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El viernes pasé la mañana en la biblioteca y luego me dirigí caminando a la Calle 42, para encontrarme con TJ en las galerías del vídeo. Juntos observamos a un chico, con una colita de caballo y un pequeño bigote rubio, que ganaba todos los tantos en un juego llamado «¡Congélate!» Cumplía con las mismas premisas de la mayoría de los juegos: es decir, un batallón de fuerzas hostiles dispuestas a saltar sobre uno sin previo aviso en cualquier momento y decididas a aniquilarlo. Si uno era bastante rápido, podía sobrevivir un tiempo, pero tarde o temprano acababas por ser liquidado. No había nada que hacer. Nos fuimos cuando el chico falló. En la calle, TJ me dijo que el nombre del jugador era Calcetines, porque los que llevaba nunca hacían juego. No me había dado cuenta. Según TJ, Calcetines era algo así como el mejor del Deuce en lo que hacía, y a menudo era capaz de jugar durante horas con una sola moneda de veinticinco centavos. Había habido otros jugadores tan buenos como él o mejores, pero ya no venían por aquí. Por un momento, mi mente barajó imágenes de un motivo previamente desconocido para los homicidios en serie, ases de los videojuegos eliminados por el propietario de un salón de máquinas recreativas, porque estaban bajando las ganancias, pero este no era el caso. Uno llegaba a cierto nivel, me explicaba TJ, y ya no podía mejorar, y al final se perdía el interés.
Almorzamos en una tasca mexicana de la Novena Avenida y TJ trató de hacerme hablar del caso en el que estaba trabajando. Omití los detalles, pero probablemente terminé contándole más de lo que quería decirle.
– Lo que necesitas -dijo- es que trabaje para ti.
– ¿Haciendo qué?
– ¡Lo que me digas! No querrás andar por la ciudad de acá para allá viendo esto, controlando aquello, ¿eh? Lo que tienes que hacer es mandarme a mí. ¿No crees que puedo descubrir cosas? Tío, estoy aquí, en el Deuce, descubriendo cosas todos los días. Es lo que hago.
– Así que le di algo -le dije a Elaine.
Nos habíamos encontrado en el Baronet de la Tercera Avenida para ver una película de las cuatro de la tarde y luego fuimos a un lugar nuevo del que ella había oído hablar, donde servían té inglés con pastas y crema cuajada.
– Antes me había dicho algo -expliqué- que añadió un nuevo elemento a mi lista de cosas por descubrir, así que me pareció justo dejar que lo descubriera por mí.
– ¿De qué se trataba?
– De los teléfonos públicos -admití-. Cuando Kenan y su hermano entregaron el rescate, los enviaron a una cabina de teléfonos. Allí recibieron una llamada, y el que hablaba los mandó todavía a otro teléfono público, donde recibieron otra llamada en la que les ordenaron que dejaran el dinero y se fueran caminando.
– Me acuerdo, sí.
– Pues bien. Ayer me llamó TJ y habló hasta que se terminaron sus veinticinco centavos y, cuando yo quise llamarlo a mi vez, no pude hacerlo porque no había número en el teléfono desde donde llamaba. Caminé por el barrio de camino a la biblioteca esta mañana, y la mayoría de los teléfonos están así.
– ¿Quieres decir que faltan los papelitos con el número? Sé que la gente es capaz de robar absolutamente cualquier cosa, pero esto es lo más estúpido que he oído en mi vida.
– La compañía telefónica los quita -rectifiqué- para despistar a los narcotraficantes. Se llamaban unos a otros desde los teléfonos públicos. Ya sabes cómo funciona. Pero ahora no pueden hacerlo.
– Y ésa es la razón por la cual los narcotraficantes están dejando el negocio -replicó.
– Bueno, estoy seguro de que la táctica debió de parecerles buena. De todos modos, empecé a pensar en esos teléfonos públicos de Brooklyn y me pregunté si tendrían los números.
– ¿Qué diferencia hay?
