dar una calada a su cigarrillo- de que se convertiría en la casa de Con. No en la mía. Ayer me pasé la mayor parte del día limpiando, pero parece como si no hubiera servido de nada. Él está por todas partes. -Hizo un movimiento circular con la cabeza, indicando el estudio-. Excepto aquí. Si alguna vez estuvo aquí arriba, no dejó huellas.
– ¿Qué es lo que le hace querer erradicarlo tan a conciencia?
– Ya se lo he dicho, ¿no? -frunció las cejas y lo miró por encima de la copa, como si no recordara del todo-. Con era un mierda de primera categoría -dijo, sin exaltarse-. Bebedor, jugador, donjuán, un patán con la labia de un irlandés que él pensaba que lo llevaría adonde quisiera. ¿Por qué iba a querer recordarlo?
Kincaid arqueó las cejas con aire escéptico y tomó un sorbo de su vino.
– ¿Podemos atribuir esto también a Connor? -saboreó su seca finura en el paladar.
– Tenía buen gusto y era sorprendentemente hábil para encontrar una ganga -admitió Julia-. Imagino que es un legado de cómo fue educado.
Kincaid se preguntó si la atracción de Connor por Sharon Doyle se debía también a su educación: el hijo único, mimado, de una madre que lo adora y que se consideraba merecedor de su devoción. Esperaba que Con hubiera reconocido también la valía de Sharon.
Fue asombroso cómo Julia pareció leer sus pensamientos:
– La amante… ¿Cómo dijo que se llamaba?
– Sharon. Sharon Doyle.
Julia asintió, como si el nombre hubiera encajado en su mente.
– ¿Rubia, un poco gordita, joven, no muy sofisticada?
– ¿La ha visto? -preguntó Kincaid, sorprendido.
– No es necesario. -La sonrisa de Julia fue de compunción-. Simplemente he imaginado mi antítesis -dijo, y se trabó un poco con las consonantes-. Míreme.
A Kincaid le resultó fácil complacerla. Enmarcada en la campana que formaba su cabello, la cara de Julia mostraba humor e inteligencia a partes iguales. Él le dijo, tomándole el pelo:
– Entiendo su hipótesis sólo hasta cierto punto. ¿Está acaso sugiriendo que debería considerarla antigua y cansada de la vida?
– Bueno, no del todo. -Esta vez le dio el beneficio de su sonrisa, y Kincaid pensó de nuevo lo extraño que resultaba ver la sonrisa de Sir Gerald trasladada tan directamente a su delgada cara-. Pero entiende lo que le digo, ¿no?
– ¿Por qué habría Con de querer a una mujer lo más opuesta a usted que pudiera encontrar?
Ella dudó un momento, movió la cabeza como negando, rehuyendo el tema.
– Esta chica, Sharon, ¿cómo lo lleva?
– Diría que apenas lo sobrelleva.
– ¿Cree que la ayudaría si hablara con ella? -Apagó el cigarrillo en el cenicero y añadió, con delicadeza-: Nunca he estado segura de cuál era el protocolo adecuado en estas situaciones.
Kincaid intuyó cuán vulnerable se sentiría Sharon en presencia de Julia, y sin embargo no tenía a nadie con quien compartir su dolor. Cosas más raras había visto.
– No lo sé. Creo que a ella le gustaría asistir al funeral de Connor. Le diré que será bienvenida, si lo desea. Pero no esperaría demasiado.
– Con le habrá explicado historias de horror sobre mí, estoy segura -dijo Julia, asintiendo-. Es normal.
Kincaid, mirándola socarronamente, dijo:
– Está siendo verdaderamente magnánima esta noche. ¿Acaso hay algo en el ambiente? Acabo de hablar un rato con Trevor Simons y parece estar del mismo humor. -Hizo una pausa y bebió un poco más del vino. Al ver que Julia no respondía, continuó-: Dice que está dispuesto a declarar bajo juramento que estuvieron juntos durante toda la noche, sin importarle el daño que ello pueda causar a su matrimonio.
Julia suspiró.
– Trev es muy decente. ¿No creerá que se llegue a ese punto? -Rodeó sus pantorrillas con los brazos y apoyó la barbilla en las rodillas. Miró fijamente a Kincaid-. No pensará realmente que yo maté al pobre Con, ¿verdad? -Al no responder Kincaid, ella levantó la cabeza y dijo-: ¿Usted no lo cree, verdad, Duncan?
Kincaid repasó las pruebas mentalmente. Connor había muerto entre el cierre de la galería y la primera hora de la mañana, el espacio de tiempo que Trevor Simons daba como coartada irrefutable para Julia. Simons era un tipo decente, como había dicho Julia acertadamente. A Kincaid no le había gustado acosarlo, pero ahora estaba más seguro que nunca de que él no se hubiera puesto en una situación comprometida al mentir por Julia.
