177699.fb2
– Entra -dijo Elaine-. Ya está aquí. Pam, éste es el señor Scudder, Matthew Scudder. Matt, te presento a Pam.
Estaba sentada en el sofá y se incorporó cuando me acerqué. Era una mujer delgada, de aproximadamente un metro sesenta de estatura, con el cabello corto y oscuro y los ojos intensamente azules. Tenía puesto un traje gris oscuro y un suéter de angora celeste. Labios pintados, sombra de ojos, zapatos de tacón alto. Tuve la sensación de que había elegido su vestimenta para nuestro encuentro y de que no estaba segura de haber hecho la elección correcta.
Elaine, que ofrecía el aspecto de mujer fría y competente, vestía pantalones y una blusa de seda.
– Siéntate, Matt. Coge la silla. -Elaine se sentó junto a Pam en el sofá-. Acababa de decirle a Pam que la hice venir aquí con un pretexto falso. No va a conocer a Debra Winger.
– Le pregunté quién iba a ser la estrella -replicó Pam- y ella me dijo que Debra Winger, y yo pensé: ¡Ay! ¿Debra Winger va a hacer la película de la semana? No creía que hiciera televisión. -Se encogió de hombros-. Pero puesto que no parece que vaya a haber película, ¿qué diferencia hay en quién sea la estrella?
– Pero los mil dólares son reales -observó Elaine.
– Ah, bueno, eso está bien -dijo Pam- porque me viene bien el dinero. Pero no he venido por él.
– Ya lo sé, querida.
– No sólo por el dinero.
Yo tenía el dinero. Mil para ella y los mil doscientos que le debía a Elaine y un poco más para mis gastos: todo lo que tenía en mi caja de seguridad.
– Me ha dicho que eres detective -repuso Pam.
– Es verdad.
– Y que estás persiguiendo a esos tipos. Hablé mucho con los policías, debo de haber hablado con tres o cuatro policías distintos…
– ¿Cuándo fue eso?
– Inmediatamente después de que ocurriera.
– ¿Y eso fue…?
– Oh, no me di cuenta de que no lo sabías. Fue en julio, este julio pasado.
– ¿E informaste a la policía?
– ¿Qué otra alternativa se me ofrecía? Tenía que ir al hospital, ¿no? Los médicos lo primero que preguntan es: ¿quién le hizo esto? ¿Y qué les iba a decir yo? ¿Que resbalé? ¿Que me corté? Así que, por supuesto, llamaron a la policía. Quiero decir que, aunque yo no hubiera dicho nada, hubieran llamado a la policía.
Abrí mi agenda. Dije:
– Pam, no creo haber entendido tu apellido.
– No lo he mencionado. Bueno, no hay razón para no hacerlo, ¿no? Es Cassidy.
– ¿Y cuántos años tienes?
– Veinticuatro.
– Tenías veintitrés cuando ocurrió el incidente.
– No, veinticuatro. Mi cumpleaños es a finales de mayo.
– ¿Y qué clase de trabajo haces, Pam?
– Soy recepcionista. Estoy sin trabajo en estos momentos, por eso dije que me venía bien el dinero. Creo que a cualquiera siempre le vienen bien mil dólares, pero especialmente ahora al estar sin trabajo.
– ¿Dónde vives?
– En la Veintisiete, entre la Tres y Lex.
– ¿Es allí donde vivías cuando ocurrió el incidente?
– ¿Incidente? -dijo, como si paladeara la palabra-. Ah, sí. Llevo allí casi tres años, desde que vine a Nueva York.
– ¿De dónde viniste?
– De Canton, Ohio. Si has oído alguna vez hablar de ese lugar, puedo adivinar por qué. El Pro Football Hall of Fame.
– Una vez casi fui de visita -dije-. Estuve en Massillon por negocios.
– ¡Massillon! Claro, yo solía ir siempre allí. Conozco a un montón de gente de Massillon.
– Bueno, es probable que yo no conozca a nadie -dije-. ¿Qué número es de la Calle 27, Pam?
– Ciento cincuenta y uno.
– Es una zona bonita -terció Elaine.
– Sí, me gusta mucho. Lo único, y es una tontería, es que el barrio no tenga nombre. Está al oeste de Kips Bay, por abajo de Murray Hill, por arriba de Gramercy y, por supuesto, muy al este de Chelsea. Alguna gente empezó a llamarlo Curry Hill, ¿sabéis?, por todos los restaurantes hindúes.
– ¿Eres soltera, Pam?
La muchacha hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Vives sola?
– Con mi perro. No es más que un perrito faldero, pero mucha gente no se te mete en casa si hay un perro, cualquiera que sea su tamaño. Simplemente les tienen miedo a los perros, punto.
– ¿Querrías contarme qué ocurrió, Pam?
– ¿Quieres decir el incidente?
– Exactamente.
