177699.fb2 Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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15

El martes me acosté tarde y cuando desperté Elaine ya se había ido. Una nota en la mesa de la cocina me decía que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Me serví el desayuno y vi la televisión un rato. Después salí y anduve caminando aproximadamente durante una hora, hasta terminar en el edificio Citicorp, a tiempo para la reunión del mediodía. Luego fui a ver una película en la Tercera Avenida, fui andando hasta el Frick, donde vi las pinturas, después cogí un autobús que baja por Lexington y llegué a tiempo a la reunión de las cinco y media, a una manzana de la estación Grand Central, donde los pasajeros se afanaban por llegar al vagón restaurante.

La charla versaba sobre el undécimo paso, el que se refiere a tratar de conocer la voluntad de Dios por medio de la oración y la meditación, lo cual hizo que la mayor parte de la discusión fuese inexorablemente espiritual. Cuando salí, decidí obsequiarme con un taxi. Dos pasaron de largo y cuando un tercero frenó, una mujer vestida con un traje sastre y una corbata rizada me empujó con un codazo y me lo quitó. Yo no había orado ni meditado, pero no me preocupé mucho por calcular cuál habría sido la voluntad de Dios al respecto. Él quería que yo volviera a casa en metro.

Tenía mensajes para telefonear a John Kelly, Drew Kaplan y Kenan Khoury. Me pareció que era demasiada gente con la misma inicial, y eso que no había tenido noticias de los Kong todavía. Había un cuarto mensaje de uno que no había dejado nombre sino sólo un número. Con toda perversidad, ésta fue la llamada que efectué primero.

Marqué el número y, en lugar de sonar, respondió con un tono. Pensé que había quedado desconectado y colgué. Lo cogí de nuevo, volví a marcar y, cuando sonó el tono, marqué mi propio número y colgué.

Antes de que pasaran cinco minutos, sonó mi teléfono. Descolgué y TJ estaba al aparato:

– Hola, Matt, amigo mío. ¿Qué pasa?

– Tienes un busca.

– Te sorprendí, ¿eh? Hombre, cobré quinientos dólares, todos de golpe. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Comprar bonos del Tesoro? Tenían una oferta especial. Te daban un teléfono portátil y los primeros tres meses de servicio por ciento noventa y nueve dólares. Si quieres uno, te acompaño a la tienda para asegurarme de que te tratan bien.

– Esperaré un tiempo. ¿Y qué pasa después de los tres meses? ¿Te lo retiran?

– No, es de mi propiedad, hombre. Tengo que pagar un tanto al mes para que siga funcionando. Dejo de pagar, sigo siendo el dueño, pero llamas y no pasa nada.

– No tiene mucho sentido tenerlo, entonces.

– Sin embargo, un montón de tarados los tienen. Los usan todo el tiempo y nunca los oyes sonar porque no han pagado para seguir en funcionamiento.

– ¿Cuál es la cuota mensual?

– Me la dijeron, pero me olvidé. No importa. Tal como me lo supongo, cuando hayan pasado los tres meses me habrás aumentado la paga mensual por tenerme a tu entera disposición.

– ¿Por qué haría yo eso?

– Porque yo soy indispensable, hombre. Pieza clave de tu operación.

– Porque eres muy ingenioso.

– ¿Lo ves? Te estás dando cuenta.

Probé de encontrar a Drew, pero no estaba en su oficina y no quería molestarlo en su casa. No llamé ni a Kenan Khoury ni a John Kelly, pues supuse que podían esperar. Me detuve a la vuelta de la esquina para comer un pedazo de pizza y tomar una Coca-Cola y fui a St. Paul para asistir a la tercera reunión del día. No podía recordar la última vez que había ido a tantas reuniones, pero hacía mucho tiempo.

No era porque me sintiera en peligro de beber. La idea de un trago nunca había estado más lejos de mi mente. Ni siquiera me sentía acosado por problemas ni incapaz de tomar una decisión.

