177699.fb2 Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

8

Me quedé por los alrededores mientras ella fastidiaba a un miembro del personal de la oficina del fiscal del distrito de Brooklyn. Luego la dejé con una lista de gente a quien llamar y caminé hasta la biblioteca. No hacía falta que la supervisara. Era una superdotada.

En la hemeroteca, hice lo que había empezado a hacer la mañana anterior, abrirme paso a través del equivalente de seis meses de trabajo del New York Times en microfilme. No buscaba raptos, porque en realidad no esperaba encontrar ninguno denunciado como tal. Suponía, en cambio, que ocasionalmente hubieran arrancado a alguien de la calle sin que nadie presenciara el hecho o, por lo menos, sin que lo denunciara. Buscaba víctimas que aparecieron muertas en parques o callejuelas, sobre todo víctimas que hubieran sufrido agresiones sexuales y mutilaciones, y, especialmente, que hubieran sido descuartizadas.

El problema estribaba en que datos de esa clase no tenían muchas probabilidades de llegar a los diarios. Es política común en la policía retener detalles específicos de las mutilaciones para librarse de una variedad de provocaciones: confesiones falsas, imitadores mendaces, falsos testigos. Por su parte, los diarios tendían a evitarles a sus lectores los detalles más morbosos. Para cuando la noticia le llega al lector, es difícil darse perfecta cuenta de lo sucedido.

Hace algunos años hubo un delincuente sexual que mataba muchachitos en el Lower East Side. Los atraía a las azoteas y los apuñalaba o los estrangulaba. Después les amputaba el pene y se lo llevaba. Tardaron bastante en atraparlo, así que los policías que estaban a cargo del caso le pusieron un nombre. Lo llamaban Charlie Chopoff.

Naturalmente, los periodistas que hacían las reseñas policiales lo llamaban igual, pero no lo publicaban. No había manera de que ningún diario de Nueva York proporcionara ese pequeño detalle a sus lectores y tampoco había forma de usar el apodo sin que el lector tuviera una idea bastante clara acerca de qué era lo que se cortaba. De manera que no le daban ningún nombre e informaban solamente de que el asesino había mutilado o desfigurado a sus víctimas, donde se englobaba todo, desde el destripamiento ritual a un corte de pelo mal hecho.

Actualmente tienden a ser menos reprimidos.

Una vez que tuve el microfilme en mis manos, estuve en condiciones de hacer pasar las semanas a buena velocidad. No tenía que escudriñar todo un diario, sólo la sección metropolitana donde se concentraban las noticias de los delitos locales. La mayor pérdida de tiempo era la misma que siempre tengo en una hemeroteca y que es la tendencia a desviarme por algo interesante que no tiene nada que ver con lo que me llevó allí. Afortunadamente, no hay historietas en el Times, ya que de lo contrario hubiera tenido que luchar contra la tentación de revolcarme en el equivalente de seis meses de Doonesbury.

Cuando salí de allí tenía media docena de casos posibles anotados en mi agenda. Uno era especialmente probable. La víctima era una alumna especializada en contabilidad del Brooklyn College, que estuvo desaparecida durante tres días antes de que un ornitólogo la encontrara una mañana en el cementerio de Green-Wood. La historia decía que había sido sometida a ataques y mutilaciones sexuales, lo que me sugería que alguien había trabajado sobre ella con un cuchillo de trinchar. Las pruebas en el lugar de los hechos indicaban que la habían matado en otra parte y la habían tirado en el cementerio. La policía había llegado a una conclusión parecida a la de Marie Gotteskind, en el sentido de que ya estaba muerta cuando sus asesinos tiraron el cuerpo en el campo de golf de Forest Park.

Volví a mi hotel alrededor de las seis. Había mensajes de Elaine y de los dos Khoury, junto con tres tiritas de papel que anunciaban que TJ había llamado.

Llamé a Elaine primero y me informó de que había hecho todas las llamadas.

– Al final, estaba empezando a creer en mi propia trama -dijo-. Me decía a mí misma: «Esto es divertido, pero será mucho más divertido todavía cuando hagamos la película». Sólo que no va a haber película.

– Creo que alguien la ha hecho ya.

