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Los domingos, Jim Faber y yo acostumbramos a celebrar nuestra cena semanal en un restaurante chino, aunque ocasionalmente vamos a algún otro establecimiento. Me encontré con él a las seis y media en nuestro lugar habitual, y unos minutos después de las siete me preguntó si tenía que tomar algún tren.
– Porque es la tercera vez en los últimos quince minutos que has mirado tu reloj.
– Lo siento -le dije-. No me he dado cuenta.
– ¿Estás ansioso por algo?
– Bueno, hay algo que tengo que hacer después, pero hay tiempo de sobra. No tengo que estar en ninguna parte hasta las ocho y media.
– Yo voy a ir a una reunión a las ocho y media, pero supongo que no es eso lo que tienes planeado.
– No. Yo estuve en una esta tarde, porque sabía que no tendría tiempo por la noche.
– Este compromiso tuyo… Espero que no estés nervioso porque tengas que andar cerca de la bebida, ¿no?
– No, de ningún modo. No habrá nada más fuerte que la Coca-Cola. A menos que alguien traiga Jolt.
– ¿Es una nueva droga que no conozco?
– Es una bebida de cola. Como la Coca-Cola, pero con el doble de cafeína.
– No sé si deberías probarla.
– No sé siquiera si voy a probarla. ¿Quieres saber dónde iré cuando salga de aquí? Me voy a registrar en un hotel con un nombre falso y luego voy a tener a tres adolescentes en mi cuarto.
– No me digas más.
– No lo haré, porque no quiero que tengas conocimiento anticipado de un delito.
– ¿Estás pensando en cometer un delito con esos chicos?
– Ellos son los que van a cometer el delito. Yo sólo voy a mirar.
– Come un poco más de esta perca. Esta noche está especialmente buena.
A las nueve estábamos en el Frontenac los cuatro reunidos en una habitación de ciento sesenta dólares por noche. Un hotel de mil doscientas habitaciones construido pocos años antes con dinero japonés y vendido después a un holding holandés. El hotel estaba en el cruce de la Séptima Avenida con la Calle 53 y, desde nuestra habitación de la planta veintiocho, podíamos ver el río Hudson. O lo habríamos visto de no haber corrido las cortinas.
Había una variedad de comida rápida desplegada en la parte superior de la cómoda, incluyendo los Doodles de queso, pero no los Pringles. El pequeño frigorífico contenía tres variedades de cola, una caja de cada, con seis envases por caja. Habían trasladado al escritorio el teléfono de la mesita de noche, con algo llamado acoplador acústico adosado al auricular y otro dispositivo, llamado módem, enchufado a la parte posterior. El teléfono compartía el escritorio con el ordenador portátil de los Kong.
Yo había firmado en el libro de registro como John J. Gunderman y había dado una dirección de Hillcrest Avenue de Skokie, Illinois. Había pagado en efectivo y abonado además el depósito de cincuenta dólares que se exigía a los clientes que pagaban en efectivo y querían tener acceso al teléfono y al minibar. No me importaba el minibar, pero vaya si necesitábamos el teléfono. Era el motivo por el que estábamos en el hotel.
Jimmy Hong estaba sentado al escritorio, con los dedos corriendo sobre el teclado del ordenador o pulsando los números en el teléfono. David Ring había acercado otra silla, pero estaba de pie, mirando el monitor del ordenador por encima del hombro de Jimmy. Con anterioridad había tratado de explicarme que el módem hacía que el ordenador conectara con otros a través de las líneas telefónicas, pero era un poco como tratar de explicar a un ratón de campo los fundamentos de la geometría no euclídea. Si bien yo comprendía las palabras que usaba, seguía sin saber de qué mierda hablaba.
Los Kong vestían traje y corbata, pero sólo para pasar por la recepción del hotel. Sus chaquetas y sus corbatas estaban ahora sobre la cama. Se habían arremangado la camisa. TJ iba vestido con su ropa habitual, pero no le habían molestado en recepción. Había llegado arrastrando dos bolsas llenas de comida, disfrazado de mozo de recados.
– Estamos dentro -dijo Jimmy.
– ¡Muy bien!
– Bueno, estamos dentro de NYNEX, pero es como estar en la recepción del hotel, cuando necesitas estar en una habitación de la planta cuarenta. Está bien, probemos algo.
Los dedos bailaban y aparecían combinaciones de números y letras en el monitor. Al cabo de un rato, bramó:
– Los hijos de puta se pasan el tiempo cambiando la clave de acceso. ¿Sabes cómo se las ingenian para despistar a la gente como nosotros?