– No lo sé -respondí-. Es probable que entre poca y absolutamente ninguna diferencia, pero ésa no es la razón por la que no fui en persona a investigar en Brooklyn. Pero no sé en qué me perjudicaría conseguir la información, así que le di unos dólares a TJ y lo mandé a Brooklyn.
– ¿Conoce Brooklyn?
– Lo conocerá cuando vuelva. El primer teléfono está a unas manzanas de la última parada del Flatbush IRT, así que eso es bastante fácil de encontrar, pero no sé cómo diablos va a llegar a Veterans Avenue. Supongo que con un autobús desde Flatbush y después una larga caminata.
– ¿Qué clase de barrio es?
– Tenía buena pinta cuando pasé en el coche con los Khoury. No le presté demasiada atención. Una barriada típica de clase trabajadora blanca, por lo que pude ver. ¿Por qué?
– ¿Quieres decir que es como Bensonhurst o Howard Beach? Lo que quiero decir es si TJ será allí tan llamativo como un pulgar negro.
– Ni siquiera se me ocurrió pensarlo.
– Porque hay zonas de Brooklyn donde se ponen raros cuando un negro camina por la calle, aunque vista con normalidad, con botas de baloncesto, una cazadora de los Raiders y el pelo cortado decentemente.
– Lleva una especie de dibujo geométrico recortado en el cabello, a la altura de la nuca.
– Lo que me imaginaba. Espero que vuelva vivo.
– Estará bien.
Después, al atardecer, ella comentó:
– Matt, sólo le estabas inventando un trabajo, ¿no? ATJ, quiero decir.
– No, me estaba ahorrando un viaje. Hubiera tenido que andar yo mismo por allí, tarde o temprano, o que me llevara en el coche uno de los Khoury.
– ¿Por qué? ¿No podías usar una de tus viejas tretas de policía para sonsacarle el número a la operadora, o buscarlo en una guía inversa?
– Tienes que saber el número para buscarlo en una guía inversa. Ésta tiene los teléfonos alineados numéricamente, buscas el número y te da la situación.
– ¡Ah!
– Pero hay una guía que enumera los teléfonos públicos por su situación. Y claro que sí, podría llamar a una operadora y hacerme pasar por oficial de policía para obtener un número.
– De manera que sólo estabas siendo amable con TJ.
– ¿Amable? Según tú, lo estaba mandando a la muerte. No, no estaba siendo amable solamente. Buscando en la guía o sonsacando a la telefonista conseguiría el número del teléfono público, pero no me informaría de si el número está pegado en el teléfono. Eso es lo que estoy tratando de descubrir.
– ¡Ah! -suspiró. Y unos minutos más tarde añadió-: ¿Por qué?
– ¿Por qué, qué?
– ¿Qué te importa si el número está puesto en el teléfono? ¿Qué diferencia hay?
– No sé si hay alguna diferencia. Pero los secuestradores sabían llamar a esos teléfonos. Si el número está pegado en el aparato, pues bien, no había nada en que lo conocieran. Si no estaba, es que lo descubrieron de una manera u otra.
– Sonsacando los datos a la operadora o buscando en la guía.
– Lo que querría decir es que saben cómo sonsacar a un operador o dónde encontrar un listado de los teléfonos públicos. No sé qué significaría eso. Probablemente nada. Tal vez quiera conseguir la información porque es lo único que puedo descubrir acerca de los teléfonos.
– ¿Qué quieres decir?
– Es algo que me ha estado molestando -aullé-. No se trata de aquello para lo que mandé a TJ. Eso es fácil de descubrir, con o sin su ayuda. Pero anoche estaba sentado, pensando, y se me ocurrió que el único contacto con los secuestradores fue el contacto telefónico. Fue el único rastro que dejaron de ellos mismos. El rapto de por sí fue impecable. Poca gente los vio y, aunque les vio más gente llevarse a esa profesora de Jamaica Avenue, no dejaron pistas que sirvieran para pescarlos. Pero sí hicieron algunas llamadas telefónicas. Hicieron cuatro o cinco llamadas a la casa de Khoury, en Bay Ridge.
