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Un día o dos después, un aviso anónimo llevó a los oficiales de la comisaría Setenta y dos de Brooklyn a la casa que Albert Wallens había heredado a la muerte de su madre, tres años antes. Allí encontraron a Wallens, un obrero de la construcción en paro, de veintiocho años, con antecedentes por violencias sexuales y acusaciones de cargos menores. Wallens estaba muerto, con un pedazo de alambre de cuerda de piano alrededor del cuello. En el mismo sótano encontraron también lo que parecía ser el cadáver mutilado de otro hombre, pero Raymond Joseph Callander, de treinta y seis años, cuyo curriculum profesional incluía un período de siete meses como empleado civil en la oficina neoyorquina de la DEA, todavía estaba vivo. Fue trasladado al Centro Médico Maimónides, donde recobró la consciencia, pero no pudo comunicarse y sólo lanzó graznidos, hasta su muerte, dos días después. Las pruebas descubiertas en la casa de Wallens, y en dos vehículos encontrados en el garaje adyacente, implicaban a las claras a ambos hombres en varios asesinatos que la policía de Homicidios de Brooklyn había determinado que estaban vinculados y que eran la obra de un equipo de asesinos. Se ofrecieron varias teorías para explicar la escena mortal. La más persuasiva sugería que había un tercer hombre en el equipo. Un hombre que había asesinado a sus dos socios y había escapado. Otra conjetura, a la que le habría dado mucha menos credibilidad cualquiera que hubiera visto a Callander, o que hubiera leído atentamente el informe de sus heridas, sostenía que Callander había perdido completamente el control, había matado primero a su socio con una cuerda de piano y luego se había entregado a una orgía caprichosa de automutilación. Si se consideraba que, de algún modo, se las había arreglado para privarse de manos, orejas, pies, ojos y genitales, lo menos que podemos decir era que esa conjetura era «caprichosa».
Drew Kaplan representó a Pam Cassidy en sus negociaciones con un diario sensacionalista nacional. Publicaron su historia: «Perdí un pecho con los carniceros de Sunset Park», y le pagaron lo que Kaplan llamaba «un alto precio de cinco cifras». En una conversación que tuvo lugar sin que estuviera presente su abogado, pude asegurarle a Pam que Albert y Ray eran sin duda los hombres que la habían raptado y que no había habido ningún tercer hombre.
– ¿Quieres decir que Ray realmente se hizo todo eso? -preguntó asombrada.
Elaine le dijo que hay cosas que no estamos destinados a saber.
Alrededor de una semana después de la muerte de Callander, que había ocurrido en el fin de semana posterior a nuestra visita al cementerio, Kenan Khoury me llamó desde abajo para decirme que estaba estacionado en doble fila, frente a mi hotel. ¿Podría bajar yo a tomar un café o algo?
Fuimos a la esquina, a Flame, y ocupamos una mesa junto a la ventana.
– Estaba en el barrio -dijo-. Pensé en detenerme para saludarte. Me alegro de verte.
También me alegraba yo de verle a él. Tenía buen aspecto y se lo dije.
– Bueno, he tomado una determinación -me confesó-. Voy a hacer un viajecito.
– ¿Eh?
– Más exactamente, me voy del país. He arreglado un montón de cabos sueltos en los últimos días. He vendido la casa.
– ¿Tan rápido?
– Era totalmente de mi propiedad y la he vendido al contado. La he vendido muy barata. Los nuevos propietarios son coreanos y el viejo vino a cerrar el trato con sus dos hijos y una bolsa de compra llena de billetes. ¿Recuerdas cuando Pete dijo que era una lástima que Yuri no fuera griego porque así podría reunir tanto dinero en efectivo? Hombre, tendría que haber sido coreano. Están en un negocio que no sabe de cheques, de tarjetas de crédito, de nóminas oficiales, de impuestos ni de nada. Todas las operaciones se hacen con billetes verdes. Yo recibí el dinero, ellos recibieron un título limpio y casi se cagan encima cuando les indiqué cómo usar la alarma contra robos. Les gustó. Lo último de lo último, hombre. Tenía que encantarles.
– ¿Dónde vas?