Me daba cuenta de que lo que sí tenía era una sensación de agotamiento. La noche pasada en vela en el Frontenac se cobraba su tributo, aunque sus efectos habían sido muy bien compensados por un par de buenas comidas y nueve horas de sueño ininterrumpido. Había trabajado duro en el caso, había dejado que me absorbiera por completo y ahora estaba agotado.

Lo que no estaba agotado era el caso. Los asesinos no habían sido identificados ni mucho menos aprehendidos. Yo había hecho lo que reconocía como un excelente trabajo detectivesco, que había dado resultados significativos, pero el caso mismo no había llegado a nada que se asemejara a una conclusión. De manera que el agotamiento que sentía no era parte de un glorioso sentimiento de plenitud. Cansado o no, tenía promesas que cumplir y kilómetros que recorrer.

De manera que fui a otra reunión, un lugar seguro y descansado. Hablé con Jim Faber en el intermedio y salí con él al fin de la reunión. El no tenía tiempo para tomar un café, pero lo acompañé la mayor parte del camino hasta su apartamento y terminamos de pie en una esquina charlando durante varios minutos. Luego volví a casa y una vez más no llamé a Kenan Khoury, pero sí a su hermano. Su nombre salió a colación en mi conversación con Jim, y ninguno de los dos recordaba haberlo visto la última semana. De manera que marqué el número de Peter, pero no hubo respuesta. Llamé a Elaine y charlamos unos minutos. Mencionó que Pam Cassidy había llamado para decir que no volvería a llamar. Es decir, que Drew le había dicho que no se pusiera en contacto conmigo o con Elaine por el momento, y ella quería que Elaine lo supiera, para que no se preocupara.

Lo primero que hice a la mañana siguiente fue llamar a Drew. Me contó que todo había ido bastante bien y que había encontrado a Kelly obstinado, pero bastante razonable.

– Si quieres pedir un deseo -sugirió-, pide que el tipo resulte ser rico.

– ¿Kelly? Uno no se hace rico en Homicidios. Allí no hay dinero mal ganado.

– No, no me refiero a Kelly. Hablo de Ray.

– ¿De quién?

– Del asesino -aclaró-. El tío del alambre. ¿Es que no escuchas ni a tu propia cliente?

No era mi cliente, pero él no lo sabía. Le pregunté para qué diablos querríamos que Ray resultara ser rico.

– Para que podamos exprimirlo en un juicio.

– Yo esperaba verlo encerrado para el resto de su vida.

– Sí, yo tengo la misma esperanza -declaró-, pero los dos sabemos lo que puede pasar en un juicio criminal. Pero algo que sé muy bien es que, si por lo menos enjuician al hijo de puta, puedo conseguir un juicio civil y sacarle hasta el último centavo. Pero eso sólo vale la pena emprenderlo si él tiene dinero.

– Nunca se sabe -concluí.

Lo que sí sabía era que no había demasiados millonarios que vivieran en Sunset Park, pero no quería mencionarle Sunset Park a Kaplan y, de todos modos, no tenía ningún motivo para suponer que los dos, o los tres, si estábamos tratando con tres, vivieran allí. Por lo que yo sabía, Ray tenía una suite en el Pierre.

– Sé que me gustaría encontrar a alguien a quien demandar -dijo-. Quizá los hijos de puta hayan usado la furgoneta de alguna firma. Quisiera encontrar a algún demandado colateral en algún punto, la única manera, al menos, de poder conseguirle a ella un arreglo decente. Lo merece, después de lo que pasó.

– Y de esa manera tu trabajo pro bono terminaría siendo lucrativo, ¿no?

– ¿Y qué? No hay nada de malo en eso, pero debo decirte que mi beneficio en esto no es mi principal preocupación. En serio.

– Está bien.

