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Por la noche fui a una reunión y Elaine asistió a su clase. Después tomamos sendos taxis y nos encontramos en Mother Goose y escuchamos música. Danny Boy apareció a eso de las once y media acompañado de una chica muy alta, muy flaca, muy negra y muy extraña. La presentó como Kali. Ella acusó recibo de las presentaciones con un gesto de cabeza, pero no dijo una palabra ni pareció oír nada de lo que hablamos durante una buena media hora, hasta que se inclinó hacia delante, miró fijamente a Elaine y dijo:
– Tu aura es azul grisáceo y muy pura, muy hermosa.
– Gracias -dijo Elaine.
– Tienes un alma muy vieja -añadió Kali. Y eso fue lo último que dijo, la última señal que dio de que notaba nuestra presencia.
Danny Boy no tenía demasiado que informar y mayormente sólo disfrutamos de la música, charlando sobre cosas sin importancia, entre interpretación e interpretación. Era bastante tarde cuando nos fuimos. En el taxi que nos llevaba a su casa, le dije:
– Tienes un alma muy vieja, un aura azul grisáceo y un culito muy gracioso.
– Es muy perceptiva -replicó Elaine-. La mayoría de la gente no ve mi aura azul grisáceo hasta el segundo o tercer encuentro.
– Por no mencionar tu vieja alma.
– En realidad, sería una buena idea no mencionar mi vieja alma, pero puedes decir lo que quieras acerca de mi culito gracioso. ¿De dónde las saca Danny?
– No sé.
– Si todas fueran muñequitas de revista, la cosa tendría una explicación. Pero sus chicas no responden a ese tipo. Esta Kali, ¿bajo qué efectos supones que estaba?
– No tengo la menor idea.
– Porque es evidente que estaba viajando a otra dimensión. ¿Todavía toma la gente drogas psicodélicas? Probablemente estaba bajo los efectos de algún hongo alucinógeno, de esos que crecen únicamente en el cuero podrido. Te diré una cosa: esa mujer podría ganar mucho dinero como ama.
– Si el cuero se le pudre, me parece que no. Y menos aún si no se concentra en el trabajo.
– Bueno, tú ya me entiendes. Tiene la estampa y la apariencia que se necesitan. ¿No te ves arrastrándote a sus pies y disfrutando a tope?
– No.
– Bueno, tú… eres Don Caballero en persona. ¿Te acuerdas de la vez que te até?
El conductor se esforzaba por contener la guasa.
– Haz el favor de callarte, ¿quieres? -dije.
– ¿No te acuerdas? Te quedaste dormido.
– Eso demuestra lo seguro que me sentía contigo. Pero ¿quieres hacer el favor de callarte?
– Me envolveré en mi aura azul grisáceo y me quedaré muy calladita.
Antes de marcharme, a la mañana siguiente, me dijo que tenía un buen presentimiento sobre las llamadas de las víctimas de violación.
– Hoy es el día -me dijo.
Pero resultó que estaba equivocada, con su aura azul grisáceo o sin ella. No hubo ninguna llamada. Cuando hablé con ella por la noche estaba triste por aquello.
– Creo que la cosa es así. Tres el miércoles, una ayer y hoy nada. Creía que iba a ser una heroína y que iba a dar con algo significativo.
– El noventa y ocho por ciento en una investigación es insignificante -dije-. Haces todo lo que se te ocurre porque no sabes qué va a resultar útil. Debiste de estar magnífica por teléfono porque la reacción fue clamorosa, pero es absurdo creer que es un fracaso no haber encontrado ninguna víctima viva de esos tres locos. Estabas buscando una aguja en un pajar y es probable que sea un pajar que nunca tuvo una aguja.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que es probable que no hayan dejado ningún testigo. Probablemente mataron a todas las mujeres que secuestraron, de manera que es muy probable que estés tratando de encontrar a una mujer que no existe.
– Pues si no existe -dijo-, que se vaya a la mierda.
