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Ben se pasó la noche quejándose de su garganta. Cuando Wexford se marchó a trabajar, Sylvia y su madre estaban discutiendo si debían llamar al doctor Crocker o al dispensario. Lo último que se imaginaba era que él también pasaría la mañana en un dispensario, ya que preveía el día como la repetición calcada del anterior, condenado a pasar impacientemente las horas tras las persianas bajadas.
Llegó un poco tarde; Burden ya lo esperaba en su despacho, caminando de un lado a otro con evidente gesto de impaciencia.
– Hemos tenido suerte. Acaba de llamar un médico. Tiene su consulta en Londres y dice que recuerda a Rhoda Comfrey. Era una de sus pacientes.
– ¡Por Dios, al fin! ¿Por qué no nos llamó antes?
– Porque estaba de vacaciones, como tantos de ellos. En el sur de Francia, curiosamente. No sabía nada del asunto hasta que anoche llegó y vio un periódico de la semana pasada.
– Supongo que le dijo que queríamos verlo, ¿no?
Burden afirmó.
– Nos espera alrededor de las once, que es cuando termina con el último de sus pacientes.
Se remitió a las notas que había tomado:
– Este doctor es un tal Christopher Lomond y trabaja en un lugar llamado Midsomer Road, en Parish Oak, Londres, 19 Oeste.
– Nunca oí mencionar ese sitio -dijo Wexford-. Aunque la verdad es que sólo he oído hablar de Strod Green, Nunhead y Earlsfield. Todos esos pueblos fueron tragados por la… ¿pero de qué se está riendo?
– Yo sí sé dónde está, lo acabo de mirar. El 19 Oeste corresponde a su rincón favorito, el barrio londinense de Kenbourne.
– De nuevo ese lugar -dijo Wexford con voz de resignación-. Debí haberlo imaginado. Y lo que es peor, Stevens está de baja con gripe, ¡gripe en agosto! Así que a menos que disfrute con los autos de choque es mejor que tomemos el tren.
A pesar de que con toda probabilidad aquel no era el rincón favorito de nadie, el lugar en el que ahora se encontraban los dos policías era sin duda lo mejor de Kenbourne. Estaba a unos tres kilómetros al norte de Elm Green, en la calle mayor de Kenbourne y de su biblioteca, y era uno de esos «bonitos» barrios que surgieron en campo abierto entre las dos guerras mundiales. La estación de metro se llamaba Parish Oak, y allí mismo cogieron un autobús que les llevó por una elevada avenida flanqueada de casas señoriales, cuyos jardines delanteros habían sido eliminados hacía tiempo para ensanchar la calle. En la parte más alta de esta avenida desembocaba Midsomer Road, una calle con una hilera de casas dobles de aspecto confortable, no como la de Wexford, y en las que los coches dormían en garajes, los portales disponían de unas limpias cajas de plástico para las botellas de leche y los perros eran confinados tras artísticas verjas forjadas.
La consulta del doctor Lomond estaba en el edificio de tejado plano, al lado del número sesenta y uno. Nada más llegar, la recepcionista los hizo pasar. El doctor ya los esperaba; era un hombre de cara sonrosada y alegre, bajo y con aires juveniles.
– No pude reconocer a la señorita Comfrey por la fotografía del periódico -explicó-, pero creí recordar el nombre y cuando la volví a mirar advertí el parecido. Consulté los archivos. Rhoda Agnes Comfrey, número seis de Princevale Road, Parish Oak.
– Eso significa que no la visitaba a menudo.
– Sólo vino una vez, en setiembre. Es como se suele comportar la gente, ¿sabe usted? No se molestan en ir al médico hasta que algo va mal. Me pidió hora y vino.
– ¿Le importaría decirnos qué le pasaba? -preguntó Burden con cierta indecisión.
El doctor se rió despreocupadamente.
