177698.fb2 Un pasado oculto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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– Una cerveza con lima, por favor. -Gemma James sonrió al barman. Si Kincaid estuviera allí como mínimo arquearía una ceja, mofándose de su elección. Estaba tan acostumbrada a sus burlas que en el fondo las echaba en falta.

– Una tarde cruda, señora. -El barman puso el vaso frío delante de ella, colocándolo en el centro exacto del posavasos-. ¿Viene de lejos?

– De Londres. Pero el tráfico para salir ha sido horroroso. -Al final, la expansión urbana de Londres Oeste había quedado atrás y había dejado la M40 en Beaconsfield donde continuó por el valle del Támesis. A pesar de la neblina, había podido ver algunas de las magníficas casas victorianas que daban al río, reliquias de un tiempo en que los londinenses utilizaban la parte alta del Támesis como lugar de recreo.

En Marlow giró hacia el norte y acabó en las colinas cubiertas de hayas. Se maravilló de que en pocos kilómetros hubiera pasado a un mundo escondido, oscuro y frondoso, distante de la ancha y pacífica extensión del río.

– ¿Qué son los Chiltem Hundreds? -preguntó al barman-. He oído esta expresión toda mi vida y nunca he sabido lo que significaba.

Dejó la botella que había estado limpiando con un trapo y pensó su respuesta. Era un hombre de mediana edad con el pelo oscuro, ondulado, muy cuidado y una barriga incipiente. Parecía contento de poder pasar el rato charlando. El bar estaba casi vacío -Gemma supuso que era algo temprano para los clientes asiduos de los viernes- pero era acogedor, con la chimenea encendida y cómodos muebles tapizados. Al final de la barra había un bufet de pasteles salados, ensaladas y quesos. Gemma lo estudió con interés.

El CID de Thames Valley había dado la talla al reservarle una habitación en el pub de Fingest y darle indicaciones precisas. Cuando llegó se encontró con un montón de informes esperándola en la habitación. Después de haberlos estudiado, tan sólo le quedaba disfrutar de su bebida y esperar a Kincaid.

– Bien, los Chiltem Hundreds -dijo el barman, devolviendo bruscamente a Gemma de vuelta al presente-. Antiguamente se solían dividir los condados en hundreds, cada uno de ellos con su propio tribunal, y tres de ellos en Buckinghamshire eran conocidos como los Chiltem Hundreds porque estaban situados en Chiltem Hills. Store, Burnham y Desborough para ser exactos.

– Parece lógico -dijo Gemma impresionada-. Y usted está muy informado.

– Soy algo aficionado a estudiar la historia local en mi tiempo libre. Por cierto, me llamo Tony. -Sacó la mano por encima de la barra y Gemma se la estrechó.

– Gemma.

– Los hundreds han quedado obsoletos, pero la administración de Chiltem Hundreds sigue siendo un cargo de valor simbólico en el Ministerio de Economía y Hacienda. Su ostentación es la única razón por la cual se le permite a uno dimitir de la Cámara de los Comunes. Realmente un chanchullo y probablemente la única razón de la existencia del cargo. -Sonrió mostrando una dentadura perfecta, fuerte y blanca-. En fin, creo que le he explicado más de lo que usted quería saber. ¿Le pongo otra?

Gemma miró su vaso casi vacío y decidió que había bebido lo suficiente si quería mantener la cabeza clara.

– Mejor que no, gracias.

– ¿Está aquí por negocios? No alquilamos muchas habitaciones en esta época del año. En noviembre estas colinas no son exactamente una gran atracción turística.

– Totalmente -dijo Gemma, recordando la fina lluvia bajo la oscuridad de los árboles. Tony arregló los vasos mientras la miraba con detenimiento, dispuesto a hablar si lo deseaba, pero sin forzarla. Su simpatía y seguridad en sí mismo hicieron pensar a Gemma que pudiera tratarse del dueño del pub o bien el gerente, pero en cualquier caso era definitivamente el probable depositario de los cotilleos locales.

– En realidad estoy aquí por el ahogamiento de esta mañana. Asuntos policiales.

Tony la miró, estudiando -de eso estaba segura- el cabello rizado color jengibre y retirado hacia atrás con un clip, el informal suéter del color de la cebada y los pantalones azul marino.

– ¿Es una poli? ¡Vaya! -Meneó la cabeza incrédulo y su ondulado cabello no se movió un ápice-. La más guapa que he visto, si no le importa que se lo diga.