– Sí. Supongo que sí. Para eso estamos aquí, ¿no?
Era una noche de verano, a mediados de semana. Estaba a dos manzanas de su casa, en la esquina de Park y Veintiséis, esperando que la luz del semáforo cambiara cuando apareció la furgoneta. Frenó y un tipo le gritó preguntándole por unas señas, pero ella ni siquiera pudo entender el nombre de dónde quería ir.
El hombre bajó de la furgoneta y le explicó que tal vez tuviera el nombre del lugar equivocado, pero que así estaba escrito en el albarán, y ella fue con él a la parte trasera del vehículo. El hombre la abrió y había otro hombre dentro y los dos tenían cuchillos. La hicieron subir atrás, con el segundo hombre, y el conductor volvió al volante de la furgoneta y partió.
En este punto la interrumpí porque quería saber por qué había sido tan complaciente para subir a la furgoneta. ¿Vio gente alrededor? ¿Alguien había presenciado el rapto?
– Tengo los detalles un poco borrosos -aseguró.
– Está bien.
– Ocurrió con mucha rapidez.
– Pam, ¿te puedo hacer una pregunta? -terció Elaine.
– Bueno.
– Estás en la profesión, ¿verdad, querida?
¿Cómo es que no me había dado cuenta antes?
– No sé lo que quieres decir -dijo Pam, a la defensiva.
– Estabas trabajando aquella noche, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabes?
Elaine cogió la mano de la chica.
– No tengas miedo -le dijo-. Nadie va a acusarte, nadie está aquí para juzgarte, está bien.
– Pero ¿cómo te…?
– Bueno, es un recorrido conocido, ¿no? Esa parte de Park Avenue South… Pero supongo que lo intuí antes. Cariño, yo nunca estuve en las calles, pero he estado en el oficio durante casi veinte años.
– ¡No!
– Francamente, sí. En este mismo piso, lo compré cuando se formó la comunidad de propietarios. He aprendido a llamarlos clientes en lugar de primos y, cuando me va bien, a veces digo que soy historiadora de arte. He sido muy inteligente en cuanto a mis ahorros, durante unos cuantos años, pero estoy en la vida igual que tú, querida. De manera que puedes contárnoslo tal y como ocurrió.
– ¡Santo Cielo! -dijo ella-. En realidad, ¿sabes una cosa? Es un alivio, porque yo no quería venir aquí y contaros un cuento, ¿sabéis? Pero me parecía que no tenía ninguna opción.
– ¿Porque pensaste que te lo íbamos a reprochar?
– Lo suponía, no sé. Y debido también a lo que les conté a los policías.
– ¿Los policías no sabían que estabas haciendo la calle? -le pregunté.
– No.
– ¿Ni siquiera se lo plantearon? ¿No te habían visto nunca?
– Eran policías de Queens.
– ¿Por qué se harían cargo del caso los policías de Queens?
– Por el lugar donde aparecí. Yo estaba en el Hospital General de Elmhurst, que está en Queens, así que los policías eran de allí. ¿Qué saben ellos de Park Avenue South?
– ¿Por qué terminaste en el Hospital General de Elmhurst? No importa, ya llegaremos a eso. ¿Por qué no empiezas por el principio?
– Lo iba a intentar.
Era una tarde de verano, a mediados de semana. Estaba a dos manzanas de su casa, en el cruce de Park y la 26, esperando que alguien la llamara, cuando la furgoneta se detuvo y un tipo le hizo señas para que se acercara. Ella se dio la vuelta y subió al asiento del copiloto. El hombre condujo a lo largo de un par de manzanas, giró por una travesía y aparcó delante de una boca de incendios.
Pammy pensaba que tendría que chupársela, porque estuvo sentado al volante durante veinte o veinticinco minutos, aunque quizás sólo fueran cinco. Los tipos que van en coche lo que quieren casi siempre es una felación y se lo exigían allí mismo, en el coche. A veces, la querían con el coche en marcha, lo que a ella le parecía una locura. Imagínate. Los tipos que se acercaban andando, en general buscaban un hotel, y el Elton, entre la 26 y Park, era razonable y conveniente para eso. Además, siempre estaba su propio piso, pero ella casi nunca llevaba allí a nadie, a menos que estuviera desesperada, porque no creía que fuera seguro. Además, ¿quién querría joder en la cama donde ella dormía?
No vio al tipo de atrás hasta que el otro aparcó la furgoneta. No supo que estaba allí hasta que le rodeó el cuello con el brazo y le tapó la boca con la mano.
– ¡Sorpresa, Pammy! -exclamó.
