177708.fb2 Una Dulce Venganza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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SEXTA PARTE. EPÍLOGO

28

Lady Helen suspiró.

– Esto transforma mi definición del tedio como jamás había soñado. Repíteme qué va a probar.

St. James ejecutó un tercero y cuidadoso pliegue en la chaqueta del pijama.

– El acusado afirma que fue atacado mientras dormía. Recibió una sola herida en el costado, pero tenemos tres agujeros, cada uno manchado con su sangre. ¿Cómo crees que ocurrió?

Lady Helen se inclinó sobre la prenda. Estaba doblada de manera extraña para que coincidieran los tres agujeros.

– ¿Es contorsionista cuando duerme?

St. James rió.

– Un mentiroso cuando está despierto, mejor. Se hirió él mismo e hizo los tres agujeros después. -La sorprendió bostezando-. ¿Te estoy aburriendo, Helen?

– En absoluto.

– ¿Has pasado la noche en compañía de un hombre agradable?

– Ojalá fuera cierto. Temo que fue en compañía de mis abuelos, querido. Mi abuelo roncaba sonoramente durante la marcha triunfal de Aída. Tendría que haberle imitado. No me extraña que esté tan despejado esta mañana.

– Una reverencia a la cultura de vez en cuando es buena para el espíritu.

– Detesto la ópera. Si al menos cantaran en inglés. ¿Es demasiado pedir? Siempre es en italiano o francés. O en alemán. En alemán es todavía peor. Cuando corren por el escenario con aquellos divertidos cascos con cuernos…

– Eres una filistea, Helen.

– Fanático.

– Bueno, si te portas bien durante otra media hora, te llevaré a comer. He descubierto una nueva brasserie en Brompton Road.

El rostro de Helen se iluminó.

– ¡Querido Simon, justo lo que necesito! ¿Qué hago ahora?

Paseó la mirada por el laboratorio como si buscara una nueva ocupación, intención que St. James ignoró cuando la puerta principal retumbó y una voz gritó su nombre.

St. James se apartó de un salto de la mesa de trabajo.

– Sidney -exclamó, y se dirigió a la puerta, mientras su hermana subía los peldaños de tres en tres-. ¿Dónde demonios has estado?

Sidney entró en el laboratorio. -Primero, en Surrey. Después, en Southampton -contestó, como si fueran los destinos más lógicos del mundo. Tiró la chaqueta de armiño sobre un taburete-. Me obligaron a presentar una nueva línea de pieles. Si no encuentro pronto un trabajo diferente, no sé qué haré. Pasar modelos de pieles de animales muertos se encuentra a medio camino entre lo absolutamente repugnante y lo completamente desagradable. Siguen insistiendo en que no lleve nada debajo. -Se inclinó sobre la mesa y examinó la chaqueta del pijama-. ¿Otra vez sangre? ¿Cómo puedes soportarlo, tan cerca de la hora de comer? No me he perdido la comida, ¿verdad? Apenas es mediodía. -Abrió el bolso y empezó a rebuscar en su interior-. Bueno, ¿dónde está…? Claro, ya entiendo por qué insisten tanto en la piel desnuda, pero no tengo estómago para ello. Es la insinuación de la sensualidad, me dicen. La promesa, la fantasía. Basura. Ah, aquí está.

Extrajo un arrugado sobre que entregó a su hermano.

– ¿Qué es?

– Lo que me he pasado casi diez días arrancando a mamá. Hasta tuve que arrastrarme detrás de David durante una semana para que ella se diera cuenta de lo muy decidida que estaba yo.

– ¿Has estado con mamá? -preguntó St. James, incrédulo-. ¿Has ido a casa de David, a Southampton? Helen, ¿sabías…?

– Telefoneé una vez a Surrey, pero no contestaron. Entonces, dijiste que no la preocupara, ¿te acuerdas?

– ¿Preocupar a mamá? -preguntó Sidney-. ¿Preocuparla por qué?

– Por ti.

– ¿Por qué iba a preocuparse mamá por mí? -No esperó la respuesta-. De hecho, al principio ella pensó que la idea era absurda.

– ¿Qué idea?

– Ahora ya sé de quién has heredado tu escasa inteligencia, Simon, pero yo la convencí poco a poco. Sabía que lo haría. Adelante, ábrela. Léela en voz alta. A Helen también le gustará oírlo.

– Maldita sea, Sidney. Quiero saber…

Ella le agarró la muñeca y le agitó el brazo.

– Lee.

St. James abrió el sobre con mal disimulada irritación y empezó a leer en voz alta:

Querido Simon. Por lo visto, Sidney no me dejará en paz hasta que me disculpe, así que lo haré cuanto antes, aunque tu hermana no se conformará con unas simples líneas.

– ¿Qué es esto, Sid?

Su hermana rió.

– Sigue leyendo.

St. James siguió leyendo lo escrito en el papel de su madre, estampado con intensos relieves.