– Es una chica muy buena -dijo-. Dura y valiente, pero tiene su parte inocente, ¿sabes lo que quiero decir?

– Lo sé.

– Y esos hijos de puta realmente se lo hicieron pasar mal. ¿Te mostró lo que le hicieron?

– Me lo contó.

– A mí también me lo contó, pero además me lo enseñó. Uno cree que el conocimiento lo prepara, pero créeme, el impacto visual es apabullante.

– Oye, ¿no te mostró también lo que le queda, para que pudieras apreciar la magnitud de la pérdida?

– Tienes una mente retorcida. ¿Lo sabías?

– Lo sé -admití-. Al menos, eso es lo que todos me dicen.

Llamé a la oficina de John Kelly y me dijeron que estaba en el tribunal. Cuando le di mi nombre, el policía con el que estaba hablando dijo:

– ¡Ah, quería hablar con usted! Deme su número, yo mismo lo localizaré.

Poco después, Kelly se comunicó conmigo y acordamos encontrarnos en un lugar llamado The Docket, en la esquina del ayuntamiento. El lugar era nuevo para mí, pero tenía la atmósfera de otros lugares que conocía en el distrito comercial de Manhattan, bares, restaurantes con una clientela que iba de policías a abogados, y un decorado en el que resaltaban mucho bronce y mucha madera oscura.

Kelly y yo nunca nos habíamos visto: un punto que a los dos se nos pasó por alto cuando concertamos el encuentro, pero no tuve ninguna dificultad en reconocerle. Era idéntico a su padre.

– Me he pasado oyendo eso toda la vida -dijo.

Se llevó su cerveza de la barra y ocupamos una mesa en el fondo. Nuestra camarera tenía la nariz chata y un buen humor contagioso. Conocía a mi compañero. Cuando le preguntó por el fiambre ahumado, le dijo:

– No está suficientemente magro para ti, Kelly. Cómete la ternera.

Comimos sendos bocadillos de pan de centeno con ternera. La carne estaba cortada en abundantes lonchas muy finas. La guarnición consistía en patatas fritas crujientes y una salsa de rábano picante que podía llenarle los ojos de lágrimas a una estatua.

– ¡Buen lugar! -dije.

– Es insuperable. Siempre como aquí.

Tomó otra botella de Molson's con el bocadillo. Yo pedí una naranjada y, como la camarera hiciese un gesto negativo con la cabeza, le dije que tomaría una Coca-Cola. Vi que Kelly tomaba nota mental de aquello, aunque no hizo ningún comentario. Cuando la chica trajo las bebidas, dijo:

– Tú bebías antes.

– ¿Tu padre te mencionó eso? No bebía mucho cuando le conocí.

– No lo supe por él. Hice unas cuantas llamadas, anduve preguntando. Entiendo que tuviste problemas con eso y luego lo dejaste.

– Se podría decir que sí.

– Comprendo. Una gran organización esa de los Alcohólicos Anónimos, a juzgar por todo lo que oigo sobre ella.

– Tiene sus puntos buenos. Pero no es el lugar donde estar si deseas un trago decente.

Tardó un segundo en darse cuenta de que yo bromeaba. Rió y luego dijo:

– ¿De allí es de donde conoces a ese amigo misterioso?

– No te voy a contestar a eso.

– ¿No estás en disposición de poderme contar algo sobre él?

– No.

– Está bien. No voy a causarte ningún problema al respecto. Conseguiste que ella viniera. Tengo que concederte eso. Por cierto, que no me encanta cuando una testigo aparece con las manos unidas a las de su abogado, pero dadas las circunstancias tengo que admitir que es la movida más adecuada para ella. Y Kaplan no es demasiado ruin. Te haría hacer el ridículo en el tribunal si pudiera, pero, qué diablos, ése es su trabajo y todos son así. ¿Qué vas a hacer, ahorcarlos a todos?

– Hay gente que no creería que fuera una idea del todo mala.

