177699.fb2 Un paseo entre las tumbas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Volví a mi hotel poco después de las nueve. Había tenido una larga charla con Kenan Khoury y había llenado algunas páginas en mi bloc con nombres de amigos, asociados y miembros de la familia. Había ido al garaje para revisar el Toyota y encontré la casete de Beethoven todavía en el aparato. Si había otras pistas en el coche de Francine, no las detecté.

El otro coche, el Tempo gris usado para entregar sus restos en pedazos, no estaba disponible para el examen. Los secuestradores lo habían estacionado en zona prohibida y en algún momento durante el transcurso del fin de semana una grúa de tráfico había aparecido para llevárselo. Podría haber intentado rastrearlo, pero ¿con qué objeto? Seguramente lo habían robado para la ocasión y, dado su estado, era probable que ya lo hubieran abandonado. El equipo de un laboratorio policial podría haber descubierto algo en el maletero o en el interior, manchas o fibras o marcas de algún tipo que señalarían una línea de investigación ventajosa. Pero yo no tenía los recursos para ese tipo de inspección. Andaría corriendo por todo Brooklyn para mirar un coche que no me diría nada.

En el Buick, los tres rastreamos un largo recorrido, pasando por D'Agostino y el establecimiento árabe de Atlantic Avenue para luego seguir hacia el sur, hasta el primer teléfono público en Ocean y Farragut, luego más al sur, en Flatbush, y al noreste, hasta la segunda cabina de Veterans Avenue. En realidad, yo no tenía que ver estas cosas. No se puede conseguir demasiada información mirando fijamente un teléfono público. Pero siempre he descubierto que valía la pena dedicarle algún tiempo al escenario del crimen, caminar por las calles y subir por las escaleras y verlo todo de primera mano. Ayuda a hacerlo real.

También me daba una oportunidad de que los Khoury pasaran por eso nuevamente. En una investigación policial, los testigos casi siempre se quejan de tener que contar la misma historia una y otra vez a un montón de gente diferente. Les parece inútil, pero tiene sentido. Si se cuenta bastantes veces a bastantes personas diferentes, tal vez aparezca algo que se ha omitido con anterioridad o tal vez una persona oiga algo que les pasó inadvertido a todas las demás.

En un momento dado del recorrido, nos detuvimos en el Apolo, un café de Flatbush. Todos pedimos souvlaki. Era bueno, pero Kenan apenas probó el suyo. En el coche, más tarde, se disculpó:

– Tendría que haber pedido huevos o algo parecido. Desde la otra noche no le encuentro sabor a la carne. No puedo comerla, se me revuelve el estómago. Sé que puedo superarlo, pero por el momento tengo que acordarme de pedir alguna otra cosa. No tiene sentido pedir algo y luego no poder comerlo.

Peter me llevó a casa en el Camry. Se quedaba en Colonial Road. Había estado allí desde el secuestro, durmiendo en el sofá de la sala de estar, y necesitaba pasar por su habitación para recoger ropa.

De otro modo, yo habría llamado a un servicio de taxis. Me siento muy cómodo en el metro. Rara vez me siento inseguro en él, pero parecía una ironía ahorrar en taxi teniendo diez mil dólares en el bolsillo. Me hubiera Mentido como un tonto si me tropezaba con un atracador.

Ése era mi anticipo, dos fajos de cien con cincuenta billetes en cada uno, dos paquetes de billetes que no se distinguían de los ochenta paquetes pagados para rescatar a Francine Khoury. Siempre he tenido dificultad para poner precio a mis servicios, pero en este caso me habían ahorrado la decisión. Kenan había depositado los dos fajos sobre la mesa y me había preguntado si era suficiente para empezar. Le dije que era más bien excesivo.

– Puedo permitírmelo -aseguró-. Tengo mucho dinero. No me arruinaron, ni se acercaron.

– ¿Habría podido pagar el millón?

– No sin dejar el país. Tengo una cuenta en las islas Caimán con medio millón. Tenía exactamente un poco menos de setecientos mil en la caja de seguridad, aquí. En realidad, probablemente podría haber reunido los otros trescientos mil aquí, en la ciudad, si hubiera hecho unas cuantas llamadas telefónicas. Me gustaría saberlo.

