177699.fb2 Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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16

– Nunca me imaginé que lo harías así -dijo Kenan-. Llevarlo hasta cierto punto, envolverlo y entregárselo a los policías.

Empecé a explicar de nuevo que estaba seguro de la decisión que había tomado porque me parecía que no contaba con muchas opciones. Las cosas habían llegado a tal extremo que la policía podía seguir pistas diferentes de investigación con mucha más eficiencia de lo que yo podía hacerlo, y yo podía facilitarles la mayor parte de lo que yo había destapado, sin hacer aparecer en la foto ni a mi cliente ni a su esposa muerta.

– Sí, comprendo todo eso -dijo Kenan-. Veo por qué hiciste lo que hiciste. Pero ¿por qué no obligarles a hacer algo del trabajo? Para eso están, ¿no? Lo que pasa es que no lo esperaba, eso es todo. Yo me los imaginaba pisándoles los talones y terminando con una persecución automovilística y un tiroteo o alguna otra mierda como ésa. No sé, tal vez paso demasiado tiempo frente al televisor.

Más bien parecía que pasaba demasiado tiempo en aviones, demasiado tiempo encerrado dentro de casa, demasiado tiempo tomando demasiado café en las habitaciones del fondo y en la cocina. Estaba sin afeitar y su cabello desgreñado reclamaba un corte. Había perdido peso y tono muscular desde la última vez que lo vi, y su rostro atractivo estaba contraído con círculos oscuros debajo de los ojos negros. Llevaba unos pantalones claros de hilo y una camisa de seda de color bronce y mocasines sin calcetines: el tipo de prendas que le daban su sobria elegancia habitual. Pero hoy parecía ajado y hasta casi andrajoso.

– Digamos que la policía los atrapa. ¿Y entonces qué pasa? -preguntó.

– Depende del tipo de caso que puedan establecer. Idealmente, tendrán muchas pruebas que los vinculen con uno o más asesinatos. En caso contrario, se podría ver que uno de los criminales declarase en contra de los demás, a cambio de que se le acuse de un delito menor.

– Convertirlos en delatores, en otras palabras.

– Exactamente.

– ¿Por qué permitir que uno de ellos se declare culpable? La chica es testigo, ¿no?

– Sólo del delito del que fue víctima, y ése es un cargo menor que el de asesinato. La violación y la sodomía forzada son delitos de clase B, que reclaman una sentencia indeterminada que va de los seis a los veinticinco años. Si se puede acusarlos de asesinato en segundo grado, están frente a una cadena perpetua.

– ¿Y qué hay de cercenar un pecho?

– A todo lo que llega eso es a una agresión en primer grado, que es una acusación menor que la violación y la sodomía. Creo que la pena máxima son quince años.

– Eso me parece injusto -añadió-. Yo diría que es peor que el asesinato. Una persona mata a otra, bueno, tal vez no pudo evitarlo, tal vez tenía un motivo. Pero lastimar así a otra persona sólo por placer… ¿Qué clase de gente actúa así?

– Los enfermos o los malvados, elige.

– ¿Sabes que lo que me está volviendo loco es pensar en lo que le hicieron a Francey?

Estaba de pie, se paseaba, cruzó la habitación y miró por la ventana. Dándome la espalda, añadió:

– Trato de no pensar en eso. Trato de decirme a mí mismo que la mataron enseguida, que luchó y le pegaron para acallarla y le dieron un golpe demasiado fuerte y murió. Así y se acabó: pum, liquidada. -Se volvió y los hombros se le hundieron-. ¿Qué mierda de diferencia hay? Sea lo que fuere lo que le hicieron pasar, ya se terminó. Ha dejado de sufrir. Desapareció, no es más que cenizas. Lo que no sea cenizas está con Dios, si es cierto que es así como funciona la cosa. O está en paz, o ha vuelto a nacer en un pájaro, en una flor o en quién sabe qué. O simplemente desaparecida. No sé cómo funciona ni qué ocurre después de que uno muera. Nadie lo sabe.