– Como si pudieran.
– Si dedicaran la misma energía a mejorar el sistema…
– Estúpidos.
Más letras, más números.
– ¡Maldita sea! -exclamó Jimmy, que alargó la mano hacia su lata de Coca-Cola- ¿Sabéis qué?
– Es la hora de nuestro programa «viva la gente» -dijo David.
– En eso estaba pensando. ¿Tienes ganas de afinar tus aptitudes para el contacto humano?
David asintió y cogió el teléfono.
– Hay quien lo llama «ingeniería social» -me explicó-. Es más difícil en NYNEX porque el personal ya está prevenido. Menos mal que casi todos los que trabajan allí son imbéciles.
Marcó un número y después de un momento dijo:
– Hola, aquí Ralph Wilkes, le estoy limpiando y reparando las conexiones. Ha tenido usted problemas para entrar en COSMOS, ¿no?
– Siempre los tienen -murmuró Jimmy Hong-. De manera que es una pregunta que nunca falla.
– Sí, sí -contestó David. Se adentró en una jerga que no pude seguir y, al cabo de un rato, ya con un lenguaje más asequible para un lego como yo, dijo-: Y ahora, ¿cómo entra en la terminal? ¿Cuál es su código de acceso? No, está bien, no me lo diga, no tiene que decírmelo. Es norma de seguridad. -Hizo una mueca y puso los ojos en blanco-. Sí, ya lo sé. A nosotros también nos incordian con eso. Mire, no me diga el código, basta con que lo teclee.
En nuestro monitor aparecieron números y letras, y Jimmy se puso a repetirlos en nuestro teclado.
– Magnífico -dijo David-. ¿Puede hacer lo mismo con su contraseña de COSMOS? No me diga cuál es. Basta con que la introduzca. Ya.
– Fantástico -dijo Jimmy cuando el número apareció en nuestro monitor. Lo tecleó.
– Eso debería ser todo -dijo David a su interlocutor-. No creo que tenga problemas en adelante.
Cortó la conexión y dio un suspiro.
– No creo que nosotros tengamos ningún problema tampoco. «No me diga el número, basta con teclearlo. No me lo digas a mí, querido, basta con que se lo digas a mi ordenador.»
– Es la leche -dijo Jimmy.
– ¿Estamos dentro?
– Estamos dentro.
– ¡Bien!
– Matt, ¿cuál es tu teléfono?
– No me llames -bromeé-. No estoy en casa.
– No quiero llamarte. Quiero verificar tu línea. ¿Cuál es el número? No importa, no me lo digas, a ver si acierto. «Scudder, Matthew.» Calle 57 Oeste, ¿vale? ¿Te suena de algo?
Miré el monitor.
– Ése es mi número -dije.
– ¡Ajá! ¿Estás contento? ¿Quieres que te lo cambie, que te dé uno más fácil de recordar?
– Si llamas a la compañía telefónica para que te cambien el número -terció David- tardan alrededor de una semana en pasarlo por los canales. Pero nosotros podemos hacerlo en el acto.
– Creo que conservaré el número que tengo.
– Como quieras. ¡Ajá! Tienes un servicio bastante básico, ¿no? Ni transferencia de llamadas ni esperas. Estás en un hotel, tienes detrás de ti la centralita, así que no necesitas las llamadas de espera, pero tendrías que tener transferencia de llamadas. Supón que te quedas en casa de alguien. Te podrías hacer pasar las llamadas allí automáticamente.
– No sé si valdría la pena.
– No cuesta nada.
– Creía que tenía un coste mensual.
Sonrió y sus dedos se movieron con agilidad sobre el teclado.
– Sin cargo para ti, porque tenemos amigos influyentes. Desde este momento tienes transferencia de llamadas, con saludos de los Kong. Ahora estamos en COSMOS, que es el sistema específico que invadimos, así que es aquí donde voy a introducir los cambios de tu cuenta. El sistema que calcula tu facturación no se enterará del cambio, así que no te costará nada.
– Como quieras.
– Veo que utilizas los servicios de AT &T para las conferencias. No elegiste Sprint o MCI.
– No. No calculé que ahorraría tanto.
– Bueno, te voy a dar Sprint. Te ahorrarás una fortuna.
– ¿En serio?
– Desde luego, porque NYNEX derivará las conferencias a Sprint, pero Sprint no lo sabrá.