– Estás hablando de la mitad de la gente que hay en este lugar, y la otra mitad son abogados. Pero, qué diablos, Kaplan y yo estuvimos de acuerdo en mantener este asunto en el más absoluto secreto, por lo que a la prensa se refiere. Él dijo que estaba seguro de que tú también estarías de acuerdo.

– Claro.

– Si tuviéramos un buen esbozo de los dos criminales, sería diferente, pero reuní a la chica con un artista y lo mejor que pudimos conseguir fue una imagen en la cual cada uno de ellos tenía dos ojos, una nariz y una boca. No está segura de las orejas, cree que tenían dos cada uno, pero no quiere comprometerse. Sería como poner la imagen del pin de la sonrisa en la página cinco del Daily News: «¿Ha visto a este hombre?». Lo que tenemos es la vinculación entre los tres casos que ya estamos tratando de forma oficial como homicidios en serie, pero ¿ves alguna ventaja en hacerlo público? Aparte de que la gente se cague de miedo, ¿qué se consigue?

No nos entretuvimos con el almuerzo. Él tenía que volver a las dos para testificar en el juicio de un homicidio vinculado con la droga, que era la clase de cosas que le impedía abandonar su escritorio alguna vez.

– Y es difícil que te siga importando que se maten los unos a los otros -dijo- o que sigas partiéndote en dos para tratar de atraparlos por eso. Quisiera que legalizaran toda esa mierda, y te juro por Dios que nunca creí que me oiría a mí mismo decir esto.

– Jamás pensé que oiría a un policía decirlo.

– Ahora se oye continuamente. Los policías, los fiscales, todos. Incluso los tipos de la DEA están tocando la misma vieja melodía. «Estamos ganándole la guerra a las drogas. Provéannos de las herramientas necesarias y remataremos el trabajo.» No sé, tal vez ellos se lo crean de verdad, pero los demás no podemos ser más escépticos. Yo me conformo con creer en el ratoncito Pérez. Así al menos puedes encontrar una moneda debajo de la almohada.

– ¿Cómo puedes pensar que legalicen el crack?

– Ya lo sé. Es un veneno. Mi favorita sigue siendo el polvo de heroína. Un tipo normalmente pacífico que prueba el polvo entra en una especie de obnubilación y reacciona con violencia. Despierta, horas más tarde, y alguien está muerto y él no recuerda nada, ni siquiera te puede decir si disfrutó del vuelo. ¿Si me gustaría verlos vender polvo en el puesto de golosinas de la esquina? Dios santo, no puedo decir que sí, pero ¿se alejarían un poco más de él de lo que lo hacen ahora, si lo vendieran en las calles, frente al kiosco de golosinas?

– No lo sé.

– Nadie lo sabe. El hecho es que no están vendiendo tanto polvo de heroína últimamente, pero no porque la gente se aleje de él. El crack está ocupando gran parte del mercado del polvo de heroína. De manera que hay buenas noticias del mundo de las drogas, dicen los fanáticos del deporte. El crack nos está ayudando a ganar esa guerra.

Compartimos la cuenta y nos dimos la mano en la acera. Estuve de acuerdo en ponerme en contacto con él, si pensaba en algo que él tuviera que saber, y por su parte dijo que me mantendría informado si llegaba a tener algo de suerte en el caso.

– Puedo asegurarte que habrá bastante mano de obra dedicada a esto -dijo-. A estos tipos queremos retirarlos de la circulación cuanto antes mejor.

Le había dicho a Kenan Khoury que iría para allá más tarde, así que me encaminé en esa dirección. The Docket está en Joralemon Street, donde Brooklyn Heights empalma con Cobbie Hill. Anduve hacia el este, hacia Court Street, y, bajando por Court hasta Atlantic, pasé por la oficina de Drew Kaplan y por el establecimiento sirio al que había ido con Peter Khoury. Doblé por Atlantic para poder pasar por la tienda de Ayoub y visualizar el escenario del secuestro in situ, otra expresión latina que Drew podría poner al lado de pro bono. Pensé coger un autobús en dirección sur, pero cuando llegué a la Cuarta Avenida vi que arrancaba uno y, de todos modos, era un hermoso día primaveral y yo disfrutaba con el paseo.