Gemma sonrió, aceptando el cumplido con el mismo buen humor con el que había sido ofrecido.

– ¿Lo conocía, al ahogado?

Esta vez, Tony chasqueó la lengua mientras sacudía la cabeza.

– Qué pena. Todo el mundo aquí conocía a Connor. Dudo que haya un pub entre aquí y Londres en el que no haya estado una o dos veces. O un hipódromo. Ese tío era un verdadero caradura.

– La gente lo apreciaba, ¿no? -preguntó Gemma, luchando contra sus propios prejuicios hacia un hombre con tan buenas relaciones con las cervezas y los caballos. No fue hasta después de casada que descubrió que Rob consideraba derechos inalienables el flirteo y el juego.

– Connor era un tipo simpático. Siempre tenía una palabra amable y un gesto amistoso. También era bueno para el negocio. Después de tomar varios vasos invitaba a todos los que estaban en el pub a rondas. -Tony se inclinó hacia la barra. Su cara estaba animada-. Y vaya tragedia para la familia, después del otro.

– ¿Qué otro? ¿Qué familia? -preguntó Gemma, preguntándose si había pasado por alto alguna referencia a otro ahogado en los informes que había leído.

– Perdón. -Tony sonrió-. Resulta algo confuso. Estoy seguro. La familia de Julia, la mujer de Connor, los Asherton. Han estado aquí durante siglos. Connor era un irlandés advenedizo, segunda generación, creo. Pero de todas maneras…

– ¿Qué les pasó a los Asherton? -Gemma lo animó, interesada.

– Hacía unos años que yo había acabado la universidad y había regresado aquí tras probar suerte en Londres. -Sus dientes blancos brillaron al sonreír-. Decidí que la gran ciudad no era tan glamourosa como había pensado. Era más o menos en esta época del año, de hecho, y había llovido mucho. Parecía como si hubiera llovido durante meses. -Tony hizo una pausa y sacó un vaso del estante. Lo alzó hacia Gemma-. ¿Le importa que la acompañe?

Negó con la cabeza, sonriendo.

– Claro que no. -El barman estaba disfrutando de lleno, y cuanto más lo dejara desarrollar la historia, más detalles obtendría.

Se puso media pinta de Guinness de barril y la sorbió, luego se limpió la cremosa espuma del labio superior antes de continuar.

– ¿Cómo se llamaba? El hermano pequeño de Julia. Hace veinte años de eso. Más o menos. -Se pasó los dedos por el cabello, como si la mención del tiempo le hiciera consciente de su edad-. Matthew. Eso es. Matthew Asherton. Doce años y un prodigio musical. Caminaba del colegio a casa con su hermana y se ahogó. Tal cual.

Las entrañas de Gemma se retorcieron al pensar en su propio hijo. Imaginaba a Toby, un hombrecito ya, su pelo rubio oscurecido, su cara y su cuerpo madurando… arrebatado de repente. Tragó y dijo:

– Qué terrible. Para todos, y especialmente para Julia. Primero su hermano y ahora su esposo. ¿Cómo se ahogó el pequeño?

– No estoy seguro de que nadie llegara a saberlo. Una de esas cosas insólitas que suceden a veces. -Se encogió de hombros y bebió la mitad de su Guinness-. Todo muy secreto, en su momento. Nadie hablaba de ello, excepto en susurros. Y sigue sin mencionarse en la familia, supongo.

Una fría corriente de aire agitó el cabello de Gemma y se arremolinó entre sus tobillos al abrirse la puerta de la entrada. Se volvió y vio entrar un grupo de cuatro hombres que se sentaron en una mesa en la esquina. Saludaron a Tony con familiaridad.

– Resérvanos para dentro de media hora, Tony -dijo uno de los hombres-. Lo mismo de siempre.

– La gente pronto va a llegar, -explicó Tony a Gemma mientras empezaba a preparar bebidas-. Normalmente, los viernes por la noche el restaurante se llena. La gente de por aquí sale para divertirse un poco sin los niños. -Gemma rió, y cuando volvió a notar el aire en la espalda no tuvo la curiosidad de volverse.

Unos dedos rozaron levemente su hombro. Kincaid se sentó en el taburete que tenía al lado.

– Gemma. Manteniendo el bar a flote sin mi… ya veo.

– Ah, hola, jefe. -Notó cómo se le aceleraba el pulso en la garganta, a pesar de haber estado esperándolo.