– ¿Qué?

– ¡Oh, ideas locas! Cosas como suponer que si hubiera pagado el millón la hubieran devuelto viva, suponer que nunca presioné en el teléfono, suponer que fui amable, que les besé el culo y todo eso.

– La hubieran matado lo mismo.

– Eso es lo que me digo, pero ¿cómo lo sé seguro? No puedo evitar preguntarme si hubo algo que yo hubiera podido hacer. Supongamos que me hubiera hecho el duro, que no hubiera pagado un céntimo a menos que me dieran pruebas de que estaba viva.

– Es probable que ya estuviera muerta cuando le llamaron.

– Ojalá tenga razón -admitió-, pero no lo sé. No puedo dejar de pensar que tal vez había alguna manera de salvarla. Sigo suponiendo que fue culpa mía.

Accedimos a las autovías para volver a Manhattan, la Shore Parkway y la Gowanus. El tráfico era escaso a esa hora, pero Pete iba despacio; rara vez pasaba de los noventa. No hablamos mucho al principio y los silencios tendían a prolongarse.

– Ya han pasado algunos días -dijo finalmente.

Le pregunté qué hacía para soportarlo.

– Me va bien.

– ¿Has estado yendo a las reuniones?

– Voy con bastante regularidad -respondió y, después de un momento, añadió-: No he tenido ninguna oportunidad de ir a una reunión desde que empezó esta mierda. He estado muy ocupado, ¿sabes?

– No le sirves de nada a tu hermano a menos que te mantengas sobrio.

– Ya lo sé.

– Hay reuniones en Bay Ridge. No tendrías que venir a la ciudad.

– Ya lo sé. Iba a ir a una anoche, pero no fui.

Tamborileaba sobre el volante con los dedos.

– Pensé que tal vez volveríamos a tiempo de ir a St. Paul esta misma noche, pero ya se ha hecho tarde. Serán más de las nueve cuando lleguemos.

– Hay una reunión a las diez en Houston Street.

– No lo sabía -dijo-. Para cuando llegue a mi habitación y recoja lo que necesito…

– Si pierdes la de las diez hay una reunión de medianoche, en el mismo lugar, en Houston, entre la Seis y Varick.

– Sé dónde es.

Algo en su tono no invitaba a hacer más sugerencias. Después de un momento dijo:

– Sé que no debería perderme esas reuniones. Trataré de llegar a la de las diez. La de la medianoche, no sé. No quiero dejar solo a Kenan tanto tiempo.

– Tal vez puedas ir a una reunión en Brooklyn mañana, durante el día.

– Tal vez.

– ¿Y tu trabajo? ¿Escás dejando que se te escape?

– Por el momento. Pedí la baja por enfermedad el viernes y hoy, pero si terminan por despedirme, no me pierdo gran cosa. Un empleo así no es difícil de encontrar.

– ¿Qué es? ¿Trabajo de mensajero?

– De repartidor de comida, en realidad: para los restaurantes de la 57 y la Novena.

– Debe de ser difícil trabajar en un empleo así, mientras tu hermano recoge los fajos a espuertas.

Estuvo callado un momento. Luego dijo:

– Tengo que separar las cosas, ¿sabes? Kenan quería que trabajara para él, con él, como quieras llamarlo. No puedo estar en ese negocio y mantenerme sereno. No es que uno esté siempre en contacto con las drogas, porque en realidad no es así. No hay tanto contacto físico con la mercancía. Pero es toda la conducta, la actitud mental, ¿sabes lo que quiero decir?

– Claro.

– Tenías razón en lo que dijiste acerca de las reuniones. He querido beber desde que supe lo de Francey. Quiero decir desde que la secuestraron, antes de que hicieran lo que hicieron. No lo he probado ni nada, pero es difícil dejar de pensar en eso. Alejo el pensamiento, pero vuelve en seguida.

– ¿Estuviste en contacto con tu padrino?

– En realidad, no tengo padrino. Me dieron uno interino la primera vez que dejé de beber y lo llamaba con mucha regularidad al principio, pero poco a poco nos apartamos. Es difícil dar con él por teléfono; de todos modos, tendría que encontrar un padrino permanente, pero no sé por qué nunca me he preocupado de buscarlo.