– Me pregunto si alguien llamará realmente.

Después hablé con Kenan Khoury, que quería saber cómo iban las cosas. Le conté que había conseguido abrir varias líneas de investigación, pero que no esperaba resultados rápidos.

– Pero crees que tenemos algo -se impacientó.

– No. En absoluto.

– Bien -dijo-. Escucha, te digo por qué te he llamado. Voy a estar fuera del país un par de días por asuntos profesionales. Tengo que ir a Europa; salgo mañana del aeropuerto Kennedy y volveré el jueves o el viernes.

– Si algo surgiera, llama a mi hermano. Tienes su número, ¿no?

Yo lo tenía en la tira de papel de uno de los mensajes, precisamente delante de mí, y llamé en cuanto colgué con Kenan. La voz de Peter era una voz embotada y me disculpé por despertarlo. Respondió:

– No, está bien. Me alegro de que lo hayas hecho. Estaba viendo el baloncesto y me quedé dormido frente al televisor. Detesto que me pase esto, siempre termino con el cuello dolorido. La razón por la que te llamé es que me preguntaba si planeabas ir a una reunión esta noche.

– Pensaba ir, sí.

– Bueno, ¿qué tal si te recojo y vamos juntos? Hay una reunión en Chelsea, a la que me he acostumbrado a ir; es un grupo pequeño y agradable. Se reúnen a las ocho en la iglesia española de la Calle 19.

– Me parece que no la conozco.

– Pilla un poco a trasmano, pero la primera vez que logré estar sereno estaba en un programa para pacientes de paso por ese barrio y ésta se convirtió en mi reunión sabatina habitual. Ya no voy tanto por allí, pero teniendo el coche… ¿Sabes que tengo el Toyota de Francine?

– Sí.

– Entonces, ¿qué tal si te recojo cerca de tu hotel a eso de las siete y media? ¿Te parece bien?

Dije que muy bien y, cuando salí del hotel, a las siete y media, estaba estacionado enfrente. Yo estaba muy contento de no tener que caminar. Había estado lloviznando a ratos por la tarde y ahora la lluvia había arreciado.

De camino a la reunión hablamos de deportes. Los equipos de béisbol estaban en el periodo de entrenamiento de primavera, pues la temporada empezaría dentro de un mes más o menos. Yo no acababa de interesarme esta primavera, aunque probablemente quedaría atrapado una vez se iniciara la competición. Pero, por el momento, la mayor parte de las noticias se referían a las negociaciones de los contratos, con un jugador resentido porque sabía que valía más de ochenta y tres millones por año. No sé, tal vez los valiera. Tal vez todos lo valen, pero me resulta difícil que me importe realmente si ganan o pierden.

– Creo que Darryl está finalmente listo para ser titular y jugar -dijo Peter-. Las últimas semanas ha entrenado muy bien.

– Ahora que ya no es de los nuestros.

– Las cosas siempre son como son, ¿no? Pasamos años esperando que alcanzara su mejor forma y ahora tenemos que verlo jugar con la camiseta de los Dodgers.

Estacionamos en la Calle 20 y dimos la vuelta a la manzana en dirección a la iglesia. Era Pentecostés y había servicios tanto en español como en inglés. La reunión se celebraba en la cripta, con quizás unas cuarenta personas presentes. Vi algunas caras que reconocí de otras reuniones de los alrededores de la ciudad y Peter saludó a unas cuantas más, una de las cuales le dijo que no lo había visto durante un tiempo. Él le contestó que había estado yendo a otras reuniones.

Eso no se veía con frecuencia en Nueva York. Después de que el orador contaba su historia, la reunión se dividía en pequeños grupos, entre siete y diez personas sentadas alrededor de cada una de las cinco mesas. Había una para los principiantes, otra para la discusión general, otra para hablar de los Doce Pasos y no recuerdo qué más. Pete y yo terminamos en la mesa de discusión general, donde la gente tendía a hablar de lo que estaba pasando en su vida en ese momento y cómo se las arreglaban para mantenerse sobrios. Por lo general, parece que yo saco más de eso que de las discusiones que se centran en un tema o en una de las bases filosóficas del programa.