¡Mierda, qué susto! Se quedó helada mientras el conductor reía y le metía las manos bajo la blusa y le sobaba las tetas. Tenía unos senos grandes y había aprendido a vestirse para exhibirlos en la calle con una camiseta de tirantes o una blusa provocativa, porque a los hombres que les gustaban las tetas, les gustaban así. Por eso lo mejor era poner el género en el escaparate. Fue derecho al pezón, se lo retorció, le dolió y ella supo que aquellos dos iban en plan serio.
– Nos iremos todos atrás -dijo el conductor-. Más intimidad, más lugar donde estirarse. Nos vendría bien estar cómodos, ¿no, Pammy?
Ella detestaba la manera en que decían su nombre. Se había presentado como Pam, no como Pammy, y lo decían de una manera burlona muy desagradable.
Cuando el hombre de atrás le destapó la boca, ella le dijo:
– Mirad, nada de brutalidad, ¿eh? Cualquier cosa que queráis; os haré pasar un rato muy bueno, pero nada de brutalidades, ¿eh?
– ¿Tomas drogas, Pammy?
Les dijo que no, porque no lo hacía. No le interesaban mucho las drogas.
Fumaba un cigarrillo de marihuana si alguien se lo tendía, y la cocaína era agradable, pero en realidad nunca compraba. A veces la invitaban a una raya y se sentían insultados si una no mostraba interés y, de todos modos, a ella le gustaba bastante. Tal vez pensaran que la excitaba, que la calentaba más, como cuando a veces se encuentra un tipo que se pone un toque de cocaína en el pene, como si eso fuera algo tan especial para una que, cuando se lo hicieras, la felación fuese más buena todavía.
– ¿Eres adicta, Pammy? ¿Por dónde te das? ¿Por la nariz? ¿Entre los dedos del pie? ¿Conoces a algún traficante de los gordos? ¿Tienes un amigo que trafica, quizás?
Preguntas verdaderamente estúpidas. Como si no tuvieran un objetivo, como si más o menos bastara con hacer la pregunta. Sin embargo, era uno de ellos, el conductor, quien las hacía. Era el que estaba totalmente obsesionado por el tema de las drogas. El otro se dedicaba más a insultarla. «Coño apestoso, puta de mierda» y cosas así. Nauseabundos, si permitías que te afectara, pero en realidad muchos tipos son así cuando se excitan. Un tipo, al que ella se la debía de haber chupado cuatro o cinco veces, siempre en el coche, y que siempre era muy cortés, muy considerado antes y después, nunca brusco, pero siempre era la misma historia cuando ella se lo estaba haciendo y él estaba a punto de correrse. «Ah, tienes un coño de puta, un coño de puta, pero me gustaría que estuvieras muerta. Oh, quiero que te mueras, quisiera que estuvieras muerta, coño de mierda.» Horrible, sencillamente horrible, pero, salvo por eso, era un perfecto caballero y pagaba cincuenta dólares cada vez y nunca tardaba en tener el orgasmo. Entonces, ¿qué problema había si ella lo hacía bien con la boca?
Pasaron, pues, a la parte trasera de la furgoneta, que estaba bien preparada con un colchón, lo que de verdad la hacía cómoda, y habría sido cómoda si ella hubiese podido relajarse, pero no podía con aquellos tipos, porque eran demasiado raros. ¿Cómo podía una relajarse?
Le hicieron quitarse todo, hasta la última prenda, lo que era un incordio, pero ella sabía que no debía discutir. Y luego, bueno, la follaron por turno, primero el conductor, luego el otro. Esa parte era muy rutinaria, salvo por supuesto que estaban los dos y que cuando el segundo hombre se lo estaba haciendo el conductor le pellizcaba los pezones. Dolía, pero ella sabía que era mejor no decir nada y, de todos modos, sabía que él se daba cuenta de que dolía. Por eso lo hacía.
Los dos la follaron y los dos la dejaron, lo que era alentador, porque lo malo era cuando a un tipo no se le bajaba o no podía correrse, pues es entonces cuando una corre peligro ya que a veces el tío se pone violento, como si una tuviera la culpa. Después de que el segundo gimió y se corrió, Pammy dijo:
– Ha sido grandioso, chicos. Lo hacéis muy bien. Ya puedo vestirme, ¿verdad?
Entonces fue cuando le enseñaron el cuchillo.
Una navaja, una navaja grande que la asustó. El segundo hombre, el boca sucia, tenía el cuchillo en la mano y bramó:
– No vas a ninguna parte, coño de mierda.
Y Ray se enfureció:
– Vamos todos a algún lado. Vamos a dar una vueltecita, Pammy.
Ése era su nombre, Ray, el otro lo llamaba Ray, así es como ella lo supo. Si oyó el nombre del otro, no se enteró. Pero el conductor era Ray.
Salvo que cambiaron. El otro se sentó al volante y Ray permaneció atrás con ella, quedándose con el cuchillo y, por supuesto, no le permitió que se pusiera la ropa.