– Así que no te lo cobrarán -apostilló David.
– Pero…
– Confía en mí.
– ¡Oh, no dudo de lo que dices! Sólo que no sé lo que siento al respecto. Es un robo de servicios.
Jimmy me miró.
– Estamos hablando de la compañía telefónica -dijo.
– Ya me doy cuenta.
– ¿Te parece que lo van a notar?
– No, pero…
– Matt, cuando haces una llamada desde un teléfono público y se efectúa la conexión, pero el aparato te devuelve la moneda, ¿qué haces? ¿Te la guardas o la vuelves a meter en la ranura?
– ¿O se la mandas a la compañía en sellos de correos? -sugirió David.
– Ya entiendo lo que quieres decir.
– Porque todos sabemos lo que ocurre cuando el teléfono se traga tu moneda y no se efectúa la conexión. Admítelo, ninguno de nosotros estamos fuera del juego cuando tratamos con la compañía telefónica.
– Me lo imagino.
– Así que tienes conferencias y transferencia de llamadas gratuitas. Hay un código que tienes que meter en el ordenador para transferir tus llamadas, pero llámalos y diles que perdiste el papel, y te lo explicarán. No es nada. TJ, ¿cuál es tu número de teléfono?
– No tengo.
– Bueno, tu teléfono público predilecto.
– ¿Predilecto? No sé. De todos modos no sé el número de ninguno.
– Bueno. Elige uno y dame la situación.
– Hay un grupo de tres en Port Authority, que utilizo a veces.
– No sirve. Hay demasiados teléfonos allí. Es imposible saber si estamos hablando del mismo. ¿Qué tal uno en alguna esquina?
Se encogió de hombros.
– Digamos Octava con la 43.
– ¿Norte o centro?
– Norte, en la parte este de la calle.
– Bien, veamos… Ya lo tengo. ¿Quieres anotar el número?
– Cámbialo.
– Buena idea. Que sea uno fácil de recordar. ¿Qué tal TJ-5-4321?
– ¿Mi propio número? Me gusta.
– Veamos si está disponible. No, lo tiene ya alguien. Vamos en la otra dirección. TJ-5-6789. Ningún problema, es todo tuyo.
– ¿Podéis hacerlo así por las buenas? -pregunté-. Los prefijos de tres números, ¿no corresponden a distintas zonas?
– Antes, sí. Y todavía hay centrales, pero eso funciona para determinado número de la línea, y no tiene nada que ver con lo que marcas. Mira, el número que marcas, como el que le acabo de asignar a TJ, es lo mismo que el código que empleas para sacar dinero de un cajero automático. En realidad, no es más que un código de reconocimiento.
– Bueno, es un código de acceso -comentó David-. Pero accede a la línea y eso es lo que vehicula la llamada.
– Bien, arreglemos tu teléfono, TJ. Es un teléfono de monedas, ¿verdad?
– Verdad.
– Mentira. Era un teléfono de monedas. Ahora es un teléfono gratuito.
– ¿Así y ya está?
– Así y ya está. Algún idiota informará a la compañía, seguramente dentro de un par de semanas, pero hasta entonces puedes ahorrarte algunas monedas. ¿Recuerdas cuando jugábamos a Robin Hood?
– Era muy divertido -replicó David-. Estábamos en el World Trade Center una noche haciendo llamadas desde un teléfono público y, como es lógico, lo primero que hicimos fue convertirlo, hacerlo gratuito…
– … porque de lo contrario habríamos estado metiendo monedas toda la noche, lo cual es ridículo…
– …y Hong dice que los teléfonos públicos deberían ser gratuitos para todos, lo mismo que el metro. Tendrían que eliminar los torniquetes…
– …o hacerlos girar con señal o sin ella, lo que se podría hacer si estuvieran informatizados, pero son mecánicos…
– …lo cual es muy primitivo, cuando uno se para a pensarlo…
– … pero con los teléfonos públicos ya estamos en condiciones de hacer algo, porque parece que en dos horas…
– … más bien en hora y media…
– … íbamos dando brincos por COSMOS, o quizá fuera M1ZAK…
– … no, era COSMOS…
– … y ahora estamos cambiando un teléfono tras otro, liberándolos, poniéndolos en libertad…
– …y Hong se lo toma en serio, «El poder para el pueblo» y todo eso…
– … y no sé cuántos teléfonos habremos transformado cuando terminemos… -Levantó la mirada-. ¿Sabes una cosa? A veces comprendo por qué NYNEX quiere clavar nuestro pellejo en la pared. Bien mirado, somos un gran dolor de cabeza para ellos.