– No.

– Uno oye esta mierda, acerca de las experiencias cercanas a la muerte, de atravesar un túnel y encontrar a Jesús o a tu tío favorito y ver la película de toda tu vida. Quizás ocurra así. No lo sé. Tal vez eso sólo resulte con las experiencias ante la proximidad de la muerte. Quizá la muerte real sea diferente. ¡Quién sabe!

– Yo no lo sé

– No. ¿Y a quién coño le importa? Nos preocuparemos por eso cuando nos ocurra. ¿Cuánto es lo máximo que les puede caer por la violación? ¿Dijiste veinticinco años?

– Según el código, sí.

– Y sodomía, dijiste. ¿Qué significa eso legalmente? ¿Anal?

– Anal u oral.

Frunció el entrecejo.

– Tengo que parar esto. Todo lo que hablamos lo traslado inmediatamente a Francine y no puedo hacerlo. No hago más que volverme loco. Te pueden caer veinticinco años por joder a una mujer por el culo y un máximo de quince por arrancarle las tetas. Ahí hay algo que no cuadra.

– Sería difícil cambiar la ley.

– No. Sólo estoy buscando la manera de convertirlo en la culpa del sistema, eso es todo. De todos modos, veinticinco años no son suficientes. La vida no es suficiente. Son animales, deberían estar muertos como la mierda.

– La ley no puede hacer eso.

– No. Está bien. Todo lo que la ley tiene que hacer es encontrarlos. Después, puede pasar cualquier cosa. Si van a la cárcel, bueno, no es muy difícil meter a alguien en la cárcel. Hay muchos tipos allí que no tienen inconveniente en ganarse unos dólares. O digamos que el tribunal los deja ir o salen bajo fianza y esperan el proceso. Están al aire libre y es más fácil atraparlos. -Meneó la cabeza-. Escúchame, ¿quieres? Como si yo fuera el padrino, que está echado hacia atrás y ordenando asesinatos. Quién sabe lo que va a pasar. Tal vez yo pierda parte de esta furia para entonces, tal vez veinticinco años en una celda suenen como que vayan a ser bastantes para entonces. ¿Quién sabe?

– Podríamos tener suerte y encontrarlos antes que la policía -dije.

– ¿Cómo? ¿Dando vueltas alrededor de Sunset Park, sin saber a quién estamos buscando?

– Y valiéndonos de parte de lo que la policía descubra. Una cosa que van a hacer es mandar todo lo que tienen a la oficina del FBI, que dibuja perfiles de asesinos en serie. Tal vez nuestra testigo llene algunos de los huecos de su memoria y tengamos un retrato robot con el que trabajar, o por lo menos una descripción física decente.

– De manera que quieres seguir con esto.

– Decididamente.

Lo analizó y asintió.

– Vuelve a decirme cuánto te debo.

– Le di mil a la chica. El abogado no le cobra nada. Los técnicos en informática que interfirieron los archivos de la compañía telefónica, recibieron mil quinientos y la habitación del hotel costó ciento sesenta, más un depósito de cincuenta dólares por el teléfono, que no traté de recuperar. O sea un total de dos mil setecientos.

– ¡Ajá!

– He tenido otros gastos, pero me pareció razonable pagarlos con mi dinero. Fueron gastos anómalos y no quise postergar la acción hasta tener tu aprobación. Si algo no te parece correcto, estoy preparado para discutirlo.

– ¿Qué hay que discutir?

– Tengo la sensación de que hay algo que te está perturbando.

Kenan suspiró profundamente.

– Se nota, ¿no? En la primera conversación que tuvimos, cuando regresé el otro día, me pareció que dijiste algo acerca de haberle pedido dinero a mi hermano.

– Así es. No lo tenía, por lo que tuve que reunirlo yo mismo. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿No lo tenía o dijo que esperaras a que tuvieras mi aprobación?