Anduve un par de horas. Conscientemente, nunca planeé recorrer a pie todo el camino hasta Bay Ridge, pero eso es lo que terminé haciendo. Al principio sólo había pensado en caminar ocho o diez manzanas y luego coger el primer autobús que pasara. Cuando llegué a la primera de las calles numeradas, me di cuenta de que estaba aproximadamente a un kilómetro y medio del cementerio Green-Wood. Atajé hacia la Quinta Avenida, anduve hasta el cementerio, entré y estuve paseando entre las tumbas durante diez o quince minutos. El césped brillaba como nunca, excepto al comienzo de la primavera, y había muchas flores primaverales alrededor de las lápidas, junto con otras, artificiales y de plástico, puestas en urnas.

El cementerio abarca una gran extensión de terreno y yo no sabía en qué sector habían encontrado a Leila Álvarez, aunque es posible que apareciera alguna referencia en la reseña de prensa. Si era así, lo había olvidado hacía tiempo. Pero ¿qué más daba? No iba a descubrir nada sintonizando las vibraciones que emanaran del pedazo de césped donde la habían encontrado. Estoy dispuesto a creer que algunos puedan conseguirlo, que puedan servirse de ramitas de sauce o de avellano para encontrar objetos perdidos y niños desaparecidos, hasta pueden ver auras que escapan a la vista (aunque no estaba seguro de que concedieran tales poderes a la última amiga de Danny Boy). Pero yo, por mi parte, no podía ver nada de nada.

Sin embargo, el solo hecho de estar en un lugar podría sugerir una idea, permitir una conexión mental, que de otro modo tal vez nunca se produciría. ¿Quién sabe cómo funciona el proceso?

Tal vez fui allí en busca de alguna clase de conexión con la pobre chica Álvarez. Tal vez sólo quería pasar unos minutos caminando sobre la verde hierba, mirando las flores.

Entré en el cementerio por la Calle 25 y salí siete manzanas y media más al sur, a la 34. Para llegar allí me había abierto paso por todo Park Slope y estaba en el límite norte del sector de Sunset Park y sólo a un par de manzanas del pequeño parque que da nombre al barrio.

Caminé hasta el parque y lo crucé. Luego, uno a uno, me abrí camino hacia los seis teléfonos públicos desde los que habían llamado a casa de Khoury, empezando por el que está en New Utrecht Avenue, a la altura de la Calle 41. El que más me interesaba estaba en la Quinta Avenida, entre la 49 y la 50. Ése era el teléfono que habían usado dos veces, el que parecía estar más cerca de su base de operaciones. A diferencia de los otros teléfonos, no estaba situado en la calle sino dentro de la entrada de una lavandería automática que estaba abierta las veinticuatro horas.

Había dos mujeres en el lugar, ambas gordas. Una doblaba ropa, mientras la otra estaba sentada en una silla, inclinada contra la pared de cemento, leyendo un ejemplar de la revista People con la foto de Sandra Dee en la portada. Ninguna de las dos prestaba la menor atención a la otra, ni a mí. Dejé caer una moneda de veinticinco centavos en la ranura del teléfono y llamé a Elaine. Cuando contestó, le pregunté:

– ¿Sabes si todas las lavanderías automáticas tienen teléfono? ¿Es algo corriente? ¿Siempre se puede encontrar un teléfono público en una lavandería?

– ¿Tienes idea de los años que hace que espero que me hagas esa pregunta?

– ¿Y bien?

