177699.fb2 Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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18

A finales de septiembre Elaine y yo pasamos una tarde idílica en Brighton Beach. Fuimos en el metro Q hasta el final de la línea y paseamos por Brighton Beach Avenue, curioseando en los mercadillos de los artesanos, mirando escaparates y explorando luego las travesías con sus modestas casas de madera, caminando también por la red de calles secundarias, pequeños caminos, callejas, callejones y pasos. El grueso de la población estaba compuesto por judíos rusos, muchos de los cuales habían llegado hacía muy poco, de forma que el vecindario parecía muy extranjero, aunque seguía siendo esencialmente neoyorquino. Comimos en un restaurante georgiano y luego caminamos por la rambla de madera hasta Coney Island, observando a personas más audaces que nosotros mecerse en el océano. Después pasamos una hora en el Acuario y luego volvimos a casa.

Si ese día nos hubiéramos cruzado en la calle con Yuri Landau, no creo que lo hubiéramos mirado dos veces. Debía de sentirse cómodo allí, como alguna vez debió de sentirse en las calles de Kiev o de Odesa. Era un hombre corpulento, de ancho torso, con una cara que podría haber servido de modelo para un obrero idealizado en uno de aquellos murales de los días del realismo socialista. Una frente ancha, pómulos altos, planos faciales de ángulos afilados y una mandíbula prominente. Su cabello lacio era de color castaño; solía sacudir la cabeza para quitarse el pelo de la cara. Se acercaba a los cincuenta años y llevaba diez en los Estados Unidos. Había venido con su esposa y su niña de cuatro años, Ludmilla. En la Unión Soviética se dedicaba a una especie de comercio en el mercado negro, y en Brooklyn se volcó con facilidad en varias empresas marginales y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba traficando con narcóticos. Le había ido bien, por supuesto, pues ése es un negocio en el que nadie pierde. Si no te matan ni te meten preso, generalmente te va bien.

Cuatro años antes le habían diagnosticado a su esposa un cáncer de ovarios, ya con metástasis. La quimioterapia le había prolongado la vida durante dos años y medio. Esperaba vivir lo suficiente para ver ingresar a su hija en el instituto, pero murió en el otoño. Ludmilla, que ahora se llamaba Lucía, ingresó en primavera y ahora cursaba el primer año en la academia Chichester, un pequeño colegio superior privado para niñas, situado en Brooklyn Heights. La cuota era alta, pero también lo eran las exigencias académicas, y Chichester tenía excelentes antecedentes en cuanto a ingresar a sus alumnas en las universidades de la Ivy League, así como en universidades femeninas tales como Bryn Mawr y Smith.

Cuando empezó a avisar a la gente de su oficio para advertirles de la posibilidad de un secuestro, Kenan por poco dejó de llamar a Yuri Landau. No eran íntimos amigos, apenas se conocían, pero, más exactamente, Kenan tal vez lo descartara porque veía a Landau como invulnerable. La esposa del hombre ya había muerto. Ni siquiera pensó en su hija. Sin embargo, hizo la llamada y Landau la asumió como la confirmación de un plan de seguridad que había adoptado la primera vez que envió a Lucía a Chichester. En lugar de dejar que la chica cogiera el metro o el autobús, había dispuesto tener un servicio de automóvil que la recogiera todas las mañanas a las siete y media y la fuera a buscar a Chichester todas las tardes, a las tres menos cuarto. Si quería ir a la casa de una amiga, el servicio de automóvil la llevaría allí. Lucía había sido aleccionada para que llamara al servicio cuando quisiera volver a casa. Si quería ir a cualquier lugar del vecindario, habitualmente llevaba el perro con ella. El perro era un braco, en realidad muy dulce, pero que parecía lo bastante feroz para constituir un poderoso factor disuasivo.

Temprano, esa tarde sonó el teléfono en el despacho de la escuela Chichester. Un caballero muy bien hablado explicó que era un ayudante del señor Landau y pedía que la escuela dejara salir a Ludmilla media hora antes debido a una emergencia familiar.

– Ya lo he arreglado con el servicio de automóvil -le aseguró a la mujer con quien habló- y tendrán un vehículo esperándola frente a la escuela, a las dos y cuarto. Aunque tal vez no sea el coche y el chófer que la trajo esta mañana -agregó.

Si había alguna duda, ella no debía llamar a la residencia del señor Landau, pero podía llamarle a él, el señor Pettibone, al número que iba a darle.

