177718.fb2 Una Vida Durmiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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8

La tarde era calurosa en Kenbourne Vale, el sol poniente parecía una gran brasa roja. Un fuerte aroma a comino le llegaba desde el Kemal’s Kebab House, así como el olor a cerveza y a sudor procedente del pub Waterlily. Todos los establecimientos de comidas y bebida estaban abiertos. Niños de todas las edades, colores, razas o mestizajes, estaban sentados en los tramos de escaleras o iban arriba y abajo en bicicletas o triciclos por el pavimento de los atestados callejones. Una anciana enferma o simplemente borracha permanecía sentada a la puerta de un local de apuestas. No había nada verde ni con un mínimo aspecto orgánico, a menos que uno reparara en las lechugas, apiñadas dentro de cajas del exterior de una tienda de comestibles, y que parecían estar hechas del mismo plástico que las envolvía.

Una cosa que Wexford podía agradecer era el no tener que volver a Kenbourne Vale nunca más si no quería. Después de lo ocurrido ese día, la pista se había enfriado. Sentado en el coche que lo llevaba de regreso a Kingsmarkham, pensó en todo ello. En un principio el comportamiento de Malina Patel lo había confundido. ¿Por qué había roto voluntariamente su silencio para darse, tanto a sí misma como a Polly Flinders, una coartada que nadie le había pedido? Porque era una bromista pensó, y combinaba este rasgo de su carácter con su belleza. Todo lo que le dijo había sido calculado para hacerle reír; recordó que ella también se había reído tras esa perorata sobre detectives de televisión y administradores. Viniendo de esa bonita chica, todo era muy divertido y encantador. Pero no era extraño que Polly mantuviera la postal escondida y temiera que ella escuchase la conversación. El policía podía imaginar los comentarios posteriores de la joven india.

Pero si no había estado escuchando tras la puerta, ¿cómo demonios supo a qué había ido? Fácil: la mujer del piso de arriba se lo había contado. Uno de los hombres de Baker, probablemente ese poco fiable Zinehart, había pasado antes por allí y les había dicho que la policía de Kingsmarkham no sólo quería hablar con Polly, sino también con ella. Malina se habría enterado de la fecha de la muerte de Rhoda Comfrey por los periódicos. Wexford recordó con cuánto reconocimiento y complacencia ella había observado su tarjeta. Era una mala chica que jugaba a detectives e intentaba liarlo todo con el fin de desorientarlo a él y burlarse de su compañera de piso.

En fin, todo eso ya había terminado. Rhoda Comfrey había encontrado esa cartera en el autobús o en la calle, y él estaba como al comienzo.

Entró en su casa poco antes de las nueve. Dora estaba fuera, como ya le había avisado, cuidando a los hijos de la cuñada de Burden, y no había señales de Sylvia. Robin estaba sentado en la escalera con el pijama puesto.

– Hace mucho calor para dormir. Tú no estás cansado, ¿verdad abuelo?

– En realidad, no -mintió Wexford.

– Granny me dijo que lo estarías, pero yo te conozco, ¿verdad? Le dije que te gustaría tomar un poco de aire fresco.

– ¿Aire del río? Vístete entonces, y dile a mamá adónde vas.

El crepúsculo había llegado a los prados próximos al río.

– La oscuridad les gusta mucho a las ratas de agua -dijo Robin. La oscuridad, parecía gustarle la palabra y la fue repitiendo mientras flanqueaban el río. Cerca de la superficie del lento Kingsbrook, los mosquitos revoloteaban formando perezosas nubes. Pero el calor ya no era tan opresivo y corría una brisa agradable que aliviaba el calor de Londres.

– Creo que ya hemos tenido suficiente por esta noche -dijo Wexford cuando la oscuridad se hizo más profunda.

Robin lo cogió de la mano.

– Sí, es mejor que volvamos porque mi padre va a venir. Creía que estaba en Suecia, pero no. Espero que mañana regresemos a casa; esta noche no, porque Ben está durmiendo.

Wexford no supo qué responder. Y cuando entraron en el vestíbulo oyó detrás de la puerta cerrada de la sala las voces reprimidas pero airadas de su hija y su yerno. Robin no hizo nada por ir al encuentro de sus padres. Sólo miró y desvió su atención, frotándose sus ojos cansados con los puños.

– Iré a verte a la cama -le dijo su abuelo, cogiéndolo entre sus brazos con más ternura que nunca.

Por la mañana lo llamaron del hospital de Stowerton. Pensaron que a la policía podía interesarle saber que el señor James Comfrey había fallecido durante la noche y, puesto que su hija estaba muerta, preguntaron con quién tenían que ponerse en contacto.

– Con la señora Lilian Crown -dijo Wexford, pero luego pensó que podía ir a verla él mismo. No había mucho más que hacer.

