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El calor danzaba en espejismos flotantes sobre la blanca calzada. El tráfico se arremolinaba incesantemente en torno a Montfort Circus en un estrépito colosal, y dondequiera que uno dirigía la mirada se encontraba con el cegador reflejo del sol en los cristales y en los cromados de los coches. Wexford y Baker se refugiaron en el automóvil que Clements había aparcado despreciando la doble línea amarilla.
– Tendremos que entrar en esa casa, Michael.
– Tenemos la llave, por descontado… -respondió Baker pensativamente. Su mirada se encontró con la de Wexford-. Necesitaremos una autorización. Déjemelo a mí, Reg, veré qué puede hacerse.
Burden y Clements estaban en la calle, conversando. Aunque era consciente del puritanismo de Burden y de la profunda desaprobación que sentía Clements por todas las personas menores de veinticinco años, cosa que era un mal presagio para James y Angela, Wexford había supuesto que los dos tendrían poco en común. Pero se había equivocado. Estaban discutiendo, como si fueran viejecitas, el indecente aspecto de la joven ama de casa que había abierto la puerta del número dos de Princevale Road, ataviada únicamente con un bikini. Wexford le dio al inspector una informal y autoritaria palmadita en el hombro.
– Vamos, John Knox. Quiero volver a mi querido hogar de Sussex en el tren de las 4.35.
Burden parecía ofendido, y tras despedirse y cruzar la plaza hasta la estación de Parish Oak comentó que Clements era un tipo muy agradable.
– Ya lo creo que sí -dijo Wexford con sorna-, y el día es precioso y estamos dando un bello paseo.
Sin tener ni idea de lo que decía pero sospechando que se estaba burlando de él, Burden decidió ignorar esto y dijo que nunca conseguirían la autorización para registrar la casa basándose sólo en una evidencia.
– ¿Qué quiere decir, con «una» evidencia? Para mí es definitiva. Supongo que no pretenderá que esas mujeres vengan a contarnos toda la historia, ¿verdad? «Oh, sí, Rose me confió que su verdadero nombre era Comfrey.» Considere los hechos. Una mujer de unos cincuenta años acude a un médico con los síntomas de lo que ella supone es apendicitis. Le da el nombre de Comfrey y su dirección, número seis de Princevale Road, Parish Oak. La única ocupante de esa casa es una mujer de unos cincuenta años llamada Rose Farriner. Seis meses después, la tal Rose Farriner vuelve a hablar de una posible apendicitis. Rhoda Comfrey disfrutaba de una posición desahogada, probablemente tuviera su propio negocio. Según la señora Parker, estaba interesada en la moda. Rose Farriner también tiene dinero, y es propietaria de una tienda de ropa. Rose Farriner tiene a su madre enferma en una residencia en el campo. Rhoda Comfrey tuvo a su padre enfermo en un hospital, también en el campo. ¿No le parece concluyente?
Burden iba de un lado a otro de la plataforma, mirando con aire sombrío los carteles de las películas picantes expuestos allí.
– No lo sé. Solamente creo que tendremos problemas para conseguir la autorización.
– Hay algo más que le preocupa, ¿no es así?
– Sí, es una cosa nueva. Mire, es el tipo de cosa que suele preocuparle a usted, no a mí. Es algo de lo que suelo reírme, si quiere que le diga la verdad.
– ¿Bien? ¿Y qué demonios es? Al menos podría decírmelo.
Burden se golpeó la palma de la mano con el puño. Su expresión era la del hombre escéptico, práctico, que toca con los pies en el suelo, y que duda en decir que ha visto un fantasma por temor a que la gente se burle de él.
– Fue cuando subíamos por Montfort Hill y pasamos junto a esas tiendas. Pensé que no había valido la pena coger el autobús, ya que la consulta del médico no estaba tan lejos de la estación. Entonces me fijé en las tiendas y el nombre de la calle de enfrente y… mire, es estúpido, cuanto más pienso en ello más me doy cuenta de que estaba buscándole tres pies al gato. Olvídelo.
– ¿Olvidarlo? ¿Después de toda esa perorata? ¿Está loco?
