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En un aterrizaje de mierda de un vuelo de mierda, una fuerte sacudida hizo retumbar todo el avión cuando las ruedas golpearon el asfalto, con exactamente cinco horas y media de retraso sobre el horario previsto. Mientras el aparato desaceleraba ferozmente, Mark Warren, destrozado y harto, sentado en su estrecho asiento con el cinturón de seguridad clavándosele en la barriga, que, por otra parte, ya le dolía de comer demasiadas galletitas saladas y una musaka que lamentaba haber ingerido, echó una última mirada a las fotografías del Ferrari 360 presentadas en las pruebas de carretera de su revista Autocar.
«Te quiero, nena», pensó. «¡Te quiero tanto! ¡Sí, te quiero!»
Las luces de la pista de aterrizaje, borrosas por la lluvia torrencial, pasaron como una bala por delante de su ventana mientras el avión frenaba hasta alcanzar la velocidad de rodaje. La voz del piloto sonó por el intercomunicador, todo encanto y disculpas una vez más, para echarle la culpa a la niebla.
La puta niebla. El puto clima inglés. Mark soñaba con un Ferrari rojo, una casa en Marbella, una vida tumbado al sol y alguien con quien compartirla. Una mujer muy especial. Si el trato inmobiliario que había negociado en Leeds se concretaba, estaría un paso más cerca de la casa y el Ferrari. La mujer era otro tema.
Cansinamente, se desabrochó el cinturón, sacó el maletín de debajo del asiento y guardó la revista dentro. Luego se levantó, se mezcló con la marabunta de la cabina, se aflojó la corbata y cogió la gabardina del compartimento superior, demasiado cansado para preocuparse por su aspecto.
A diferencia de su socio, que siempre vestía con dejadez, Mark era, por lo general, muy exigente con su apariencia; pero del mismo modo que lucía el pelo rubio repeinado, llevaba ropa demasiado conservadora para sus veintiocho años; normalmente, estaba tan inmaculada que parecía nueva, recién salida de la tienda. Le gustaba imaginar que el mundo lo veía como un empresario aburguesado, pero, en realidad, en cualquier grupo de gente, siempre destacaba como el hombre que parecía estar allí para venderles algo.
Su reloj marchaba las 23.48. Encendió el móvil y éste cobró vida, pero antes de poder llamar, sonó el aviso de batería baja y la pantalla se apagó. Se lo guardó en el bolsillo. Ya era muy tarde, joder, demasiado tarde. Lo único que quería ahora era irse a casa a dormir.
Una hora después, entraba marcha atrás con su BMW X5 plateado en su plaza del aparcamiento subterráneo del edificio Van Alen. Cogió el ascensor al cuarto piso y entró en casa.
Había tenido que hacer un esfuerzo económico para comprar aquel lugar, pero le permitió subir un peldaño en el mundo. Era un edificio imponente, de estilo moderno, situado en el paseo marítimo de Brighton, con muchos inquilinos famosos. Tenía clase. Si vivías en el Van Alen eras alguien. Si eras alguien, quería decir que eras rico. Durante toda su vida, Mark había tenido ese único objetivo: ser rico.
Mientras cruzaba el gran salón abierto vio que la luz del contestador parpadeaba en el teléfono. Decidió no hacerle caso por el momento mientras dejaba el maletín y enchufaba el móvil en el cargador y luego fue directo al mueble bar y se sirvió un par de dedos de whisky Balvenié. Después, se acercó a la ventana y miró el paseo, que aún era un hervidero de gente, a pesar del tiempo y de lá hora. Más allá, vio las luces brillantes del Palace Pier y la oscuridad impenetrable del mar.
De repente, el móvil pitó. Un mensaje. Se acercó y miró la pantalla. «Mierda. ¡Catorce mensajes!»
Sin desconectarlo del cargador, marcó el número del buzón de voz. El primer mensaje era de Pete, a las siete de la tarde: le preguntaba dónde estaba. El segundo era de Robbo, a las ocho menos cuarto: amablemente le informaba de que se iban a otro pub, al Lamb at Ripe. El tercero, era de las ocho y media de Luke y Josh, con voz de borrachos, y se oía a Robbo al fondo: se iban del Lamb a un pub llamado Dragon, en Uckfield Road.
Los dos siguientes mensajes eran del agente inmobiliario, en relación con el trato de Leeds, y del abogado de su empresa.
El sexto era a las once y cinco de Ashley, que sonaba afligida. Su tono le asustó. Normalmente, Ashley era tranquila, imperturbable: «Mark, por favor, por favor, llámame en cuanto oigas el mensaje, por favor», le rogaba con su acento suave, claramente norteamericano.
Dudó y, luego, escuchó el siguiente mensaje. También era de Ashley. Ahora estaba muy nerviosa. Y el siguiente y el siguiente, con diez minutos de separación. El décimo mensaje era de la madre de Michael. También sonaba angustiada: «Mark, también te he dejado un mensaje en el teléfono de casa. Por favor, llámame en cuanto lo escuches, no importa la hora».
Mark pulsó la tecla de pausa. ¿Qué diablos había pasado?
La siguiente llamada volvía a ser de Ashley. Parecía estar al borde de la histeria: «Mark, ha habido un accidente terrible. Pete, Robbo y Luke han muerto. Josh está en la UCI conectado a una máquina que mantiene sus constantes vitales. Nadie sabe dónde está Michael. Dios santo, Mark, por favor, llámame en cuánto escuches el mensaje».
Mark reprodujo el mensaje de nuevo, apenas podía creer lo que acababa de oír. Mientras lo escuchaba otra vez, se dejó caer en el brazo del sofá.
– Dios mío.
Luego escuchó el resto de los mensajes. Más de lo mismo de Ashley y de la madre de Michael. «Llama. Llama. Llama, por favor.»
Apuró el whisky, luego se sirvió otro trago, tres dedos, y se dirigió a la ventana. A través del espectro de su reflejo, volvió a mirar el paseo, contempló el tráfico, luego el mar. Al fondo, hacia el horizonte, vio dos puntitos de luz, de un buque de carga o un petrolero que subía por el canal de la Mancha.
Estaba pensando.
«Yo también habría sufrido ese accidente si el vuelo hubiera salido a su hora.»
Sin embargo, pensó en más que eso.
Bebió un trago de whisky, luego se sentó en el sofá. Al cabo de unos momentos, el teléfono volvió a sonar. Se acercó y se quedó mirando la pantalla de identificación de llamada. El número de Ashley. Cuatro tonos, luego paró. Unos momentos después, sonó el móvil. Otra vez Ashley. Dudó, luego le dio al botón de finalización de llamada y la envió directamente al buzón de voz. Apagó el teléfono, se sentó, se recostó, levantó el reposapiés y meció el vaso entre las manos.
Los cubitos de hielo repicaron en el vaso; se dio cuenta de que le temblaban las manos; le temblaba todo por dentro. Se acercó al Bang and Olufsen y puso un CD recopilatorio de Mozart. Mozart siempre le ayudaba a pensar. De repente, tenía mucho en que pensar.
Volvió a sentarse y se quedó mirando el whisky, centrándose intensamente en los cubitos de hielo como si fueran runas. Había pasado más de una hora cuando descolgó el teléfono y marcó.