Aquí es donde lo sucedido se hacía realmente difícil de recordar. Ella estaba en la parte trasera de la furgoneta, estaba oscuro y no podía ver fuera y andaban y andaban y no tenía idea ni de dónde estaban ni adónde iban. Ray le volvió a preguntar por las drogas. Parecía obsesionado por el tema, le dijo que los drogadictos sólo buscaban morirse, que era un viaje fatal y que todos deberían recibir lo que estaban buscando.
Le hizo chupársela. Eso era mejor, pues al menos él estaría callado, concentrado.
Luego volvieron a pararse, Dios sabe dónde, y entonces hubo un montón de sexo. Se turnaron con ella y lo hicieron mucho tiempo. Ella estaba tan agotada que, por momentos, perdía la consciencia. No sabía qué pasaba a su alrededor, pero se daba cuenta de que ellos ya no se corrían. Y prolongaban su ir y venir de manera interminable, agotadora, ora por delante, ora por detrás. Finalmente se dio cuenta de que no era siempre el pene lo que le metían, pero no pudo determinar qué tipo de objeto utilizaban. Alguna de las cosas dolía, otras no. Pero la sensación era horrible, horrible, sobre todo a partir del momento en que se dio cuenta de lo que iba a ocurrir. Y, cosa extraña, en lugar de desesperarse, la invadió una gran serenidad. Porque, finalmente, se había dado cuenta de que iba a morir. Y la evidencia la sumía en la más absoluta tranquilidad. Por supuesto que no quería morir.
Sabía que iba a morir y no le importaba porque, como se decía a sí misma, sabría controlar la situación. Era este convencimiento el que la serenaba y le hacía aceptar con resignación lo inevitable. Pero cuando ella comenzaba a disfrutar de este sentimiento de sosiego, Ray la sacó de su ensimismamiento.
– ¿Sabes una cosa, Pammy? Vas a tener una oportunidad. Te vamos a dejar vivir.
Entonces los dos discutieron porque el otro quería matarla, pero Ray decía que podían dejarla ir, que era una puta, que a nadie le importaban las putas.
Pero ella no era cualquier puta, decía él. Tenía el mejor par de tetas de la calle. Le dijo:
– ¿Te gustan, Pammy? ¿Estás orgullosa de ellas?
Ella no sabía qué tenía que decir.
– ¿Cuál es tu favorita? Vamos, una dos, una dos, ¿cuál? Elige una, Pammy. Pammy.
Decía su nombre con un sonsonete insoportable, como un niño insolente.
– Elige una tetita, Pammy. ¿Cuál es tu favorita?
Y tenía algo en la mano, una especie de lazo de alambre cobrizo a la luz mortecina.
– Elige la que quieres conservar, Pammy. Una para ti y otra para mí. Es justo, ¿no, Pammy? Puedes conservar una y yo me quedaré con la otra, y es tu elección, Pammy, tienes que elegir. Putita caliente, tienes que elegir una. Es la decisión de Pammy. ¿Recuerdas La decisión de Sophie? Pero allí se trataba de críos y aquí hablamos de tetas. Pammy, será mejor que elijas una o te arranco las dos.
¡Estaba loco! ¿Y qué podía hacer ella? ¿Cómo podía elegir un pecho? Tenía que haber alguna manera de ganar aquel juego, pero ella no podía pensar en ninguna.
– Míralo, Pammy, las toco y los pezones se ponen duros. Te calientas hasta cuando tienes miedo, incluso cuando estás llorando, putita. Elige una, Pammy, ¿cuál será? ¿Ésta? ¿O ésta? ¿Qué estás esperando, Pammy? ¿Estás tratando de ganar tiempo? ¿Estás intentando que me cabree? Vamos, Pammy, vamos. Toca la que quieres conservar…
Dios santo, ¿qué podía hacer ella?
– ¿Ésa? ¿Estás segura, Pammy?
– Bueno, creo que es una buena elección, una elección excelente. Así que ésa es tuya y ésta es mía, y un trato es un trato, y un negocio es un negocio, de forma que uno no puede echarse atrás, Pammy.
El alambre formaba un aro alrededor del pecho. El hilo se prolongaba en dos cabos, rematado cada uno de ellos por sendas manillas de madera, como esos artilugios que se usan para alzar bultos pesados. Ray mantenía las manillas separadas y, de pronto, dando un tirón…
Y ella salió de su cuerpo. Limpiamente, sin más. Flotaba sin cuerpo en el aire, sobre la furgoneta, y podía mirar para abajo a través del techo de la furgoneta y mirar, mirar cómo el alambre le atravesaba la carne como si fuera un líquido, ver cómo el pecho se apartaba lentamente del resto de su cuerpo, ver cómo brotaba la sangre.
Mirar hasta que la sangre ocupó la totalidad de su visión, mirando cómo se oscurecía y se oscurecía hasta que el mundo se puso negro.