– Lo siento, señor -dijo Burden con rigidez-, pero no me gusta que el trabajo de la policía esté basado en absurdas conjeturas y en toda esa basura que las mujeres llaman intuición. Como usted dice, tenemos hechos sólidos y concluyentes sobre los que seguir trabajando. Sin duda he sido muy pesimista en lo que se refiere a la autorización del registro. La conseguiremos.
En el rostro de Wexford se dibujó una expresión de ira, acompañada de una nueva erupción de sudor.
– Es usted un auténtico dolor de muelas -profirió, pero el estruendo del tren que pasaba ahogó sus palabras.
Su humor no mejoró cuando el viernes por la mañana leyó el periódico: «Inspector de policía desconcertado por el caso Comfrey», rezaba un titular encima de cuatro columnas en el pie de la primera página. Y allí, en medio del texto, estaba su propia fotografía, una antigua instantánea de archivo de los días en que estaba más obeso. Sobre una enorme papada había unos rasgos auténticamente porcinos. Se miró en el espejo del baño, pero al aparecer Robin, corriendo y gritando que el abuelo salía en el periódico, se cortó con la cuchilla de afeitar aquella piel de pollo en que se había convertido su antigua papada.
Fue a Forest Road y entró en casa de James Comfrey utilizando la llave de Rhoda. Había otras dos llaves en el llavero, y estaba seguro que una de ellas abriría la puerta principal de la casa de Rose Farriner. Por el momento la guardaba consigo para compararla con la que estaba en posesión de la policía de Kenbourne, en caso de que la autorización se retrasara. Porque si no fueran idénticas -y, teniendo en cuenta el extremo secreto de Rhoda Comfrey en lo concerniente a su vida de campo en la ciudad y a su vida de ciudad en el campo, era probable que no lo fueran-, ya podía despedirse de la autorización desde ese mismo momento. Después meditó acerca de la tercera llave. ¿Sería la de la puerta de la tienda? Tal vez. Entró en el salón, en el que aún persistía aquel insoportable olor a humedad que Crocker había descrito como de basurero, y abrió la ventana.
De los cajones que habían sido llenados de nuevo con aquel desordenado y aparentemente inútil surtido de cordeles, agujas, bolas de naftalina y monedas, Wexford separó todas las llaves que encontró. Contó un total de quince. Tres de la marca Yale, una Norlond, una RST, una FGW Ltd., siete más oxidadas, de las que abren candados de puertas traseras o de puertas del jardín, una llave de contacto de un coche y otra más pequeña, que debía de ser del maletero del mismo. En estas dos últimas estaba grabado el logotipo de Citroën. No habían estado en el mismo cajón y ninguna de ellas tenía atada la típica correa de cuero.
Un fuerte golpe en la puerta principal le hizo dar un respingo. Se dirigió hacia ella, la abrió y vio que se trataba de Lilian Crown.
– ¡Oh!, es usted -dijo-. Pensé que eran los críos, que al fin habían logrado colarse, o squatters. Nunca se sabe, en estos días, ¿verdad?
Llevaba pantalones rojos y una camiseta que le habría sentado mucho mejor a Robin. La temeridad es una característica que no suele asociarse con las mujeres de edad, en especial con las de su estrato social. La timidez, el miedo a la autoridad y la necesidad de pasar inadvertidas suelen aparecer después del climaterio -como Sylvia le había hecho saber con lastimosos ejemplos-, pero en el caso de la señora Crown no habían acabado por imponerse. Tenía la audacia propia de la juventud, que con toda seguridad no había sido animada por un trago de ginebra a las diez de la mañana.
– Entre, señora Crown -dijo Wexford, y luego cerró la puerta con firmeza. Ella entró precipitadamente olfateando a uno y otro lado.
– ¡Qué desastre! No había estado aquí en los últimos diez años. -Escribió algo en el polvo de una cómoda y dejó escapar una risita de niña.
Con las manos llenas de llaves, Wexford le preguntó:
– ¿Significa algo para usted el nombre de Farriner?
– No puedo decirlo. -Se echó el cabello hacia atrás y encendió un cigarrillo. Había venido para comprobar que la casa no había sido invadida por los vándalos, pero había traído consigo sus cigarrillos y una caja de cerillas. ¿Para tener una charla con ellos? Era verdaderamente sorprendente.