– No lo tenía. En realidad, manifestó específicamente que estaba seguro de que cubrirías esos gastos, pero que él no tenía nada en efectivo.

– ¿Estás seguro de eso?

– Completamente. ¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

– ¿No te dijo que podía dejarte usar parte de mi dinero? ¿Nada por el estilo?

– No. En realidad…

– ¿Sí? ¿En realidad qué?

– Dijo que sin lugar a dudas tenías dinero en casa, pero que no tenía acceso a él. Y añadió algo irónico acerca de que no le darías a un drogadicto la combinación de tu caja de seguridad, ni aunque fuera tu hermano.

– Eso dijo, ¿eh?

– No estoy seguro de que se refiriera personalmente a ti. El sentido era que nadie en su sano juicio le daría esa información a un drogadicto porque no se podía confiar en él.

– ¡Así que hablaba en general!

– Eso me pareció.

– Podría haber sido personal -dijo-. Y habría tenido razón. Yo no le confiaría esa clase de dinero. Probablemente le confiaría mi vida, pero ¿una cantidad de seis cifras? No, no lo haría.

No dije nada.

– Hablé con Petey el otro día. Me imaginaba que vendría aquí pero no ha aparecido -dijo.

– ¡Ah!

– Algo más. El día que me fui me llevó al aeropuerto. Le di cinco mil dólares por si tenía alguna emergencia. De manera que cuando le pediste dos mil setecientos…

– Menos que eso. Le hablé el sábado por la tarde y eso era antes de que necesitara los mil para la chica Cassidy. No sé qué cifra le mencioné. Mil quinientos o dos mil, muy probablemente.

Meneó la cabeza.

– ¿Le encuentras sentido a esto? Porque yo, no. Lo llamas el sábado y te dice que no vuelvo hasta el lunes, pero que sigas adelante y pongas tú el dinero, que yo te lo devolveré. ¿Es eso lo que dijo?

– Sí.

– ¿Por qué lo haría? Entiendo que no quiera desprenderse de nada de mi dinero si cree que yo podría oponerme. Pero en lugar de rechazar tu petición y aparecer como un tipo duro, podría haberte dicho que no tenía dinero. Pero al mismo tiempo está aprobando el gasto. ¿Tengo razón?

– Sí.

– ¿Le diste la impresión de que tú tenías mucha pasta?

– No.

– Porque podría imaginarse que, si lo tenías, lo pusieras tú. De otro modo, Matt, no me gusta decirlo, pero tengo un mal presentimiento acerca de esto.

– Yo también.

– Creo que está consumiendo.

– Eso parece.

– Está tomándonos el pelo, dice que va a venir y no aparece, lo llamo y no está. ¿A qué te suena esto?

– No lo he visto en ninguna reunión desde hace semana y media. Es cierto que no siempre vamos a las mismas reuniones, pero…

– Pero esperas encontrarle de vez en cuando.

– Sí.

– Le di cinco mil por si surgía algo y, cuando surge una emergencia, dice que no tiene un centavo. ¿En qué se lo gastó? O si está mintiendo, ¿para qué lo está guardando? Dos preguntas y una respuesta, tal como yo lo veo. Droga. ¿Qué otra cosa?

– Podría haber otra explicación.

– Estoy dispuesto a oírla.

Cogió un teléfono, marcó un número y se quedó allí, dominándose mientras el teléfono sonaba. Debió de sonar diez veces antes de que lo dejara.

– No contesta, pero no significa nada. Cuando acostumbraba a buscar refugio en una botella, pasaba días sin contestar el teléfono. Una vez le pregunté que por qué al menos no lo descolgaba. Entonces yo sabía que él estaba allí. Es un hijo de puta descarriado mi hermano.

– Es la enfermedad.

– El hábito, querrás decir.

– En general, lo llamamos enfermedad. Supongo que viene a ser lo mismo.

– Sabes que dejó la droga. Estaba fuertemente enganchado y la abandonó, pero entonces se volcó en el alcohol.