Hacía poco que una mujer había empezado a trabajar como consejera de alcohólicos y hablaba de lo difícil que le resultaba mantener el entusiasmo en las reuniones después de pasar ocho horas ocupándose de los mismos puntos en su trabajo.

– Es difícil hacer una pausa -dijo.

Un hombre habló de que le acababan de diagnosticar un VHI positivo y cómo se estaba desenvolviendo con ello. Yo hablé de la naturaleza cíclica de mi trabajo y de cómo me inquietaba cuando pasaba mucho tiempo parado entre un trabajo y otro y de cómo yo mismo me presionaba cuando aparecía un nuevo trabajo.

– Es fácil equilibrar las cosas cuando uno bebe -comenté-, pero ya no recaeré más. Las reuniones ayudan.

Pete habló cuando le llegó el turno, comentando en su mayor parte algunos puntos que otras personas habían tocado. No dijo mucho de él mismo.

A las diez, nos pusimos en pie formando un gran corro, nos dimos las manos y rezamos una oración. Afuera, la lluvia había aflojado un poco. Caminamos hasta el Camry y me preguntó si tenía hambre. Me di cuenta de que sí. No había cenado, sólo había comido un pedazo de pizza al volver de la hemeroteca a casa.

– ¿Te gusta la comida de Oriente Medio, Matt? No me refiero a los puestos ambulantes de falafel, sino a la cocina en serio. Porque hay un lugar en el Village que es verdaderamente bueno. ¿Vamos? -La sugerencia me pareció muy agradable y, en vista de mi mudo asentimiento, siguió-: ¿O sabes qué podemos hacer? Podríamos ir en un momento al viejo barrio… A menos que hayas pasado tanto tiempo en Atlantic Avenue últimamente que estés harto de él.

– Queda a trasmano, ¿no?

– Pero tenemos el coche. Y ya que lo tenemos, podríamos sacarle partido.

Se dirigió hacia el puente de Brooklyn. Yo iba pensando que era hermoso bajo la lluvia y él comentó:

– Amo este puente. El otro día leía cómo todos los puentes se están deteriorando. No se puede abandonar un puente, hay que conservarlo, y la ciudad lo hace pero no lo suficiente.

– No hay presupuesto.

– ¿Y cómo se ha llegado a eso? Durante años la ciudad pudo costear cualquier cosa que tuviera que hacer y ahora nunca hay dinero. ¿Tienes idea de por qué ocurre eso?

Negué con la cabeza.

– No creo que sea solamente Nueva York. Es la misma historia por todas partes.

– ¿Sí? Porque lo único que yo veo es Nueva York y es como si la ciudad se estuviera desmoronando. La ¿cómo se dice? La infraestructura, ¿es ésa la palabra que me falta?

– Creo que sí.

– La infraestructura se está cayendo a pedazos. Se rompió otra cañería el mes pasado. Lo que pasa es que el sistema es viejo y todo se está deteriorando. ¿Quién oyó alguna vez, hace diez o veinte años, que las cañerías maestras se hubieran roto? ¿Recuerdas que antes pasara esa clase de cosas?

– No, pero eso no significa que no hayan pasado. Pasaron muchas cosas que desconozco.

– Ah, sí. Ésa es la cuestión. Me pasa a mí lo mismo. Todavía pasan muchas cosas que desconozco.

El restaurante que eligió estaba en Court Street, a media manzana de Atlantic. Siguiendo su sugerencia, comí pastel de espinacas como entrada, pues me aseguró que era completamente diferente del spanakopita que servían en los cafés griegos. Estaba en lo cierto. El plato principal, un guiso de trigo molido y carne cortada y salteada con cebolla, también era excelente, pero demasiado abundante para que yo pudiera terminarlo.

– Te lo puedes llevar a casa -dijo-. ¿Te gusta este lugar? Nada selecto, pero la comida es insuperable.

– Me sorprende que esté abierto tan tarde.

– ¿Un sábado? Sirven hasta la medianoche, probablemente más tarde aún. -Se recostó en la silla-. Ahora, la forma de coronar la comida, si quieres hacerlo bien, sería tomar un estomacal. ¿Alguna vez has probado una cosa llamada arak?

– ¿Es como el ouzo?