No necesitó llamar a ese número porque no hubo problema en cumplir su deseo. Mandó llamar a Lucía (en la escuela nadie la conocía como Ludmilla) al despacho y le dijo que saldría antes. A las dos y diez la mujer miró por la ventana y vio que una furgoneta verde oscuro estaba estacionada frente a la entrada de la escuela, en Pineapple Street. Era muy distinta de los turismos GM último modelo que siempre traían a la chica por la mañana y se la llevaban por la tarde, pero era obviamente el vehículo correcto. El nombre y dirección del servicio de automóvil se veían claramente en letras blancas a un costado: Chaverim Livery Service, con una dirección en Ocean Avenue. Y el chófer, que dio la vuelta a la furgoneta para abrirle la puerta a Lucía, llevaba la cazadora azul y la gorra habitual de los chóferes.

Por su parte, Lucía subió a la furgoneta sin vacilación. El chófer cerró la puerta, rodeó el vehículo, se sentó al volante y se dirigió a la esquina de Willow Street, punto en el cual la mujer dejó de mirar.

A las tres menos cuarto salieron de la escuela el resto de alumnos, y pocos minutos después apareció el chófer habitual de Lucía en el Oldsmobile Regency Brougham gris en el que la había llevado a la escuela esa mañana. Esperó pacientemente junto al bordillo de la acera, sabiendo que por rutina ella tardaba hasta quince minutos en abandonar el edificio. Hubiera esperado todo ese tiempo y más sin quejarse, pero una de las condiscípulas de Lucía lo reconoció y le dijo que debía de haber cometido un error.

– Porque la hicieron salir más temprano -dijo-. La recogieron hace una media hora.

– ¡Vamos! -dijo el chófer, creyendo que le estaba gastando una broma.

– ¡Es cierto! Su padre llamó a la secretaria y uno de los coches de ustedes vino y la recogió. Pregúntele a la señorita Severance si no me cree.

El conductor no entró a confirmar esto con la señorita Severance. Si lo hubiera hecho, esa mujer hubiera llamado casi con seguridad a la residencia Landau y muy posiblemente a la policía. Pero utilizando su propia radio llamó a la secretaria de la oficina de Ocean Avenue para preguntarle qué mierda pasaba.

– Si necesitabas que la recogieran temprano -bramó- me podrías haber mandado a mí. O si no pudiste dar conmigo, por lo menos debías avisarme para ahorrarme venir hasta aquí.

Por supuesto que la chica no sabía de qué estaba hablando el chófer. Cuando llegó al quid de la cuestión, supuso lo único que tenía sentido para ella, que por alguna razón Landau había llamado a otro servicio de automóvil. Habría podido dejarlo pasar. Tal vez todas sus líneas estaban ocupadas, quizás él tenía prisa, quizás recogió a la chica él mismo y no pudo anular el servicio programado. Pero, evidentemente, algo la turbaba, porque buscó el número de Yuri Landau y lo llamó.

Al principio Yuri no entendía todo aquel alboroto. Así que alguien en Chaverim había cometido un error y fueron dos coches en lugar de uno y el segundo conductor hizo el viaje para nada. ¿Cómo lo llamaban por una cosa así? Luego empezó a darse cuenta de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. Le sacó a la secretaria toda la información que pudo, le dijo que lamentaba si había habido algún inconveniente y cortó la comunicación.

Enseguida llamó a la escuela y cuando habló con la señorita Severance y escuchó aquella historia de la llamada de su ayudante, el señor Pettibone, ya no le quedó ninguna duda. Alguien se las había arreglado para atraer a su hija fuera de la escuela y meterla en una furgoneta. Alguien la había secuestrado.

Al llegar a este punto la señorita Severance también se lo imaginaba, pero Landau la disuadió de llamar a la policía. Se las arreglaría mejor en forma privada, le dijo, improvisando a medida que hablaba.

– Los parientes por parte de su madre son ortodoxos, tanto que se les podría considerar fanáticos de su religión. Me han estado fastidiando para que la saque de Chichester y la mande a algún colegio judío en Borough Park. No se preocupe por nada, estoy seguro de que volverá mañana sin falta.

Luego colgó el auricular y empezó a temblar. Tenían a su hija. ¿Qué querían? Les daría lo que quisieran a los hijos de puta, les daría todo lo que tuviera, pero ¿quiénes eran y, en el nombre de Dios, qué querían?

¿No había dicho alguien algo, hacía unas pocas semanas, acerca de un secuestro?

Entonces lo recordó y llamó a Kenan. Kenan a su vez me llamó a mí.