– Y flirteando con los vecinos del lugar… Un tipo con suerte. -Sonrió a Tony-. Tomaré una… Brakspear, ¿no es la que se fabrica en Henley?

– Mi jefe -dijo Gemma, como justificándose ante Tony-. Tony, el comisario Duncan Kincaid.

– Es un placer conocerlo. -Tony lanzó una mirada de sorpresa a Gemma, mientras estrechaba la mano de Kincaid.

Gemma miró con ojo crítico a Kincaid. Alto y esbelto, cabello castaño claro un poco revuelto, corbata torcida y la chaqueta de tweed salpicada de lluvia… Gemma supuso que no tenía el aspecto del comisario de Scotland Yard que la gente imagina. Y era demasiado joven, por supuesto. Los comisarios han de ser definitivamente de más edad y más gordos.

– Explícamelo todo -dijo Kincaid cuando Tony le hubo servido la cerveza y se hubo ido a atender a los clientes de la mesa.

Gemma sabía que él confiaba en que ella digiriera la información y regurgitara los puntos pertinentes. Raramente necesitaba usar sus notas.

– He repasado los informes de Thames Valley. -Hizo un gesto de cabeza hacia arriba, como indicando las habitaciones-. Me esperaban cuando entré. Muy eficientes. -Cerró los ojos un momento para poner orden a sus pensamientos-. Recibieron una llamada a las siete y cinco de la mañana de un tal Perry Smith, esclusero en Hambleden. Había encontrado un cuerpo cogido en la compuerta. Thames Valley llamó a un equipo de rescate para sacar el cuerpo y lo identificaron por su cartera como Connor Swann, residente en Henley-on-Thames. El esclusero, sin embargo, una vez recuperado del susto, reconoció a Connor Swann como el yerno de los Asherton, quienes viven a un par de kilómetros hacia arriba yendo por la carretera de Hambleden. Dijo que la familia a menudo paseaba por allí.

– ¿Por la esclusa? -preguntó Kincaid sorprendido.

– Aparentemente forma parte de una ruta pintoresca. -Gemma frunció el ceño y siguió con su historia donde la había dejado-. El cirujano de la policía local fue llamado a examinar el cadáver. Halló bastantes magulladuras en la garganta. El cuerpo estaba muy frío, pero el rigor mortis apenas había empezado.

– Pero el agua fría tendría que retrasar la rigidez -interrumpió Kincaid.

Gemma meneó la cabeza con impaciencia.

– Normalmente, en los casos de ahogamiento la rigidez se declara muy rápidamente. De modo que él piensa que es probable que la víctima haya podido ser estrangulada antes de caer al agua.

– Este cirujano supone demasiadas cosas, ¿no crees? -Kincaid cogió una bolsa de patatas con sabor a cebolla de un expositor y contó las monedas exactas para pagar a Tony-. Veremos lo que dice la autopsia.

– Son asquerosas -dijo Gemma, mirando las patatas con desagrado.

Kincaid contestó con la boca llena:

– Lo sé, pero estoy muerto de hambre. ¿Y qué hay de los interrogatorios a la familia?

Ella terminó su cerveza antes de responder y se tomó unos segundos para reflexionar.

– Veamos… Tomaron declaración a los suegros y a la esposa. Ayer por la noche, Sir Gerald Asherton dirigió una ópera en el Coliseum de Londres. Dame Caroline Stowe estaba en casa, en la cama, leyendo. Y Julia Swann, la esposa, asistió a la inauguración de una exposición en una galería de Henley. Ninguno de ellos dijo haber hablado con Connor, ni tenían razones para pensar que estuviera preocupado o disgustado.

– Claro que no. -Kincaid hizo una mueca-. Y nada de esto significa nada sin una estimación aproximada del momento del fallecimiento.

– Has conocido a la familia esta tarde, ¿verdad? ¿Cómo son?

Kincaid hizo un ruido que sonó sospechosamente a «ummmm».

– Interesantes. Pero será mejor que deje que te formes tu propia impresión. Los volveremos a interrogar mañana. -Suspiró y sorbió su cerveza-. No es que espere nada de la entrevista. Ninguno de ellos puede imaginar porqué alguien querría matar a Connor Swann. Así que ni tenemos motivo, ni sospechoso, y ni siquiera estamos seguros de que sea un asesinato. -Levantó el vaso e hizo un brindis en plan sarcástico-. Estoy que me muero de ganas.

* * *

Una noche de sueño profundo imbuyó a Kincaid de mayor entusiasmo por el caso.