– Parecido al ouzo. Hay una diferencia, pero es parecido. ¿Te gusta el ouzo?

– No diría que me gusta. Había un bar en la esquina de la Cincuenta y siete y la Nueve llamado Antares y Spiro's, una cantina griega…

– No me digas…, con ese nombre…

– … una taberna griega donde, a veces, yo caía después de pasarme una larga noche tomando whisky en el Jimmy Armstrong y tomaba un vaso o dos de ouzo como último trago.

– ¿Ouzo encima del whisky?

– Como digestivo -dije-. Para aquietar el estómago.

– Lo aquietabas de una vez por todas, por lo que parece. -Captó la mirada del camarero y le hizo una seña para que trajera más café-. El otro día quise beber de verdad.

– Pero no lo hiciste.

– No.

– Eso es lo importante, Pete. Querer es normal. Ésa no es la primera vez que quisiste beber desde que dejaste el alcohol, ¿no?

– No.

Vino el camarero y nos llenó las tazas. Cuando se alejó, Pete dijo:

– Pero es la primera vez que lo tengo en cuenta.

– ¿Lo pensaste seriamente?

– Sí, diría que seriamente. Diría que sí.

– Pero no lo hiciste.

– No. -Miraba hacia abajo, a la taza de café-. Lo que casi hice fue robar.

– ¿Drogas?

Asintió.

– Heroína -explicó y continuó-: ¿Alguna vez tuviste alguna experiencia con ella?

– Ninguna.

– ¿Ni siquiera la has probado?

– Nunca consideré esa posibilidad. Nunca conocí a nadie que la considerara ni siquiera cuando bebía, excepto la clase de gente que tuve ocasión de arrestar, claro.

– La heroína era entonces estrictamente para los tipos marginales.

– Así es como siempre la consideré.

Sonrió con dulzura.

– Es probable que hayas conocido a alguno que la consumiera, pero que no permitió que tú te enteraras.

– Es posible.

– A mí siempre me gustó -se justificó-. Nunca me la inyecté, sólo la esnifé. Le tenía miedo a las agujas, lo que era una suerte. Porque de otro modo sería probable que ahora estuviera muerto de sida. Sabrás que no es necesario inyectarte para engancharte.

– Así lo tengo entendido.

– Estuve enfermo por culpa de las drogas un par de veces y me asusté. Las dejé con ayuda de la bebida y luego, bueno, ya conoces el resto de la historia. Dejé la droga por mí mismo, pero tuve que ir a un centro de rehabilitación para dejar de beber. De manera que fue el alcohol lo que realmente me dio una patada en el culo, pero en mi corazón soy tan drogadicto como borracho.

Tomó un sorbo de café.

– Y la cosa es que hay una ciudad distinta ahí fuera cuando puedes verla con los ojos de un drogadicto -afirmó-. Lo que quiero decir es que eras policía y conoces a la gente muy lista de la calle, pero si los dos vamos juntos por la calle, yo veré a muchos más traficantes que tú. Yo los voy a ver a ellos y ellos me van a ver a mí y nos vamos a reconocer los unos a los otros. Voy a cualquier parte en esta ciudad y no tardo más de cinco minutos en encontrar a alguien muy feliz por venderme una papelina.

– ¿Y qué? Yo paso por los bares todos los días, igual que tú. Es la misma cosa, ¿no?

– Supongo que sí. A la heroína se la veía muy bien últimamente.

– Nadie dijo nunca que iba a ser fácil, Pete.

– Fue fácil por un tiempo. Ahora es más difícil.

Cuando íbamos en el coche, volvió a sacar el tema.

– Pienso: ¿por qué preocuparme? O voy a una reunión y soy como… ¿Quién es esta gente? ¿De dónde viene? Toda esta mierda de entregárselo todo a un Poder Supremo y luego la vida será un trozo de pastel. ¿Crees eso?

– ¿Que la vida es un trozo de pastel? No mucho.

– Es más bien como un bocata de mierda, ¿no te parece? ¿Crees en Dios?

– Depende de cuándo me lo preguntes.

– Hoy. Te lo pregunto hoy. ¿Crees en Dios?

No respondí nada y él añadió:

– No importa, no tengo ningún derecho a curiosear. Discúlpame.