– Supongo que su sobrina tenía coche -dijo él levantando las dos pequeñas llaves.
– Si eso es verdad, nunca lo trajo. Y seguro que lo habría hecho; nunca perdía la oportunidad de llamar la atención.
Su hábito de omitir los pronombres en una conversación en la que, por otro lado, no economizaba opiniones, le irritó.
Habló con cierta dureza:
– ¿A quién pertenecen entonces estas llaves?
– No me lo pregunte a mí. Si tiene un coche en Londres, ¿para qué se deja las llaves aquí? Oh, no, ese coche habría estado expuesto ahí fuera para que todo el mundo lo viese. Como no podía conseguir un hombre, se pasó la vida demostrando lo que era capaz de conseguir. ¿Quién se quedará con el dinero? Yo probablemente no, aunque no es del todo seguro.
Le lanzó una bocanada de humo a la cara y él retrocedió tosiendo.
– Me gustaría saber algo más sobre la llamada que la señorita Comfrey le hizo el viernes por la tarde.
– ¿Como qué? -preguntó la señora Crown, sacando el humo por los orificios de la nariz como si fuera un dragón.
– Exactamente todo lo que se dijeron la una a la otra. Usted cogió el teléfono y ella dijo: «Hola Lilian, ¿sabes quién soy?», ¿entiende? -La señora Crown afirmó-, ¿Qué se dijeron después? -preguntó Wexford-. ¿Qué hora era?
– Sobre las siete. Le dije «hola» y ella me respondió lo que usted acaba de decir, con una voz afectada, profunda y presuntuosa. «Desde luego que lo sé», respondí. «Si quieres saber algo de tu padre», añadí, «será mejor que vayas al hospital.» «Ya sé todo eso», replicó, «me voy de vacaciones, pero antes bajaré un par de días.»
– ¿Está segura de que mencionó lo de las vacaciones? -la interrumpió Wexford.
– Por supuesto que sí. Mi memoria funciona perfectamente. Le diré otra cosa, ella me llamó cariño. Yo estaba sorprendida. «Bajaré antes un par de días, cariño», dijo. También noté que había otra mujer con ella, debía de querer que su acompañante creyera que estaba hablando con un hombre.
– Pero a usted la llamó Lilian.
– Eso no significa que no hubiera otra mujer presente desde el principio de la conversación, ¿no? Mi opinión es que, dondequiera que estuviese, ella tenía a alguna amiga cerca, y cuando ésta entró, Rhoda metió ese «cariño» para hacer ver que estaba citándose con un hombre. Estoy segura, conocía a Rhoda. Lo volvió a decir, o algo parecido, «cariño mío». «Creí que te preocuparías si veías las luces encendidas, cariño mío. Pasaré a verte al volver del hospital.» Y entonces, quienquiera que fuera debió marcharse de nuevo, pues oí un portazo. Su voz se hizo más baja y acabó de decir en su manera usual: «Nos veremos el lunes, entonces. Adiós.»
– ¿No le deseó feliz cumpleaños?
Si las arañas tuvieran hombros serían parecidos a los de Lilian Crown. Los subió y volvió a bajarlos un par de veces como si fuera una marioneta.
– La vieja Parker me dijo después que era su cumpleaños. No esperará usted que me acuerde de una cosa como esa. Sabía que era en agosto. ¡Tenía cincuenta años y nunca la habían besado!
– Eso es todo, señora Crown -dijo Wexford con desagrado, y la condujo de vuelta a la puerta principal. A veces pensaba en lo bueno que debía de ser hacer de juez y poder acusar públicamente a la gente. Con la manga borró el corazón y la flecha que ella había escrito «B ama a L», preguntándose mientras lo hacía si «B» no sería el hombre con quien ella se había ido a beber algo, y también en los espíritus adolescentes escondidos en viejas sarnosas carcasas.
Llamó desde su casa.
– Se lo puedo decir ahora mismo -dijo Baker-. Dinehart me lo mencionó. Rose Farriner tiene un Citroën. ¿Le es de alguna ayuda?