– Uno de estos días…

– Ya lo sé. ¿Tú tienes padrino?

Asentí.

– Nos reunimos anoche mismo. En general, cenamos los domingos y nos vemos todas las semanas.

– ¿Te da consejos?

– A veces -afirmé-, y luego voy y hago lo que quiero.

Cuando volví a mi hotel, la primera llamada que hice fue a Jim Faber.

– Acabo de hablar de ti -le dije-. Un tipo me preguntó si mi padrino me da consejos y le conté que siempre hago exactamente lo que me sugieres.

– Tienes suerte de que Dios no te haya fulminado en el acto.

– Ya lo sé. Pero he decidido no ir a Irlanda.

– ¿Se puede saber por qué? Anoche parecías decidido. ¿Te pareció diferente después de una noche de sueño?

– No -admití-. Me pareció lo mismo y esta mañana fui a una agencia de viajes y conseguí meterme en un vuelo chárter que sale el viernes por la noche.

– ¿Cómo se explica eso?

– Pues que esta tarde alguien me ofreció un trabajo y dije que sí. ¿Quieres ir a Irlanda tres semanas? No creo que me devuelvan el dinero del billete.

– ¿Estás seguro? Es una lástima perder el dinero.

– Bueno, me dijeron que no lo devolvían y ya está pagado. Está bien. Gano bastante en el trabajo para poder dar por perdidos doscientos dólares. Pero la verdad es que quería que supieras que no estaba de camino a la tierra de Sodoma y Gomorra.

– Sonaba como que estabas volviendo a las andadas -dijo-. Ésa es la razón por la que estaba preocupado.

Te las has arreglado para estar con tu amigo en su taberna y aun así mantenerte sin beber.

– Él bebe por los dos.

– Bueno, de una u otra manera parece funcionar. Pero del otro lado del océano, con tu sistema habitual de apoyo a miles de kilómetros y estando inquieto por empezar…

– Lo sé, pero ahora puedes quedarte tranquilo.

– Aunque no me corresponde el mérito.

– Oh, no lo sabes -dije-. Tal vez sea obra tuya. Los caminos de Dios son inescrutables.

– Sí -dijo-, así suele ser.

Elaine pensaba que era una lástima que, después de todo, yo no fuera a Irlanda.

– Supongo que no había ninguna posibilidad de posponer el trabajo -dijo.

– No.

– Ni de que lo tuvieras terminado el viernes.

– Apenas lo habré empezado el viernes.

– Es una verdadera lástima. Pero no pareces desilusionado.

– Creo que no lo estoy. Por lo menos no llamé a Mick, de manera que eso evita tener que volver a llamarle y decirle que cambié de idea. Para decirte la verdad, me alegro de haber conseguido un trabajo.

– ¿Algo en qué hincar el diente?

– Eso es. Eso es lo que realmente necesito, más que unas vacaciones.

– ¿Es un buen caso?

Yo no le había contado nada. Pensé un minuto y aclaré:

– Es un caso terrible.

– ¿Ah, sí?

– ¡Santo Dios, las cosas que las personas se hacen entre sí! Pensarás que ya estoy acostumbrado, pero nunca me acostumbro.

– ¿Quieres hablar de eso?

– Cuando te vea. ¿Quedamos para mañana por la noche?

– A menos que tu trabajo se interponga.

– No veo por qué. Iré por ti a eso de las siete. Si me retraso, te llamaré.

Me di un baño caliente y dormí bien toda la noche y por la mañana fui al banco: añadí setenta billetes de cien dólares al botín de mi caja de seguridad, deposité dos mil dólares en mi cuenta corriente y conservé los mil restantes en el bolsillo trasero del pantalón.

Hubo una época en que hubiera corrido a gastarlos. Acostumbraba a pasar un montón de horas libres en iglesias vacías y pagaba regularmente el diezmo, por así decirlo, depositando el diez por ciento exacto del efectivo que llevaba en el cepillo de las limosnas que encontraba. Esta exótica costumbre había desaparecido al dejar de beber. No sé por qué dejé de hacerlo, pero tampoco podría decir por qué había empezado.