TJ llamaba todos los días. A veces, más de una vez por día. Le había dado cincuenta dólares para verificar los dos teléfonos de Brooklyn y no podía haber llegado muy lejos en sus pesquisas porque lo que no se gastaba en metro y autobuses se le iba en llamadas telefónicas. Sacaba más provecho a su tiempo haciendo de cómplice de jugadores profesionales o ayudando a un vendedor callejero o haciendo cualquier otra cosa que le proporcionara algún ingreso. Pero seguía acosándome para que le diera trabajo.
El sábado extendí un cheque por mi alquiler y pagué las otras cuentas mensuales que habían llegado: el teléfono, la tarjeta de crédito. Mirar la cuenta del teléfono me hizo volver a pensar en las llamadas hechas al teléfono de Kenan Khoury. Unos días antes, había hecho otra tentativa por encontrar un empleado de la compañía telefónica que pudiera pergeñar la manera de conseguir esa información y me habían dicho, una vez más, que era imposible de conseguir.
Así que eso era lo que tenía en la cabeza cuando TJ llamó alrededor de las diez y media.
– Dame más teléfonos que investigar -dijo-. El Bronx, Staten Island, cualquier zona.
– Te diré lo que puedes hacer -sugerí-. Te daré un número y tú me dices quién ha llamado.
– ¿Que te diga qué?
– Bueno, nada.
– No, tú has dicho algo, tío. Dime qué era.
– Es que a lo mejor te sale bien. ¿Recuerdas cómo engatusaste a la operadora para conseguir aquel teléfono de Farragut Road? -pregunté.
– ¿Te refieres a mi voz de Frank Sinatra?
– Sí, podrías poner la misma voz para encontrar a un vicepresidente de la compañía telefónica capaz de conseguir un listado de llamadas a cierto número de Bay Ridge. -Hizo unas cuantas preguntas más y le expliqué lo que buscaba y por qué no podía encontrarlo.
– Espera -titubeó-. ¿Me estás diciendo que no quieren dártelo?
– No tienen nada que darme, TJ. Tienen todas las llamadas registradas, pero no hay forma de seleccionarlas.
– ¡Mierda! La primera operadora a la que llamé me dijo que no había manera de decirme mi número. No puedes creer todo lo que te dicen, tío.
– No. Yo…
– Tú, nada. Te llamo cada puto día, te pregunto qué tienes para TJ y nunca tienes nada. ¿Cómo es que nunca me lo has contado? Has sido un idiota, marmota.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es que si no me dices lo que necesitas, ¿cómo voy a dártelo? Te dije eso la primera vez que te vi caminando por el Deuce sin decirle nada a nadie. Te lo dije allí mismo. Te dije: «Dime qué te interesa y yo te ayudo a encontrarlo».
– Me acuerdo.
– Entonces ¿por qué juegas con la compañía telefónica cuando puedes recurrir a TJ?
– ¿Quieres decir que sabes cómo conseguir los números de la compañía telefónica?
– No, hombre. Pero sé cómo conseguir a los Kong.
– Los Kong -dijo-. Jimmy y David.
– ¿Son hermanos?
– No hay ningún vínculo familiar que les una, al menos que yo sepa. Jimmy Hong es chino y David King es judío. Al menos, su padre es judío. Creo que su madre es puertorriqueña.
– ¿Por qué son los Kong?
– ¿Jimmy Hong y David King? ¿Hong Kong y King Kong?
– Ya veo.
– Además, su juego predilecto era el Donkey Kong.
– ¿Qué es eso? ¿Un videojuego?
– Y muy bueno -dijo asintiendo con la cabeza.
Estábamos en el bar de la terminal de autobuses, donde había insistido en que me encontrara con él. Yo tomaba un café malo y él daba cuenta de un perrito caliente y Pepsi. Me dijo:
– ¿Te acuerdas de ese tipo, Calcetines, al que mirábamos en las galerías? Es de lo mejor que hay, pero no es nada comparado con los Kong. ¿Sabes cómo se las arregla un tipo que juega para tratar de seguir el ritmo de la máquina? Pues bien, los Kong no necesitan hacerlo, siempre la superan.
– ¿Me has traído aquí para que conozca a un par de genios de la máquina del millón?