– No, sólo estaba tratando de encontrar una respuesta. Creo que el motivo por el que estoy teniendo problemas es que no creo que el tema sea importante.

– ¿No es importante si hay un Dios o no?

– No sé, ¿qué diferencia hay? De cualquier modo tengo que pasar el día. Con Dios o sin Dios, soy un alcohólico que no está a salvo si bebe. ¿Cuál es la diferencia?

– Todo el programa habla de un Poder Supremo.

– Sí, pero funciona igual tanto si existe como si no, tanto si creo en Él como si dejo de creer.

– ¿Cómo puedes entregarle tu voluntad a algo en lo que no crees?

– Dejándolo estar, no tratando de controlar las cosas. Tomando las medidas adecuadas y dejando que las cosas sucedan como Dios quiera.

– Independientemente de que El exista o no.

– Exactamente.

Lo pensó un momento.

– No sé -añadió-. Crecí creyendo en Dios. Fui a la escuela parroquial, aprendí lo que te enseñan. Nunca lo cuestioné. Dejé la bebida, me dijeron que buscara un Poder Supremo. Muy bien, ningún problema. Luego, cuando esos hijos de puta devolvieron a Francey en pedazos…, ¡hombre!, ¿qué clase de Dios deja que algo así ocurra?

– La mierda existe.

– Tú no la conocías. Era una buena mujer, de verdad. Dulce, decente, inocente. Un hermoso ser humano. Estar cerca de ella te hacía desear ser un hombre mejor. Más que eso, te hacía sentir que podías serlo.

Frenó ante una luz roja, miró en ambas direcciones y se la saltó.

– Una vez me multaron por algo como esto. En medio de la noche me detengo. No hay nadie en kilómetros, en ninguna de las dos direcciones. De manera que, ¿qué clase de idiota se queda detenido ahí, esperando a que la luz cambie? Un maldito policía que está a media manzana con las luces apagadas me cargó con la multa.

– Creo que por esta vez nos hemos salvado.

– Así parece. Kenan consume heroína de vez en cuando. No sé si lo sabías.

– ¿Cómo podría saberlo?

– No supuse que lo supieras. Tal vez una vez por mes esnifa una papelina. Tal vez menos. Es relajante para él. Va a un club de jazz y esnifa una papelina en el servicio para poder compenetrarse más con la música. La cuestión es que no quería que Francey lo supiera. Estaba seguro de que ella no lo aprobaría y no quería hacer nada que lo rebajara ante sus ojos.

– ¿Sabía que él trafica con droga?

– Eso era distinto. Lo que él hacía eran negocios y no iba a seguir en eso para siempre. Unos pocos años más y fuera, ése es su plan.

– Es el plan de todos.

– Sé lo que estás pensando. De todos modos, Francine estaba tranquila al respecto. Era lo que él hacía, era su ocupación; era el vuelco hacia un lado en un mundo aparte, pero él no quería que ella supiera que a veces consumía. -Se quedó callado un momento. Luego dijo-: El otro día estaba drogado. Se lo dije y lo negó. Lo que quiero decir es que… Coño, ¿cree que va a engañar a un drogadicto con el tema de la droga? Era obvio que estaba drogado y él juraba que no. Supongo que como yo estoy limpio y sereno, no quiere ponerme delante la tentación. Pero al menos podía suponerme un cierto grado de inteligencia elemental, ¿no?

– ¿Te molesta que él pueda drogarse y tú no?

– ¿Si me importa? Por supuesto que me molesta. Se va a Europa mañana.

– Me lo dijo.

– Como si tuviera que hacer un trato de inmediato para juntar el capital. Es una buena manera de hacerse arrestar, correr a hacer tratos. O peor que hacerse arrestar.

– ¿Estás preocupado por él?

– Bueno -dijo-, estoy preocupado por todos nosotros.

En el puente, al volver a Manhattan, me explicó:

– Cuando era pequeño, amaba los puentes, coleccionaba fotos de ellos. A mi padre se le metió en la cabeza que tenía que ser arquitecto.

– Todavía podrías serlo, ¿sabes?

Rió.