– No hay manera de rastrearlos después de que se corta la comunicación, ¿verdad?
– Debería haberla -contesté-. Ayer estuve al teléfono más de una hora, con distintos empleados de la compañía telefónica. Descubrí un montón de cosas acerca del funcionamiento de los teléfonos. Toda llamada que haces queda registrada.
– ¿Hasta las llamadas locales?
– ¡Ajá! Así es como saben cuántos pasos consumes en cada período de facturación. No es como un medidor de gas donde sólo llevan la cuenta del gasto total. Cada llamada queda registrada y cargada en tu cuenta.
– ¿Cuánto tiempo conservan esa información?
– Sesenta días.
– De manera que podrías conseguir un listado…
– De todas las llamadas hechas desde un número determinado. Así es como se organiza la información. Digamos que soy Kenan Khoury. Llamo. Digo que necesito saber qué llamadas fueron hechas desde mi teléfono en un día determinado; pues bien, ellos pueden darme una copia con la fecha, la hora y la duración de todas las llamadas que hice.
– Pero eso no es lo que quieres.
– No, no lo es. Lo que quiero son las llamadas hechas al teléfono de Khoury, pero no es así como las registran, porque no tiene objeto. Tienen la tecnología que te dice qué número te está llamando aun antes de que levantes el auricular. Pueden montar un pequeño dispositivo LED en tu teléfono que señale el número del que llama y así tú puedes decidir si quieres hablar o no.
– Eso todavía no funciona, ¿no?
– En Nueva York, no, y es polémico. Probablemente reduciría las llamadas por tonterías y pondría fuera de servicio a un montón de perversos telefónicos, pero la policía teme que mucha gente no llamaría para dar información anónima porque, de repente, serían mucho menos anónimos.
– Si ya funcionara, y si Khoury lo hubiera tenido instalado en su teléfono…
– Sabríamos entonces desde qué teléfonos llamaron los secuestradores. Probablemente usaron teléfonos públicos. Han sido bastante profesionales en otros aspectos, pero al menos sabríamos de qué teléfonos públicos se trata.
– ¿Es importante?
– No lo sé -admití-. No sé qué es importante. Pero no importa, porque no puedo conseguir la información. Me parece que si las llamadas están registradas en alguna parte en el ordenador, debería haber alguna manera de separarlas de acuerdo con el número al que llamaron, pero toda la gente con la que he hablado me dice que eso es imposible. No es así como están registradas las llamadas, de modo que no se pueden localizar de esa manera.
– No sé nada de ordenadores.
– Yo tampoco. Y es una lata. Trato de hablar con la gente y no entiendo la mitad de las palabras que emplean.
– Sé lo que quieres decir -dijo ella-. Eso mismo me pasa a mí cuando vemos el fútbol.
Esa noche me quedé y por la mañana gasté algunos de sus pasos telefónicos, mientras ella estaba en el gimnasio. Llamé a un montón de oficiales de la policía y conté muchas mentiras.
Las más de las veces aduje ser un periodista que estaba escribiendo un resumen sobre raptos para una revista de delitos reales. Di con muchos policías que no tenían nada que decir o que estaban demasiado ocupados para hablar conmigo, y con un número bastante razonable de otros que se sentían felices de cooperar, pero que querían hablar de casos muy viejos o de otros en los que los delincuentes habían sido especialmente estúpidos o se habían dejado atrapar por medio de algún ardid policial particularmente astuto. Lo que yo quería… Bueno, ése era en realidad el problema, que yo no sabía exactamente lo que quería. Sólo estaba pescando.