– Hay una gran diferencia entre las máquinas del millón y los videojuegos, tío.
– Está bien, supongo que la hay, pero…
– Pero eso no es nada comparado con la diferencia que hay entre los videojuegos y el nivel en que los Kong están ahora. Te dije lo que les pasa a los tipos que andan por las galerías, de cómo puedes hacerte tan bueno que después no puedes llegar a ser mejor. ¿Recuerdas? Así que se acaba perdiendo el interés.
– Eso dijiste.
– Por lo que se interesan algunos tipos es por los ordenadores. Según he oído, los Kong han estado desde siempre con los ordenadores. En realidad, se servían de un ordenador para mantener su máxima puntuación en los videojuegos. Sabían lo que la máquina iba a hacer antes de que lo hiciera. ¿Juegas al ajedrez?
– Conozco los movimientos.
– Jugaremos una partida de vez en cuando para ver si lo haces bien. ¿Conoces esas mesas de piedra que hay por Washington Square? ¿Y la gente que se lleva cronómetros y estudia los libros de ajedrez mientras espera el turno de jugar? A veces juego allí.
– Debes de ser muy bueno.
Negó con la cabeza.
– Cuando juegas contra alguno de esos tipos, es como si participaras en una carrera metido en el agua hasta la cintura. No puedes llegar a ninguna parte porque, en su mente, siempre están cinco o seis movimientos por delante de ti.
– A veces uno se siente así en mi trabajo.
– ¿Sí? En eso se convirtieron los videojuegos para los Kong, estaban siempre cinco o seis pasos por delante. Pues lo mismo les pasa con los ordenadores, son piratas informáticos. ¿Sabes qué es eso?
– He oído la expresión.
– Si quieres algo de la compañía telefónica, no llamas a información. Tampoco acudes a ningún vicepresidente. Llamas a los Kong. Se cuelan en los teléfonos y se arrastran por ellos como si la compañía telefónica fuera un monstruo y ellos nadaran en su sistema circulatorio. ¿Te acuerdas de aquella película, cómo se llamaba, Viaje alucinante? Pues bien, ellos viajan por los teléfonos.
– No sé -dije-. Si un ejecutivo de la compañía no sabe cómo obtener la información…
– Tío, ¿no me estabas escuchando? -Suspiró, chupó de la pajita con fuerza y aspiró lo que quedaba de la Pepsi-. ¿Quieres saber lo que está pasando en las calles, lo que está pasando en el Deuce, en el Barrio o en Harlem? ¿A quién le preguntarás? ¿Al alcalde de los huevos?
– Bueno…
– ¿Entiendes lo que digo? Ellos patrullan por las calles de la compañía telefónica.
– ¿Dónde podemos encontrarlos, en las galerías?
– Te lo dije. Perdieron interés hace algún tiempo. Vienen de vez en cuando sólo para ver cómo van las cosas, pero ya no andan por aquí. No los encontraremos. Ellos nos encontrarán a nosotros. Les dije que estaríamos aquí.
– ¿Cómo diste con ellos?
– ¿A ti que te parece? Hice sonar su buscapersonas: pi…, pi… Los Kong nunca están lejos de los teléfonos. ¿Sabes? Ese perrito caliente estaba muy bueno. Nunca pensarías que puedes comer algo decente en un lugar como éste, pero te sirven perritos muy buenos.
– ¿Significa que quieres otro?
– Más bien. Les llevará algún tiempo llegar hasta aquí y quieren echarte un vistazo antes de conocerte.
Quieren comprobar que estás solo y que pueden salir corriendo si te tienen miedo.
– ¿Por qué me han de tener miedo?
– Porque podrías ser una especie de policía que trabaja para la compañía telefónica. ¡Hombre, los Kong están fuera de la ley! Si la telefónica les echa el guante, les caerá una buena.
– La cuestión -dijo Jimmy Hong- es que hay que tener cuidado. Los mejecutas están convencidos de que los piratas informáticos son la peor amenaza que sufre la industria estadounidense desde el Peligro Amarillo. Los medios de información siempre difunden anécdotas acerca de lo que los infopiratas podríamos hacer al sistema si quisiéramos.