– Primero la esclusa -le dijo a Gemma, durante el desayuno en el comedor del pub Chequers-. No podré avanzar mucho más hasta que la vea por mí mismo. Luego quiero echarle un vistazo al cuerpo de Connor Swann. -Engulló su café y la miró entrecerrando los ojos, luego añadió-: ¿Cómo consigues tener un aspecto descansado y alegre tan temprano? -Llevaba un blazer del color rojizo brillante que tienen las hojas en otoño. Su cara resplandecía e incluso su cabello parecía bullir con vida propia.

– Lo siento. -Ella le sonrió, pero él pensó que su simpatía poseía cierto matiz de piedad-. No lo puedo evitar. Tiene que ver con los genes, supongo. O bien porque soy la hija de un panadero. En casa nos levantábamos temprano.

– Uf. -La noche anterior había dormido muy profundamente ayudado por una cerveza de más y esta mañana había necesitado una segunda taza de café para sentirse mínimamente despierto.

– Se te pasará -dijo Gemma, riendo. Terminaron el desayuno en cordial silencio.

Atravesaron el tranquilo pueblo de Fingest con las primeras luces de la mañana y tomaron el camino que llevaba hacia el sur, hacia el Támesis. Dejaron el Escort de Gemma en el aparcamiento que había a ochocientos metros de distancia del río y cruzaron la carretera para tomar el sendero peatonal. Un viento fresco les daba en la cara cuando comenzaron a bajar la colina y cuando el hombro de Kincaid dio accidentalmente contra el de Gemma, él notó su calor incluso a través de la chaqueta.

El sendero cruzaba la carretera que discurría paralela al río, luego se abría paso entre edificios y maleza. No vieron la envergadura del río hasta salir de un pasaje vallado. El agua plomiza reflejaba el cielo plomizo y justo delante de ellos una pasarela de cemento zigzagueaba por encima del agua.

– ¿Estás segura de que es el sitio correcto? -preguntó Kincaid-. No veo nada que se parezca a una esclusa.

– Puedo ver barcos al otro lado, más allá de aquella orilla. Ha de haber un canal.

– Está bien. Te sigo. -Hizo una reverencia burlona y se apartó.

Se aventuraron por la pasarela en fila india. No les era posible andar uno al lado del otro sin rozar la reja tubular de metal que proporcionaba cierto grado de seguridad.

A mitad de trayecto llegaron a la presa. Gemma paró y Kincaid detrás de ella. Al mirar abajo, hacia el torrente que bramaba bajo ellos, Gemma se estremeció y se subió las solapas de la chaqueta.

– A veces olvidamos la fuerza del agua. Y el pacífico Támesis puede llegar a ser un monstruo, ¿no?

– El río está crecido por la lluvia -dijo Kincaid, gritando por encima del rugido. Podía sentir la vibración de la fuerza del agua a través de las suelas de sus zapatos. Agarró la valla hasta que el frío del metal hizo que le dolieran las manos. Se inclinó por encima, mirando la crecida corriente hasta que empezó a perder el equilibrio-. ¡Vaya! Si quisieras empujar a alguien al río, éste sería el lugar donde hacerlo. -Miró a Gemma y vio que tenía frío y mala cara. La constelación de pecas resaltaba sobre su pálida piel. Kincaid le puso la mano sobre el hombro-. Crucemos al otro lado. Debajo de los árboles no hará tanto frío.

Caminaron rápidamente, hundiendo las cabezas a contraviento y deseando guarecerse. La pasarela seguía, paralela a la orilla, unos noventa metros más tras pasar la presa, luego giraba bruscamente hacia la izquierda y desaparecía entre los árboles.

La tregua fue breve, porque la zona arbolada era estrecha, pero les permitió recuperar el aliento antes de salir al raso y ver la esclusa delante de ellos. A lo largo de las plataformas de cemento, a los lados de la esclusa, la policía había colocado cinta amarilla. No así en las compuertas. A su derecha había una maciza casa de ladrillo rojo. La ventanas de cuarterones eran simétricas, una a cada lado de la puerta, pero la que estaba más cerca de ellos lucía una enredadera a modo de ceja peluda.

Cuando Kincaid puso la mano sobre la cinta y se agachó para pasar por debajo, un hombre salió por la puerta de la casa y, esquivando una cuantas ramitas de la enredadera, les gritó.

– Señor, no puede pasar al otro lado de la cinta. Ordenes de la policía.