Yuri Landau tenía un apartamento con terraza en un edificio de ladrillos, una construcción en cooperativa de doce pisos, en Brightwater Court. En el vestíbulo embaldosado, dos corpulentos rusos jóvenes, vestidos con chaqueta de paño inglés y gorra, nos impidieron el paso cuando entramos. Peter no prestó atención al portero uniformado y les dijo a los otros que su nombre era Khoury y que el señor Landau nos estaba esperando. Uno de ellos subió con nosotros en el ascensor.

Cuando llegamos allí, alrededor de las cuatro y media, Yuri acababa de recibir la primera llamada de los secuestradores.

Estaba empezando a reaccionar.

– Un millón de dólares -gritaba-. ¿De dónde voy a sacar un millón de dólares? ¿Quién está haciendo esto, Kenan? ¿Son negros? ¿Son esos locos de Jamaica?

– Son blancos -dijo Kenan.

– ¡Mi Luschka! ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Qué clase de país es éste?

Interrumpió su lamento cuando nos vio.

– Usted es el hermano -le dijo a Peter-. ¿Y usted?

– Matthew Scudder.

– Ha estado trabajando para Kenan. Bien. Gracias a los dos por venir. Pero ¿cómo entraron? ¿Pasaron así como así? Tengo dos hombres en el vestíbulo y se supone que ellos… -Vio al hombre que había subido con nosotros y le dijo-: ¡Ah, estás ahí, Dany!, eres un buen muchacho. Vuelve al vestíbulo y sigue vigilando.

Sin dirigirse a nadie en particular, como hablando consigo mismo, continuó:

– Ahora pongo guardias. Como me robaron el caballo, cierro la cuadra con llave. ¿Para qué? ¿Qué pueden quitarme ya? Dios se llevó a mi esposa y ahora estos hijos de puta se llevan a mi Luddy, a mi Luschka. -Se volvió hacia Kenan-. Desde que me llamaste tengo hombres apostados abajo, pero ¿para qué me sirve? La sacan del colegio y me la roban ante las narices de todos. Debí haber hecho lo que tú. La mandaste fuera del país, ¿no?

Kenan y yo nos miramos.

– ¿Qué es esto? Me dijiste que enviaste a tu esposa fuera del país.

– Eso fue lo que contamos, Yuri -replicó Kenan.

– ¿Qué pasó?

– La secuestraron.

– ¿A tu esposa?

– Sí.

– ¿Cuánto te pidieron?

– Pidieron un millón. Negociamos y convinimos una cifra inferior.

– ¿Cuánto?

– Cuatrocientos mil.

– ¿Y pagaste? ¿La recuperaste?

– Pagué.

– Kenan -susurró, cogiéndole de los hombros-. Dime, por favor, la recuperaste, ¿verdad?

– Muerta -murmuró Kenan.

– ¡No, no! -Yuri retrocedió como si hubiera recibido un golpe y levantó un brazo para esconder el rostro-. No, no me digas eso.

– Señor Landau…

No me hizo caso y cogió a Kenan del codo.

– Pero ¿pagaste o no? ¿Les diste una suma decente? ¿No quisiste engañarles?

– Pagué, Yuri. La mataron igual.

Sus hombros se abatieron.

– ¿Por qué? -exigió, no a nosotros sino a ese Dios que se llevó a su esposa-. ¿Por qué?

Me adelanté y le dije:

– Señor Landau, esos hombres son muy peligrosos, perversos y de reacciones impredecibles. Han matado por lo menos a dos mujeres, además de la señora Khoury. Tal como están las cosas, no tienen la menor intención de liberar viva a su hija. Me temo que hay grandes posibilidades de que ya esté muerta.

– ¡No!

– Si está viva, tenemos una posibilidad. Pero tiene que decidir cómo quiere administrar esto.

– ¿Qué quiere decir?

– Podría llamar a la policía.

– Me dijeron que nada de policía.

– Era lógico que le dijeran eso.

– Lo último que quiero es tener a la policía aquí, hurgando en mi vida. En cuanto reúna el dinero del rescate querrán saber de dónde vino, pero si eso me devuelve a mi hija… ¿Qué le parece? ¿Tenemos una posibilidad mejor si llamamos a la policía?

– Podría tener una oportunidad mejor de atrapar a los hombres que se la llevaron.

– Al diablo con eso. ¿Qué hay de recuperarla?

Yo pensaba que estaba muerta, pero me dije que no lo sabía y que él no tenía que oírlo. Le dije:

– No creo que involucrar a la policía en este momento aumente la posibilidad de recuperar a su hija viva. Creo que podría tener el efecto contrario. Si viene la policía y los secuestradores se enteran, huirán, pero no dejaran a la chica viva.

– Entonces, a la mierda con la policía. Lo haremos solos. Y entonces, ¿qué?

– Ahora tengo que hacer una llamada telefónica.

