177703.fb2 Un trabajo f?cil - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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LAS COSAS SON COMO SON

Tienes los papeles en regla, menos mal -dijo el hombre y se levantó y prendió la luz de arriba que se difuminó opaca por la habitación. Era alto y huesudo y había sacado de alguna parte un palillo con el que se hurgaba la boca-. ¿Adónde ibas en ese coche?

El muchacho de tez tostada, casi negra, se encogió de hombros y trató de sonreír.

– No sé, por ahí -contestó.

– ¿Por qué no ayudas un poco?

– Iba de paseo, digo la verdad.

– Bueno, si no quieres inventarte nada mejor, vale -dijo el hombre. Se puso a ordenar los papeles que tenía desparramados por la mesa, lanzando insistentes miradas a la puerta. El muchacho vio el carnet de ella sobre la mesa con su fotografía, hermosa y sugerente, sonriendo.

Lo habían traído desde la carretera en un jeep que hacía sonar la estridente sirena innecesariamente y lo habían hecho subir a ese cuarto del segundo piso de la casa-cuartel, gris y pesada que tenía apariencia de prisión de película de vaqueros. Cuando entró había unos guardias en la puerta fumando y tomando el fresco de la tarde, que lo miraron pasar conducido por el cabo, un hombre viejo que durante el viaje había consultado varias veces la hojilla de una quiniela.

Al subir vio a unos niños jugar en el patio interior y una mujer en bata de flores se le cruzó en la escalera y le observó con pena. Desde el cuarto, y mientras le hablaba el hombre alto y demacrado, escuchó el ronroneo de una radio de transistores.

– Se oye cada cosa. No tenéis inventiva.

– Es la pura verdad -insistió el muchacho.

Desde que llegaron los guardias en la carretera, se prometió a sí mismo permanecer tranquilo. «Es un pinta», pensó el tipo. Golpeaba con la punta del lápiz la mesa aguardando que el cabo le dijera algo concreto. «En domingo, maldito nene, tuvo que ser hoy», volvió a pensar. «¿Lo estoy haciendo bien?», pensó, a su vez, el chico.

– ¿Se puede fumar? -preguntó.

– Sí, se puede -dijo el tipo.

El muchacho tomó uno de los cigarrillos que le abultaban en el bolsillo superior de la camisa sudada y lo prendió con un seco chasquido del encendedor barato que portaba junto al paquete de tabaco. Dedujo que había pasado mucho tiempo, pero el reloj estaba roto y no supo calcular. Pensó en estirar las piernas, titubeó y después lo hizo. Llevaba unas botas camperas nuevas de las que pensaba que eran el mejor par de botas que había visto nunca. Tres días antes le habían costado seis mil pesetas en una zapatería de las inmediaciones de la plaza Mayor. Las había estado observando, a través del sucio escaparate, una semana entera calculando cuánto tardaría en reunir seis mil pesetas. Con ellas, decididamente, se sentía extraño, más alto y mejor, y enseguida pensó que había hecho una buena compra.

– ¿Y ahora qué? -dijo, por fin el muchacho.

– ¿Qué?, ¿qué?

– Que qué hago aquí.

– Nada, esperar.

El hombre del palillo hizo un gesto amplio con una mano, una especie de círculo que no terminó y siguió con el trabajo de dar con la punta del lápiz en la mesa. «Va a estropear el lápiz», pensó el muchacho. «Va a terminar con él. Una vez vi a un poli que se mordía los nudillos y otro que se comía los mocos que sacaba de la nariz con el dedo. Son nerviosos.» El hombre detuvo el martillear del lápiz y lo miró retrepado en la silla, con las piernas casi dando en la mesa. «Ahora yo estaría abajo, tomando el fresco y escuchando la radio, sin hacer nada. El maldito cabo sí está abajo. El sí que está.»

– Siéntate bien, no estás en tu casa.

Arrastró las botas lentamente, hasta que el otro lo dejó de mirar. Había dejado el lápiz sobre la mesa y ahora se miraba las manos.