Estaba fuera. En Kingsmarkham, los pubs abren a las diez los días de mercado. A Bella Vista, entonces. Ese día el nombre de la casa, con su tejado verdoso y las soleadas ventanas, estaba más justificado que nunca. La luz y el calor tenían su origen en un cielo tan azul como la puerta principal de la vivienda del señor Comfrey.

– Así pues, se ha ido -dijo la vieja mujer. Durante la hora que había transcurrido desde que le dieran la noticia a Wexford, la señora Crown también se había enterado y había informado a su vez a algunos de sus vecinos-. Morir es terrible, joven, y más cuando no se tiene a nadie que derrame una lágrima por uno.

Estaba quitando las hebras de las judías, cortándolas en tiras largas y delgadas como pocas amas de casa se molestarían en hacer.

– Me atrevería a decir que habría sido un alivio para la pobre Rhoda. ¿Qué habría hecho, me preguntaba a menudo, en caso de que él hubiera sido dado de alta y ella hubiera tenido que cuidarlo? Cuidó de su madre con dedicación, robando tiempo de su trabajo para ella; eso sí que era amor. Sin embargo, nunca le dirigió una sola palabra de afecto al viejo Jim. -Los ojos vitales y jóvenes parecían penetrar en los del policía-. ¿Quién se quedará con el dinero?

– ¿El dinero, señora Parker?

– El dinero de Rhoda. Sé que habría ido a parar a él, que era el familiar más próximo. ¿Quién se lo va a quedar ahora? Me gustaría saberlo.

Esto no se le había ocurrido a Wexford.

– Tal vez no haya ningún dinero, cada vez es menos la gente que ahorra.

– Hable más alto, ¿quiere?

Wexford repitió lo que había dicho, y la señora Parker le dedicó un cacareo de desdén.

– Por supuesto que existe ese dinero. Lo consiguió con las quinielas, ¿no? No lo habrá malgastado, Rhoda no era una manirrota. De no haber estado mano sobre mano durante tanto tiempo ya lo habría descubierto. En algún lugar habrá una casa amueblada elegantemente, y también una bonita suma en acciones. ¿Quiere saber lo que pienso? Que todo irá a parar a Lilian Crown.

No sin desgana consideró lo que la señora Parker acababa de decir. Pero, ¿iría todo a la señora Crown? Posiblemente, gracias a la intervención del heredero James Comfrey. Si ella tuviera algo que dejar y hubiese muerto sin dejar testamento, James Comfrey habría sido durante esos nueve días el legítimo propietario de la herencia. Pero una hermana política no heredaría de él automáticamente…, aunque su hijo, el mongólico, si todavía viviera… ¿Un sobrino por matrimonio? No conocía mucho la ley en lo relativo a herencias, y la verdad era que no le parecía demasiado importante.

– Señora Parker -dijo elevando el tono de voz-, tiene usted razón cuando dice que no hemos conseguido mucho. Pero sabemos que la señora Comfrey vivía bajo nombre supuesto, un nombre falso, ¿me sigue? -Ella afirmó impacientemente-. La gente que hace esto suele escoger un nombre que le es familiar, el apellido de soltera de su madre, por ejemplo, o el de algún pariente o amigo de la infancia.

– ¿Por qué tendría que hacer algo así?

– Tal vez porque su nombre tenía connotaciones desagradables para ella. ¿Sabe usted cuál era el apellido de soltera de su madre?

La señora Parker ya estaba preparada para esto.

– Crawford. Ellas se llamaban Agnes y Lilian Crawford. Cambiaron el nombre, pero no la letra, de modo que fue un cambio para peor. La pobre Agnes no lo hizo bien, y lo mismo pasó con Lilian, aunque en un principio la «C» no aparecía. Crown la dejó y juraría que en la actualidad vive con otra mujer en algún sitio, aunque ella diga que está muerto.

– ¿Así que pudo hacerse llamar Crawford? -Él pensaba en voz alta-. O Parker, ya que usted le era tan simpática. O Rowlands, como el editor del viejo Gazette.

Todas estas especulaciones habían sido inaudibles a la señora Parker, y él gritó su última sugerencia:

– ¿Tal vez Crown?

– No, Crown no. Nunca tuvo tiempo para esa Lilian. Ni lo piense, siempre se estaba burlando de ella y le decía que se procurara un hombre. -La vieja cara se contorsionó y la señora Parker levantó los puños como suelen hacerlo las personas mayores, recordando tal vez la lejana niñez-. ¿Por qué tendría que utilizar otro nombre que no fuera el suyo? Rhoda era una buena mujer, nunca en su vida habría hecho nada malo o habría tratado de ocultar algo.

¿Se podría decir esto de alguien sin mentir? No, ciertamente, de Rhoda Comfrey, quien había robado algo que debía de suponer era precioso para su propietario, y cuya biografía era la obra maestra de una vida secreta.