– Adelante. Espere, quiero mantener la línea libre. Llamaron, hablé con él. Yo tenía un millón de preguntas que hacerle y me colgó. «No toque el teléfono», me dijo. «Nos volveremos a poner en contacto con usted.» Use el teléfono de mi hija, es por esa puerta. Lo puse porque los chicos se pasan todo el tiempo al teléfono y yo nunca podía comunicarme con la casa. Tenía esa otra cosa, el chisme de la espera de llamada, pero nos volvía locos a todos. Todo el tiempo haciendo ruido en el oído, diciendo no cuelgue, hay otra llamada. Terrible. Me deshice de él. Le puse a ella su propio teléfono para que pudiera hablar todo lo que quisiera. ¡Mierda, llévate todo lo que tengo, pero devuélvemela!

Llamé al busca de TJ desde el teléfono de la habitación de Lucía Landau: un aparato con la figura de Snoopy. Tanto Snoopy como Michael Jackson parecían desempeñar papeles claves en su mitología personal, a juzgar por la decoración de su cuarto. Recorría la habitación, esperando mi llamada, cuando encontré una foto familiar en el tocador esmaltado de blanco. Yuri, una mujer de cabello oscuro y una niña de cabello oscuro que le caía más allá de los hombros en una cascada de rizos. En la foto, la niña aparentaba tener unos diez años. Otra foto la mostraba sola, mayor, y parecía haber sido tomada en junio pasado, durante la graduación. En la foto más reciente, el cabello era más corto y el rostro parecía serio y maduro para sus años.

Sonó el teléfono. Cogí el auricular:

– Yo digo una palabrota y tú dices quién busca a TJ.

– Soy Matt -contesté.

– ¡Hola, hombre! ¿Qué pasa?

– Un asunto serio -dije-. Es una emergencia y necesito tu ayuda.

– La tienes.

– ¿Puedes localizar a los Kong?

– ¿Quieres decir enseguida? A veces son difíciles de encontrar. Jimmy Hong tiene un teléfono portátil, pero no siempre lo lleva encima.

– Ve si puedes encontrarle y dale este número.

– Seguro. ¿Es ése?

– No. ¿Recuerdas la lavandería automática a la que fuimos la semana pasada?

– Pues claro.

– ¿Sabes cómo llegar allí?

– El metro R hasta la 45, una manzana hasta la Quinta Avenida, cuatro o cinco manzanas hasta el lava-lava.

– No me di cuenta de que estabas prestando atención.

– Carajo, tío, yo siempre prestar atención, siempre ser atento.

– ¿No sólo lleno de recursos?

– Atento y lleno de recursos.

– ¿Puedes ir allí enseguida?

– ¿Ahora mismo o llamo a los Kong primero?

– Llámalos y luego ve. ¿Estás cerca del metro?

– Hombre, yo siempre estoy cerca del metro. Te estoy hablando desde el teléfono que los Kong liberaron en Cuarenta y tres y Ocho.

– Llámame en cuanto llegues allí.

– Bien. Ocurre algo grande, ¿no?

– Muy grande -sentencié.

Dejé la puerta del dormitorio abierta para poder oír el teléfono si sonaba y volví a la sala de estar. Peter Khoury estaba en la ventana mirando el océano. No habíamos hablado mucho durante el viaje, pero me dijo que no bebía ni consumía droga desde aquella reunión.

– Así llevo cinco días -dijo.

– Eso es magnífico.

– Es la norma del partido, ¿no? Un día o veinte años. Le dices a alguien tu tiempo y te dicen que es magnífico. «Estás sobrio hoy y eso es lo que cuenta.» Maldito sea si todavía sé qué es lo que cuenta.

Me acerqué a Kenan y a Yuri. Nos pusimos a hablar. El teléfono del dormitorio no sonó, pero después de unos quince minutos, sonó el de la sala de estar y Yuri descolgó el auricular.

– Sí, soy Landau -dijo, y me miró significativamente; luego sacudió la cabeza para apartarse el cabello de los ojos-. Quiero hablar con mi hija. Tienen que dejarme hablar con mi hija.

Me acerqué y me tendió el teléfono.

– Espero que la chica esté viva -les espeté.

Hubo un silencio y luego:

– ¿Quién coño eres?

– Soy la mejor posibilidad que tienes de hacer un hermoso y limpio intercambio. La chica por el dinero, pero será mejor que no le hagas ningún daño. Y si estás jugando a algún juego, mejor que lo detengas enseguida porque llueve, porque tiene que estar viva y bien para que el trato se cumpla.

– Vete a la mierda -dijo. Hubo una pausa y creí que iba a decir algo más, pero colgó.