– Destruir datos -dijo David King-, alterar informes, borrar circuitería.
– No es moco de pavo, pero pierden de vista el hecho de que nunca nos dedicamos a esa mierda. Creen que vamos a poner dinamita en el ferrocarril, cuando todo lo que hacemos es viajar gratis.
– Bueno, de tanto en tanto algún papanatas mete un virus…
– Pero no suelen ser piratas. Es algún tarado que le guarda rencor a alguna empresa o alguien que mete un desperfecto en el sistema utilizando software de contrabando.
– La cuestión es que Jimmy es demasiado viejo para correr riesgos -dijo David.
– Cumplí dieciocho años el mes pasado -dijo Jimmy Hong.
– Así que, si nos pescan, juzgarán a Jimmy como mayor de edad. Eso si se guían por la edad cronológica, pero si tienen en cuenta la madurez emocional…
– David saldría impune porque no ha llegado a la edad de la razón -sentenció Jimmy.
– Cosa que ocurrió entre la Edad de Piedra y la Edad de Hierro.
Una vez que confiaban en uno, no había manera de hacerlos callar. Jimmy Hong tenía alrededor de un metro noventa de estatura. Largo y delgado, de cabello negro y lacio, lucía una larga cara melancólica. Llevaba gafas oscuras de aviador y después de estar juntos diez o quince minutos, se las quitó y se puso otras de vidrio redondo e incoloro y montura de carey, que cambiaron su aspecto de gamberrete por el de un estudioso.
David King tenía una estatura no superior al metro sesenta y cinco, una cara redonda, cabellos rojos y muchas pecas. Los dos llevaban cazadora forrada de pelo, pantalones informales y Reeboks, pero la similitud en el vestir no era suficiente para hacerlos parecer mellizos.
Si uno cerraba los ojos, sin embargo, podía engañarse. Sus voces eran muy parecidas y sus formas de hablar muy similares, y cada uno terminaba casi siempre las frases del otro.
Les gustaba mucho la idea de desempeñar un papel en un caso de asesinato (yo no les había dado muchos detalles) y se rieron mucho cuando les conté cómo habían reaccionado los distintos empleados de la compañía telefónica.
– Qué bueno -comentó Jimmy Hong-, decir que no se puede hacer. Seguro que querían decir que no sabían cómo hacerlo.
– Es su sistema -repuso David King- y en teoría por lo menos tienen que entenderlo.
– Pero no lo entienden.
– Y nos odian porque lo entendemos mejor que ellos.
– Y creen que dañaríamos el sistema…
– Cuando lo que de verdad pasa es que lo amamos. Porque si hay que piratear en serio, hay que meterse en NYNEX.
– Es un sistema precioso.
– Increíblemente complejo.
– Ruedas dentro de las ruedas.
– Laberintos dentro de los laberintos.
– El videojuego primordial, los Dragones y Mazmorras esenciales, todos en uno.
– Cósmico.
– Pero ¿se puede hacer? -dije.
– ¿El qué? ¡Ah, los números! ¿Llamadas telefónicas durante un día específico a un número específico?
– Exacto.
– Va a ser un problema -dijo David King.
– Quiere decir un problema interesante.
– Exacto. Muy interesante. Un problema que seguramente tiene solución, un problema que se puede resolver.
– Pero con truco.
– Por la cantidad de información.
– Toneladas de información -dijo Jimmy Hong-. Millones y millones de datos.
– Cuando dice datos quiere decir llamadas telefónicas.
– Miles de millones de llamadas. Incalculables miles de millones de llamadas.
– Que hay que procesar.
– Pero antes de que empieces a hacerlo…
– Tienes que meterte dentro.
– Lo que antes era fácil.
– Antes era coser y cantar.
– Acostumbraban a dejar la puerta abierta.
– Ahora la cierran.
– A cal y canto.
– Si necesitáis comprar algún equipo especial… -dije.
– Oh, no. En realidad, no.
– Ya tenemos todo lo que necesitamos.