«A ella no le ha pasado nada, seguro. Ella está bien. Lo malo es el coche. No tengo que poner nervioso a este tío, es un nervioso. Está más nervioso que yo. Yo estoy tranquilo. Tengo que estar tranquilo y contestar con cuidado, siempre quieren liártela. Qué tontería, vaya tontería. Cuánto más tiempo pase, mejor, no se van a dar cuenta que estábamos colgados. Dentro de un rato no lo va a notar nadie», pensó y sonrió al acordarse de la cara de ella cuando llegó con el coche y las botas esa misma mañana. No se lo creía y le tuvo que enseñar el chocolate metido en la bolsa de cuero protegida con papel de estaño. «Toni, es acojonante», había dicho ella.

– ¿De qué te ríes, tú?

– ¿Eh? -contestó.

– Que de qué te ríes.

– De nada.

– Parecéis tontos, coño. Sois unos inconscientes.

– Pues no sé por qué. Yo no me meto con nadie.

– Me tienes harto, chico, harto. A todos vosotros os ponía a trabajar. Corte de pelo y pico y pala. ¿Me entiendes?

– Oiga, que yo trabajo.

– Sí, ya. Venga hombre. Lo que pasa es que creéis que el mundo se puede poner por montera. Que lo podéis todo, y no; no señor. A trabajar, a currar y nada de leches.

– Lo que usted diga.

– ¿Encima te pones chulo?

– Yo no me pongo chulo. Lo que pasa es que usted no sabe lo que ha pasado.

– A que te suelto una hostia. Por mi madre que te sacudo una hostia que te pongo en órbita. Nos ha jibao el nene. No te digo. ¡Que estás en el cuartel de la guardia civil, macho!

– Disculpe usted, de verdad, no le quería ofender, es que estoy un poco nervioso. Disculpe usted.

– En qué líos os metéis -dijo el hombre-. ¿No podéis hacer como todo el mundo?

El muchacho se calló. «Mejor no digo nada. Dios, cómo se está poniendo esto», pensó y le sonrió al tipo que había vuelto a coger el lápiz y se pinchaba la mano grande y tosca con la punta. Tenía un bigotito fino que movía el ritmo de la boca mientras hablaba sin que el palillo se le cayera.

– Tendría que llamar a mi casa, si hace usted el favor. Avisar a mi madre para que no se asuste. Sufre del corazón, ¿sabe?

– Ya llamarás luego. Espera a que suba el cabo.

– Sí, muy bien.

Su cara casi negra se puso seria. «Así está mejor, con estos julais lo mejor es así», pensó. Con la colilla del cigarrillo en la mano, conduciéndola con mucho cuidado, se levantó y la transportó al cenicero que estaba enfrente del tipo. Le sonrió. «Perdone», dijo.

El silencio era completo en el cuarto pero se oían murmullos de juegos de niños que subían del patio hasta la ventana y el insistente ruido, que nunca cesaba, del transistor del cabo. Ya no era el final de la tarde, se estaba haciendo de noche. «Dentro de poco se hará oscuro. ¿Cómo estará ella? Dios mío que no se muera, que no sea nada. Seguro que me paso la noche aquí. ¿Me pegarán? Quiero estar con ella. Quiero verla», pensó y sintió entonces el tremendo dolor de la pierna que le subía hasta el muslo como si estuvieran pinchándole con un cuchillo afilado. «Me la he partido. Me he partido la pierna».

– ¿Puedo ir al water? -preguntó.

– Espera, ahora sube el cabo.

– Oiga, disculpe. ¿Qué tengo que hacer?

– Te lo dirá el cabo.

– Oiga ¿no puedo ir al water?

El tipo se lo quedó mirando. Después dijo:

– Venga, vamos.

Se levantó y fue hasta la puerta. La abrió con un crujido de madera vieja y aguardó a que pasara. Lo tomó del codo y lo condujo pasillo adelante. Las losetas eran rojas y estaban descabalgadas. Sus botas sonaban como pistoletazos en el piso. Trató de no cojear.