Para lo que iba a servirme, habría podido meter el billete de Aer Lingus en el cepillo más próximo. Me detuve en la agencia de viajes y confirmé lo que ya sospechaba, que el billete ya no se podía devolver.

– En circunstancias normales le diría que consiguiera un médico que certificara que tuvo que cancelar el viaje por razones de salud, pero no le resultaría aquí porque no somos una compañía aérea, sino una agencia. A cambio de importantes descuentos, compramos espacios al por mayor a las compañías aéreas -me explicó. Luego se ofreció a revenderme el pasaje, así que se lo dejé y fui andando hasta el metro.

Pasé todo el día en Brooklyn. Había cogido una fotografía de Francine Khoury cuando dejé la casa de Colonial Road y la enseñé en D'Agostino de la Cuarta Avenida y en El gourmet árabe de Atlantic Avenue. Era una pinta más fría de lo que me habría gustado. Ya era martes y el rapto había ocurrido el jueves de la semana anterior, sin que yo pudiera hacer nada por el momento. Habría sido interesante que Peter me hubiera llamado el viernes, en lugar de esperar a que pasara el fin de semana, pero habían tenido otras cosas que hacer.

Junto con la fotografía enseñaba una tarjeta de Reliable con mi nombre. Explicaba que estaba investigando una reclamación de un seguro. El coche de mi cliente había sido golpeado por otro vehículo que se había dado a la fuga, y se aceleraría el proceso de la reclamación si pudiéramos identificar a la otra parte.

En D'Agostino hablé con una cajera que recordaba a Francine como a una cliente regular que siempre pagaba en efectivo, un rasgo memorable en nuestra sociedad, pero normal en los círculos de los traficantes de drogas.

– Y le puedo decir algo más de ella -dijo la mujer-. Apuesto a que es buena cocinera. -Mi expresión debió de parecerle de perplejidad, pues añadió-: Nada de comidas preparadas, nada de cosas congeladas. Siempre ingredientes naturales. Aunque es joven, no se encuentran muchas que se dediquen a cocinar. En su carrito nunca se ve nada de lo que anuncian en la tele.

El dependiente del supermercado también la recordaba e informó de que siempre le daba dos dólares de propina. Le pregunté por una furgoneta; recordaba una azul de reparto que había estado estacionada enfrente y que arrancó detrás de ella. No se había fijado en la marca de la furgoneta ni en la matrícula, pero estaba bastante seguro del color y creía que había algo sobre reparación de televisores pintado en un costado.

Recordaban más en Atlantic Avenue, porque había habido más que observar. La mujer que estaba detrás del mostrador reconoció la foto y pudo decirme exactamente lo que Francine había comprado: aceite de oliva, tahini, madamas y otros términos que yo no conocía. No había visto el rapto, porque estaba atendiendo a otro cliente. Sabía que algo extraño había pasado, porque un cliente había entrado diciendo que dos hombres y una mujer salían corriendo de la acera y saltaban a la parte trasera de la furgoneta. Al cliente le preocupaba que pudieran haber asaltado la tienda y estuvieran huyendo.

Ya había conseguido unas cuantas entrevistas más antes del mediodía, cuando pensé entrar en la cafetería de al lado a almorzar. Pero recordé el consejo que le había dado con tanta rapidez a Peter Khoury. Yo no había asistido a una reunión desde el sábado y ya era martes e iba a pasar la noche con Elaine. Llamé a la oficina Intergrupos y me enteré de que había una reunión a las doce y media, a unos diez minutos de distancia, en Brooklyn Heights. La oradora era una anciana pequeñita, lo más pulcra y correcta en apariencia que se podía imaginar, y su historia puso en evidencia que jamás había sido así, sino una pordiosera que dormía en la calle y que nunca se bañaba ni se cambiaba la ropa y no dejaba de destacar lo inmunda que había sido, cuan asquerosamente olía por aquel entonces. Era difícil relacionar la historia con la persona que estaba sentada a la cabecera de la mesa.