– No, no me importa. Después de todo, esa pobre mujer está muerta. Ella creía que tenía apendicitis porque sentía dolores en la parte derecha del abdomen. La examiné, pero no encontré nada extraño; tampoco mostró otros síntomas, así que pensé que probablemente sería una indigestión y le aconsejé que no tomara alcohol ni comidas fritas. Le dije que volviera a visitarme si el dolor continuaba, que le haría una carta para el hospital. Pero a ella no pareció gustarle esa idea y no me sorprendió que no volviera. Miren, aquí tengo un informe de ella; siempre los hago con mis pacientes. – Cogió una tarjeta y leyó-: Rhoda Agnes Comfrey. Cuarenta y nueve años. No tiene historial de enfermedades, aparte de las típicas de la infancia. No ha sido sometida a operaciones. Fumadora, por cierto, le dije que lo dejara, bebe sólo en reuniones sociales, lo cual puede significar cualquier cosa, y anteriormente estaba en la consulta del doctor Castle, de Glebe Road, Kingsmarkham, Sussex.
– Y él murió el año pasado -añadió Wexford-. Ha sido usted de gran ayuda, doctor. ¿Podría decirle a este ignorante forastero dónde está Princevale Road?
– A medio camino de la misma avenida por la que han subido. Se bifurca en este mismo lado, un poco más arriba del grupo de tiendas.
Wexford y Burden anduvieron lentamente por la avenida, ahora en sentido contrario, y vieron que su nombre era Montfort Hill.
– Es curioso, ¿no? -dijo Wexford-. Sabemos que la gente de aquí la conocía por un nombre supuesto, excepto el doctor. Me pregunto por qué.
– ¿Demasiado arriesgado?
– ¿Cuál es el riesgo? Según la ley inglesa, cada cual puede hacerse llamar como quiera. El nombre de uno es el que utiliza para nombrarse a sí mismo. La gente cree que para cambiárselo es necesario ir a un notario, pero esto no es así en realidad. Yo podría hacerme llamar Waterford mañana mismo y usted Fardel sin infringir un solo precepto de la ley.
Burden parecía confundido.
– Supongo que sí. Escuche…, comprendo lo de Waterford, pero… ¿por qué Fardel?
– Usted gruñe y suda debido a su vida fatigosa, ¿no? No se preocupe, olvídelo. No iremos a Princevale Road directamente, antes quiero presentarle a algunos amigos.
Baker parecía haber olvidado su ofensa y saludó a Wexford con efusión.
– Michael Baker, éste es Mike Burden. Y éste, Mike, es el sargento Clements.
En una ocasión, aunque sólo por unas pocas horas, Wexford había sospechado que ese rubicundo sargento de cara de niño había llegado a matar para obtener la custodia de su hijo adoptivo. Siempre que lo recordaba se sentía culpable, a pesar de que tal sospecha nunca había sido expresada en palabras. ¿Cómo había llegado a pensar semejante cosa de aquel modelo de integridad? Recordarlo hacía que obrara con cautela cada vez que hablaba con él, mostrándose amable y procurando no caer nunca en el error de preguntarle acerca del pequeño James y de la hermanita escogida para él. Sin embargo, el sargento era demasiado consciente de su rango subordinado como para comentarle sus asuntos familiares, de lo cual Wexford se alegraba por otras razones. Y éstas eran básicamente que, a cambio, él habría sido interrogado por sus nietos, cuestión bastante delicada en estos momentos.
– ¿Princevale Road? -dijo Baker-. Es una zona muy bonita. A menos que me equivoque, el número seis pertenece a un grupo de viviendas típicas de ciudad, muy modernas, con mucho cristal y madera de chilla.
– Perdone señor -dijo Clements con impaciencia-, pero creo que hace unos meses nos llamaron de allí porque se había producido un robo en una de las casas. Iré a comprobarlo.
A Baker parecía gustarle tener invitados que le ayudasen a romper el tedio de agosto en Kenbourne Vale.
– ¿Qué le parece si vamos a comer al Grand Duke, Reg? Después, si no tiene objeción, podríamos marchar los dos juntos para allá.