– Por ahí -dijo. Pasó delante de una puerta donde se oía el ruido de una sartén friendo comida. Una mujer en alguna parte llamó a su hijo a voces. El hombre se detuvo frente a una puerta pintada de verde y con un gesto le indicó que aguardara. Entró en el water y luego salió.

– Date prisa -dijo.

Dentro, miró hacia atrás por si el hombre miraba, pero había cerrado la puerta.

– ¡Date prisa! -gritó desde fuera.

Bajó la cremallera del vaquero y orinó. Al mismo tiempo sacó la bolsita de cuero del bolsillo de atrás del pantalón y tiró dentro del retrete el contenido. La volvió del revés y con los dedos fue raspando el forro y el papel de estaño. «Cinco talegos. Se van cinco talegos», pensó. Se abrochó y tiró de la cadena. Al salir se observó fugazmente en el espejo cuadrado, con un marco azul, que había colgado encima del lavabo y se atusó el pelo.

– Muchas gracias -dijo al salir.

– Vamos -dijo e hizo un gesto de prisa, tomándolo nuevamente por el codo.

En la oficinilla el cabo estaba sentado en la mesa ojeando los carnets de identidad. No levantó la cabeza cuando entraron. A la luz de la lámpara arriba, en el techo, parecía más viejo y gastado.

– Tú, ponte ahí -dijo el hombre al muchacho- y estate tranquilo. Ha ido al baño -se dirigió al cabo y se colocó de pie, en la parte derecha de la mesa y tomó un cigarrillo del paquete-. Es una buena pieza. No sabe ni inventar -soltó una risa hueca y corta que acabó rápidamente.

– Bueno -dijo el cabo-, ¿cómo te encuentras, chico?

– Bien, muy bien.

– Así me gusta. Estás en un buen lío, ¿sabes? No tiene antecedentes -dijo alzando la cabeza al hombre que fumaba muy atento. Este contestó:

– Vaya -y siguió fumando.

– Estás en un buen lío. ¿Esta es la chica? -dijo de nuevo el cabo, señalando el carnet de identidad.

– Sí -contestó. «Claro que es, ¿quién iba a ser si no?», pensó-. ¿Está bien? -preguntó.

– ¿Te preocupas ahora?

– No piensan en nada -terció el tipo; se colocan el mundo por montera y ahora se preocupan. ¡Vaya gente!

– Sólo pregunto por ella.

– Todavía no se sabe nada, está en el hospital. ¿Qué tal Martínez? -dijo, dirigiéndose al tipo-. ¿Qué tal se ha portado el caballerete?

– Bien, mi cabo -contestó-, un poco chulo, pero bien.

– Bueno, bueno -murmuró el cabo- estamos bien. Vaya lío.

– ¿Qué tal ha salido la Real, mi cabo? -preguntó el tipo.

– Hombre, pues muy bien, Martínez, ha encajado dos golazos como dos soles.

– Joder, es que son la hostia -exclamó- no sirven para nada. Vaya mierda.

– No sirven para nada -aseveró el cabo torciendo la cabeza, mirando al tipo llamado Martínez.

– Para cobrar, sí sirven -volvió a decir el hombre llamado Martínez-. Para eso sí que sirven.

– Bueno, vamos a lo nuestro. Espero que te des cuenta de que está metido en un follón, ¿verdad? La nena es menor de edad, eso para empezar y luego está el coche y la droga, ¿verdad? Tú vas a ser un buen muchacho y vas a hablar de corrido, ¿vale? Y todos tan amigos, ¿eh?

– Más te vale -dijo Martínez.

La noche ya había caído y no se oía un alma en el cuartel, como si se hubieran acostado todos a toque de corneta. El muchacho se sintió solo y miró a los dos hombres y sacó un cigarrillo y lo encendió. Su cara morena refulgió a la llama del encendedor barato. «Por lo menos si ella estuviera bien», pensó, «si no se muriera».