Incluso al exponer estos hechos, sabía que tenían poco que ver con lo que él mismo sentía. Estudió la cara de Julia. ¿Podía uno ver la culpabilidad, si disponía de las dotes apropiadas y de la información correcta? A menudo la había sentido, y su mente racional le decía que la valoración se debía basar en una combinación de impulsos subliminales -lenguaje corporal, olor, matices de la voz. Y también sabía que había en ello un elemento que iba más allá de lo racional. Podía considerarse un presentimiento, una sensación, pero no importaba. Se basaba en un conocimiento innato e inexplicable de otro ser humano. Y a Julia la conocía en profundidad. Estaba tan seguro de su inocencia como de la suya propia.
Despacio, negó con la cabeza.
– No. No creo que usted haya matado a Connor. Pero alguien lo hizo, y no estoy seguro de que nos estemos acercando a la conclusión del caso. -Le había empezado a doler la espalda y se estiró y volvió a cruzar las piernas-. ¿Tiene alguna idea de por qué Connor quiso cenar con Tommy Godwin la noche en que murió?
Julia se sentó con la espalda recta y abrió los ojos estupefacta.
– ¿Tommy? ¿Nuestro Tommy? Conozco a Tommy desde que era así de alta. Sostuvo la mano mostrando la altura de un niño pequeño-. No puedo imaginar nada más improbable que los dos disfrutando de una reunión social. A Tommy nunca le gustó Con, y estoy segura de que lo dejó claro. Con mucha educación, por supuesto -añadió, con cariño-. Si Con hubiera querido ver a Tommy, seguro que no lo hubiera guardado en secreto.
– Según Godwin, Con quería su antiguo trabajo y pensó que él lo ayudaría.
Julia meneó la cabeza.
– Paparruchas. Con tuvo un ataque de nervios y la empresa nunca hubiera contemplado el contratarlo de nuevo. -Sus ojos eran cándidos y negros como el carbón.
Kincaid cerró los ojos por un momento, esperando que así, sin ver su cara, pudiera poner en orden sus pensamientos. Cuando los abrió de nuevo, ella estaba mirándolo.
– ¿Qué dijo Connor aquel día, Julia? Parece como si su comportamiento empezara a salirse de lo normal desde el momento en que la dejó, después de comer. Creo que no me ha dicho toda la verdad.
Ella apartó la mirada y trató de encontrar un cigarrillo. Luego apartó el paquete y se puso de pie con la gracia de una bailarina. Se dirigió a la mesa, donde cogió un tubo de pintura, que destapó y apretó hasta dejar caer una gota de pintura azul oscuro en la paleta. Eligió un pincel delgado con el que dio, con unos pequeños toques, un poco de color a la pintura.
– Por alguna razón no logro que quede bien. Me he cansado de mirarla. Quizás si…
– Julia…
Paró, dejando el pincel parado en el aire. Después de un largo rato, aclaró el pincel y lo colocó, con cuidado, junto al dibujo. Luego se volvió hacia Kincaid.
– Empezó como era habitual, justo como se lo expliqué. Una simple pelea sobre dinero, sobre el piso. -Regresó al brazo del sillón.
– ¿Qué pasó luego? -Kincaid se acercó a ella y le tocó la mano, instándola a seguir.
Julia tomó su mano entre las palmas y la sujetó con fuerza. Bajó la mirada y frotó el dorso de la mano de Kincaid con la punta de los dedos.
– Él me rogó -dijo en voz tan baja que Kincaid tuvo que esforzarse para poder oírla-. Se tiró literalmente al suelo y me rogó. Me pidió que volviera con él, me pidió que lo amara. No sé qué fue lo que le hizo explotar ese día. Yo pensaba que había aceptado nuestra situación bastante bien.
– ¿Qué le dijo usted?
– Que era inútil. Que iba a divorciarme de él en cuanto hubiera pasado el límite de dos años si seguía negándose a cooperar. -Se encontró con los ojos de Kincaid-. Me porté muy mal con él, y no era su culpa. Él no tuvo la culpa de nada.
– ¿De qué está hablando? -dijo Kincaid, suficientemente alarmado como para olvidar por un momento la sensación de los dedos de ella sobre su piel.
– Todo fue mi culpa, desde el principio. Nunca debí casarme con él. Sabía que no era justo, pero estaba enamorada de la idea de casarme, y supongo que pensé que de alguna manera nos las arreglaríamos. -Se rió y soltó su mano-. Pero cuanto más me quería, cuanto más necesitaba, tanto menos tenía yo para ofrecer. Al final ya no había nada. -Muy bajito, dijo-: Excepto piedad.
– Julia -dijo Kincaid enojado-, usted no era responsable de las necesidades de Connor. Hay personas que nos exprimen, sin importar lo mucho que les demos. Usted no podía…
– Usted no lo comprende. -Se levantó del brazo del sillón y se alejó nerviosamente de él. Al llegar a la mesa de trabajo se dio la vuelta-. Yo sabía cuando me casé con él que no podía amarlo. Ni a él, ni a nadie, ni siquiera a Trev, que no ha pedido nada excepto honestidad y afecto. No puedo, ¿lo ve? No soy capaz.
– No sea absurda, Julia, -dijo Kincaid, poniéndose en pie-. Por supuesto que…
– No. -Lo frenó con una simple palabra-. No puedo. A causa de Matty.