Procurando no hacer nada que pudiera contrariar al quisquilloso policía, que era un hombre enormemente susceptible, Wexford le dijo que él y Burden estarían muy complacidos si lo hiciera, y que no sabrían cómo seguir sin su ayuda, con lo cual Baker se sintió inmensamente satisfecho.
El sargento regresó cargado de noticias.
– La ocupante es una tal señora Farriner -dijo-. Está de vacaciones. No fue su vivienda la que robaron, sino la contigua a la suya, pero al parecer tiene objetos valiosos y vino a la comisaría antes de marcharse, el sábado pasado, para pedirnos que vigiláramos la casa mientras estuviera fuera.
– Podía haberlos puesto en una caja fuerte -refunfuñó Baker-. ¿Qué sentido tiene hacernos…?
– ¿Cuántos años tiene ella, sargento? -lo interrumpió Wexford sin poder evitarlo-. ¿Cómo es?
– Nunca la he visto, señor. De mediana edad, creo, y viuda, o divorciada. Dinehart la conoce.
– Haga entonces que Dinehart vea la foto, ¿de acuerdo?
– Señor, supongo que no querrá decir que la señora Farriner y la señorita Comfrey son la misma mujer.
– ¿Por qué no? -preguntó Wexford.
Pero Dinehart no fue capaz de decidirse en uno u otro sentido. Ciertamente la señora Farriner era una mujer alta y morena, y vivía sola. Pero con respecto a un posible parecido con la mujer de la fotografía… bien, la gente cambia mucho en veinte años. No quería comprometerse a asegurar nada.
Wexford estaba tenso de excitación. ¿Por qué no había pensado antes en ello? Durante toda la investigación se había encontrado con el obstáculo de personas que se habían ido de vacaciones, pero nunca pensó en la posibilidad de que los vecinos y amigos de Rhoda Comfrey no la hubieran echado en falta precisamente porque se imaginaban que estaría de vacaciones. Si pensaban que la señora Farriner se hallaba descansando en algún pintoresco lugar, ¿por qué relacionarla con una tal señorita Comfrey que había sido encontrada asesinada en una oscura ciudad de Sussex?
En el Grand Duke, un viejo restaurante que probablemente había sido una hostería en el pasado, se sirvieron una comida fría. Wexford estaba demasiado excitado para comer mucho. Tratar a gente como Baker con diplomacia podía ser una obligación social, pero implicaba una gran pérdida de tiempo. Los otros parecían contemplar con una calma desesperante lo que él consideraba un gran descubrimiento. Incluso Burden mostraba una acentuada falta de entusiasmo.
– ¿No le parece extraño -preguntó- que alguien como la señora Farriner, con el suficiente dinero para vivir en ese lugar y poseer tantos objetos valiosos, se quedara con una cartera que supuestamente encontró en un autobús?
– No hay nada más extraño que la gente -respondió Wexford.
– Tal vez, pero fue usted quien me dijo que cualquier salida de la norma era importante. Puedo imaginarme a Rhoda Comfrey haciendo eso, pero no a la señora Farriner que conocemos. Por lo tanto me parece poco probable que sean la misma persona.
– Bueno, lo que es seguro es que no lo averiguaremos si nos quedamos aquí sentados llenándonos la boca -replicó malhumoradamente Wexford.
Para su sorpresa, Baker estuvo de acuerdo con él.
– Tiene usted razón. Vacíe su vaso y vayámonos.
Mientras subía Montfort Hill en autobús, Wexford no había reparado en la fila de cinco a seis tiendas que había a la izquierda. Esta vez, dentro del coche, se fijó en ellas al advertir que Burden las examinaba con curiosidad. Pero no le comentó nada; estaba irritado con él. El nombre de la calle figuraba en un cartel negro con letras blancas: «Princevale Road, 19 Oeste», y Burden lo miró con cierto interés, girando la cabeza cuando lo dejaron atrás.