Les repetí la conversación a Yuri y a Kenan. Yuri estaba nervioso, preocupado, porque yo podía estropear el trato si seguía en una línea dura. Kenan le aseguró que yo sabía lo que hacía. Yo no estaba seguro de que tuviera razón, pero me alegró oírselo decir.

– Lo importante ahora es mantenerla viva -tercié-. Tienen que saber que no van a poder concertar el trueque según sus términos, sin siquiera demostrar que tienen una rehén viva para que nosotros la rescatemos.

– Pero si los vuelve locos…

– Ya están más locos que una cabra. Entiendo lo que está pensando. No quiere darles una excusa para que la maten, pero le aseguro que no necesitan ninguna excusa. Ya lo tienen previsto en su agenda. Tienen que tener un motivo para mantenerla viva.

Kenan me apoyó.

– Yo lo hice todo a su manera -dijo-, todo lo que quisieron. Me la devolvieron…

Vaciló y yo completé la oración mentalmente: «Hecha pedazos». Pero él no le había dicho a Yuri lo que hicieron con Francine y tampoco lo hizo ahora.

– …la devolvieron muerta.

– Vamos a necesitar efectivo -afirmé-. ¿Cuánto tienen? ¿Cuánto pueden reunir?

– ¡No lo sé! -dijo Yuri-. Tengo muy poco efectivo. ¿Los hijos de puta quieren cocaína? Tengo quince kilos de planchas a diez minutos de aquí. -Miró a Kenan-. ¿Quieres comprarla? Dime cuánto quieres pagarme.

Kenan meneó la cabeza.

– Te prestaré lo que tengo en la caja de seguridad, Yuri. Ya estoy en el bote esperando que un negocio de hachís se deshaga. Puse algún dinero y creo que fue un error.

– ¿Qué clase de hachís?

– De Turquía vía Chipre. Hachís de opio. ¿Qué diferencia hay? No se va a producir. Tal vez tenga cien mil en la caja. Cuando llegue el momento correré a casa y lo buscaré. Te lo daré con gusto.

– Sabes que soy bueno para eso.

– No te preocupes por nada.

A Landau se le llenaron los ojos de lágrimas y, cuando trató de hablar, tenía la voz compungida. Apenas podía pronunciar las palabras. Dijo:

– Escuchen a este hombre. Apenas lo conozco, y este maldito árabe me está dando cien mil dólares.

Estrechó a Kenan en sus brazos, sollozando.

Sonó el teléfono en la habitación de Lucía. Fui a cogerlo. Era TJ que hablaba desde Brooklyn.

– Estoy en la lavandería -dijo-. ¿Qué hago? ¿Espero que entre algún lechuguino blanco y use el teléfono?

– Eso es. Deberá llegar ahí, tarde o temprano. Si puedes métete en el restaurante, al otro lado de la calle, y no pierdas de vista la entrada de la lavandería…

– Haré algo mejor que eso, hombre. Estaré aquí mismo, en la lavandería, como un gato más esperando su ropa. El vecindario de aquí es de colores bastante diferentes, de manera que yo no desentono mucho. ¿Te llamaron los Kong?

– No. ¿Los encontraste?

– Los llamé y dejé tu número, pero si Jimmy no lleva el busca encima, es como si no sonara.

– Igual que ese árbol del bosque…

– ¿Qué dices?

– No importa.

– Estaré en contacto -dijo.

Cuando se produjo la siguiente llamada, Yuri contestó. Escuchó un momento, dijo «Un minuto» y me pasó el teléfono. La voz que oí era distinta esta vez, más suave, más culta. Había algo muy desagradable en ella, pero con menos del fingido enfado del que había hablado antes.

– Tengo entendido que tenemos un nuevo jugador -susurró-. No creo que nos hayan presentado.

– Soy un amigo del señor Landau. Mi nombre no es importante.

– A uno le gusta saber quién está al otro lado del teléfono.

– En cierto sentido -repliqué- estamos en el mismo lado, ¿no? Los dos queremos que el intercambio se lleve a cabo.

– Entonces todo lo que tienes que hacer es seguir nuestras instrucciones.

– No, no es así de simple.

– Claro que lo es. Os decimos qué debéis hacer y vosotros lo haréis si queréis volver a ver a la chica alguna vez.

– Me tenéis que convencer de que está viva.

– Tienes mi palabra.

– Lo lamento. No me vale.

– ¿No es lo bastante buena?

– Perdisteis mucha credibilidad cuando devolvisteis a la señora Khoury en tan mal estado.