– Saldré por aquí, señora Parker -dijo Wexford al tiempo que abría la ventana francesa que daba al jardín. No quería encontrarse con Nicky.

– Ciérrela bien después. Ya pueden decir que hace mucho calor, pero mis pies y manos están siempre fríos, como lo estarán los suyos, joven, cuando llegue a mi edad.

No había señal de la señora Crown. El no había investigado sus movimientos de la noche en cuestión, pero ¿cabía dentro de lo posible que hubiera matado a su sobrina? El motivo era muy endeble, a menos que conociera la existencia de un testamento. Sin duda, debía de haber uno, depositado en el despacho de unos abogados que ignoraban la muerte del testador, pero Rhoda Comfrey nunca le habría dejado nada a la tía que tanto le desagradaba. Por otro lado, esa flaca mujer nunca habría tenido la suficiente fuerza física para…

Su coche, con las ventanillas subidas y el seguro de las puertas echado por seguridad, era un auténtico horno, el volante casi no se podía tocar de lo caliente que estaba. Mientras volvía se alegró de ser un hombre delgado, porque al menos las gotas de sudor no le hacían parecer un cerdo asado.

Antes que el sol diera de lleno, cerró las ventanas de su oficina y bajó las persianas. En alguna parte había leído que no es justamente lo que hacen en los países cálidos, en vez de dejar las ventanas abiertas para que corra el aire. Y hasta cierto punto funcionó. Dejando de lado el breve descanso que se tomó para comer en la cantina, se pasó todo el día dándole vueltas al problema. No podía recordar un caso en toda su carrera en el que, después de nueve días, no tuviera ningún sospechoso, ni idea del móvil y tan poco conocimiento de la vida privada de la víctima. Después de horas de meditación tuvo que concluir que el asesinato había sido salvajemente absurdo, aunque pareciera un crimen pasional, que no había sido premeditado y que la señora Parker había sido muy cariñosa al describir el carácter de Rhoda Comfrey.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó Wexford a su hija, a la que acababa de encontrar sola.

– Arriba, leyendo cuentos a los niños.

– Sylvia -dijo- he estado ocupado, y, de hecho, todavía lo estoy, pero nunca lo estaré suficiente como para dejar de pensar en mis hijos. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? Mira, para esto estoy cuando no trabajo de policía.

Ella bajó la cabeza. Su cara, grande y escultural, parecía diseñada a partir de nobles virtudes, como el coraje y la fortaleza. Parecía un monumento a la paciencia que se reía del dolor. Sin embargo, ella nunca había conocido el dolor, y en su vida raramente había tenido necesidad de coraje y fortaleza.

– ¿Quieres que hablemos de ello?

Ella encogió los robustos hombros.

– No podemos cambiar los hechos, soy una mujer, y eso significa ser un ciudadano de segunda clase.

– Antes no solías pensar así.

– ¡Oh, papá! ¿Qué quieres? La gente cambia; nadie permanece toda la vida con las mismas opiniones. Si yo te dijera que he leído libros y que he ido a reuniones, me dirías lo mismo que Neil: que nunca debí leer eso y que tampoco debí hablar con nadie.

– Tal vez lo dijera, y estaría en lo cierto si lo que has leído te ha convertido en una infeliz y está logrando romper tu matrimonio. ¿Te crees menos de segunda clase aquí, con tus padres, que en casa con tu marido?

– Lo seré si consigo un trabajo, si me pongo a estudiar algo.

Su padre obvió decirle que no podía imaginársela yendo a la universidad o asistiendo a algún cursillo mientras su madre cuidaba de Robin y Ben. En vez de esto le preguntó si no creía que ser mujer implicaba algunas ventajas.

– Sí se te pincha una rueda -explicó-, lo más probable es que algún tipo se pare antes de cinco minutos y te la cambie, sólo por tu bonita figura y tu sonrisa encantadora. Si fuera yo, en cambio, podría pasarme las veinticuatro horas del día haciendo señales sin que la gente se detuviera y me prestara el cric.

– ¡Porque soy bonita! -dijo con fiereza, y él por poco se ríe, porque el adjetivo era muy poco apropiado. Sus ojos centelleaban, parecía una Medea-. ¿Sabes lo que significa eso? Que te silben, sí, pero ningún respeto. Cumplidos estúpidos, pero ni una observación un poco cuerda de igual a igual.

– Vamos, estás exagerando.