– Es halagador que creas que lo sé todo, pero debo decirte algo. Hace años que no piso una lavandería. Más aún, ni siquiera estoy segura de haber estado alguna vez en una. Tenemos lavadoras en el sótano. De manera que no puedo contestar a tu pregunta, pero puedo hacerte otra. ¿Por qué?

– Dos de las llamadas a Khoury la noche del secuestro venían de un teléfono público en una lavandería automática en Sunset Park.

– Y estás en ella en este preciso momento. Me estás llamando desde ese mismo teléfono.

– Así es.

– ¿Y? ¿Qué importancia tiene si otras lavanderías tienen teléfonos? No me lo digas, lo deduciré yo misma. No puedo explicármelo. ¿Por qué?

– Estuve pensando que tenían que vivir muy cerca para que se les ocurriera usar este teléfono. No se ve desde la calle, de manera que, a menos que uno viva a una o dos manzanas de él, no se pensaría en usarlo cuando se necesitara hacer una llamada. A menos que todas las lavanderías automáticas del mundo tengan teléfono público.

– Pues bien, no sé qué pasa con las lavanderías automáticas. No hay ningún teléfono en nuestro sótano. ¿Qué haces tú con tu ropa para lavar?

– ¿Yo? Hay una lavandería en la esquina de mi hotel.

– ¿Tiene teléfono?

– No lo sé. Dejo la ropa por la mañana y la recojo por la noche, si me acuerdo. Ellos lo hacen todo. Se la doy sucia y me la devuelven limpia.

– Apuesto a que no la separan por colores.

– ¿Qué es eso?

– No tiene importancia.

Salí de la lavandería y tomé un café con leche en el local cubano de la esquina. Había hablado desde ese teléfono el muy hijo de puta. Y yo estaba muy cerca de él.

Tenía que vivir en el vecindario. Y no sólo en la zona, sino casi seguramente a una manzana o dos de la lavandería. No me resultaba difícil empezar a creer que podía sentir su presencia en un radio de pocos metros de donde yo estaba sentado. Pero todo eso era una porquería. Yo no tenía que recoger vibraciones. Todo lo que tenía que hacer era imaginarme lo que debió de ocurrir.

La eligieron cuando salió de su casa, la siguieron hasta D'Agostino, dejaron de hacerlo cuando el dependiente del supermercado la acompañó hasta el coche y luego volvieron a seguirla hasta Atlantic Avenue. La raptaron cuando salió de la tienda de Ayoub y se fueron con ella en la parte trasera de la furgoneta. ¿Y se dirigieron hacia dónde?

A cualquier sitio, entre una docena de lugares posibles. Una calle lateral de Red Hook. Un callejón detrás de un almacén. Un garaje.

Había un intervalo de varias horas entre el secuestro y la primera llamada telefónica, y me imaginaba que habían pasado una buena parte de esas horas haciéndole a ella lo que le habían hecho a Pam Cassidy. Después de su muerte, se dirigieron a su casa y dejaron el coche en su propio aparcamiento, si es que ya no estaban allí. La furgoneta, que llevaba un letrero que la identificaba como perteneciente a una empresa de TV de Queens, recibiría atención cosmética. Taparían las letras impresas o las eliminarían con un lavado si habían empleado pintura lavable. Si tenían la infraestructura adecuada en el garaje, hasta podían pintarla de otro color.

Y entonces ¿qué? ¿Un curso acelerado de «Carnicería para Principiantes»? Podrían haberlo hecho entonces o podrían haber esperado hasta más tarde. No tenía importancia.

Luego, a las 3.38, la primera llamada. A las 4.01, la segunda, es decir, la primera llamada de Ray desde la lavandería automática. Y más llamadas, hasta que, a las 8.01, la sexta mandó a los Khoury a entregar el dinero. Después de haber hecho la llamada, Ray u otro hombre estaría en condiciones de vigilar el teléfono público de Flatbush y Farragut, marcando su número cuando Khoury se acercara.