Siempre creí que fue idea de Sidney abrir las ventanas del cuarto de los niños, Simon, pero, como no dijiste nada cuando te acusé, me sentí obligada a descargar sobre ti todo el peso del castigo. Castigar a los hijos constituye el deber más duro de los padres. Es aún peor si sospechas que estás castigando al que no debes. Sidney ha aclarado este punto, pues sólo ella podía hacerlo, y aunque ha insistido en que le dé una paliza por haber permitido que recibieras el castigo en su lugar hace tantos años, me niego a zurrar a una mujer de veinticinco años. Por lo tanto, te ruego me disculpes por haber cargado la culpa sobre tus pequeños hombros. ¿Tenías diez años? Lo he olvidado. En todo caso, le haré pagar su culpa de una manera apropiada. La visita de Sidney me resultó muy agradable. Pasamos algún rato con David y los niños. Confío en que pronto te veremos por Surrey. Trae a Deborah, si vienes. Cotter me telefoneó para contarme punto por punto lo sucedido. Pobre criatura. No estaría mal que la tomaras bajo tu protección hasta que se recupere. Tu madre, que te quiere.

Sidney, los brazos en jarras, echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada, complacida de haberse apuntado un tanto.

– ¿A que es genial? Lo que me costó obligarla a escribir eso. Si no hubiera querido hablar contigo acerca de Deborah… Ya sabes cómo es, siempre temerosa de que nos convirtamos en bárbaros y no hagamos lo correcto en estas situaciones. Si no hubiera sido por eso, no sé si habría podido obligarla a escribir la carta.

St. James notó que lady Helen le estaba mirando. Sabía lo que ella esperaba que preguntara. No lo hizo. Desde hacía diez días sabía que algo había pasado entre ellos. La conducta de Cotter bastaba para confirmarlo, incluso si Deborah no se hubiera marchado de Howenstow nada más volver de Penzance, la noche posterior a la muerte de Trenarrow. Sin embargo, aparte de decir que la había traído en avión a Londres, Lynley no añadió nada más. St. James no quería perturbar la sombría reserva de Cotter. Por tanto, no dijo nada.

Lady Helen, sin embargo, no tuvo sus escrúpulos.

– ¿Qué le ha pasado a Deborah?

– Tommy rompió su compromiso -contestó Sidney-. ¿No te lo ha dicho Cotter? A juzgar por cómo lo cuenta la cocinera de mamá, echaba sapos y culebras por el teléfono. Como una fiera. Casi esperaba que retara a duelo a Tommy para exigir satisfacción. «Pistolas o cuchillos», casi le oía gritar. «En Speaker's Córner al alba.» ¿No te lo ha contado Tommy? Decididamente peculiar. A menos, por supuesto, que tema que seas tú quien le exija satisfacción, Simon. -Rió y luego adoptó un aire pensativo-. No pensarás que sea un problema de clases, ¿verdad? Considerando que Peter vive con Sasha, dudo que los Lynley sean clasistas.

Mientras su hermana hablaba, St. James comprendió que Sidney no tenía ni idea de lo sucedido desde su amarga partida de Howenstow aquel domingo por la mañana. Abrió el cajón inferior de su mesa de trabajo y sacó el frasco de perfume.

– ¿Has perdido esto? -preguntó.

Sidney lo cogió, muy contenta.

– ¿Dónde lo has encontrado? No me digas que fue en el ropero de Howenstow. Acepto lo de los zapatos, pero de ahí no paso.

– Justin lo cogió de tu habitación, Sidney.

Una frase muy sencilla, seis palabras, ni una más. El efecto que produjo en su hermana fue instantáneo. Su sonrisa se desvaneció. Intentó mantenerla, pero sus labios temblaron del esfuerzo. La alegría la abandonó. Su cuerpo pareció encogerse. El rápido fin de su desenvoltura reveló a St. James el precario control sobre sus emociones, cómo enmascaraba un dolor que aún no había estallado mediante su actual comportamiento despreocupado.

– ¿Justin? -preguntó-. ¿Por qué?

No era sencillo decírselo. Sabía que sólo contribuiría a aumentar su dolor. Sin embargo, quizá era la única forma de que por fin enterrara su muerto.

– Para acusarte del asesinato -respondió.

– Eso es ridículo.

– Quería asesinar a Peter Lynley. En cambio, mató a Sasha Nifford.

– No entiendo.

Dio vueltas y vueltas al frasco de perfume. Inclinó la cabeza. Se acarició las mejillas.

– Estaba lleno de droga que ella confundió con heroína.

Entonces, Sidney levantó la vista. St. James se fijó en la expresión de su rostro. La utilización de una droga como medio de cometer un asesinato dejaba la verdad al desnudo.

– Lo siento, cariño.

– Pero Peter… Justin me dijo que Peter estuvo en casa de Cambrey. Dijo que se pelearon, y que Mick Cambrey murió después. Dijo que Peter quería matarle… No entiendo. Peter debió averiguar que Justin os había hablado a ti y a Peter del asunto. Él lo sabía. Lo sabía.