– Eso me dijo.

– ¿Cuánto tiempo ha resistido sereno, más de un año?

– Un año y medio.

– Se podría pensar que si puedes hacerlo durante tanto tiempo, puedes hacerlo para siempre.

– Un día es lo máximo que uno lo puede hacer.

– Sí -dijo con impaciencia-. Un día cada vez. Sé todo eso, me sé de memoria las frases de todas las campañas. Cuando empezó a estar sereno, Petey estaba aquí todo el tiempo. Francey y yo nos sentábamos con él, tomábamos café y lo escuchábamos desahogarse. Con todo lo que oía en una reunión, venía aquí y nos ponía la cabeza como un bombo, pero no nos importaba, porque estaba empezando a rehacer su vida. Entonces un día me dijo que no podía seguir tanto tiempo conmigo porque yo podía tentar su abstinencia. Ahora está en algún lado con una papelina de droga y una botella de whisky. ¿Qué coño ha pasado con su abstinencia?

– No sabes si es así, Kenan.

Se volvió hacia mí.

– ¿Qué otra cosa puede ser, por el amor de Dios? ¿Qué está haciendo con cinco mil dólares? ¿Está comprando billetes de lotería? Nunca debí haberle dado tanto dinero. Era demasiada tentación. Le pase lo que le pase, es culpa mía.

– No -dije-. Si le hubieras dado una caja de cigarros llena de heroína y le hubieras dicho «Cuídame esto hasta que yo vuelva», entonces sí sería culpa tuya. Ésa sería una tentación demasiado grande para cualquiera. Pero ha estado limpio y sereno durante un año y medio y sabe cómo ser responsable por su propia conveniencia. Si el dinero le puso nervioso, podría haberlo metido en el banco o haberle pedido a alguien del programa que se lo guardara. Tal vez falló, o no, pero de lo que haya hecho, no eres tú el responsable.

– Se lo puse en bandeja.

– Nunca es difícil hacerlo. No sé lo que cuesta una papelina de droga estos días, pero todavía se puede conseguir un trago por un par de dólares y, con uno, es suficiente.

– Pero uno no te sostendría por mucho tiempo. Aunque cinco mil dólares tendrían que mantenerlo durante una larga carrera. ¿Cuánto se puede gastar en alcohol, veinte dólares por día? ¿Dos o tres veces más que eso si lo compras en el bar? La heroína es una propuesta más cara, pero aun así es difícil ponerte más de doscientos dólares por día en el brazo, y le llevaría algún tiempo recuperar el hábito. Aunque se convirtiera en un cerdo, tendría que llevarle un mes tirar cinco mil dólares.

– Nunca se inyectó.

– Te dijo eso, ¿eh?

– ¿No es verdad?

Meneó la cabeza.

– Le decía eso a la gente, y hubo un período en que lo único que hacía era aspirar, pero también se inyectó durante un tiempo. La mentira hacía que el hábito sonara como cosa menos grave. Además temía que si las mujeres sabían que se inyectaba tendrían miedo de acostarse con él. Aunque no es que las haya estado volteando como bolos últimamente. Pero uno no quiere sembrar dificultades a su paso. Se imaginó que supondrían que compartía agujas y temerían que fuera seropositivo.

– Pero no compartía agujas con nadie.

– El decía que no y que se hizo un análisis. No tiene el virus.

– ¿Qué pasa?

– Bueno, estaba pensando. Tal vez sí compartía agujas y tal vez nunca fue a hacerse el test de VIH. Podría haber mentido acerca de esto también.

– ¿Y tú?

– Y yo, ¿qué?

– ¿Te inyectas o sólo aspiras?

– No soy adicto.

– Peter me dijo que aspiras una papelina de droga más o menos una vez al mes.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Por teléfono el sábado?

– Una semana antes. Fuimos a una reunión, luego comimos y pasamos el tiempo juntos.

– Y te contó eso, ¿eh?