– ¿De veras?
– Pues claro, hay que entender su punto de vista, eso es todo.
– No, no hay que hacerlo -dijo David King-. Lo último que hay que hacer es comprender su punto de vista. Sería tan inteligente como jugar con un comecocos y sentir lástima por los malditos fantasmas azules.
Jimmy Hong discutió la cuestión con argumentos irrebatibles. Mientras desmenuzaban el tema, yo abrí otra Coca-Cola. Cuando volví al lugar de la acción, Jimmy dijo:
– Muy bien, estamos en los circuitos de Brooklyn. Vuelve a darme ese número.
Lo busqué y lo leí en voz alta y lo introdujo en el ordenador. Más letras y más números, sin sentido para mí, aparecieron en el monitor. Sus dedos bailaron sobre el teclado y apareció el nombre y la dirección de mi cliente.
– ¿Ése es tu amigo? -quiso saber Jimmy. Asentí-. No está hablando por teléfono.
– ¿Puedes darte cuenta de eso?
– Claro. Lo estaríamos escuchando. Puede uno meterse y escuchar a todo el mundo.
– Aunque es un coñazo.
– Sí, solíamos hacerlo. Crees que a lo mejor oirás algo picante, o a la gente hablando acerca de un delito o de un asunto de espionaje, y nada. Lo único que se oye es «Trae un litro de leche cuando vuelvas a casa, querido». Un coñazo.
– ¡Cuánta gente incapaz de expresarse! Lo único que hacen es tartamudear y balbucear, y a uno le dan ganas de decirles que lo suelten de una vez o lo olviden.
– Claro que siempre hay sexo telefónico.
– No me lo recuerdes.
– Es el juego favorito de King. Tres dólares por minuto facturados a tu teléfono particular, pero si tienes un teléfono público al que le has enseñado a dejar de serlo, sale gratis.
– Aunque parece inquietante. Lo que hicimos una vez fue meternos y escuchar furtivamente una de esas líneas.
– Y después intervinimos la línea e hicimos comentarios, lo que realmente alucinó a aquel tipo. Pagaba por hablar con aquella mujer en vivo, una tía con una voz increíble…
– … que probablemente tenía la cara de Matusalén, pero eso nadie lo podía saber…
– … y he aquí que King cae sobre él en medio de una frase y hace polvo su fantasía.
– La chica también alucinaba.
– ¿Chica? Lo más probable es que fuera su abuela.
– «¿Quién ha dicho eso? ¿Quién es usted? ¿Cómo ha podido intervenir esta línea?» Durante toda esta conversación, Jimmy Hong había estado tomando parte en otro diálogo con el ordenador al mismo tiempo. Alzó una mano reclamando silencio mientras le daba a las teclas con la otra.
– Muy bien -dijo-. Dime la fecha. Fue en marzo, ¿no?
– El veintiocho.
– Mes tres, fecha dos ocho. Y necesitamos las llamadas hechas al 04-053-904.
– No, su número es…
– Ése es su número de línea, Matt. ¿Recuerdas la diferencia? Ah, lo que me imaginaba. La información no está disponible.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que fuimos muy previsores al traer comida en abundancia. ¿Alguien podría traerme uno de esos Doritos? Vamos a estar aquí un buen rato. ¿Te interesan las llamadas que hizo desde su casa, ya que estamos dentro de esta parte del sistema? Me parece que es una lástima desperdiciarlo.
– Podríamos verlas, sí.
– Vamos a ver qué conseguimos. Mira ése, parece que no quiere contarme nada. Bueno, probemos con éste. ¡Ajá! Bien, ahora…
En ese momento el sistema empezó a escupir un informe de las llamadas, exponiéndolo cronológicamente a partir de unos minutos después de la medianoche. Hubo dos llamadas antes de la una de la mañana, luego nada hasta las 8.47, cuando el sistema registró una llamada de treinta segundos a un número, el 212. Hubo una llamada más por la mañana y otras a primera hora de la tarde, y absolutamente ninguna entre las 2.51 y las 5.18, cuando estuve al teléfono durante minuto y medio con su hermano. Reconocí el número de Peter Khoury.
Después, nada más aquella noche.
– ¿Algo que quieras copiar, Matt?
– No.
– Muy bien -dijo-. Ahora viene la parte difícil.