Hubo una pausa. Y luego:

– Qué interesante. Tú no pareces muy ruso, ¿sabes? Ni siquiera los dejes de Brooklyn encuentran eco en tu manera de hablar. Hubo circunstancias especiales con la señora Khoury. Su marido trató de regatear. Está en la naturaleza de su raza. Recortó el precio y nosotros, por nuestra parte… Bien, puedes terminar ese pensamiento tú mismo, ¿verdad?

Y Pam Cassidy pensé. «¿Qué hizo ella para provocarte?» Pero lo que dije fue:

– No discutiremos el precio.

– Pagaréis el millón.

– Por la chica viva y bien.

– Te aseguro que lo está.

– Todavía necesito algo más que tu palabra. Que se ponga al teléfono. Deja que su padre hable con ella.

– Me temo que eso no será… -No concluyó la frase y la voz grabada de una locutora de NYNEX le interrumpió para pedir más dinero-. Te volveré a llamar -dijo.

– ¿Te has quedado sin cambio? Dame tu número, te llamaré yo.

Se echó a reír y cortó la comunicación.

Yo estaba solo en el apartamento con Yuri cuando se produjo la siguiente llamada. Kenan y Peter estaban fuera, con uno de los dos guardias de abajo, tratando de reunir todo el dinero en efectivo que pudieran. Yuri les había dado una lista de nombres y números telefónicos y ellos tenían algunos recursos propios. Hubiera sido más simple si hubiéramos podido hacer las llamadas desde el apartamento de la terraza, pero sólo teníamos las dos líneas telefónicas y yo quería mantenerlas abiertas las dos.

– Tú no estás en el negocio -dijo Yuri-. Eres una especie de policía, ¿no?

– Privado.

– Privado, y has estado trabajando para Kenan. Ahora estás trabajando para mí, ¿no?

– Sólo estoy trabajando. No busco estar en tu nómina, si es eso lo que quieres decir.

Descartó la cuestión.

– Esto es un buen negocio, pero al mismo tiempo no es bueno, ¿entiendes?

– Creo que sí.

– Quiero dejarlo. Ésa es una de las razones por las cuales no tengo efectivo. Hago muchísimo dinero pero no lo quiero en efectivo y no lo quiero en mercadería. Soy dueño de unos aparcamientos, tengo un restaurante, lo desparramo todo, ¿comprendes? En poco tiempo saldré del negocio de la droga por completo. Muchos norteamericanos empiezan como pistoleros, ¿no?, y terminan siendo honestos hombres de negocios.

– A veces pasa.

– Algunos son pistoleros para siempre, pero no todos. Si no hubiera sido por Devorah ya lo habría dejado.

– ¿Tu esposa?

– Las cuentas del hospital, los médicos. ¡Dios mío, lo que llegó a costar! Ningún seguro. Éramos novatos, ¿qué sabíamos de la Cruz Azul? No importa lo que costara si lo pude pagar. Me alegré de pagarlo. Hubiera pagado más por mantenerla viva, hubiera pagado cualquier cosa. Hubiera vendido los empastes de mis muelas si le hubiera podido comprar un día más de vida. Pagué cientos de miles de dólares y vivió cada día que los médicos pudieron darle. ¡Y qué días fueron, pobre mujer, lo que sufrió! Pero ella quería toda la vida que pudiera conseguir, ¿comprendes?

Se pasó la mano por la ancha frente. Estaba a punto de decir algo más cuando sonó el teléfono. Sin decir una palabra, lo señaló.

Yo descolgué.

El mismo hombre dijo:

– ¿Volvemos a probar? Me temo que la chica no puede venir al teléfono, eso está fuera de toda discusión. ¿De qué otra manera podemos asegurarte que está bien?

Tapé el micrófono.

– ¿Algo que tu hija supiera?

Se encogió de hombros.

– ¿El nombre del perro?

Al teléfono, dije:

– Haz que te diga… No, espera un minuto.

Cubrí de nuevo el teléfono y le dije a Yuri:

– Podrían saber eso, la han estado siguiendo durante una semana o más, conocen sus horarios y sin duda la han visto pasear al perro, la han oído llamarlo por su nombre. Piensa en otra cosa.

– Tuvimos otro perro antes que éste -dijo-. Uno pequeño, blanco y negro, lo atropelló un coche. Ella misma era muy pequeña cuando teníamos ese perro.

– ¿Pero lo recordaría?

– ¿Quién podría olvidarlo? Quería a su perrito.

– El nombre del perro -dije al teléfono- y el nombre del perro anterior a éste. Haz que describa ambos perros y dé sus nombres.

– ¿Así que un perro no basta? ¿Tienen que ser dos?