– Dijo que había estado aquí en tu casa unos pocos días antes y que estabas drogado. Añadió que te lo había indicado y que tú lo negaste.

Bajó los ojos un momento y también bajó la voz cuando habló.

– Sí, es verdad -dijo-. Es cierto que me lo reprochó y que yo lo negué. Pensé que me había creído.

– No te creyó.

– No, supongo que no. Me perturbaba mentir al respecto. No así consumir la droga. No lo haría delante de él y no lo hubiera hecho entonces si hubiera sabido que venía a casa, pero no le hace ningún daño a nadie, y mucho menos a mí, que yo consuma una papelina de polvo cada vez que muere un obispo.

– Como te parezca.

– ¿Dijo una vez al mes? Para decirte la verdad, dudo de que sea tanto. Mi cálculo serían siete, ocho, o diez veces por año. Nunca ha sido más de eso. No debería haberle mentido. Tendría que haberle dicho: «Sí, me he estado sintiendo como la mierda, así que me chuto. ¿Qué pasa?». Porque puedo hacerlo algunas veces al año y nunca llega a ser más que eso, pero si él hace una probadita, le vuelve todo el hábito y le roban los zapatos cuando echa una cabezada en el metro. Eso le pasó. Se despertó en el metro D sólo con los calcetines en los pies.

– Eso le ha pasado a mucha gente.

– ¿A ti también?

– No, pero podría haberme pasado.

– Eres alcohólico, ¿no? Tomé un trago antes de que llegaras. Si me lo preguntaras, te lo diría. No mentiría con eso. ¿Por qué le mentí a mi hermano?

– Es tu hermano.

– Sí, eso forma parte de la cosa. Coño, estoy preocupado por él.

– No hay nada que puedas hacer en este momento.

– No. ¿Qué voy a hacer, recorrer las calles con el coche y buscarlo? Saldríamos juntos. Tú buscarías por un lado de la calle a los hijos de puta que mataron a mi esposa y yo buscaría a mi hermano por el otro lado. ¿Qué te parece ese plan? -Hizo una mueca-. Además, te debo dinero. ¿Cuánto dijimos, dos mil setecientos?

Llevaba un fajo de billetes de cien en el bolsillo y sacó dos mil setecientos dólares, lo que redujo considerablemente el grueso. Me dio el dinero y yo encontré donde ponerlo.

– ¿Y ahora qué?

– Seguiré con el caso -dije-. Parte de lo que intente dependerá de hasta dónde llegó la investigación policial, pero…

– No. No es eso lo que quiero decir. ¿Qué tienes que hacer ahora? ¿Tienes alguna cita para cenar, algo que hacer en el centro?

– ¡Ah! -Tuve que pensarlo-. Es probable que vuelva a mi habitación. He estado de pie todo el día. Quiero darme una ducha y cambiarme de ropa.

– ¿Te propones volver a pie, o cogerás el metro?

– Pues bien, no voy a caminar.

– ¿Qué te parece si te llevo?

– No tienes que hacerlo.

Se encogió de hombros.

– Tengo que hacer algo -dijo.

En el coche me preguntó la dirección de la famosa lavandería automática y dijo que quería echarle un vistazo.

Nos dirigimos hacia allí, estacionó el Buick al otro lado de la calle y apagó el motor.

– De manera que estamos en plena vigilancia policial. Así se llama, ¿no? ¿O eso es sólo lo que dicen por televisión? -preguntó.

– Una vigilancia policial generalmente dura horas -corregí-. Así que espero que no estemos en una en este preciso momento.

– No, sólo quería quedarme sentado aquí un rato. Me pregunto cuántas veces he pasado por este lugar con el coche. Nunca se me ha ocurrido detenerme y hacer una llamada telefónica. Matt, ¿estás seguro de que estos tipos son los mismos que mataron a las dos mujeres y mutilaron a la chica?

– Sí.

– A dos de ellas por dinero, mientras que con las otras fue estrictamente por… ¿Cuál es la palabra? ¿Placer? ¿Diversión?