Después de la reunión volví a Atlantic Avenue y proseguí desde donde me había quedado. Compré un bocadillo y una lata de refresco en un establecimiento de comidas preparadas y entrevisté al propietario en el ínterin. Comí de pie, afuera, luego hablé con el empleado y con un par de clientes de un puesto de periódicos de la esquina. Entré en Alepo y hablé con el cajero y con dos de los dependientes. Volví a Casa Ayoub: me había acostumbrado a llamar así a El gourmet árabe, puesto que no dejaba de hablar con gente que lo seguía llamando así. Volví de nuevo, y esta vez la mujer había podido dar con el nombre del cliente que había tenido miedo de que el hombre de la furgoneta azul hubiese asaltado la tienda. Encontré el nombre en la guía telefónica, pero cuando marqué el número, nadie atendió la llamada.

Cuando llegué a Atlantic Avenue ya había desistido de contar la historia de la investigación por el asunto del seguro porque no parecía probable que concordara con lo que la gente podría haber visto. Por otra parte, no quería dar la impresión de que nada de la magnitud de un secuestro y un homicidio hubiera tenido lugar, pues alguien podría pensar que era su deber cívico informar a la policía. La historia que armé, y que tendía a variar algo según mi auditorio del momento, era más o menos algo así:

Mi cliente tenía una hermana que estaba considerando la posibilidad de contraer un matrimonio concertado con un extranjero ilegal que quería quedarse en el país. El presunto novio tenía una amiga cuya familia se oponía al casamiento. Dos hombres, parientes de la amiga, habían estado acosando a mi cliente durante días, en una tentativa por conseguir su ayuda para impedir la boda. La mujer compartía la posición de los parientes, pero en realidad no quería verse involucrada en el asunto.

Habían estado siguiéndole los pasos el jueves y la siguieron hasta la tienda de Ayoub. Cuando salió, la metieron con un pretexto en la parte trasera de la furgoneta y se la llevaron para convencerla. Cuando la soltaron, estaba ligeramente histérica y, en la tentativa de librarse de ellos, perdió no sólo los comestibles comprados (aceite de oliva, tahini, etcétera), sino también su bolso, que en ese momento contenía una pulsera bastante valiosa. Desconocía los nombres de aquellos individuos y cómo ponerse en contacto con ellos, y…

Supongo que mi pretexto no tenía mucho sentido, pero yo no estaba ofreciéndoselo a las cadenas de televisión para grabar un programa piloto, sólo lo estaba utilizando para convencer a ciudadanos razonablemente sensatos de que ser lo más solidario posible era tan seguro como noble. Recibí un montón de consejos gratuitos: «Esos matrimonios son malos. Ella debería decirle a su hermana que no vale la pena», por ejemplo. Pero también conseguí una buena cantidad de información.

Interrumpí mis pesquisas después de las cuatro y cogí el metro hasta Columbus Circle, librándome de la hora punta por pocos minutos. Había correspondencia para mí en recepción, en su mayor parte tonterías. Una vez pedí algo por catálogo y ahora recibo docenas de folletos informativos todos los meses. Vivo en una habitación pequeña y no tendría espacio para los catálogos ni mucho menos para los productos que quieren que compre.

Cuando llegué arriba, lo tiré todo menos la nota del teléfono y dos papelitos con mensajes que me informaban de que «Ken Curry» había llamado una vez a las dos y media y otra vez a las cuatro menos cuarto. No lo llamé de inmediato. Estaba agotado.

El día me había dejado exhausto. No había hecho nada físicamente, no había pasado ocho horas acarreando sacos de cemento. Pero todas esas conversaciones con toda esa gente se habían cobrado su precio. Uno tiene que concentrarse mucho y el proceso es especialmente exigente cuando se está trabajando con una historia propia. A menos que uno sea un mentiroso patológico, la ficción es más difícil de contar que la verdad. Ése es el principio sobre el que se basa el detector de mentiras y mi propia experiencia tiende a confirmarlo. Todo un día de mentiras y de desempeñar un papel es agotador, especialmente si uno está pateando la calle sin parar.

Me di una ducha y me afeité, puse las noticias de la televisión y escuché quince minutos con los pies en alto y los ojos cerrados. Alrededor de las cinco y media, llamé a Kenan Khoury y le dije que había hecho algunos progresos, aunque no tenía nada específico que informar.

Quería saber si había algo que él pudiera hacer.