– Primero a Belice, a visitar a unos parientes. Después a Togo.
– ¿Para entrar en el negocio familiar?
– Veremos. De todos modos, por un tiempo. Para ver si me gusta, para ver si puedo soportar vivir allí. Soy un muchacho de Brooklyn, ¿sabes? Nacido y criado aquí. No sé si podré aguantar estar tan lejos del viejo barrio. Podría morirme de aburrimiento sólo en un mes.
– O podría encantarte.
– No hay manera de saberlo, a menos que se haga la prueba, ¿no? Siempre puedo volver.
– Claro.
– No es mala idea irme ahora -me confesó-. Te he contado lo del trato con el hachís, ¿verdad?
– Me dijiste que no tenías mucha confianza en él.
– Sí, bueno, me alejé de él. Tenía un montón de dinero puesto allí y lo dejé. Si no lo hubiera dejado, ahora tendrías que hablar conmigo a través de las rejas.
– ¿Hubo allanamiento?
– Claro que sí, y tenían una invitación con mi nombre. Pero de una cosa al menos estoy seguro: aunque los tipos que han apresado no canten, lo que estoy convencido de que harán, de momento no hay ninguna prueba concreta contra mí. Pero ¿para qué necesito esa mierda de las citaciones y todo lo demás? Nunca me han detenido, de manera que ¿por qué no largarme del país cuando todavía soy virgen?
– ¿Cuándo te vas?
– El avión sale del aeropuerto Kennedy dentro de… ¿cuánto? ¿Seis horas? De aquí me voy a un vendedor de Buicks, en el Boulevard Rockaway, y acepto lo que me dé por el coche. «Vendido», le diré, «siempre que me lleve al aeropuerto», que está a unos cinco minutos de allí. A menos que tú quieras un coche, amigo. Te lo doy por la mitad del precio oficial, sólo para ahorrarme la tasa.
– No lo puedo aceptar.
– Bueno, lo he intentado. He hecho todo lo que he podido para apartarte de los metros. ¿Lo aceptarías como regalo? Lo digo en serio. Llévame hasta el Kennedy y es tuyo. Coño, si no lo quieres lo puedes llevar tú mismo al vendedor y ganarte unos dólares.
– Yo no haría eso y tú lo sabes.
– Pero ¡bueno! No quieres el coche, ¿eh? Es el único cabo suelto que me queda. En los últimos días he visto a algunos de los parientes de Francine para contarles más o menos lo ocurrido. Intenté omitir parte del horror, ¿sabes? Pero una cosa así sólo se puede endulzar hasta cierto punto, y todavía te quedas con el hecho de que una mujer buena, dulce y hermosa, está muerta sin que haya una puta razón que lo justifique -dijo mientras se cogía la cabeza con las manos-. Crees haberlo superado y viene y te agarra del cuello. El hecho es que les dije a sus familiares que había muerto. Les dije que había sido un episodio terrorista que ocurrió en ultramar cuando estábamos en Beirut. Una acción política, obra de unos locos. Y se lo creyeron, o por lo menos pienso que se lo creyeron. Del modo que lo conté, el hecho fue rápido e indoloro. A los terroristas los mataron allí mismo las milicias cristianas, y el servicio fúnebre fue privado y sin publicidad, porque había que acallar todo el incidente. Una parte se parece bastante a la verdad. Quisiera que la otra también fuera cierta. La parte rápida e indolora.
– Puede haber sido rápido. No lo sabes.
– Fui testigo del final, Matt. ¿Recuerdas? Me contó lo que le hicieron.
Cerró los ojos e inspiró profundamente.
– Cambio de tema -siguió-. ¿Has visto a mi hermano en alguna de esas reuniones últimamente? ¿Qué pasa? ¿Es un asunto delicado? -Se sobresaltó al ver mi expresión.
– Por así decirlo -dije-. Compréndelo. Alcohólicos Anónimos es un programa anónimo y una de las tradiciones es que uno no le cuenta a nadie que no está en el programa lo que se dice en una reunión, ni quién va a ellas o deja de ir. Violé el punto antes porque estábamos todos involucrados en un caso juntos, pero, por regla general, ésa no es una pregunta que yo pueda responder.