– Los móviles son distintos, lo sé, pero las semejanzas son demasiado específicas y demasiado llamativas. Tienen que ser los mismos hombres.

– ¿Por qué yo?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir, ¿por qué yo?

– Porque un traficante es un blanco ideal, mucho efectivo a mano, y una razón poderosa para mantenerse apartado de la policía. Ya discutimos eso antes. Y uno de los hombres tenía una obsesión por las drogas. No paraba de preguntarle a Pam si conocía a algún traficante, o si ella consumía drogas. Es evidente que estaba obsesionado por el tema.

– Eso explica que se dirija a un traficante, pero no a mí. -Se inclinó hacia adelante y apoyó los brazos en el volante-. ¿Quién sabe que yo sea traficante? No he sido arrestado, mi nombre no ha aparecido en los diarios. Mi teléfono no está interceptado ni tengo micrófonos ocultos en casa. Estoy seguro de que mis vecinos no tienen ninguna pista acerca de cómo me gano la vida. El DEA me investigó hace un año y medio y abandonó la cosa porque no llegaban a ninguna parte. El Departamento de Policía de Nueva York creo que ni siquiera sabe que existo. Si eres un degenerado a quien le gusta matar mujeres, que quieres hacerte rico liquidando a algún traficante, ¿cómo te enteras de mi existencia? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué yo, precisamente?

– Entiendo lo que quieres decir.

– Empecé pensando que el blanco soy yo, ¿entiendes?, que todo empieza por alguien que busca hacerme daño y eliminarme. Pero, según tú, eso no es cierto. Empieza por los dementes que se regocijan en la violación y el asesinato. Luego deciden sacar un beneficio y entonces acuerdan ir en pos de un traficante y yo soy el elegido. De manera que no puedo llegar a ninguna parte rastreando a gente que conozco profesionalmente, alguien que tal vez crea que lo jodí en alguna transacción y vea una buena manera de vengarse. No digo que no haya ningún loco entre la gente que trafica con el producto, pero…

– Te sigo. Y tienes razón. Eres el blanco de forma accidental. Están buscando un traficante y tú eres el que los conoce.

– ¿Pero cómo? -titubeó-. Se me ocurre una idea.

– Oigámosla.

– Bien, no creo que tenga mucho sentido. Pero presumo que mi hermano cuenta su historia en sus reuniones, ¿no? Se sienta ante el grupo y les cuenta a todos lo que hizo y dejó de hacer. Y supongo que menciona cómo se gana la vida su hermano. ¿Estoy en lo cierto?

– Bueno, yo sabía que Pete tenía un hermano que traficaba con drogas, pero no sabía tu nombre ni dónde vivías. Ni siquiera sabía el apellido de Pete.

– Si se lo hubieras preguntado, te lo habría dicho. ¿Y sería difícil enterarse del resto? «Creo que conozco a tu hermano. ¿Vive en Bushwick?» «No, en Bay Ridge.» «Ah, sí. ¿En qué calle?» No sé, tal vez sea una hipótesis cogida por los pelos.

– Eso es lo que me parece -dije-. Admito que en una reunión de Alcohólicos Anónimos se encuentran tipos de todas clases, y no hay nada que le impida a un asesino entrar por la puerta. Dios sabe que muchos de los famosos eran alcohólicos y que siempre estaban bajo esa influencia cuando mataban. Pero no sé de ninguno que se volviera abstemio por el programa.

– ¿Pero es posible?

– Supongo que sí. La mayor parte de las cosas lo son. No obstante, si nuestros amigos viven aquí, en Sunset Park, y Peter iba a las reuniones en Manhattan…

– Sí, tienes razón. Viven a unos dos kilómetros de mí y estoy tratando de hacerlos buscar en Manhattan para que se enteren de mi existencia. Claro que cuando dije lo que dije no sabía que eran de Brooklyn.

– ¿Cuando dijiste qué?

Me miró, con el sufrimiento pintado en la frente.