La desesperación de su voz hizo desvanecer el enfado de Kincaid tan rápido como había aparecido. Fue hacia ella y la atrajo suavemente hacia él. Acarició su pelo al poner ella la cabeza sobre su hombro. El delgado cuerpo de Julia encajó en la curva de los brazos de Kincaid con tanta facilidad como si ése fuera su lugar habitual. Su cabello era sedoso, como plumas rozando las palmas de sus manos. Ella olía levemente, inesperadamente, a lilas. Kincaid aspiró y tuvo que estabilizarse para luchar contra el mareo que recorrió su cuerpo. Se esforzó por concentrarse en la cuestión que tenía entre manos.
– ¿Qué tiene que ver Matty con esto, Julia?
– Todo. Yo también lo quería, ¿sabe? Pero esto parece que no se le ocurrió a nadie, excepto a Plummy, supongo. Ella lo sabía. Estuve enferma, ¿sabe?… después. Pero me dio tiempo para pensar. Y fue entonces cuando decidí que nada me haría daño nunca más. -Se apartó de él justo lo suficiente para poder mirarlo a la cara-. No vale la pena. Nada vale la pena.
– Pero la alternativa, una vida entera en aislamiento emocional, seguro que es peor, ¿no?
Ella volvió a sus brazos y colocó su mejilla en el hueco del hombro de él.
– Al menos es soportable -dijo ella, con la voz amortiguada. Kincaid notó su aliento cálido a través de la tela de su camisa-. Traté de explicárselo a Con aquel día: la razón porque nunca podría darle lo que él quería… una familia, hijos. No tenía nada por lo que guiarme, ¿entiende? No tenía un proyecto de vida normal, corriente. Y un hijo… Nunca podría asumir ese riesgo. Lo ve, ¿no?
Se vio a sí mismo con incómoda claridad, acurrucándose hasta formar una pelota, como un erizo herido, después de que Vic echara por tierra su segura y confortable existencia. Él se había protegido del riesgo igual que lo había hecho Julia. Pero ella, al menos, había sido honesta consigo misma, mientras que él había utilizado el trabajo -con las oportunas exigencias de la vida de un policía- como excusa para no comprometerse emocionalmente.
– Lo veo -dijo en voz baja-, pero no estoy de acuerdo.
Kincaid le frotó la espalda, amasando con suavidad los tensos músculos. Los omóplatos eran muy marcados al tacto.
– ¿Connor lo comprendió?
– Únicamente logré que se enfadara más. Entonces fue cuando me porté mal con él. Le dije… -paró, sacudió la cabeza y su cabello le hizo cosquillas en la nariz a Kincaid-. Cosas horribles, realmente horribles. Me avergüenzo tanto. -Añadió, con dureza-: Es culpa mía que esté muerto. No sé lo que hizo después de irse de Badger’s End aquel día, pero si no lo hubiera dejado ir tan cruelmente… -Ahora estaba llorando, las palabras surgiendo entre sollozos.
Kincaid tomó su cara con ambas manos y le limpió las lágrimas de las mejillas con los pulgares.
– Julia. Julia. No lo sabe. No lo puede saber. No era responsable del comportamiento de Connor, ni lo es de su muerte. -La miró, y en su cabello alborotado y su cara bañada por las lágrimas vio de nuevo la niña de su visión, a solas con su dolor en la cama blanca y estrecha. Al cabo de un momento dijo-: Como tampoco fue responsable de la muerte de Matthew. Míreme, Julia. ¿Me escucha?
– ¿Cómo lo puede saber? -preguntó con fiereza-. Todos pensaron… Mamá y papá nunca perdonaron…
– Aquellos que la conocían y querían nunca la consideraron responsable, Julia. He hablado con Plummy. Y con el vicario. Es usted la única que no se ha perdonado. Esta carga es demasiado pesada de llevar durante veinte años. Déjelo ya.
Durante largo rato ella sostuvo su mirada. Luego Kincaid notó como la tensión abandonaba el delgado cuerpo. Ella volvió a colocar la cabeza en su hombro, rodeó con los brazos su cintura y se apoyó contra él, dejando que Kincaid soportara su peso.
Estuvieron así, en silencio, hasta que Kincaid se dio cuenta de que todos los puntos de sus cuerpos habían hecho contacto. A pesar de su delgadez, el cuerpo de Julia parecía, de repente, innegablemente sólido, y sus senos presionaban firmemente su pecho. Kincaid podía oír el bombeo de su propia sangre en los oídos.
Julia dio un suspiro y levantó levemente la cabeza.
– Vaya, le he empapado la camisa -dijo, frotando la mancha húmeda en su hombro. Luego inclinó la cabeza para que él pudiera estudiar su cara y añadió, con la voz ronca por la risa contenida- ¿Scotland Yard siempre ofrece sus servicios con tanto… entusiasmo?
Kincaid retrocedió, sonrojado por la vergüenza, deseando haber llevado unos tejanos, menos reveladores que unos pantalones de algodón.
– Lo siento. No quería…
– No se preocupe, -dijo ella, tirando de él-. No me importa. No me importa en absoluto.