– No hace falta mucho. Un ordenador portátil, medianamente decente, un módem, un acoplador acústico…
– Todo el paquete no costará más de mil doscientos dólares.
– A menos que te vuelvas completamente loco y compres un ordenador portátil muy caro, pero no tienes por qué hacerlo.
– El que usamos costó siete cincuenta y tiene todo lo que se necesita.
– ¿Así que podríais hacerlo?
Cambiaron una mirada y me miraron a mí. Jimmy Hong dijo:
– Claro. Podríamos hacerlo.
– Sería interesante, en realidad.
– Tenemos que dedicarle toda una noche.
– Tampoco podría ser esta noche.
– No, esta noche está descartada. ¿Con qué urgencia se necesita?
– Bueno…
– Mañana es domingo. ¿Te va bien mañana por la noche, Matt?
– Me va de maravilla.
– ¿A ti, señor King?
– A mí no me va mal, señor Hong.
– TJ, ¿estarás allí?
– ¿Mañana por la noche? -Era la primera vez que decía algo desde que me había presentado a los Kong-. Vamos a ver, mañana por la noche. ¿Qué tenía planeado para mañana por la noche? ¿Era la conferencia de prensa en Gracie Mansion o tenía que cenar con Henry Kissinger en Windows on the World? -Hizo como si hojeara una agenda y levantó los ojos brillantes-. Vaya, no tengo ningún compromiso.
– Habrá algunos gastos, Matt -dijo Jimmy Hong-. Necesitaremos una habitación de hotel.
– Yo tengo una.
– ¿Quieres decir… donde vives? -Se miraron sonriendo, divertidos ante mi ingenuidad-. No, lo que se necesita es un lugar anónimo. Estaremos sumergidos profundamente en NYNEX, ¿comprendes…?
– Arrastrándonos dentro del vientre de la bestia, como quien dice…
– …y podríamos dejar huellas de pisadas.
– O huellas digitales, si lo prefieres.
– Incluso huellas de voces, metafóricamente hablando, por supuesto.
– Así que no queréis hacer esto desde un teléfono que se pueda localizar fácilmente. Lo que queréis hacer es alquilar una habitación de hotel con nombre falso y pagar la cuenta en efectivo, ¿no es eso?
– Una habitación razonablemente decente.
– No tiene que ser lujosa.
– Sólo que tenga teléfono con línea directa.
– Casi todos la tienen en la actualidad. Y que tenga botones.
– No el viejo disco rotativo.
– Bueno, eso es fácil. ¿Es eso lo que habitualmente hacéis? ¿Alquilar una habitación de hotel? -pregunté.
Volvieron a cambiar miradas de connivencia.
– Porque si hay un hotel que prefiráis…
– Lo que pasa, Matt, es que cuando queremos piratear, en general no tenemos cien o ciento cincuenta dólares para gastar en una habitación de hotel decente -confesó David.
– Ni siquiera setenta y cinco dólares para una habitación de hotel cochambrosa.
– Ni cincuenta para una habitación asquerosa. De manera que lo que hacemos…
– Buscamos un grupo de teléfonos públicos donde no haya mucho movimiento, como en la sala de espera de la estación Grand Central que da a las líneas de cercanías…
– Porque no hay muchos trenes de cercanías que salgan en mitad de la noche…
– O en un edificio de oficinas o algo por el estilo.
– Una vez nos metimos en una oficina y…
– Lo que fue muy estúpido, tío. No quiero volverlo a hacer nunca.
– Sólo lo hicimos para usar el teléfono.
– ¿Y te imaginas decirle eso a la policía? No es allanamiento de morada, sólo entramos para telefonear.
– Bueno, fue emocionante, pero no lo volveríamos a hacer. La cosa es que tendremos que pasar horas y horas haciendo esto…
– Y no podemos dejar que entre nadie, ni cambiar de teléfonos cuando estemos totalmente conectados.
– Ningún problema -dije-. Conseguiremos un hotel decente. ¿Qué más?
– Coca-Cola.
– O Pepsi.
– La Coca-Cola es mejor.
– O Jolt. «Con todo el azúcar y el doble de cafeína.»