En el final mismo de la calle, o al comienzo, de acuerdo a la numeración, había una hilera de seis casas adosadas. Aparentaban menos de diez años y su estilo era totalmente diferente al Tudor, cada una de ellas con un amplio jardín al frente, característico de Princevale Road. Wexford pensó que debían de haber sido construidas en el solar que quedó tras la demolición de alguna vieja casa. Eran un signo de los tiempos, de la escasez de la tierra y de la avaricia de los constructores. Pero aun así eran bonitas, de tres pisos y con madera de cedro rojo entre las anchas ventanas de cristal. Cada una tenía su propio garaje, que formaba parte de la planta baja, y cada puerta de entrada era de diferente color: naranja, verde aceituna, azul, marrón chocolate, amarillo y blanco. El número seis, a un extremo de la hilera, presentaba el típico aspecto de reclamo a los ladrones que adquiere una vivienda cuando su orgulloso y adinerado propietario está ausente. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas, en una simetría perfecta. Junto a la puerta vieron una caja de leche vacía, sin botellas a su lado. Embutido en el rebosante buzón había un puñado de cartas y circulares en sobres marrones. «Para que lo examine la policía», pensó Wexford.
No había aceptado de buena gana ceder una parte de la investigación a Baker y Clements, aunque conocía de sobra la eficiencia del primero. El inspector y su sargento llamaron a la puerta del número uno. Por su parte, Wexford y Burden se acercaron a la casa contigua a la que se encontraba vacía.
La señora Cohen, del número cinco, era una atractiva judía de unos cuarenta años. Su casa estaba atiborrada de adornos, el papel de la pared era de franjas carmesí sobre otras doradas, y éstas a su vez sobre otras color crema. Había fotografías de sus hijos, ya mayores, y entre ellas destacaba la de una rolliza niña vestida de dama de honor.
– La señora Farriner es una persona encantadora. Lo que yo llamo una mujer valiente e independiente, ¿sabe usted? Sí, está divorciada. Creo que se casó con alguien que no se portó bien con ella, aunque nunca me contó los detalles y yo tampoco se los pregunté. Tiene una pequeña boutique allá abajo, en Montfort Circus. Le he comprado cosas verdaderamente hermosas y siempre me las ha dejado a precio de coste. Eso es lo que yo llamo buena vecindad. -Miró la fotografía-, ¡Oh, no! es imposible, no pueden haberla asesinado. Y nunca utilizaría un nombre falso, no es propio de Rose. Rose Farriner, así se llama. Quiero decir, lo que ustedes me están contando es ridículo. Desde luego que sé dónde está; primero se fue a ver a su madre, que está en una residencia en el campo, luego pensaba ir a Lake District. No, no he recibido ninguna postal de ella, no creo que me escriba.
La siguiente casa era la que había sido robada. Cuando se presentaron, la señora Elliot pensó que se había cometido otro robo. Tenía por lo menos sesenta años, era una mujer nerviosa y vivaracha que nunca había estado en casa de Rose Farriner y que no se preocupaba mucho de ella. Pero conocía la boutique, sabía que estaba de vacaciones y que se ausentaba algunos fines de semana, lo cual era peligroso teniendo en cuenta la cantidad de ladrones que rondaban por aquel lugar. Cuando le mostraron la fotografía pareció atemorizada. No, no podía decir si la señora Farriner se habría parecido a la de la foto cuando era joven. Estaba claro que la sola idea de identificarla la aterrorizaba, y actuaba como si al hacerlo estuviera poniendo en peligro su propia vida.
– Rhoda -le explicó Wexford a Burden- es rosa en griego. Le dice a la gente que va a visitar a su madre a una residencia. ¿Qué posibilidades tenemos de que haya cambiado los hechos, que su madre sea su padre y que tal residencia sea un hospital?