– Creo que sí, Michael. ¿Alguna noticia de la reunión de mi jefe con su superintendente?
– Tendrá que ser un poco más paciente, Reg.
Wexford se lo prometió. Las cosas poco se aclaraban: Rhoda Rose Comfrey Farriner había llamado a su tía desde Princevale Road la noche de su cumpleaños y, como era natural, estaba con una amiga. ¿Una mujer, como Lilian Crown había supuesto? No, pensó él, un hombre. Por fin había encontrado a un hombre, a quien había intentado poner celoso. Pero ¿por qué? Era igual, ese hombre, quienquiera que fuese, se había puesto celoso y había oído suficiente para saber dónde iría Rhoda Rose Comfrey Farriner el lunes. Wexford no dudaba de que quien escuchó esa conversación había sido el asesino.
Se trataba de un crimen pasional. Los espíritus de adolescentes permanecen en los cuerpos viejos, la señora Crown se lo había demostrado. No todo el mundo sienta la cabeza. Aun cuando había tratado de ser un buen marido, ¿no había deseado más de una vez experimentar nuevamente la emoción de volver a enamorarse? Lo había anhelado, en efecto, y murmuró para sí las palabras de Stendhal: «Aunque fuera con la cocinera más fea de París, con tal de que ella lo amara y le devolviera su ardor…»
La chica sentada en el vestíbulo de la comisaría de Kingsmarkham estaba atrayendo considerablemente la atención. El sargento Camb le había dado una taza de té, otros dos policías le habían preguntado si se sentía cómoda y si estaba segura de que no podían hacer nada para ayudarla. Loring llegó a preguntarse si el hecho de llevarla a la cantina a tomar un bocadillo o una tostada con queso -lo que su jefe Wexford llamaba «la fondue del poli»- podía costarle el empleo. La chica parecía nerviosa y triste, llevaba consigo el periódico y miraba todo con expresión de miedo, pero no le dijo a nadie lo que quería; sólo quería ver a Wexford.
Su color era exótico. Existe una orquídea, que no es rosa, ni verde ni dorada, sino de un beige como la cera y que tiene tonos sepia; la cara de esta chica tenía el color de esa orquídea. Sus facciones parecían un dibujo al carboncillo y su cabello, graciosamente revuelto, era como la seda negra. Para este tipo de mujeres había sido pensado el sari; caminaba como si estuviera acostumbrada a llevarlo, aunque esta vez vestía ropas occidentales, una falda azul y una camisa blanca de algodón.
– ¿Por qué tarda tanto? -preguntó.
Loring, que era un joven romántico, creyó oír en ese mismo tono de voz a la Shunamita preguntando a los vigilantes: «¿Habéis visto a aquel a quien mi alma ama?»
– Es un hombre ocupado -respondió-, pero estoy seguro de que ya no falta mucho para que llegue.
Y por primera vez deseó ser el feo y viejo Wexford para poder atender a esa reservada visitante. Por fin, a las doce y media, Wexford entró.
– Buenos días, señorita Patel.
– ¡Se acuerda usted de mí!
Loring se explicaba esto perfectamente, ¿quién que la conociera podría olvidarla? Wexford le explicó que la recordaba porque tenía buena memoria para las caras, y el pobre Loring fue despachado con la advertencia de que si no tenía nada que hacer, el inspector podía remediarlo pronto. La bestia miró a la bella y desapareció por el ascensor.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Patel? Se sentó en la silla que le ofreció.
– Se va usted a enfadar mucho conmigo, he hecho algo terrible. En realidad tengo miedo de decírselo, he tenido mucho miedo desde que leí el periódico. Vine en el primer tren… han sido ustedes tan buenos conmigo, todos lo han sido…, me temo que esto va a cambiarlo todo.
Wexford la observó con atención. La recordaba como una bromista y una molesta, pero ahora su ingenio parecía haberla abandonado. Estaba triste de veras, él intentó tranquilizarla con un toque de humor.
– Hace ya meses que no me como a ninguna joven -dijo-, y créame, me he propuesto no hacerlo nunca en viernes.
Pero ella no sonrió. Tragó saliva y se echó a llorar.