– No, papá. Mira, te daré un ejemplo. Hace un par de semanas Neil abolló el coche con el buzón de casa y tuve que llevarlo al taller para que lo arreglaran. Después de que los mecánicos me hubieran silbado, ¿sabes qué me dijo el encargado? «Las mujeres… ¿qué le dijo su marido cuando lo vio?», ¡Él dio por sentado que había sido yo quien abolló el coche, sólo porque soy una mujer! Cuando lo corregí no me creyó. Se comportó con tonta galantería y me dijo que le dijera a Neil esto y aquello, que su motor… y que le dijera… pero ese coche es tan mío como de él. -Dejó de hablar y se puso roja-. Bueno, ¡pues a pesar de todo no lo parece! De la misma forma que la casa parece más suya que mía. Ni siquiera mis hijos son tan míos como suyos, él es quien tiene la potestad sobre ellos. ¡Dios mío! ¡Incluso mi vida es más suya que mía!

– Creo que es mejor que bebamos algo -recomendó su padre-, y tú cálmate y limítate a decirme cuáles son exactamente las quejas que tienes que hacerle a Neil. ¿Quién sabe?, podría llegar a hacer de intermediario.

De esta forma, un par de horas más tarde se encontraba hablando de hombre a hombre con su yerno, en una casa que en un tiempo le había encantado visitar, porque en ella siempre había bullicio, era cálida y estaba llena de amor, o al menos eso le había parecido. Ahora había polvo por todas partes, hacía frío y estaba en silencio. Neil le dijo que ya había cenado, pero, a tenor de la evidencia, Wexford supuso que la «cena» había consistido únicamente en tomar algunas copas.

– Por supuesto que quiero que vuelva, Reg; ella y los niños. La quiero, tú ya lo sabes, pero no puedo estar de acuerdo con sus condiciones. Se supone que debo contratar a una au pair, lo cual significa pagar un sueldo que a duras penas puedo permitirme, y esto sólo para que Sylvia pueda salir y aprender alguna profesión para la que ya no deben de quedar vacantes. Es una excelente madre y esposa, ya lo creo que sí. Simplemente, no veo qué sentido tiene contratar a alguien para que haga las cosas que ella sabe hacer tan bien, mientras se prepara para algo en lo que tal vez no será tan buena. ¿Quieres beber algo?

– No, gracias.

– Bien, pues yo sí, y no tienes que decirme que ya he bebido mucho porque ya lo sé. El caso es ¿por qué no puede seguir haciendo su trabajo mientras yo hago el mío? Su labor no es menos importante, yo no la considero inferior, y cuando me dice que otros sí lo piensan le respondo que todo el problema está en su cabeza. Pero no voy a pagarle un sueldo por algo que las mujeres han hecho gratis desde tiempo inmemorial, ¿verdad? No pienso poner mi carrera en peligro cancelando viajes al extranjero, ni tampoco me agotaré limpiando la casa y bañando a los niños cada día al volver del trabajo. Secaré los platos, de acuerdo, y procuraré que disponga de todo aquello que pueda ahorrarle trabajo, pero me gustaría saber quién necesitará la liberación cuando yo esté trabajando todo el día y ella se esté paseando por una universidad durante Dios sabe cuántos años. Me gustaría ser mujer, te lo aseguro, y no tener problemas de dinero ni responsabilidades, ni tener que fichar en una oficina día tras día durante cuarenta años.

– No lo desees tanto.

– Pues esta semana lo pensaba de verdad. -Neil hizo un gesto con la mano hacia el caos que le rodeaba-. No sé hacer los trabajos de casa, no sé cocinar, pero puedo ganarme la vida decentemente. ¿Por qué demonios no podrá ella dedicarse a una cosa y yo a la otra como siempre hemos hecho? Te aseguro que sería capaz de estrangular a esas condenadas «liberadores de la mujer». La quiero, Reg, siempre hemos sido el uno para el otro. Discutimos, desde luego, eso es saludable en un matrimonio, pero nos queremos y tenemos dos hijos estupendos. ¿No te parece una locura que algo tan político e impersonal pueda separar a dos personas como nosotros?

– Para ella no es impersonal -replicó tristemente Wexford-. Neil, ¿no podéis llegar a un compromiso? ¿Por qué no cogéis una mujer sólo durante un año? Hasta que Ben vaya a la escuela…

– ¿No podría ser ella la que esperase hasta entonces? Muy bien, o sea que como el matrimonio es dar y tomar, yo soy el que tiene que darlo todo y ella tiene que tomarlo.

– Ella dice que ocurre lo contrario. Me voy, Neil. – Wexford apoyó su mano en el hombro de su yerno-. No bebas demasiado, eso no soluciona nada.

– ¿No? Lo siento, Reg, pero esta noche tengo la intención de hacerlo hasta perder el conocimiento.

Wexford no le dijo nada a su hija cuando llegó a casa; ella tampoco le preguntó nada. Estaba sentada en el alféizar de la ventana francesa con Ben en sus brazos, pues el pequeño se había despertado y lloraba, mientras leía concentradamente un libro titulado La mujer y el complot sexista.