– Eso es.

– Te quieres asegurar por partida doble, ¿eh? Está bien, te seguiré la corriente, amigo.

Me pregunté qué haría. Tenía que haber llamado desde un teléfono público, estaba seguro de eso. No había permanecido en la línea el tiempo necesario para que su moneda de veinticinco centavos se hubiera agotado, pero no iba a cambiar el esquema ahora cuando le había dado tan buen resultado. Estaba en un teléfono público y ahora tenía que descubrir el nombre y la descripción de dos perros y luego tenía que volver a llamarme.

Supongamos, por un momento, que no estaba llamando desde el teléfono de la lavandería. Podía suponer que estaba en algún teléfono de la calle, lo bastante lejos de su casa para que hubiera cogido un coche. Ahora volvería a casa, aparcaría, entraría y le preguntaría a Lucía Landau los nombres de sus perros y luego daría otra vuelta con el coche hasta otro teléfono y me trasladaría la información a mí.

¿Sucedería así? ¿O así es como yo lo haría?

Bueno, quizás sí y quizás no. Tal vez yo habría metido otra moneda en la ranura y, para ahorrarme un poco de tiempo y de correr de aquí para allá, llamaría a la casa donde mi socio estaba cuidando a la chica, haría que le quitara la mordaza de la boca por un minuto y volviera con las respuestas.

Si al menos tuviera a los Kong…

No lo pensaba por primera vez. Lo fácil que sería si Jimmy y David estuvieran instalados en el cuarto de Lucía con su módem acoplado al teléfono Snoopy de la chica, con el ordenador instalado en su tocador. Podían estar los dos sentados al teléfono de Lucía y tener como monitor el de su padre, de modo que cada vez que alguien llamara tendríamos un rastreo instantáneo de la comunicación.

Si Ray llamaba a su casa para descubrir los nombres de los perros, estaríamos apostados en esa línea y antes de que preguntara al otro por sus nombres sabríamos dónde tenían a la chica. Antes de que me hubiera transmitido la información, tendríamos coches en ambos lugares, para apresarlo cuando dejara el teléfono y para sitiar la casa.

Pero no tema a los Kong. Todo lo que tenía era a TJ sentado en una lavandería de Sunset Park esperando a que alguien usara el teléfono. Y si él no hubiera sido tan derrochador como para gastar la mitad de sus fondos en un busca, ni siquiera tendría eso.

– Esto vuelve loco a cualquiera -dijo Yuri-. Estar sentado mirando el teléfono, esperando a que suene.

Su llamada se hacía esperar, desde luego. Era evidente que Ray (era éste el nombre que le daba cuando pensaba en él, pues habíamos estado tan alarmantemente cerca que podía permitirme esta familiaridad), si no había llamado aún, era por alguna razón. Imaginaba diez minutos para llegar a casa, diez minutos para recibir la respuesta de la chica, diez minutos más para volver a un teléfono y llamarnos. Menos, si se daba prisa. Más si se paraba a comprar cigarrillos o si la chica estaba inconsciente y debían esperar a que volviera en sí.

Digamos media hora. Quizá más, quizá menos, pero digamos media hora.

Si estaba muerta, podía tardar un poco más. Supongamos que lo estaba, supongamos que la hubieran matado enseguida, que la hubieran matado antes de hacer la primera llamada a su padre. Esa era la manera más simple de hacerlo. Ningún riesgo de huida, ninguna preocupación por mantenerla callada.

Si estaba muerta, los mismos raptores no podrían admitirlo. Una vez que lo hicieran, no habría rescate. Estaban lejos de ser indigentes, habían recibido cuatrocientos mil de Kenan hacía menos de un mes, pero eso no significaba que no quisieran más. Tratándose de dinero la gente siempre quiere más y, si ellos no lo hubieran querido, no habría habido una primera llamada y probablemente ningún secuestro. Era bastante fácil llevarse a una mujer en la calle, al azar, si todo lo que querían era la excitación del acto. No necesitaban encima hacerse los graciosos.

¿Qué harían?

Supuse que lo más probable sería que trataran de conducirse con descaro. Decir que estaba inconsciente, que la habían drogado y no podía concentrarse lo suficiente para contestar a unas preguntas. O inventar algún nombre e insistir en que eso era lo que ella les había dicho.

Sabríamos que estaban mintiendo y estaríamos aproximadamente un ciento por ciento seguros de que Lucía estaba muerta. Pero uno cree lo que quiere creer y nosotros queríamos creer en la leve posibilidad de que estuviera viva y eso nos podría llevar a pagar el rescate, porque si no lo pagábamos no había ninguna posibilidad de rescatarla, ninguna en absoluto.