– Peter no mató a Justin, Sid. Ni siquiera estaba en Howenstow cuando Justin murió.

– Entonces, ¿por qué?

– Peter oyó algo que no debía oír. Podía utilizarlo contra Justin en algún momento, sobre todo después del asesinato de Mick Cambrey. Justin se puso nervioso. Sabía que Peter iba desesperado por conseguir dinero y cocaína. Sabía que era inestable. No podía predecir su comportamiento, de modo que necesitaba deshacerse de él.

St. James y lady Helen completaron el relato. Islington, el oncomet, Trenarrow, Cambrey. La clínica y el cáncer. La sustitución de un placebo que causó la muerte de Mick.

– Brooke estaba en peligro -dijo St. James-. Tomó medidas para eliminarlo.

– ¿Y yo? -preguntó Sidney-. El frasco es mío. ¿Acaso no sabía que la gente me creería implicada?

Agarró el frasco con tanta fuerza, que sus dedos se pusieron blancos.

– Aquel día en la playa, Sidney -dijo lady Helen-, recibió una fuerte humillación.

– Quería castigarte -añadió St. James.

Los labios de Sidney apenas se movieron cuando dijo:

– Él me quería. Lo sé. Me quería.

St. James se sintió aplastado por el terrible peso de aquellas palabras, sintió la necesidad de confirmar a su hermana lo mucho que ella valía. Quería decir algo, pero no se le ocurrían palabras para consolarla.

Lady Helen intervino.

– Lo que Justin Brooke era no dice nada sobre Sidney. Ni Justin Brooke, ni lo que sentía, o no sentís te definen.

Sidney lanzó un sollozo entrecortado. St. James se acercó a ella.

– Lo siento, cariño -dijo, rodeándola con su brazo-. Quizá no debería decírtelo, pero soy incapaz de mentirte, Sidney. No lamento su muerte.

La joven tosió y le miró. Una sonrisa fragmentada se abrió paso entre sus lágrimas.

– Dios mío, qué hambre tengo -susurró-. ¿Vamos a comer?

En Eaton Terrace, lady Helen cerró con estrépito la puerta de su Mini. Lo hizo más para infundirse valor (como si ese acto diera cuenta de la rectitud de su comportamiento) que para asegurarse de cerrar bien la puerta del coche. Contempló la fachada oscurecida de la casa de Lynley y alzó la muñeca a la luz de la farola. Eran casi las once, una hora poco apropiada para una visita de cortesía. Sin embargo, lo intempestivo de la hora le proporcionaba una ventaja que no pensaba desaprovechar. Subió los peldaños de mármol hasta la puerta.

Había intentado ponerse en contacto con él durante las dos últimas semanas. Cada esfuerzo se veía frustrado. Ocupado en un caso, trabajando dos turnos seguidos, retenido por una entrevista, prestando declaración en un juicio. Había escuchado toda clase de excusas relacionadas con el trabajo, pronunciadas por una serie de indiscutiblemente educados secretarios, ayudantes y oficiales. El mensaje implícito siempre era el mismo: estaba ocupado, solo, y prefería que así fuera.

Pero esta noche no. Tocó el timbre. Sonó al fondo de la casa y rebotó hasta la puerta, como si el edificio estuviera vacío. Por un fugaz momento, pensó que había marchado de Londres, huyendo de todo de una vez por todas, pero entonces el abanico situado sobre la puerta reveló un repentino resplandor en el vestíbulo inferior. Se descorrió el cerrojo, la puerta se abrió y el criado de Lynley la miró, parpadeando como un buho. Calzaba zapatillas y un albornoz de franela sobre el pijama a rayas. Su rostro reflejó de forma espontánea sorpresa y comprensión. Las reprimió enseguida, pero lady Helen leyó su significado. Las chicas bien educadas no debían visitar a caballeros a altas horas de la noche, por más avanzado que estuviera el siglo veinte.

– Gracias, Dentón -dijo lady Helen con determinación. Entró en el vestíbulo como si el hombre se lo hubiera pedido con efusivas muestras de bienvenida-. Dile a lord Asherton que deseo verle al instante, por favor.

Se quitó la chaqueta y la dejó con el bolso sobre una silla.

Todavía inmóvil junto a la puerta abierta, Dentón desvió la vista de ella a la calle, como si intentara recordar si la había invitado a entrar. No apartó la mano del pomo y removió los pies, como atrapado entre la necesidad de protestar por lo intempestivo de esta visita y el temor a desencadenar la ira de alguien si procedía de esta manera.

– Su señoría ha pedido…

– Lo sé -dijo lady Helen.

Experimentó una leve punzada de culpabilidad por abusar de Dentón, sabiendo que su determinación de proteger a Lynley se basaba en una lealtad que se remontaba a casi una década.