– Tal vez algo de comida barata. Quizá Doritos.
– Que sean de sabor a campo, no los de barbacoa.
– Patatas fritas, Doodles de queso…
– ¡Tío! ¡Doodles de queso, no!
– Me gustan los Doodles de queso.
– Es la comida basura más basura que hay. Te desafío a que encuentres algo comestible que sea más estúpido que los Doodles de queso.
– Pringles.
– ¡No es justo! Los Pringles no son comida. Matt, tienes que juzgar esto. ¿Qué dices? ¿Son comida los Pringles?
– Bueno…
– ¡No lo son! ¡Hong, estás enfermo! Los Pringles son discos playeros diminutos y retorcidos. Eso es lo que son. No son comida.
En vista de que Kenan Khoury no contestaba, probé con su hermano. La voz de Peter era soñolienta y me disculpé por despertarlo.
– Siempre me pasa lo mismo -dije-. Lo lamento.
– Es culpa mía por dar una cabezada a media tarde. Últimamente tengo el sueño cambiado. ¿Qué pasa?
– Nada de importancia. Estaba tratando de dar con Kenan.
– Todavía está en Europa. Me llamó anoche.
– Ah.
– Vuelve el lunes. ¿Por qué? ¿Tienes que darle alguna buena noticia?
– Todavía no. He de coger algunos taxis.
– ¿Cómo?
– Gastos. Tengo que soltar unos dos mil dólares mañana. Quería aclararlo con él -dije.
– ¡Eh, por eso no hay ningún problema! Estoy seguro de que dirá que sí. Te dijo que cubriría tus gastos, ¿no?
– Sí.
– Pues gástalos. Ya te los devolverá.
– Ése es el problema -dije-. Mi dinero está en el banco y es sábado.
– ¿No puedes usar un cajero automático?
– No para una caja de seguridad. Y no puedo sacarlo todo de la cuenta corriente porque acabo de pagar las facturas del mes.
– Extiende un cheque y lo cubres el lunes.
– No es un trabajo por el que la gente aceptaría un cheque.
– ¡Está bien! -dijo y, tras una corta pausa, añadió-: No sé qué decirte, Matt. Podría conseguir doscientos, pero no tengo nada que se parezca a dos mil.
– ¿Kenan no los tiene en la caja de seguridad?
– Es probable que tenga mucho más que eso, pero no puedo acceder a ella. No se le da a un drogadicto la combinación de una caja, aunque sea tu hermano. A menos que estés loco. -No dije nada-. No estoy resentido -añadió-. Me limito a señalar un hecho. No hay ninguna razón en el mundo para que yo tenga la combinación de la caja. Tengo que decirte que me alegro de no tenerla. No me la confiaría a mí mismo.
– Estás limpio y sereno ahora, Pete. ¿Cuánto ha pasado? ¿Año y medio?
– Todavía soy un borracho y un yonqui, tío. ¿Conoces la diferencia que hay entre los dos? Un borracho te robaría la cartera.
– ¿Y un yonqui?
– Un yonqui también te la robaría, pero luego te ayudaría a buscarla.
Estuve por preguntar a Pete si quería volver a ir a la reunión de Chelsea, pero algo me aconsejó que dejara pasar el momento. Puede que recordara que no era su padrino y que no era un cargo para el que yo quisiera promocionarme.
Llamé a Elaine y le pregunté cómo andaba de dinero.
– Ven -dijo-. Tengo una casa repleta de billetes.
Tenía mil quinientos dólares en billetes de cincuenta y de cien, y dijo que podía sacar más por el cajero automático, pero no más de quinientos al día. Cogí mil doscientos para no dejarla sin blanca. Con eso, más lo que tenía en la cartera y lo que sacaría de mi propio cajero automático, sería suficiente.
Le conté para qué necesitaba el dinero y le pareció fascinante.
– Pero ¿es seguro? -preguntó-. Es obvio que es ilegal, pero me pregunto: ¿muy ilegal?