¿Era necesario eso? Le habían dicho a Kenan que estuviera allí a las ocho y media. Podrían haber llamado a intervalos de un minuto comenzando pocos minutos antes de la hora señalada. Cada vez que Khoury llegaba y contestaba el teléfono, tendría la impresión de que le llamaban cuando él y su hermano llegaban con el coche.

Sin importancia. Comoquiera que lo hubieran hecho, la cosa es que hicieron la llamada y Kenan la atendió y fueron a Veterans Avenue, donde es probable que uno o más de los secuestradores ya estuvieran instalados. Se produjo otra llamada, coordinada probablemente con la llegada de los Khoury, ya que los secuestradores querrían estar, en este caso, en condiciones de vigilar cuando los Khoury dejaran el dinero.

Una vez que lo hubieron dejado, una vez que se habían librado de ellos, una vez que fue evidente que ninguno de los dos se había quedado para vigilar el coche, Ray y su amigo, o amigos, se apoderaron del dinero y alzaron el vuelo.

No. Por lo menos uno de ellos se quedó en el lugar y observó cómo los Khoury buscaban en el coche, sin encontrar a Francine. Luego se hizo la llamada diciéndoles que volvieran a casa, que ella regresaría antes que ellos. Y luego, mientras los Khoury realmente volvían a Colonial Road, los secuestradores regresaban a su base de operaciones. Estacionaron la furgoneta y…

No, no. La furgoneta había quedado en el garaje. Todavía no la habían maquillado por completo, y era probable que el cadáver de Francine Khoury estuviera todavía en la parte de atrás. Habían usado otro vehículo para trasladarse hasta Veterans Avenue.

¿El Ford Tempo robado para la ocasión? Era posible. O un tercer coche, con el Tempo robado y escondido, para usarlo con un único fin: la entrega de los despojos.

Tantas posibilidades…

De una manera u otra, sin embargo, ya habían sacado el Tempo con el cuerpo de Francine. Habían descuartizado el cadáver, envuelto en plástico cada trozo y asegurado cada paquete con cinta adhesiva. Rompieron la cerradura del maletero, lo llenaron como se llena una lata para carne en conserva, fueron en dos coches hasta Colonial Road y, en la esquina, se metieron en un aparcamiento. Estacionaron el Tempo y, quienquiera que lo hubiese conducido, se reunió con su camarada en el otro coche y luego se fueron a casa.

Cuatrocientos mil dólares y la satisfacción de haber cometido su delito de manera impecable.

Quedaba una sola cosa por hacer. Una llamada telefónica para enviar a Khoury en busca del Ford estacionado. El trabajo está listo, uno arde de placer por el triunfo, pero hay que restregárselo por las narices. ¡Qué tentación usar el propio teléfono, el que está encima de la mesa! Khoury no había llamado a la policía, no se había cubierto las espaldas, se había separado sin demora del dinero, así que ¿cómo iba a saber nunca de dónde procedía la última llamada?

¡Qué diablos…!

Pero no, esperen un momento, lo han hecho todo bien hasta ahora, han sido estrictamente profesionales al respecto, así que ¿por qué estropearlo todo ahora? ¿Qué sentido tenía?

Por otra parte, no hay que ser fanático. Hasta ahora has usado un teléfono distinto para cada llamada y te has asegurado de que cada teléfono que usabas estaba por lo menos a un mínimo de seis manzanas de todos los demás. Para el caso de que hubiera un rastreo, para el caso de que detectaran uno de esos teléfonos.

Pero no lo hicieron. Eso ya está claro. No hicieron nada de eso, así que no hace falta tener ninguna precaución más de las que las circunstancias requieren. Usar un teléfono público sí, hacer por lo menos eso, pero usar el más conveniente de los alrededores, el que fue tu primera elección, aquel por el cual hiciste tu primera llamada.