– Lo comprendo. Ha pedido que no se le moleste, que no se le interrumpa. No ha contestado a ninguna de mis llamadas desde hace dos semanas, Dentón, de modo que he comprendido muy bien que no desea ser molestado. Ahora que hemos aclarado la situación, haz el favor de decirle que quiero verle.

– Pero…

– Si es necesario, subiré directamente a su habitación.

Denton expresó su rendición cerrando la puerta.

– Está en la biblioteca. Iré a buscarle.

– No hace falta. Conozco el camino.

Dejó a Denton en el vestíbulo, boquiabierto, y subió a toda prisa hasta la primera planta, recorrió un pasillo alfombrado, pasó frente a una impresionante colección de objetos de peltre antiguos y guiñó el ojo a media docena de Asherton muertos mucho tiempo atrás. Oyó que el criado de Lynley murmuraba, no lejos de ella.

– Señora… Lady Helen…

La puerta de la biblioteca estaba cerrada. Golpeó con los nudillos una vez, oyó la voz de Lynley y entró.

Estaba sentado ante su escritorio, la cabeza apoyada en una mano y varias carpetas desplegadas frente a él. Lo primero que pensó lady Helen, con gran sorpresa por su parte, fue que utilizaba gafas para leer, cosa que ignoraba por completo. Lynley se las quitó y se puso en pie. Sin hablar, miró a Denton, que compuso una expresión afligida.

– Lo siento -dijo-. Lo intenté.

– No le eches la culpa -dijo lady Helen-. Me colé sin pedir permiso.

Vio que Denton avanzaba un paso. Uno más y se acercaría lo bastante para cogerla del brazo y acompañarla de vuelta a la calle. Era inimaginable que lo hiciera sin órdenes de Lynley, pero, si éste había acariciado la posibilidad, lady Helen procuró disuadirle.

– Gracias, Denton. Déjanos solos, por favor. Si no te importa.

Denton se quedó perplejo. Miró a Lynley, que cabeceó una sola vez. El criado abandonó la habitación.

– ¿Por qué no has contestado a mis llamadas, Tommy? -preguntó lady Helen en cuanto estuvieron solos-. He telefoneado aquí y al Yard en repetidas ocasiones. He venido cuatro veces. Me tenías preocupadísima.

– Lo siento, querida -confesó él con desenvoltura-. Últimamente, el trabajo se acumula. Estoy hundido hasta las cejas. ¿Te apetece una copa?

Se acercó a una mesa de palo de rosa sobre la que estaban dispuestas varias botellas y un juego de copas.

– No, gracias.

Lynley se sirvió un whisky, pero no bebió enseguida.

– Siéntate, por favor.

– No tengo ganas.

– Claro. Como gustes.

Le dirigió una sonrisa poco convincente y bebió buena parte de la copa. Entonces, tal vez cansado de fingir, apartó la vista.

– Lo lamento, Helen. Quise contestar a tus llamadas, pero me fue imposible. Pura cobardía, imagino.

La ira de lady Helen se esfumó de inmediato.

– No soporto verte así. Atrincherado en tu biblioteca. Incomunicado en el trabajo. No puedo soportarlo, Tommy.

Por un momento, sólo se oyó la respiración irregular de Lynley.

– Sólo puedo apartarla de mi mente cuando trabajo -dijo por fin-. Eso es lo que he hecho, lo único que he hecho. Si no he estado ocupado en un caso, he empleado el tiempo en repetirme que algún día lo superaré. Dentro de unas semanas, o de unos meses. -Lanzó una carcajada trémula-. Cuesta creerlo.

– Lo sé. Te comprendo.

– Dios, sí. ¿Quién podría saberlo mejor que tú?

– Entonces, ¿por qué no me has telefoneado?

Lynley caminó inquieto hacia la chimenea. Como no ardía ningún fuego, dedicó su atención a una colección de platos de porcelana Meissen alineados sobre la repisa. Cogió uno y le dio vueltas entre las manos. Lady Helen quiso decirle que tuviera cuidado, que el plato podía romperse porque lo apretaba mucho, pero calló. Lynley devolvió el plato a su sitio. Ella repitió la pregunta.

– Sabes que quería hablar contigo. ¿Por qué no me has telefoneado?

– No he podido. Estoy fatal. No puedo ocultártelo.

– ¿Por qué diablos has de ocultármelo?

– Me siento como un idiota. Debería ser más fuerte, no preocuparme por lo ocurrido. Debería olvidarlo y seguir adelante.

– ¿ Seguir adelante?

Lady Helen experimentó un arrebato de cólera. Su sangre hirvió ante esta actitud altiva, que siempre había considerado despreciable en los hombres que conocía, como si la educación, la cultura y las generaciones condenaran a una vida carente de sentimientos.

– ¿Te atreves a decirme que no tienes derecho a tu pena porque eres un hombre? No lo creo. No quiero creerlo.