Baker y Clements se reunieron con ellos en la verja del número tres. También les habían hablado de la madre, de la residencia y de la tienda, y también habían encontrado duda y desconcierto en los rostros de aquellos a quienes enseñaron la fotografía. Juntos, los cuatro se dirigieron a la última puerta, la de color marrón chocolate.
La señora Delano era muy joven, una rubia pálida y de aspecto frágil con un bebé también rubio y frágil, que dormía en su cochecito bajo el porche.
– Rose Farriner debe de tener entre cuarenta y cincuenta años -dijo, como si ambas edades fueran casi idénticas. Miró con atención la fotografía y se volvió aún más pálida-. Leí los periódicos, pero nunca se me ocurrió que pudiera tratarse de ella. Ahora no me explico por qué no me di cuenta antes.
En el escaparate de la izquierda de la boutique estaba la ropa de moda para los muy jóvenes: téjanos, camisetas deportivas y calcetines a rayas. Pero a Wexford le interesó más el otro escaparate, porque las prendas expuestas en él eran del mismo tipo que llevaba Rhoda Comfrey el día en que había sido asesinada. Rojo, blanco y azul marino eran los colores predominantes. Los vestidos y chaquetas iban dirigidos a un público adinerado de mediana edad. Eran «elegantes», una palabra que, estaba seguro, jamás utilizarían sus hijas o nadie de menos de cuarenta y cinco años. Y entre ellos, formando una senda desde una manga abierta hasta un frasco de perfume, suspendidas de un recipiente hasta el cuello de un jersey carmesí, brillaban varias tiras de cuentas de cristal.
Una mujer de unos treinta años salió a atenderlos. Dijo ser la señora Moss y estar a cargo de la tienda mientras la señora Farriner permaneciese fuera. Se mostró estupefacta, suspicaz y precavida, lo cual era perfectamente comprensible dadas las circunstancias. Una vez más, la fotografía fue estudiada, y también una vez más volvió a suscitar dudas. Sólo hacía seis meses que trabajaba para la señora Farriner y su relación era estrictamente laboral.
– ¿Sabe usted de qué lugar es originaria la señora Farriner? -preguntó Burden.
– Nunca me comentó cosas de su vida privada.
– ¿Diría usted que es una persona reservada?
La señora Moss inclinó la cabeza.
– En realidad no lo sé. No nos pasamos el rato cotilleando la una con la otra, si esto es lo que quiere decir. Ella no sabe más de mí que yo de ella.
– ¿Ha sufrido alguna vez apendicitis? -preguntó Wexford repentinamente.
– ¿Cómo dice?
– ¿Le han extraído el apéndice? Esas cosas suelen saberse.
Parecía que la señora Moss fuera a replicar que lo ignoraba, pero algo en la mirada seria de Wexford pareció persuadirla de lo contrario.
– No debería decirle estas cosas, sería una infidencia de mi parte.
– Usted sabe quién era o es la señora Farriner, y está obstruyendo nuestra investigación.
– ¡Pero no puede ser la misma mujer! Está en Lake District, volverá a la tienda el lunes.
– ¿De veras? ¿Ha recibido alguna postal de ella? ¿Una sola llamada telefónica?
– Desde luego que no. ¿Por qué tendría que hacerlo si sé que llegará a su casa el sábado?
– Seré tan franco con usted -dijo Wexford-, como espero que usted lo sea conmigo. Si a la señora Rose Farriner le extrajeron el apéndice no puede ser la señorita Rhoda Comfrey, puesto que no había cicatrices de operaciones en su cuerpo. Por otro lado, si no la operaron, las posibilidades de que haya sido la señorita Comfrey son muchas. Y tenemos que saberlo.
– De acuerdo -aceptó la señorita Moss-. Se lo diré. Debió de ser hace unos seis meses, hacia febrero o marzo. La señora Farriner se ausentó del trabajo unos días. Sufrió una simple intoxicación, pero cuando volvió dijo que al principio había pensado que era el apéndice, porque… bueno… porque ya había sentido ese dolor antes.