Lo ideal hubiera sido encontrar una víctima viva. Una mujer que hubiera sido secuestrada y hubiera sobrevivido. Era concebible que un buen día los raptores se hubieran abierto camino hacia el crimen, que a partir de ahí se produjeran otras fechorías, conjuntas o individuales, en las que la víctima hubiera sido liberada con vida. También era posible que una víctima pudiera haber escapado de un modo u otro. Sin embargo, había un abismo entre conjeturar la existencia de una mujer así y encontrarla en la realidad.
Mi papel de reportero policial free lance no me serviría para nada en mi búsqueda de una protagonista viva. El sistema es muy bueno para proteger a las víctimas de las violaciones, por lo menos hasta que llegan al juzgado, donde el defensor las vuelve a violar ante Dios y ante todo el mundo. Nadie me iba a dar por teléfono los nombres de las víctimas de violaciones.
De manera que mi enfoque cambió para la unidad de agresiones sexuales. Volví a convertirme en un investigador privado, Matthew Scudder, contratado por un productor cinematográfico que estaba filmando un telefilme de la semana acerca del rapto y la violación. La actriz elegida para el papel principal -yo no estaba autorizado a revelar su nombre por el momento- quería ensayar el papel en profundidad, específicamente conociendo en persona a mujeres que hubieran pasado ellas mismas por esta penosa experiencia. En lo esencial, quería aprender todo lo que pudiera acerca de la experiencia, menos sufrirla ella misma, y las mujeres que la ayudaran serían recompensadas como asesoras técnicas y podrían aparecer como tales en los créditos o no, como ellas prefirieran.
Por supuesto, yo no quería ni nombres ni números y no tenía ninguna intención de intentar iniciar el contacto yo mismo. Mi idea era que tal vez alguien de la unidad, tal vez una mujer que se hubiera dedicado a asesorar a las víctimas, pudiera establecer contacto con las que le parecieran probables colaboradoras. Expliqué que la mujer de nuestra escena era raptada por un par de violadores sádicos que la metían a la fuerza en una furgoneta, abusaban de ella y la amenazaban con causarle daños físicos graves: la amenazaban específicamente con mutilarla. Obviamente, cualquiera cuya experiencia fuera, de algún modo, paralela a nuestra ficción, sería exactamente lo que estábamos buscando. Si una mujer así estuviera interesada en ayudarnos, contribuiría a ayudar de algún modo a otras mujeres expuestas a semejante trato en el futuro o que ya hubieran pasado por él, y pudiera pensar que sería una experiencia catártica y hasta casi terapéutica, entrenar a una actriz de Hollywood en lo que sería un papel televisivo…
Todo el asunto funcionó sorprendentemente bien. Hasta en Nueva York, donde uno siempre se encuentra con equipos de filmación trabajando en la calle, el mero hecho de mencionar el negocio del espectáculo tiende a volver loca a la gente.
– Si encuentran a alguien que esté interesada, llámenme -terminé diciendo, mientras dejaba mi nombre y mi número-. No tienen que dar sus nombres. Pueden permanecer anónimas todo el tiempo, si así lo desean.
Elaine entró justo cuando yo estaba terminando mi plática con una mujer de la unidad de delitos sexuales de Manhattan. Cuando dejé el teléfono, me dijo:
– ¿Cómo vas a recibir todas estas llamadas en tu hotel si nunca estás allí?
– Tomarán los mensajes en recepción.
– ¿De gente que no quiere dejar un nombre ni un número? Mira, dales mi número. Casi siempre estoy aquí y si no estoy, por lo menos hay un contestador automático con una voz de mujer. Seré tu ayudante. Puedo seleccionar las llamadas y conseguir los nombres y las direcciones de las que estén dispuestas a darlas. ¿Qué tiene eso de malo?
– Nada -repliqué-. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
– Segura.
– Bueno, estoy encantado. Hace un momento estaba hablando con la unidad de Manhattan y hablé antes con la del Bronx. Dejaba a Brooklyn y Queens para el final ya que sabemos que operaron allí. Quería eliminar los teléfonos ocultos de mi rutina antes de llamarlos.