– No tiene nada que ver con la pena. He tratado de volver a ser el hombre que era hace tres años. Antes de todo esto. Antes de Deborah. Si puedo recuperarle, estaré perfectamente.

– Ese hombre no era diferente del hombre actual.

– Hace tres años, no me lo habría tomado tan mal. ¿Qué significaban las mujeres para mí, entonces? Compañeras de cama. Nada más.

– ¿Eso es lo que quieres ser? ¿Un hombre que emprende una fuga sexual por la vida, pensando únicamente en su próxima representación en la cama? ¿Eso, eso es lo que quieres?

– Es más fácil así.

– Claro que es fácil. Esa clase de vida siempre es fácil. Abandonas la cama del otro sin apenas una palabra de despedida, mucho menos de compromiso. Si por casualidad te despiertas una mañana junto a alguien cuyo nombre se te escapa, ¿qué más da? Forma parte del juego.

– Aquellas relaciones no implicaban dolor. No implicaban nada. Al menos, para mí.

– Quizá te guste recordarlo de esa manera, Tommy, pero no era así, porque, si lo que dices es verdad, si la vida se reducía a coleccionar y seducir a un harén, ¿por qué no te acostaste nunca conmigo?

Lynley meditó sobre la pregunta. Se sirvió una segunda copa.

– No lo sé.

– Sí, lo sabes. Dime por qué.

– No lo sé.

– Menuda conquista habría resultado yo. Abandonada por Simon, mi vida destrozada. Lo último que deseaba era liarme con otro. ¿Cómo pudiste resistirte a un desafío semejante? Menuda oportunidad para demostrar tus dotes. Menudo espaldarazo a tu autoestima.

Lynley dejó su copa sobre la mesa y le dio vueltas entre los dedos. Ella contempló su perfil, intuyó lo frágil de su control.

– Confiaba en que eras diferente -contestó.

– Nada de eso. Tenía lo que hay que tener. Era como las demás, pasión y placer, pechos y muslos.

– No seas ridícula.

– Una mujer, al fin y al cabo. Fácil de seducir, sobre todo por un experto. Pero nunca lo intentaste conmigo. Ni siquiera una vez. Esa clase de reticencia sexual es incongruente en un hombre cuyo único interés en las mujeres reside en lo que pueden ofrecerle en la cama. Yo tenía cosas que ofrecer, ¿verdad, Tommy? Oh, al principio me habría resistido, pero habría acabado acostándome contigo, y tú lo sabías. Pero no lo intentaste.

Lynley se volvió hacia ella.

– ¿Cómo podía hacerte eso, después de que hubieras roto con Simon?

– ¿Compasión? -preguntó lady Helen-. ¿De un hombre entregado al placer? ¿Qué importaba de quién procediera? ¿Acaso no éramos todas iguales?

Lynley permaneció en silencio durante tanto rato que ella se preguntó si iba a contestar. Leyó en su rostro que se esforzaba por mantener la serenidad. Deseaba que hablara, deseaba que sintiera, deseaba que asumiera su dolor para que éste pudiera vivir, estallar y morir.

– Tú no -dijo por fin. Ella intuyó que le había costado mucho pronunciar las dos palabras-. Ni Deborah.

– ¿En qué radicaba la diferencia?

– Mis sentimientos apuntaban en otra dirección.

– ¿Qué dirección?

– La del corazón.

Lady Helen atravesó la habitación y apoyó la mano sobre su brazo.

– ¿Lo ves, Tommy? No eras ese hombre entregado al placer. Quieres pensar que lo eras, pero no es cierto. No lo eras para los que te conocían. No lo eras para mí, desde luego, que nunca fui tu amante. Ni para Deborah.

– Quería que las cosas fueran diferentes con ella. -Tenía los ojos enrojecidos-. Raíces, vínculos, una familia. Quería ser algo más para aspirar a eso. Valía la pena. Ella valía la pena.

– Sí, valía la pena. Valía la pena sufrir por ella. Aún vale la pena.

– Oh, Dios -susurró él.

La mano de lady Helen se deslizó por su brazo y apretó su muñeca.

– Tommy querido, no te atormentes.

Lynley agitó la cabeza, como si pudiera desprenderse de su terrible desolación gracias a aquel movimiento.

– Creo que moriré de soledad, Helen.

Su voz se quebró de una forma horrible, el estertor de un hombre que no se había permitido sentir la menor emoción durante años.

– No puedo soportarlo.

Hizo ademán de volverse hacia ella, de regresar al escritorio, pero ella le detuvo y salvó la distancia que los separaba. Le tomó en sus brazos.

– No estás solo, Tommy -dijo con dulzura.

Lynley empezó a llorar.

Deborah empujó el portal justo cuando la farola de Lordship Place se encendía, taladrando la niebla que envolvía el jardín con delicados rayos de luz. Permaneció inmóvil un momento y contempló los cálidos ladrillos color siena de la casa, la limpia argamasa, el viejo pasamano de hierro forjado herrumbrado en algunos puntos, siempre necesitado de pintura. En muchos sentidos, siempre sería su hogar, por más tiempo que estuviera alejada de ella, tres años, tres décadas o, como en esta ocasión, un mes.