– Cuando le dije a Petey que dejara de hablar de mis actividades profesionales en sus reuniones. Cuando le dije que tal vez fuera así como dieron conmigo y como eligieron a Francine.

Se volvió para mirar a la lavandería por la ventanilla del coche.

– Fue cuando me llevó al aeropuerto. Tuve un arrebato. Me estaba haciendo sufrir por algo. No recuerdo por qué, y le eché eso en cara. Por un segundo pareció como si le acabara de patear la boca del estómago. Luego dijo algo, ¿sabes?, indicando que no le afectaba, que no se lo iba a tomar en serio, que sabía que yo estaba rabiando.

Puso en marcha el motor.

– A la mierda con esta lavandería -dijo-. No veo mucha gente haciendo cola para usar el teléfono. Vámonos de aquí, ¿eh?

– Claro.

Y una o dos manzanas más adelante:

– Supongo que siguió rumiándolo, cavilando sobre eso. Presumo que se le quedó en la cabeza. Que se preguntaba si sería verdad. -Me miró de reojo-. ¿Crees que fue eso lo que le hizo correr tras la droga? Porque te diré que si yo fuera Petey, eso es exactamente lo que hubiera hecho.

Al volver a Manhattan, dijo:

– Quiero pasar por su casa, llamar a la puerta. ¿Quieres acompañarme?

La cerradura de la puerta de la pensión no funcionaba. Kenan la abrió de un tirón y dijo:

– Gran seguridad la que hay aquí. Se puede decir que es un gran lugar.

Entramos y subimos dos tramos de escalera en medio de ese olor a ratones y sábanas sucias de las pensiones de mala muerte. Se encaminó hacia una puerta y escuchó por un momento, luego llamó y gritó el nombre de su hermano. No hubo respuesta. Repitió el proceso con el mismo resultado. Probó la puerta, que estaba cerrada con llave.

– Tengo miedo de lo que pueda encontrar ahí dentro -dijo- y, al mismo tiempo, tengo miedo de irme.

Encontré en mi cartera una tarjeta Visa caducada y logré abrir la cerradura con ella. Kenan me miró con admirativo respeto.

La habitación estaba vacía y en un estado de desorden total. La ropa de la cama estaba a medias en el suelo y había ropa apilada sin orden ni concierto en una silla. Detecté la Biblia y un par de folletos de Alcohólicos Anónimos en la cómoda de roble. No vi ninguna botella ni avíos propios de las drogas, pero había un vaso de agua en la mesita de noche y Kenan lo levantó y lo olfateó.

– No sé -dijo-. ¿Qué te parece?

El vaso estaba seco por dentro, pero me parecía que podía oler un resto de alcohol. No obstante, podría ser que estuviera sugestionado. No sería la primera vez que oliera alcohol cuando no lo había.

– No me gusta andar hurgando en sus cosas -dijo Kenan-. Por poco que tenga, tiene derecho a su intimidad. Sólo lo vi una vez poniéndose azul con la aguja todavía clavada en el brazo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Abajo, en la calle, dijo:

– Pues bien, tiene dinero. No tendrá que robar… A menos que se dé a la cocaína, que se lleva todo lo que uno tiene, pero nunca le gustó demasiado la coca. A Petey le gustan las notas bajas, le gusta bajar hasta lo más profundo que se pueda.

– Puedo identificarme con eso.

– Sí. Si se queda sin dinero, siempre puede vender el Camry de Francey. No tiene la documentación, pero se cotiza oficialmente a ocho mil o nueve mil, de manera que es probable que pueda encontrar a alguien que le dé algunos cientos por él sin los papeles. Ésa es la economía de la droga, tiene un sentido perfecto.

Le conté el chiste de Peter sobre la diferencia entre un borracho y un yonqui. Los dos te robarían la cartera, pero el yonqui te ayudaría a buscarla.

– Sí -dijo asintiendo con la cabeza-. Eso lo dice todo.