Ya que estás allí, lávate la ropa, has estado haciendo un trabajo sangriento, te la has ensuciado, entonces ¿por qué no echar una carga de ropa sucia en la máquina?

No, eso sería difícil. No con cuatrocientos billetes de gran valor esperándote en la mesa de la cocina. No lavarías esa ropa. Te desharías de ella y comprarías ropa nueva.

Recorrí a pie, de arriba abajo, todas las calles a lo largo de dos manzanas desde la lavandería automática, trabajando en el marco del rectángulo formado por las Cuarta y Sexta Avenidas y las Calles 48 y 52. No creía estar buscando nada en particular, aunque probablemente hubiera mirado dos veces las furgonetas de reparto azules con rótulos en los costados. Lo que más deseaba era tantear el vecindario y ver si algo me llamaba la atención.

El barrio era socioeconómica y étnicamente variado, con casas desparramadas y desconchadas por el descuido y otras engalanadas por sus nuevos y pujantes propietarios, para habitarlas como casas unifamiliares. Había manzanas de casas en hilera, algunas todavía cubiertas con un desvencijado acolchado de piezas de aluminio y asfalto, otras despojadas de esa mejora, con los ladrillos vueltos a pintar. También había manzanas de casas aisladas de madera, con pequeños espacios de césped. Algunos de esos lugares cubiertos de césped se usaban para guardar el coche, mientras que otras tenían caminos para coches y garajes cerrados. En todas partes vi mucha vida callejera, muchas madres con niños pequeños, muchos chicos furiosamente llenos de energía, muchos hombres arreglando sus coches o sentados en los pórticos, bebiendo de latas que sacaban de bolsas de papel.

Cuando terminé de rastrear las líneas de la cuadrícula, no creía haber llegado a ninguna parte. Pero estaba razonablemente seguro de que había pasado por la casa del crimen.

Un poco más tarde estaba delante de otra casa donde había ocurrido otro asesinato.

Después de una visita al teléfono público situado más al sur, entre la 60 y la Quinta, me trasladé a la Cuarta Avenida, pasé por D'Agostino y llegué a Bay Ridge. Cuando llegué a Senator Street, me llamó la atención estar sólo a un par de manzanas de donde Tommy Tillary había asesinado a su esposa. Me preguntaba si podría encontrarla, después de tantos años, y al principio tuve dificultades, pues la buscaba en una manzana equivocada. Una vez que me di cuenta de mi error, la descubrí de inmediato.

Era algo más pequeña de lo que mi memoria la recordaba, como las aulas de la vieja escuela primaria, pero por lo demás estaba como yo recordaba que era. Me detuve delante de ella y miré hacia la ventana del altillo del tercer piso. Tillary había alojado a su esposa allí arriba, y luego la había bajado y la había matado, buscando que pareciera que la habían asesinado unos asaltantes.

Margaret, ése era su nombre. Me acordé. Margaret, pero Tommy la llamaba Peg.

La había matado por dinero. Ése me ha parecido siempre un motivo muy pobre para matar, pero tal vez yo le dé muy poco valor al dinero y mucho a la vida. Es, les aseguro, un motivo mejor que matar por placer.

Me había encontrado con Drew Kaplan en el transcurso de ese caso. Era el abogado de Tommy Tillary en su primera acusación por asesinato. Más adelante, después de que lo dejaran libre y le volvieran a detener por matar a su amiga, Kaplan le alentó a buscar a algún otro que lo representara. La casa parecía estar en buen estado. Me preguntaba quién sería su propietario, y qué sabría de su historia. Si hubiera cambiado de manos varias veces a través de los años, el propietario actual podría haberse perdido la historia. Pero éste era un barrio muy asentado. La gente tendía a quedarse en el lugar.

Me quedé parado allí unos minutos, pensando en aquellos días de alcohólico. En la gente que yo había conocido, en la vida que yo había llevado.

Hacía mucho tiempo. O no tanto, según como se mire.