Sonó el teléfono. Me lancé a cogerlo. Era sólo un idiota que se equivocaba. Me deshice de él y treinta segundos más tarde volvió a llamar. Le pregunté a qué número llamaba y lo tenía bien, pero resultó que estaba tratando de hablar con alguien en Manhattan. Le recordé que tenía que marcar primero el prefijo de la zona.

– ¡Dios mío! -dijo-, siempre hago lo mismo, soy un estúpido.

– He recibido otras llamadas así, esta mañana -dijo Yuri una vez mi interlocutor hubo colgado-. Números equivocados. Un fastidio.

Asentí. ¿Habría llamado mientras yo me libraba de aquel idiota? Si había llamado, ¿por qué no volvía a probarlo? La línea estaba libre ahora, ¿qué mierda estaba esperando?

Tal vez yo hubiera cometido un error al pedir una prueba. Si ella ya estaba muerta, yo sólo estaba forzándolo a sacarlo a la luz. En lugar de tratar de fingir, él podía decidir cancelar la operación y tratar de protegerse.

En este caso yo podía esperar para siempre que sonara el teléfono, porque nunca volveríamos a oírle la voz.

Yuri tenía razón. Le volvía loco a uno el estar sentado mirando el teléfono, esperando que sonara.

En realidad, tardó sólo doce minutos de los treinta que yo había calculado como promedio. Sonó el teléfono y levanté el auricular. Dije hola y Ray replicó:

– Todavía me gustaría saber qué papel desempeñas en esto. Tienes que ser traficante. ¿Eres un traficante importante?

– Ibas a contestar algunas preguntas -le recordé.

– Quisiera que me dijeras tu nombre -añadió-. Podría reconocerlo.

– Yo podría reconocer el tuyo.

Se echó a reír.

– ¡Oh, no lo creo! ¿Por qué tienes tanta prisa, amigo? ¿Tienes miedo de que rastree la llamada?

En mi mente podía oírle mofarse de Pam.

«Elige una, Pammy. Una para ti y una para mí. ¿Cuál va a ser, Pammy?» -Es tu moneda.

– Así es. Ah, bueno, el nombre del perro, ¿no? Veamos, ¿cuáles son los nombres usuales? Fido, Towser, King, Rover: éste es siempre el nombre favorito, ¿no?

«La pobre Lucía está muerta», pensé.

– ¿Qué te parece Spot? «¡Corre, Spot, corre!» Oye, no es un mal nombre para un braco.

Pero eso lo habría sabido en el transcurso de los días que estuvo siguiendo a la chica.

– El nombre del perro es Watson -me espetó al fin.

– Watson -murmuré.

En el otro lado de la habitación, el perro grandote cambió de posición y levantó las orejas. Yuri hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Y el otro perro?

– Pides demasiado… -susurró-. ¿Cuántos perros necesitas?

Esperé sin decir nada.

– No supo decirme de qué raza era el otro perro. Era muy pequeña cuando murió. Lo tuvieron que hacer dormir, me ha dicho. Qué término tan tonto para eso, ¿no te parece? Cuando uno mata a un bicho, debería tener el valor de llamar a las cosas por su nombre. No dices nada, ¿estás ahí todavía?

– Todavía estoy aquí.

– Supongo que era un mestizo. ¡Tantos de nosotros lo somos! El nombre es un pequeño problema. Es una palabra rusa y puedo no decirla bien. ¿Qué tal está tu ruso, amigo?

– Un poco oxidado.

– Oxidado es un buen nombre para un perro. Tal vez fuera Oxidado, ¿eh? Eres un interlocutor duro, amigo mío. Es difícil hacerte reír.

– Soy un interlocutor fascinado -dije.

– ¡Ah, ojalá fuera así! Podríamos tener una conversación muy interesante en estas circunstancias, tú y yo. Bueno, en algún otro momento, quizás.

– Veremos.

– Seguro que sí. Pero quieres el nombre del perro, ¿no? El perro está muerto, amigo mío, ¿para qué sirve su nombre? Dale al perro un nombre muerto, dale al perro muerto un mal nombre.

Esperé.

– Puede que lo diga mal, pero te lo digo. Balalaika.

– Balalaika -repetí.

– Se supone que es el nombre de un instrumento musical, ella me dijo algo así. Qué dices, ¿te suena?

Miré a Yuri Landau. Su gesto de asentimiento era inequívoco. En el teléfono Ray hablaba sin parar, pero las palabras no me llegaban. Me sentía aturdido y me tuve que apoyar contra la mesa de la cocina para no caerme. La chica estaba viva.