Procuraba olvidar gracias a una serie de artificios que su padre no creyó ni por un momento. «Me estoy abriendo camino en la profesión. Papá, trabajo mucho. Citas continuadas, con la carpeta a cuestas. ¿Quedamos para cenar en algún sitio? No. No puedo volver a Chelsea.» Su padre prefirió aceptar las excusas que volver a pelearse.

Su padre, al igual que ella, no deseaba que se repitiera la discusión sostenida en Paddington, una semana después de que ella regresara de Cornualles. Había expresado su deseo de que volviera a casa. Ella se negó a considerar la posibilidad. Él no lo entendió. Para Cotter, era sencillo. Haz las maletas, cierra el apartamento, vuelve a Cheyne Row. De hecho, vuelve al pasado. Ella no podía. Trató de explicarle su necesidad de independencia, la necesidad de disponer de su tiempo. Cotter reaccionó acusando a Tommy (de cambiarla, destruirla, de deformar su escala de valores), y de ahí se pasó a una airada disputa, que terminó cuando ella le arrancó la promesa de no volver a hablar nunca más de su relación con Tommy, con ella o con quien fuera. Se habían despedido peleados y no habían vuelto a verse desde entonces.

Tampoco había visto a Simon. Ni había deseado verle. Aquellos horribles momentos en Nanrunnel le habían revelado algo que ya no podía ignorar, y durante el mes siguiente tuvo que examinar y admitir la mentira que había alimentado durante los últimos dos años y medio. La amante de un hombre, vinculada de mil maneras diferentes a otro. Al mismo tiempo, vinculada para siempre a Tommy de una forma que nunca le revelaría.

No sabía cómo empezar para paliar el daño que había infligido a los demás y a ella misma. Por eso se había quedado en Paddington, trabajado como aprendiz de fotógrafa en un estudio de Mayfair, y pasado un largo fin de semana en Gales y otro en Brighton. Había concebido la esperanza de que una apariencia de paz descendería sobre su vida. No fue así.

Por fin había acudido a Chelsea, sin saber muy bien qué hacer, pero sabiendo que, cuanto más tiempo se mantuviera alejada, más difícil resultaría reconciliarse con su padre. Tampoco sabía qué deseaba de Simon.

A través de la bruma, vio que las luces de la cocina estaban encendidas. Su padre pasó frente a la ventana. Se acercó al horno, y después a la mesa, desapareciendo de su vista. Siguió el camino de losas que atravesaba el jardín y bajó la escalera.

Alaska salió a su encuentro en la puerta, como si hubiera intuido su llegada gracias a la sensibilidad con-génita de los felinos. Torció una oreja y se frotó contra sus piernas, con majestuosos movimientos de cola.

– ¿Dónde está Peach? -preguntó al gato, mientras le acariciaba la cabeza. Alaska arqueó el lomo en señal de placer. Empezó a ronronear.

Se oyeron pasos en el vestíbulo.

– ¡Deb!

La joven se irguió.

– Hola, papá.

Vio que su padre buscaba alguna señal de que volvía para instalarse (una maleta, una caja, un objeto fácilmente transportable, como una lámpara), pero él se limitó a decir:

– ¿Ya has cenado, muchacha?

Volvió a la cocina, de la que surgía un delicioso aroma a carne asada.

Deborah le siguió.

– Sí, en el apartamento.

Comprobó que su padre estaba trabajando en la mesa, pues había alineado cuatro pares de zapatos para lustrarlos. Observó que eran muy fuertes, a fin de que la pieza transversal de la abrazadera encajara en el tacón izquierdo. Por algún motivo, la visión le resultó desagradable. Apartó la vista.

– ¿Cómo va el trabajo? -preguntó Cotter.

– Bien. Utilizo mis cámaras antiguas, la Nikon y la Hasselblad. Me van muy bien. Me dan mayor confianza, porque conozco la técnica. Eso me gusta.

Cotter asintió y aplicó betún a la superficie de un zapato. A él no podía engañarle.

– Está olvidado, Deb -prosiguió su padre-. De cabo a rabo. Haz lo que creas más conveniente.

Experimentó una oleada de gratitud contemplando con afecto las blancas paredes de ladrillo, la vieja cocina sobre la que descansaban tres ollas tapadas, la desgastada encimera, las vitrinas, el suelo de baldosas irregular. Había una pequeña cesta vacía junto a la cocina.

– ¿Dónde está Peach? -preguntó.

– El señor St. James la ha sacado a pasear. -Cotter echó un vistazo al reloj de pared-. Distraído, como siempre. Hace quince minutos que la cena está preparada.

– ¿Adonde ha ido?

– Al terraplén, supongo.

– ¿Voy a buscarle?

Su respuesta fue completamente indiferente.