Kincaid se incorporó, y mientras esperaba a que el hombre llegara a ellos lo estudió. Era bajo y fornido, con el cabello muy corto y erizado, vestía un polo con la insignia de la Thames River Authority. En una mano llevaba un tazón humeante.

– ¿Cómo se llama el esclusero? -preguntó Kincaid a Gemma en voz baja.

Gemma cerró los ojos un segundo.

– Perry Smith, creo.

– El mismo, si no me equivoco. -Sacó sus credenciales del bolsillo de su chaqueta y las mostró cuando el hombre se acercó-. ¿Es usted por casualidad Perry Smith?

El esclusero cogió la identificación con su mano libre y la estudió con desconfianza. Luego inspeccionó a Kincaid y Gemma como si esperara que fueran unos impostores. Asintió una vez, bruscamente.

– Ya he dicho a la policía todo lo que sé.

– Ésta es la sargento James -continuó Kincaid en el mismo tono familiar-, y usted es justo la persona a quien queríamos ver.

– Lo único que me preocupa es mantener esta esclusa en funcionamiento, comisario. Y sin la intromisión de la policía. Ayer me hicieron mantener las compuertas cerradas mientras ellos recopilaban pruebas con sus pinzas y sus bolsas. La caravana de embarcaciones llegó a ser de más de un kilómetro -dijo. Su irritación parecía aumentar-. Unos malditos imbéciles, se lo digo yo. -Miró también a Gemma con el ceño fruncido y no se excusó por su lenguaje-. ¿Acaso no se les ocurrió lo que podía pasar? ¿O cuánto tiempo se tardaría en arreglar todo el lío?

– Señor Smith -dijo Kincaid, con voz tranquilizadora-. No tengo intención de inmiscuirme en su esclusa. Tan sólo deseo hacerle unas cuantas preguntas. -Cuando Smith fue a abrir la boca Kincaid levantó una mano-. Me doy cuenta de que usted ya ha respondido a estas preguntas, pero preferiría oír el relato directamente de usted y no enterarme por terceros. A veces las cosas acaban confundiéndose por el camino.

El ceño de Smith se relajó ligeramente y tomó un sorbo de su tazón. Cuando alzó el brazo destacaron sus fuertes músculos, que estiraban la manga de su camiseta de punto.

– Anda que no van a confundirse si hemos de fiarnos de los asnos de ayer. -Aunque no parecía notar el frío miró a Gemma como viéndola por primera vez, acurrucada detrás del cuerpo de Kincaid, apretando el cuello de su chaqueta alrededor de la garganta-. Supongo que podríamos entrar adentro, señora, a salvo del viento, -dijo, un poco menos beligerante.

Gemma sonrió agradecida.

– Gracias. Me temo que no voy vestida para el río.

Smith se giró hacia Kincaid cuando iban hacia la casa.

– ¿Cuándo van a retirar esta maldita cinta? Esto es lo que quiero saber.

– Tendrá que preguntarlo en la comisaría de Thames Valley. Aunque si el equipo de forenses ha terminado, no creo que tarden mucho. -Cuando llegaron a la puerta Kincaid se paró a mirar las plataformas que rodeaban la esclusa y el sendero cubierto de hierba que llevaba río arriba por el lado opuesto-. Dudo que hayan tenido suerte.

El suelo de la entrada estaba cubierto con esteras de sisal; botas de goma muy usadas estaban alineadas contra las paredes de las que colgaban equipos de trabajo: impermeables y gorras, chubasqueros amarillo brillante, lazadas de cuerda. Smith los condujo por la puerta de la izquierda a una sala tan prosaica como la entrada.

La habitación era cálida, si bien austera, y Kincaid vio como Gemma se bajaba el cuello de la chaqueta y sacaba el cuaderno de notas. Smith estaba de pie junto a la ventana. Seguía tomando sorbos del tazón y vigilando el río.

– Explíquenos cómo halló el cuerpo, señor Smith.

– Salí justo después del amanecer, como siempre. Me tomé mi primera taza de café y me aseguré de que todo estuviera limpio y ordenado antes de empezar la jornada. Algunos días el tráfico comienza temprano, aunque no tanto ahora como en el verano. Y efectivamente, río arriba había un barco esperando a que accionara la esclusa.

– ¿No pueden hacerlo ellos mismos? -preguntó Gemma.

Negó con la cabeza.

– Oh, el mecanismo es suficientemente sencillo, pero si uno es demasiado impaciente para dejar que se llene y se vacíe la esclusa adecuadamente, puede cagarla del todo.