– ¿Ya está libre de micrófonos? No quiero inmiscuirme, pero ¿hay alguna ventaja en que yo haga las llamadas? Dabas la impresión de ser todo lo profundo y comprensivo que puedes ser, pero me parece que cada vez que un hombre habla de violación hay cierta sospecha de que está disfrutando con el tema.
– Ya lo sé.
– Lo que quiero decir es que sólo tienes que decir «película de la semana», y el subtexto que una mujer recibe es que la hermandad femenina va a ser violada una vez más en otro drama vulgar de explotación. Mientras que si yo lo digo, el mensaje subliminal es que todo está bajo el patrocinio de AHORA.
– Tienes razón, creo que funcionó razonablemente bien, especialmente en la llamada a Manhattan, pese a que allí se resistieron mucho.
– Tu voz no era convincente. ¿Me dejas probar a mí?
Primero repasamos el plan para asegurarnos de que Elaine lo conocía perfectamente y después yo me comuniqué con la unidad de delitos sexuales en la oficina del fiscal del distrito de Queens y le di el teléfono a ella. Estuvo hablando casi diez minutos, al mismo tiempo ansiosa, culta y profesional, y cuando cortó tuve ganas de aplaudir.
– ¿Qué piensas? -preguntó-. ¿Quizás demasiado sincera?
– Pienso que has estado perfecta.
– ¿De verdad?
– ¡Ajá! Es casi alarmante ver lo embaucadora que eres.
– Ya lo sé. Cuando te escuchaba, pensaba: «Es tan honrado… ¿Dónde aprendió a mentir así?».
– Nunca conocí a un buen policía que no fuera un buen mentiroso -admití-. Estás desempeñando un papel todo el tiempo, creando una actitud que se adapte a la persona con la que estás tratando. La misma habilidad es aún más importante cuando trabajas en forma privada, porque estás pidiendo constantemente información a la que no tienes ningún derecho legal. De manera que si soy bueno en eso, se puede decir que es parte de los requisitos del trabajo.
– Del mío también -dijo ella-. Ahora que lo pienso, siempre actúo, es lo que hago.
– Ya que lo mencionas, la de anoche fue una gran actuación.
Me dirigió una mirada picarona.
– Pero es agotador, ¿no? Mentir, quiero decir.
– ¿Quieres dejarlo?
– Claro que no, apenas estoy entrando en calor. ¿De quién más me ocupo? ¿Brooklyn y Staten Island?
– Olvídate de Staten Island.
– ¿Por qué?, ¿es que no hay delitos sexuales en Staten Island?
– Todo lo que sea sexo es delito en Staten Island.
– ¡Ja, ja!
– De veras. Por lo que sé, podrían tener una unidad, aunque allí no ocurre nada si lo comparamos con los otros barrios, pero no me imagino a nuestros tres hombres en una furgoneta que pasa zumbando por el puente Verrazano, dispuestos a violar y a mutilar a chicas.
– ¿Así que sólo tengo una llamada más por hacer?
– Bueno -dije-. También hay unidades de delitos sexuales en las distintas comisarías de barrio y con frecuencia hay especialistas en violaciones en determinadas comisarías. Sólo le pides al oficial de la recepción que te indique cuál es la persona adecuada. Podría hacer una lista, pero no sé cuánto tiempo tienes para esto.
Me echó una mirada sugestiva.
– Si tú tienes el dinero, querido, yo tengo el tiempo -dijo socarronamente.
– En realidad no hay ninguna razón para que no se te pague por esto. No hay ninguna razón para que no estés en la nómina de Khoury.
– ¡Oh, por favor! Cada vez que encuentro algo que me gusta, alguien trata de darme dinero por eso. No, en serio, no quiero que me paguen. Cuando esto no sea más que un recuerdo, puedes invitarme a una cena extravagante en alguna parte, ¿sí?
– Como quieras.
– Y después -agregó- puedes dejarme un billete de cien para gastos de taxi.