– Si te apetece dar un paseo… Si no, da igual. La cena puede esperar.

– Voy a ver si le encuentro.

Cuando ya estaba en el vestíbulo, se volvió hacia la puerta de la cocina. La atención de su padre estaba concentrada en los zapatos.

– No he vuelto a casa, papá. Lo sabes, ¿verdad?

– Sé lo que sé -fue la respuesta de Cotter, mientras la joven salía de la casa.

La niebla rodeaba todas las farolas de una corona ámbar, y la brisa empezaba a soplar desde el Támesis. Deborah se subió el cuello de la chaqueta. La gente se había sentado a cenar en sus casas, mientras los clientes del King's Head y el Eight Bells, en la esquina de Cheyne Row, se habían congregado para conversar y beber. Deborah sonrió al ver a este último grupo. Conocía a casi todos. Eran clientes de la taberna desde hacía años. La invadió una infinita melancolía, que calificó mentalmente de absurda, mientras iba hacia Cheyne Walk.

La circulación era fluida y rápida. Cruzó hacia el río y le vio a cierta distancia, los codos apoyados en el muro del terraplén, estudiando la encantadora extravagancia del Albert Bridge. Con frecuencia, en los veranos de su niñez, lo habían recorrido para llegar a Battery Park. Se preguntó si él lo recordaría. Ella había sido una acompañante torpe y desgarbada. El le había ofrecido su amistad paciente y cordial.

Se detuvo un momento para observarle sin que se diera cuenta. Una sonrisa se dibujaba en sus labios. A sus pies, sin moverse, Peach mordisqueaba plácidamente su correa. Mientras Deborah los miraba, Peach la vio y se alejó de St. James. Describió un rápido círculo, trabada por la correa, se desplomó y lanzó un alegre ladrido.

St. James dejó de admirar uno de los monumentos más peculiares de Londres y contempló a la perra, como si quisiera localizar el motivo de sus deseos de escapar. Cuando vio a Deborah, soltó la correa y dejó que la perra corriera hacia ella, lo cual hizo al instante Peach, agitando las orejas frenéticamente, casi con las patas traseras por delante. Se lanzó sobre Deborah con escandalosos ladridos y meneó la cola.

Deborah rió, abrazó a la perra, dejó que le lamiera la nariz. Se entregaron sin temor ni interrogantes. No esperaban nada. El amor surgía espontáneamente. Si la gente fuera así, pensó la joven, nadie sufriría nunca. Nadie necesitaría aprender a perdonar.

St. James la miró mientras caminaba hacia él bajo la luz de las farolas, mientras Peach trotaba a su lado. No llevaba paraguas para protegerse de la niebla, que creaba una red de hebras brillantes en su cabello. Su única protección era una chaqueta de piel de cordero, con el cuello subido, que enmarcaba su rostro como una gorguera isabelina. Su aspecto era adorable, como surgido de un cuadro del siglo dieciséis. Sin embargo, captó un cambio en su cara, algo que no existía seis semanas antes, algo doloroso y adulto.

– Tienes la cena preparada -dijo Deborah, a modo de saludo-. Has salido un poco tarde a pasear, ¿no?

Se reunió con él en el muro. Parecía un encuentro normal, como si nada hubiera ocurrido entre ellos, como si el último mes se hubiera borrado de sus vidas por arte de magia.

– No me fijé en la hora. Sidney me dijo que había ido contigo a Gales.

– Pasamos un fin de semana fantástico en la costa.

St. James asintió. Había visto a una familia de cisnes en el agua y quería enseñárselos (su presencia en esta parte del río era desacostumbrada), pero no lo hizo. Deborah se comportaba de una manera demasiado distante.

Por lo visto, ella también vio las aves, silueteadas a la luz procedente de la orilla opuesta.

– Nunca había visto cisnes en esta parte del río -dijo-. Menos de noche. ¿Crees que les pasa algo?

Había cinco, dos adultos y tres crías, y flotaban pacíficamente cerca de los pilares del Albert Bridge.

– No les pasa nada -contestó, y comprendió que las aves le proporcionaban la oportunidad de hablar-. Lamento que rompieras aquel cisne en Paddington.

– No puedo volver a casa -dijo la joven-. He de hacer las paces contigo como sea. Tal vez dar un paso para volver a ser amigos algún día, pero no puedo volver a casa.

Esta era la diferencia. Ella intentaba mantener aquella cuidadosa distancia que la gente adopta para protegerse cuando sus relaciones concluyen. Le recordó a él, tres años antes, cuando ella fue a despedirse y él la escuchó, demasiado asustado para pronunciar una sola palabra que abriera las compuertas y librara un humillante torrente de súplicas que tanto la época como las circunstancias la hubieran obligado a rechazar. Al parecer, habían completado el círculo y regresado a otro momento de despedida. Resultaría mucho más fácil decir adiós y seguir viviendo.