No podría contarles qué fue lo que hizo. Poco después de las once cambiaron y David se hizo cargo de los controles mientras Jimmy iba y venía por la habitación sin parar de bostezar y de estirarse. Luego fue al baño, volvió y se zampó un paquete de pastelitos. A las doce y media volvieron a cambiar sus puestos y David fue al baño a darse una ducha. Para entonces, TJ estaba profundamente dormido en la cama, tendido sobre la colcha, completamente vestido, con zapatos y todo, y abrazando una de las almohadas como si el mundo entero estuviera tratando de quitársela.
A la una y media, Jimmy exclamó:
– Maldición. No puedo creer que no haya forma de entrar en NPSN.
– Dame el teléfono -replicó David. Marcó un número, gruñó, cortó, volvió a marcar y a la tercera tentativa conectó con alguien-. Hola. ¿Con quién hablo? Magnífico. Escucha, Rita, habla Taylor Fielding, de la central NICNAC. Tengo una emergencia Código Cinco que se aproxima. Necesito tu código de acceso al NPSN y tu contraseña antes de que todo vuelva a Cleveland. Es el Código Cinco, ¿me oyes?
Escuchó con atención y luego tendió la mano hacia el tablero del ordenador.
– Rita -dijo-, eres encantadora. Me has salvado la vida. Pero, bromas aparte, ¿puedes creer que he tenido dos personas seguidas que no sabían que el Código Cinco tiene precedencia? Sí, bueno, eso es porque prestas atención. Escucha, si se produce alguna estática en esto, me hago completamente responsable. Sí, tú también. Adiós.
– Tú te haces completamente responsable -replicó Jimmy-. Me encanta eso.
– Bueno, me pareció lo correcto.
– ¿Qué demonios es el Código Cinco? ¿Me lo queréis explicar?
– No lo sé. ¿Qué es la central NICNAC? ¿Quién es Taylor Feldman?
– Dijiste Fielding.
– Bueno, era Feldman antes de que lo cambiara. No sé, tío. Lo inventé todo, pero seguro que impresioné a Rita.
– Se te notaba tan desesperado…
– Pues claro. ¿Por qué no habría de estarlo? La una y media de la mañana y todavía no estamos siquiera en el NPSN.
– Ahora, sí.
– Y qué dulce es. Te diré algo, Hong, no puedes superar ese Código Cinco. De veras, atraviesa toda esa mierda burocrática. Tú me entiendes. «Se aproxima una emergencia Código Cinco.» Tío, eso casi la hace correrse.
– «Rita, eres encantadora.»
– Tío, me estaba enamorando, tengo que admitirlo. Y para cuando dejamos de hablar habíamos establecido una especie de relación, ¿sabes?
– ¿Vas a volver a llamarla?
– Apuesto a que puedo arrancarle una contraseña en cualquier momento, a menos que algo le indique que ha traicionado a la compañía. De lo contrario, la próxima vez que la llame seremos viejos amigos.
– Llámala alguna vez -dije- y no trates de conseguir una contraseña ni un código de acceso, nada.
– ¿Quieres decir que la llame sólo para charlar?
– Ésa es la idea. Mejor dale alguna información, pero no trates de sonsacarle nada.
– Muy extraño -dijo David.
– Y más adelante…
– Comprendido -dijo Jimmy-. Matt, no sé si tienes la destreza digital o la coordinación visual, en realidad no sabes nada de la tecnología, pero tengo que decirte algo. Tienes el corazón y el alma de un infopirata.
Según los Kong, todo el proceso se volvía interesante en cuanto ingresaran en el NPSN, fuera lo que fuese lo que eso significara.
– Ésta es la parte que desde un punto de vista técnico es verdaderamente fascinante -explicaba David-, porque aquí es donde tratamos de recuperar la información que, según la gente de NYNEX, no está disponible.
Eso lo dicen sólo para joderte, aunque algunos de ellos decían la verdad o lo que creían que era la verdad, porque el hecho es que no sabrían cómo descubrirla. Así que es casi como si tuviéramos que inventar nuestro propio programa e ingresarlo en su sistema para que escupa la información que necesitamos.
– Pero -intervino Jimmy- si no estás metido en el aspecto técnico de la cosa, no hay nada aquí que te mantenga en el borde del asiento.