– Qué hago, ¿volver a estudiar? No. Mira, nunca quise eso para mí, nunca me sentí inclinado a construir puentes, sólo me gustaba mirarlos. Si alguna vez tengo la urgencia de abdicar, tal vez haga como Brodie y me tire desde el puente de Brooklyn. Debe de ser interesante cambiar de opinión de mitad de camino para abajo, ¿no te parece?

– Una vez me hablaron de un tipo que se disponía a tirarse de uno de los puentes, creo que de éste, y cuando ya estaba del otro lado de la valla y con un pie en el vacío se arrepintió.

– ¿En serio?

– A mí me pareció muy en serio. El tipo no recordaba haber ido allí y de repente, zas, allí está, con una mano en la barandilla y un pie en el aire. Volvió a subir y se fue a su casa.

– Y tomó una copa, probablemente.

– Supongo que sí, pero imagínate si se arrepiente cinco segundos más tarde.

– ¿Quieres decir después de dar otro paso? Debía de ser una sensación horrible, ¿no? Lo único bueno que tendría es que no habría durado mucho. ¡Mierda, tendría que haber ido por el otro carril! Está bien, nos saldremos de nuestro camino unas pocas manzanas más allá. Me gusta pasar por aquí abajo, de todos modos. ¿Vienes mucho por aquí, Matt?

Íbamos por South Street Seaport, una zona restaurada alrededor de la lonja del pescado de Fulton Street.

– El verano pasado -dije-. Mi novia y yo pasamos la tarde, paseamos entre las tiendas, comimos en uno de los restaurantes.

– Es un poco sofisticado, pero me gusta. Pero no en verano. ¿Sabes cuándo está más bonito? En una noche como ésta, cuando hace frío. Y más bonito todavía si está vacío y cae una lluvia ligera. -Se echó a reír-. Esto es cháchara de yonquis, tío. Enséñale el jardín del Edén y te dirá que le gusta oscuro, frío y desdichado, y que quiere ser el único en ese lugar.

Frente a mi hotel, dijo:

– Gracias, Mate.

– ¿Por qué? Planeaba ir a una reunión. Tendría que agradecerte yo el paseo.

– Bueno, sí, gracias por la compañía. Antes de que te vayas, hay una cosa que he querido preguntarte toda la noche. En este trabajo que estás haciendo para Kenan, ¿te parece que tienes posibilidades de llegar a alguna parte?

– Por ahora me muevo.

– Lo sé. Me doy cuenta de que te dedicas a él de lleno. Sólo me preguntaba si ves alguna posibilidad de resolverlo.

– Hay una posibilidad -dije-. No sé cómo será de buena: no tuve mucho con qué empezar.

– Me doy cuenta de que has empezado con casi nada. Es lo que me parecía. Por supuesto que tú lo ves desde un punto de vista profesional, pero lo vas a ver de distinta forma.

– Mucho depende de que alguno de los pasos que estoy dando me lleve o no a alguna parte, Pete, ya que los actos que se deriven de ellos, en el futuro, también son un factor que hay que tener en cuenta e imposibles de prever. ¿Si soy optimista? Depende de cuándo me lo preguntes.

– Igual que tu Poder Supremo, ¿no? La cosa es… Si llegas a la conclusión de que es inútil, no corras a decírselo a mi hermano, ¿eh? Sigue una semana o dos más, así creerá que hizo todo lo que podía.

No dije nada.

– Lo que quiero decir…

– Sé lo que quieres decir -le corté tajante-. No es algo que tengas que contarme. Siempre he sido un terco hijo de puta. Cuando empiezo algo, me cuesta un triunfo soltarlo. Para decirte la verdad, creo que ésa es la manera en que resuelvo las cosas. No lo hago siendo brillante. Sigo como un bulldog, hasta que algo se desprende.

– ¿Y tarde o temprano pasa? Sé eso que se suele decir: que nadie puede escapar de un crimen.

– ¿Eso es lo que suelen decir? Ahora ya no lo dicen tanto. La gente que comete crímenes sigue viviendo tranquila.

Bajé del coche y luego me agaché para terminar el pensamiento.

– Viven tranquilos en un sentido -añadí-, pero no en otro. Honestamente, no creo que nadie viva nunca a salvo de nada.