Apartó la vista de su cara y miró la mano que descansaba sobre el muro del terraplén. Ya no exhibía el anillo de Lynley. St. James rozó el dedo donde lo había llevado. Ella no lo retiró, y esa inmovilidad le dio fuerzas para hablar.

– No me abandones otra vez, Deborah.

Comprendió que ella no esperaba semejante respuesta. Se hallaba sin defensas. St. James aprovechó la ventaja.

– Tú tenías diecisiete años. Yo, veintiocho. ¿Puedes comprender cómo era yo entonces? Años sin importarme nadie, y de repente me importabas tú. Te deseaba, y no cesaba de pensar que, si hacíamos el amor…

Ella se apresuró a contraatacar.

– Todo eso es agua pasada, ¿no? Ya no importa. Es mucho mejor olvidar.

– Me dije que no podía hacerte el amor, Deborah. Inventé todo tipo de estúpidas razones. Responsabilidad hacia tu padre. Traición a su confianza. Destrucción de nuestra amistad, la tuya y la mía. Nuestras almas no podrían compenetrarse si éramos amantes, y yo quería un alma gemela, de modo que no podíamos hacer el amor. Me repetía tu edad incesantemente. ¿Cómo podía vivir en paz conmigo mismo si me llevaba a la cama a una chica de diecisiete años?

– ¿Qué más da ahora? Lo hemos superado. Después de todo lo que ha pasado, ¿qué más da si no hicimos el amor hace tres años?

Sus interrogantes no eran tan fríos como cautelosos, como si los razonamientos que había empleado para basar su decisión de abandonarle se estuvieran desmoronando.

– Porque si este abandono es definitivo, esta vez, como mínimo, te irás sabiendo la verdad. Te dejé marchar porque quería paz. Quería que te fueras de casa. Razoné que, si te ibas, dejaría de sentirme desgarrado. Quería dejar de desearte. Quería dejar de sentirme culpable por desearte. Quería arrancar el impulso sexual de mi mente. Apenas hacía una semana que te habías marchado, cuando descubrí la verdad.

– Eso no…

Él insistió.

– Pensé que podría vivir tranquilo sin ti, y mi propia hipocresía me abofeteó en la cara. Quería que volvieras. Quería que vivieras en casa. Por eso te escribí.

Mientras hablaba, Deborah miraba el río, pero ahora se volvió hacia él. St. James no esperó a que hiciera la pregunta.

– No llegué a enviar las cartas.

– ¿Por qué?

Ahora había llegado el momento crucial. Con lo fácil que había sido sentarse a solas en el estudio y ensayar durante un mes todo lo que había necesitado decirle durante años. Ahora que tenía la oportunidad, desfalleció de nuevo y se preguntó por qué había temido siempre que ella supiera la verdad. Respiró hondo para darse fuerzas.

– Por la misma razón que no quise hacerte el amor. Tenía miedo. Sabía que podías conseguir a cualquier hombre que te apeteciera.

– ¿A cualquier hombre?

– De acuerdo. Podías conseguir a Tommy. Enfrentada a tal elección, ¿cómo podía esperar que te decantaras por mí?

– ¿Por ti?

– Un lisiado.

– De modo que es eso, ¿eh? Siempre acabamos en lo mismo, no importa por dónde empecemos.

– Tienes razón. Es una realidad que ni tú ni yo podemos ignorar. Me he pasado los tres últimos años pensando en todas las cosas que nunca podría hacer contigo, cosas que a cualquier hombre, Tommy, sin ir más lejos, le resultarían facilísimas.

– ¿Qué sentido tiene eso? ¿Por qué continúas torturándote?

– Porque tenía que superarlo. Debía dejar de ser tan importante que no pudiera estrecharte en mis brazos si seguía atado a esta maldita abrazadera. Debía dejar de ser tan importante que fuera un lisiado. Eso es lo que debes saber antes de abandonarme. Que ya no me importa. Lisiado o no. Medio hombre. Tres cuartos. Ya no importa. Te quiero.

Y luego añadió, jugando sucio, pero sin remordimientos, porque no existen normas que gobiernen los asuntos del corazón:

– Para toda la vida.

Lo había hecho. Lo había dicho, independientemente del juicio que le merecieran a ella sus palabras. Con tres años de retraso, pero lo había dicho. Aunque ella eligiera abandonarle, al menos elegiría sabiendo lo mejor y lo peor de él. St. James sería capaz de vivir con esa carga.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó Deborah.

– Ya sabes la respuesta.

Peach se removió inquieta a sus pies. Alguien gritó desde la parte de césped de Cheyne Walk. Deborah contempló el río. St. James siguió la dirección de su mirada y vio que los cisnes habían llegado a los últimos pilares del puente. Flotaban como antes, inalterables, como siempre lo harían, buscando la seguridad de Battersea.

– Deborah.

Las aves le proporcionaron la respuesta.

– ¿Como los cisnes, Simon?

Era más que suficiente.

– Como los cisnes, amor mío.