TJ, ya despierto, estaba de pie detrás de la silla de David y miraba el monitor del ordenador como hipnotizado. Jimmy fue al frigorífico en busca de una lata de Jolt. Me dejé caer en la única poltrona que había. David tenía razón. No había nada interesante que me mantuviera en el borde de la silla. Me hundí en los almohadones y de pronto TJ me sacudió ligeramente el hombro mientras me llamaba por mi nombre.
Abrí los ojos.
– Creo que me he quedado dormido.
– Sí. Y duermes en serio. Incluso roncabas al principio.
– ¿Qué hora es?
– Casi las cuatro. Están llegando a la llamada.
– ¿Se puede imprimir?
TJ se volvió y transmitió la petición. Los Kong se pusieron a emitir risitas tontas. David logró controlarse y me recordó que no teníamos impresora. Estuve a punto de decirles que mi padrino era impresor, pero me salió otra cosa:
– No, claro que no. Lo siento. Todavía estoy medio dormido.
– Quédate dónde estás. Te lo copiaremos todo.
– Te traeré un poco de Jolt -dijo TJ.
Le dije que no se molestara, pero me trajo una lata de todos modos. Tomé un trago pero no era realmente lo que quería, o no estaba realmente seguro de qué era lo que me apetecía. Me puse de pie y traté en lo posible de desentumecer la rigidez de la espalda y los hombros. Luego me dirigí al escritorio donde David King trabajaba en el ordenador, mientras Jimmy Hong copiaba la información que aparecía en pantalla.
– Ahí están -dije.
Estaban apareciendo claramente en el monitor, empezando por la primera llamada a las 3.38 para decirle a Kenan Khoury que su esposa había desaparecido. Luego tres llamadas a intervalos de veinte minutos escasos; la última, registrada a las 4.54. Kenan había llamado a su hermano a las 5.18 y la última llamada que recibió se produjo a las 6.04, lo que debió de haber sucedido antes de que Peter llegara a la casa de Colonial Road.
Luego hubo una sexta llamada, a las 8.01. Su interlocutor habría sido el que le ordenaba que fueran a Farragut Road, donde recibieron la llamada que los hizo correr a Veterans Avenue. Y luego habían vuelto a casa, cuando se les había asegurado que Francine sería entregada allí, y después esperaron en una casa vacía hasta las 10.04, cuando se produjo la última llamada, en la que se les mandaba a la vuelta de la esquina, al Ford Tempo con los paquetes en el maletero.
– ¡Uy! -decía David-. Ésta ha sido como una educación sorprendente. Porque teníamos que seguir, ¿sabes? Ahí estaba la información que necesitabas, así que no podíamos dejarlo. Cuando estás interfiriendo hay una cierta cantidad de aburrimiento que puedes absorber antes de ir a hacer otra cosa, pero nosotros teníamos que quedarnos hasta abrirnos paso en medio del aburrimiento y llegar a lo que había al otro lado.
– O sea, a más aburrimiento -terció Jimmy.
– Pero se aprende un montón, de veras. Si tuviéramos que volver a repetir esta operación…
– ¡Que Dios no lo permita!
– Sí, pero si tuviéramos que hacerlo, lo podríamos hacer en la mitad de tiempo. Menos aún, porque toda la opción de la búsqueda de la velocidad se duplica cuando reduces…
Lo que dijo a continuación me resultaba todavía más incomprensible. Además, había dejado de escucharle porque Jimmy Hong me entregaba una hoja de papel con todas las llamadas hechas a la casa de Khoury el 28 de marzo.
– Tendría que haberte dicho que las primeras no importan; sólo las que empiezan a partir de las tres y treinta y ocho.
Estudié la lista. Todo estaba copiado: la hora de la llamada, el número de línea del que llamaba, el número telefónico que se marcó para acceder a ese teléfono, y la duración de la llamada. Eso también era más de lo que yo necesitaba, pero no tenía ninguna necesidad de decírselo.
– Siete llamadas, cada una de ellas hecha desde un teléfono distinto -corroboré-. No, estoy equivocado. Usaron un mismo teléfono dos veces, para la segunda y la séptima llamada.
– ¿Eso es lo que querías?
Asentí.
– En cuanto a saber de qué me sirve… es otra cosa. Podría ser muchísimo o muy poco. No lo sabré hasta que consiga una guía invertida y descubra a quién pertenecen esos teléfonos.
Me miraban fijamente. Sin embargo, no lo comprendí hasta que Jimmy Hong se quitó las gafas y me miró parpadeando.
– ¿Una guía invertida? Nos tienes a los dos aquí, con todo lo enterrado en los recovecos internos más profundos del NPSN, y ¿crees aún que necesitas una guía invertida?