– ¿Qué pasó luego? -Kincaid indujo a Smith a que continuara.

– Veo que no saben mucho de esclusas -dijo, mirándoles con la clase de piedad normalmente reservada a alguien que no ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos.

Kincaid se abstuvo de decirle que había crecido en la zona occidental de Cheshire y que conocía el funcionamiento de las esclusas perfectamente.

– La esclusa se mantiene vacía cuando no está en funcionamiento, de modo que primero abrí las válvulas de la compuerta para llenar la esclusa. Luego, cuando abrí la esclusa para que pasara el barco, zas, apareció un cuerpo. -Smith tomó un sorbo de su tazón y añadió, indignado-: La estúpida del barco empezó a chillar como un cerdo de camino al matadero. Jamás había oído tanto jaleo. Vine aquí y marqué 999 sólo por escapar del ruido. -Smith arrugó los rabillos de los ojos, como formando algo parecido a una sonrisa-. La gente del equipo de rescate lo pescó y trataron de reanimar al pobre tipo, aunque si me lo pregunta a mí, cualquiera con un poco de sentido común podía ver que llevaba horas muerto.

– ¿Cuándo lo reconoció? -preguntó Gemma.

– No lo hice. Su cuerpo, en cualquier caso. Pero miré su cartera cuando la sacaron del bolsillo y supe que el nombre me era familiar. Tardé un minuto en situarlo.

Kincaid se dirigió hacia la ventana y miró afuera.

– ¿Dónde lo había oído?

Smith se encogió de hombros.

– Cotilleos en el pub, probablemente. Por aquí todos conocen a los Asherton y sus asuntos.

– ¿Cree que podría haber caído desde la parte superior de la compuerta? -preguntó Kincaid.

– La reja no es suficientemente alta para evitar que un hombre alto caiga si está borracho. O si es estúpido. Pero la plataforma de cemento continúa un poco por la parte de arriba del río, antes de juntarse con la vieja sirga, y todo ese tramo no tiene reja.

Kincaid recordó las casas que había visto río arriba situadas a este lado del río. Todas tenían céspedes inmaculados que llegaban al agua y algunas incluso tenían pequeños muelles.

– ¿Y si hubiera caído corriente arriba?

– La corriente no es muy fuerte hasta que se llega cerca de la compuerta, de modo si cayó al agua por allí -apuntó río arriba- digo yo que tenía que estar inconsciente para no poder salir por su propio pie. O ya debía de estar muerto.

– ¿Y si hubiera caído por aquí, por la compuerta? ¿Hubiera sido la corriente suficientemente fuerte como para mantenerlo bajo el agua?

Smith miró un momento hacia la esclusa antes de responder.

– Es difícil de decir. La corriente es lo que mantiene la compuerta cerrada… y es muy violenta. Pero eso de si puede mantener bajo el agua a un hombre que está luchando por su vida… diría que es poco probable, pero no puedo estar seguro.

– Una cosa más, señor Smith -dijo Kincaid-. ¿Oyó o vio algo poco usual durante la noche?

– Me voy a dormir temprano porque me levanto siempre al amanecer. Nada me perturbó el sueño.

– ¿Le hubiera podido despertar una escaramuza?

– Siempre he tenido el sueño pesado, comisario. No lo puedo decir con seguridad.

– ¿El sueño de los inocentes? -susurró Gemma mientras salían y Smith cerraba la puerta con firmeza.

Kincaid se paró y miró hacia la esclusa.

– Si Connor Swann hubiera estado inconsciente o ya muerto cuando cayó al agua, ¿cómo demonios pudo alguien traerlo hasta aquí? Sería casi imposible de llevar a cabo incluso para un hombre fuerte.

– ¿En barco? -aventuró Gemma-. Tanto desde río arriba como desde río abajo. Aunque ¿por qué querría alguien sacarlo de un barco situado pasada la esclusa, llevarlo consigo y luego tirarlo en el lado de arriba? No lo puedo imaginar.

Caminaron despacio hacia el sendero que les llevaría de regreso al otro lado de la presa. El viento soplaba por detrás. Los barcos amarrados se mecían pacíficamente en las tranquilas aguas de río abajo. Los patos se zambullían y sumergían la cabeza, despreocupados por las actividades humanas que no implicaran cortezas de pan.

– ¿Estaba ya muerto? Ésta es la cuestión, Gemma. -La miró levantando una ceja-. ¿Te apetece una visita al depósito de cadáveres?