– Todavía no -dije-. Volveré a Atlantic Avenue mañana para ver si el cuadro se completa un poco más. Cuando haya terminado allí, iré a tu casa. ¿Estarás?

– Desde luego -me contestó-. No tengo adónde ir.

Puse el despertador y volví a cerrar los ojos y el reloj me arrancó de un sueño placentero a las seis y media. Me puse el traje y la corbata y fui a casa de Elaine. Sirvió café para mí y Perrier para ella y nos fuimos en taxi a la Sociedad Asiática, donde recientemente habían inaugurado una exposición sobre el Taj Mahal que tenía algo que ver con el curso que ella seguía en Hunter. Después de recorrer los tres salones de exposición y de haber hecho los ruidos pertinentes, seguimos a la multitud hasta otra sala, donde nos sentamos en sillas plegables y escuchamos a un solista que tocaba el sitar. No sé si era bueno o no. No sé cómo se hacía para saberlo ni cómo sabría él si aquel instrumento estaba desafinado.

Después hubo un piscolabis a base de vino y queso.

– Esto no tiene por qué retenernos mucho tiempo -murmuró Elaine y después de unos minutos de sonreír y mascullar, estábamos en la calle.

– Te lo has pasado de puta madre -comentó ella.

– Ha estado bien.

– Ay, Señor -dijo-, la de cosas que un hombre está dispuesto a aguantar con la esperanza de acostarse con una.

– Vamos -dije-. No ha sido para tanto. Es la misma música que tocan en los restaurantes hindúes.

– Pero allí no tienes que escucharla.

– ¿Quién escuchaba?

Fuimos a un restaurante italiano y, tomando un café exprés, le conté lo de Kenan Khoury y lo que le había pasado a su esposa. Cuando terminé, se quedó mirando el mantel un momento, como si hubiera algo escrito en él; luego levantó los ojos lentamente para encontrar los míos. Es una mujer ingeniosa y con temple, pero en ese momento parecía vulnerable, hasta conmovedora.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– ¡Las cosas que hace la gente!

– Ni tienen principios ni tienen fin, como suele decirse. -Tomó un trago de agua-. La crueldad, el sadismo integral y todo eso. ¿Por qué la gente hace algo semejante? Bueno, no vale la pena preguntar por qué.

– Supongo que debe de ser por placer -intervine-. Deben de haber gozado con eso, no sólo con la matanza sino con restregárselo por la nariz, hacerlo ir de acá para allá, decirle que ella iba a estar en el coche, que iba a estar en casa cuando él llegara para finalmente hacer que la encontrara cortada a pedazos en el maletero del Ford. No tienen que ser sádicos para matarla, les habrá parecido más seguro que dejar un testigo que pudiera identificarlos. Pero no había ninguna ventaja práctica en usar el cuchillo del modo en que lo hicieron. Se tomaron mucho trabajo para descuartizar el cadáver. Lo siento, ésta no es una buena conversación para la mesa, ¿no?

– No es nada si la comparamos con una conversación precama.

– Te pone a tono, ¿no?

– Nada como esto para ponerme cachonda. No, de veras, no me importa. Quiero decir que me importa, claro que me importa, pero no soy delicada. Es brutal descuartizar a alguien, pero eso es lo de menos, supongo. El verdadero impacto es que exista esa clase de maldad en el mundo y que pueda surgir de la nada y atacarte sin ninguna razón válida. Eso es lo terrible. Lo que le hace mal tanto a un estómago vacío como a uno lleno.

Volvimos a su apartamento y puso un álbum de solos de piano de Cedar Walton que nos gustaba a ambos y nos sentamos juntos en el sofá sin hablar apenas. Cuando el disco terminó, le dio la vuelta y, hacia la mitad, nos fuimos a la cama e hicimos el amor con una curiosa intensidad. Después, ninguno de los dos habló por largo rato hasta que ella sugirió:

– Te voy a decir algo, hombre. Si seguimos así, uno de estos días vamos a ser muy buenos.

– ¿Te parece?

– No me sorprendería. Matt, quédate a pasar la noche.

La besé.

– Lo estaba planeando.

– ¡Uhm! Buen plan. No quiero estar sola.

Yo tampoco quería estar solo.