– Porque estamos hablando de un juego de niños -dijo David King. Volvió a sentarse al teclado-. Bueno. Dame el primer número.
Todos eran teléfonos públicos.
Ya me lo temía yo. Durante toda la operación fueron altamente cautelosos y, por lo tanto, no había ningún motivo para suponer que no se hubieran cuidado también de utilizar teléfonos que no pudieran ser relacionados con ellos.
Pero ¿un teléfono distinto cada vez? Eso era más difícil de comprender, pero uno de los Kong expuso una teoría sensata. Se estaban protegiendo de la posibilidad de que Kenan Khoury hubiera alertado a alguien que estuviera en condiciones de interferir la línea e identificar el teléfono que estaba del otro lado. Al mantener el control de las llamadas, podían estar seguros de estar lejos del teléfono utilizado antes de que alguien que rastreara la llamada pudiera llegar allí. Al no volver nunca al mismo teléfono, estaban cubiertos, aun cuando Khoury hiciera rastrear la llamada y el teléfono fuera identificado.
– Porque, actualmente, localizar una llamada es instantáneo -me dijo Jimmy-. En realidad, uno no la localiza en el sentido de que tiene que rastrearla. Digamos que le basta con leer lo que aparece en pantalla.
¿Por qué el desliz en la seguridad, en la última llamada? Para entonces ya era evidente que habrían sabido que no les hacía falta extremar las precauciones, pues Khoury lo había hecho todo tal como ellos esperaban que lo hiciera. Puesto que se había abstenido de cualquier intento por interferir el cobro del rescate, ya no valía la pena tomar precauciones tan complicadas. Desde aquel momento se habrían podido sentir lo suficientemente seguros para usar el teléfono de su propia casa o apartamento y, si lo hubieran hecho, yo atraparía a aquellos hijos de puta. Si hubiera empezado a llover, si se hubiera producido algo que les hubiese obligado a quedarse en su casa, si ninguno de ellos hubiera querido dejar a los otros dos a solas con el dinero del rescate…
Era inútil soñar. La realidad se presentaba como un desastre. Pero, por una vez, hubiera estado bien el tener suerte. Para variar.
Por otra parte, el trabajo de la noche y los mil setecientos y pico dólares que me estaba costando todo aquello, no estaban malgastados de ningún modo. Había aprendido algo. Y no sólo que los tres granujas sobre los que estaba eran muy cuidadosos y metódicos. Una constatación que me alejaba de la imagen del trío de asesinos sexuales psicópatas que me había formado.
Todas las direcciones eran de Brooklyn. Y todas se agrupaban en una zona mucho más compacta de lo que cubría el caso Khoury. Tanto el secuestro como la entrega del rescate habían tenido lugar en Bay Ridge. Luego la acción se había trasladado a Atlantic Avenue de Cobbie Hill para extenderse, después, desde Flatbush y Farragut, hasta Veterans Avenue, y volver luego, de pronto, a Bay Ridge, donde encontraron los despojos ensangrentados. Esto cubría una buena parte del barrio, mientras que sus actividades previas se extendían por todo Brooklyn y Queens, lo cual hacía que su base de operaciones pudiese estar en cualquier parte.
Los teléfonos públicos estaban más concentrados. Tendría que sentarme con la lista y un plano para trazar sus posiciones con exactitud, pero al menos ya estaba en condiciones de afirmar que se agrupaban en una misma área general: al lado oeste de Brooklyn, al norte de la casa de Khoury, en Bay Ridge y al sur del cementerio de Green-Wood.
El mismo lugar donde habían arrojado el cadáver de Leila Álvarez.
Uno de los teléfonos estaba en la Calle 60, otro entre New Utrecht y la 41, pero no a una distancia tal que se pudiera ir a pie del uno al otro. Por lo tanto, habían salido de su casa para moverse en coche de aquí para allá a fin de hacer las llamadas. Lo lógico, pues, es que su centro de operaciones estuviera en algún sitio del barrio y, probablemente, no muy lejos del teléfono que habían utilizado dos veces. Todo estaba ya hecho, todo completado. Lo único que entonces les faltaba era frotar con sal las heridas de Kenan Khoury. Por lo tanto, ¿por qué recorrer diez manzanas con el coche, si ya no hacía falta? ¿Por qué no utilizar el teléfono público que les quedaba más a mano?
Un teléfono que debería estar en la Quinta Avenida, entre las Calles 49 y 50.