– Peor que cruzar la calle sin mirar. Pinchar un ordenador es delito, lo mismo que manipularlo indebidamente, y presiento que los Kong cometerán ambos delitos mañana. En cuanto a mí, les estaré ayudando e instigando, y ya he cometido una incitación delictiva. Últimamente no puedes dar media vuelta sin infringir todo el código penal.
– Pero ¿crees que vale la pena?
– Sí.
– Porque sólo son unos críos. No querrás meterlos en problemas.
– Tampoco yo quiero meterme en un problema. Y ellos siempre corren ese riesgo. Por lo menos se les paga para eso.
– ¿Cuánto les vas a dar?
– Quinientos a cada uno.
Silbó.
– No está mal por una noche de trabajo.
– No, claro que no, y si hubieran propuesto una cantidad, probablemente habría sido mucho menor. Quedaron desconcertados cuando les pregunté cuánto querían, así que sugerí quinientos para cada uno. Les pareció muy bien. Son chicos de clase media. No creo que anden necesitados de dinero. Tengo la sensación de que podría haberlos convencido gratis.
– Apelando a sus mejores instintos.
– Y por su deseo de meterse en algo emocionante. Pero no quise hacerlo. ¿Por qué no iban a recibir el dinero? Habría estado dispuesto a pagar más a un empleado de la compañía telefónica si hubiera sabido a quién sobornar. Pero no pude encontrar a nadie que admitiera que lo que yo quería era tecnológicamente posible. ¿Por qué no dárselo a los Kong? No es mi dinero y Kenan Khoury dice que siempre puedes permitirte ser generoso.
– ¿Y si llegado el momento decide hacerse el loco?
– No me parece probable.
– A menos que lo detengan cuando pase por la aduana con un chaleco lleno de heroína.
– Supongo que podría ocurrir -admití-, pero sólo significaría que yo perdería algo menos de dos mil, lo cual es tolerable, ya que le saqué diez mil hace un par de semanas. ¡Cómo pasa el tiempo! Se cumplirán dos semanas el lunes.
– ¿Cómo va el asunto?
– Bueno, no conseguí mucho en todo este tiempo. Parece como si… Bueno, al diablo con eso. Hago lo que puedo. De todos modos, la cuestión es que puedo correr el riesgo de que no me lo reembolse.
– Me lo imagino -dijo frunciendo el entrecejo-. ¿Cómo llegas a los dos mil dólares? Unos ciento cincuenta para un hotel y mil para los dos Kong. ¿Cuánta Coca-Cola pueden ingerir dos jóvenes?
– Yo también bebo. Y no te olvides de TJ.
– ¿Toma mucha Coca?
– Toda la que quiere. Y además cobra quinientos dólares.
– ¿Por presentarte a los Kong? Ni siquiera había pensado en eso.
– Por presentarme a los Kong y por pensar en presentármelos. Son la manera perfecta de destilar información de la compañía telefónica, y yo nunca habría pensado en buscar a alguien así.
– Bueno, uno oye hablar de los infopiratas, pero ¿cómo encontrarías a uno? No vienen en las Páginas Amarillas. Matt, ¿cuántos años tiene TJ?
– No lo sé.
– ¿Nunca se lo has preguntado?
– Nunca he recibido una respuesta clara. Diría que quince o dieciséis, y creo que no me equivocaría en más de un año en ninguno de los dos casos.
– ¿Y vive en la calle? ¿Dónde duerme?
– Dice que tiene un lugar. Nunca ha dicho dónde está ni de quién es. Pero una cosa al menos se aprende en la calle: no te apresures a contarle tus asuntos a la gente. Ni siquiera tu nombre.
– ¿Sabe cuánto le vas a dar?
Negué con la cabeza.
– No lo hemos discutido.
– No debe de esperar mucho, ¿verdad?
– No, pero ¿por qué no dárselo?
– No digo que no. Sólo me pregunto qué hará con quinientos dólares.
– Lo que quiera. A un cuarto de dólar por vez, me podría llamar dos mil veces.
– Supongo -dijo-. ¡Joder, cuando pienso en las personas que conocemos…! Danny Boy, Kali, Mick, TJ, los Kong. Oye, Matt, no nos vayamos nunca de Nueva York, ¿quieres?