– En realidad no era una pregunta -admitió.
– ¿Qué quieres decir?
– Supongo que sólo quería tantear el terreno. Ver cuánto sabes o no sabes. Coño, no hay manera de hacer esto más fácil. Anteanoche recibí una llamada de la policía. El Toyota estaba puesto a mi nombre, o sea que ¿a quién otro iban a llamar?
– ¿Qué ha pasado?
– Encontraron el coche abandonado en medio del puente de Brooklyn.
– ¡Mierda, Kenan!
– Sí.
– Lo siento mucho.
– Sé que lo sientes, Matt. Es triste, ¿verdad?
– Lo es, sí.
– Era un chico estupendo, de veras. Tenía sus debilidades. Pero ¿quién coño no las tiene?
– ¿Están seguros de que…?
– Nadie lo vio tirarse y no han recuperado ningún cuerpo, pero me dijeron que el cadáver podría no recuperarse nunca. Así lo espero. ¿Sabes por qué?
– Creo que sí.
– Sí, apuesto a que sí lo sabes. Te dijo que quería ser sepultado en el mar, ¿no?
– No con esas palabras. Pero me explicó que el agua era su elemento y que no quería que lo incineraran ni que lo enterraran. La idea era clara y de la forma en que me lo dijo…
– ¿Como si lo estuviera esperando?
– Sí -dije-. Como si lo deseara.
– Me llamó, no sé, uno o dos días antes de hacerlo. Que si algo le pasaba, me dijo, me asegurara de que fuera sepultado en el mar. Le dije: «Sí, claro, Pete. Reservaré un camarote en el Queen Mary II y te tiraré por el ojo de buey». Nos reímos los dos, colgué y me olvidé. Y luego me llaman para decirme que han encontrado su coche en el puente. Amaba los puentes.
– Me lo dijo.
– ¿Sí? Cuando era pequeño, era lo que más amaba. Siempre le insistía a nuestro padre para que llevara el coche por los puentes. Nunca le eran suficientes, pensaba que eran la cosa más hermosa del mundo. El puente del que se tiró, el de Brooklyn, es en realidad un puente hermoso.
– Sí.
– Aunque el agua sea la misma debajo de él que debajo de los otros. Ahora está en paz, el pobre. Creo que es lo que siempre quiso si lo piensas bien. La única paz de la que disfrutó en su vida fue cuando tenía heroína en las venas, y aparte del intenso placer, lo más dulce de la heroína es que es como la muerte. Sólo que el efecto es pasajero. Eso es lo bueno que tiene. O lo malo que tiene, supongo. Depende del punto de vista.
Un par de días después de despedirme de Kenan, me estaba preparando para acostarme cuando sonó el teléfono. Era Mick.
– Te levantas temprano -le dije.
– ¿Te parece?
– Deben de ser las seis de la mañana, allí. Aquí es la una.
– ¡No me digas! Precisamente se me ha parado el reloj. Te llamaba con la esperanza de que me dijeras la hora.
– Pues bien, debe de ser un buen momento para llamar porque la comunicación es perfecta.
– Clara, ¿verdad?
– Como si estuvieras en el cuarto de al lado.
– Bueno, podría muy bien ser así -aseguró-. Resulta que estoy en el Grogan. Rosenstein me ha limpiado completamente. Mi vuelo se atrasó, de lo contrario habría llegado ya hace horas.
– Me alegro de que hayas vuelto.
– No más que yo. Irlanda es un país grande y viejo, pero no te gustaría vivir en él. ¿Cómo estás? Burke dice que no te has acercado mucho por el bar.
– No, para nada.
– Entonces, ¿por qué no te vienes para aquí ahora?
– ¿Por qué no?
– ¡Qué buen muchacho! -dijo-. Me pondré a hacer café para ti y abriré una botella de Jameson. Tengo un montón de historias para contarte.
– Yo tengo unas cuantas de mi propia cosecha.
– Estupendo, pasaremos una gran noche. Luego, de madrugada, iremos a la misa de los carniceros, ¿qué te parece?
– Bueno, no me sorprenderá.