No conté a los chicos mis reflexiones. No por no querer compartirlas con ellos, sino porque sabía que aún debía completarlas. Di a los Kong quinientos dólares a cada uno y les dije que apreciaba cuanto habían hecho por mí. Insistieron en que fue muy divertido, incluso el aburrimiento de la rutina. Jimmy me dijo que le dolía la cabeza y que su delicada muñeca se resentía cuando se ponía a infopiratear, pero que valía la pena.
– Bajad vosotros dos primero -les dije al despedirme de ellos-. Poneos las corbatas y las chaquetas y salid displicentemente por la puerta principal. Quiero asegurarme de que en la habitación no quede ningún rastro. Por otra parte, tendré que entretenerme en recepción para que me entreguen la cuenta del teléfono. Les dejé una paga y señal de cincuenta dólares, pero no tengo ni idea de lo que va a costar después de pasar más de siete horas pegados al aparato.
– Jodeeer -dijo David-. No lo entiende.
– Es sorprendente -coreó Jimmy.
– ¿Qué es lo que no entiendo?
– No tienes que pagar nada por el teléfono. Lo primero que hice al conectar fue hacer un puente a la centralita de recepción. Podríamos haber llamado a Shangai y no tendrían ninguna constancia -sonrió-. Aunque podrías dejarles el dinero, pues King sacó al menos treinta dólares de avellanas del minibar.
– Lo que significa no treinta dólares de avellanas, sino un dólar por cada una de las avellanas que me he comido -precisó David.
– Si yo estuviera en tu pellejo, recogería los bártulos y me iría a casa.
Después de que se fueran, pagué a TJ. Éste desplegó el fajo de billetes que le di, lo dispuso en abanico, me miró, contempló los billetes y volvió la vista hacia mí. Dijo:
– ¿Esto es para mí?
– No habría habido juego sin ti. Tú trajiste el bate y la pelota.
– Calcúlalo bien. Yo no he hecho gran cosa, aparte de estar todo el rato sentado. Pero sabía que ibas a gastar un montón de dinero y supuse que no me dejarías en la cuneta. ¿Cuánto tengo aquí?
– Cinco -le dije.
– Estaba seguro de que todo saldría bien. Tú y yo. Me gusta este trabajo de detección. Ya ves que tengo recursos, que lo hago bien y que me encanta hacerlo.
– No creas que siempre se paga tan generosamente.
– No hay ninguna diferencia. ¿Qué otro tipo de trabajo voy a encontrar que me permita aprovecharme de toda la mierda que conozco?
– O sea, que quieres ser detective cuando crezcas, ¿no es eso?
– No voy a esperar tanto tiempo. Lo voy a ser ahora. Y aquí mismo, Matt -dijo.
Le dije que su primera tarea era salir del hotel sin llamar la atención del personal de servicio.
– Sería más fácil si fueras vestido como los Kong, pero trabajamos con lo que tenemos. Creo que tú y yo tendríamos que salir juntos.
– ¿Un tipo blanco de tu edad y un adolescente negro? Ya sabes lo que pensarán.
– Lo sé. Y te aseguro que pueden menear la cabeza todo lo que quieran. Pero si sales solo creerán que has estado robando en las habitaciones y podrían no dejarte pasar.
– Sí, tienes razón -dijo-, pero no estás considerando todas las posibilidades. La habitación está toda pagada, ¿no? O sea, que uno puede quedarse hasta mediodía por el mismo precio. Yo he visto dónde vives, tío, y no tengo intención de joderte, pero tu habitación no es tan bonita como ésta.
– No, no lo es. Pero tampoco me cuesta ciento sesenta dólares por noche.
– Pues bien. Este cuarto no va a costarte un centavo más, tío, pero yo me voy a dar una ducha caliente y a secarme con tres toallas y meterme en esa cama y dormir seis o siete horas. Porque no sólo se trata de que este cuarto sea mejor que en el que tú vives, sino que también es más de diez veces mejor que aquel en el que yo vivo.
– ¡Ah!
– Así que voy a colgar el letrero de «No molestar» en el picaporte y me voy a relajar y quedarme sin que me molesten. Entonces llega el mediodía y salgo y nadie me mira dos veces, porque un joven guapo como yo sólo puede haber venido a entregar el almuerzo de algún personaje. ¿Eh, Matt? ¿Crees que puedo llamar abajo para que me despierten a las once y media?
– Creo que sí, por supuesto.