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La cortesía del superintendente Rittifer no incluía su presencia en Princevale Road. Wexford no lo culpó de ello; si él hubiese sido el superintendente tampoco lo habría hecho en una tarde tan hermosa como aquélla.

Cuando Baker, Clements, Burden y él se presentaron, ya eran las dos. Habían subido en el coche de Burden y como era domingo no encontraron mucho tráfico. Ahora que había llegado el momento, estaba empezando a sentir remordimientos, las semillas de los cuales habían ido sembrando Burden y el inspector jefe. Se sentía preocupado por lo mismo que lo había puesto en la pista de Rose Farriner. ¿Por qué le había dicho al médico que se llamaba Rhoda Comfrey cuando todos allí la conocían por Rose Farriner? Y con la agravante de que era el médico local, que vivía a poca distancia y que de una manera inocente habría podido mencionar ese nombre a cualquiera. Por otro lado estaban las ropas que llevaba Rhoda Comfrey el día de su muerte. Wexford supuso que su esposa jamás se las habría puesto, ni siquiera en los días en que no tenían dinero. Eran de los mismos colores que las expuestas en la boutique de Montfort Circus, pero ¿seguían también el mismo estilo? ¿Las habría comprado la señora Cohen a precio de coste considerándolas «hermosas»? ¡Qué curiosa forma de describirlas! Pero no era extraño, viniendo de una joven mujer de aspecto anémico y neurótico, que parecía estar sufriendo algún tipo de histeria.

¿Tenía razón Burden en lo referente a la cartera? Salió del coche y miró la casa. Incluso desde lejos se dio cuenta de que las cortinas eran de las caras, de las de cien libras el juego. Las ventanas eran dobles y la capa de pintura naranja y blanca era reciente. Junto a la entrada había un laurel plantado en un cubo. Había visto una vez un laurel como aquel en un centro de jardinería; pedían por él veinticinco libras. ¿Cómo podía robar una cartera una mujer que poseyera todo aquello? Tal vez bajo aquel demacrado cuerpo escondía dos personalidades distintas. Además, la cartera había sido robada, y de un autobús que hacía el trayecto de Kenbourne Vale…

Antes de que Baker introdujera la llave que la señora Farriner había encargado a Dinehart, Wexford comprobó las dos que había en el llavero de Rhoda Comfrey. Ninguna abrió.

– Es significativo -dijo Burden.

– No necesariamente. Debí traer todas las llaves que encontré en el cajón.

A Baker no le gustó esto, pero abrió la puerta y entraron.

En el interior, el ambiente estaba cargado y el calor era sofocante. La temperatura en la entrada debía de superar los veinticinco grados y el aire tenía un aroma peculiar. No de bolitas de naftalina, de polvo o sudor, sino de ambientadores de pino, pulimentos y demás productos que en vez de eliminar los olores añaden el suyo propio. Wexford abrió la puerta del garaje: estaba vacío. En el cuarto de baño amarillo y blanco colgaban toallas nuevas, y en el lavabo había una pastilla de jabón por estrenar. La otra habitación tenía una alfombra negra, y de sus ventanas colgaban cortinas de geométricos diseños blancos. En ella no había más que dos sillones negros, una mesa baja de cristal y un televisor.

Subieron hasta la parte más alta, dejando de lado por el momento la primera planta. Su distribución era de tres dormitorios y un baño. Uno de los dormitorios estaba totalmente vacío, y el otro estaba amueblado con una cama, un armario y un tocador. Todo parecía extremadamente limpio, como si lo hubieran esterilizado, las papeleras vacías y los floreros secos. De nuevo vieron toallas limpias, y un botiquín que contenía aspirinas, spray nasal, esparadrapo y un pequeño frasco de antiséptico.

Wexford estaba empezando a preguntarse si Rhoda Comfrey había transmitido su personalidad a sus cosas, pero cambió de opinión cuando vio el dormitorio principal.

Era grande y lujoso. Mirándolo se acordó de aquella habitación de huéspedes en Carlyle Villas; esa mujer había progresado mucho desde entonces. La cama era oval, el cubrecama estaba hecho con un tejido peludo de color beige y con almohadones del mismo material en la cabecera. La alfombra, de color chocolate y muy tupida. Una de las paredes no era más que un gran espejo y otra un cristal que daba a la calle; otra mostraba varios armarios empotrados y un tocador, y de la cuarta colgaban cuentas marrones ensartadas que iban desde el techo al suelo. Sobre el tocador de cristal, había varios frascos de perfume francés, una almohadilla perfumada y una bandeja de cristal con cepillos de plata.

Miraron los vestidos de los armarios. Había toda una variedad de ellos, así como de abrigos y batas, pero no sólo eran diferentes a los llevados por Rhoda Comfrey, sino también de mejor calidad que los de la tienda de la propia señora Farriner.

La salita de la primera planta tenía forma de «L», y la cocina ocupaba el espacio entre sus brazos. Un frigorífico en marcha se ocupaba de conservar un kilo de mantequilla, algunos vegetales empaquetados en plástico y una docena de huevos.

En la habitación principal, la alfombra era de color crema, las paredes marrón café con pinturas abstractas y los muebles de cuero rojo oscuro; de auténtico cuero, no de imitación. Los adornos, ausentes en todo el resto de la casa, abundaban: numerosas piezas de porcelana china, un jarrón que Wexford pensó que debía de ser Sung, una pintura de caminantes y pájaros amarillos con pinceladas rojas y púrpura, que con toda seguridad no era un Chagal auténtico -¿o tal vez sí?-.

– No me extraña que nos pidiera que vigiláramos la casa -dijo Baker.

Entonces Clements inició un monólogo, innecesario en la compañía en que se encontraba, sobre la imprudencia de los propietarios, la debilidad de las cerraduras y la inconsciencia de la gente que tiene tal cantidad de dinero que no sabe qué hacer con él.

– Es esto lo que me interesa -lo interrumpió Wexford, y señaló una cómoda de teca de cuatro cajones sobre la que había un teléfono. Se imaginó a Rhoda Comfrey llamando desde allí a su tía, y a su compañero viniendo en ese preciso momento de la cocina, tal vez con bebidas frescas. El doctor Lomond le había aconsejado que dejara el alcohol, pero a un lado de la cómoda había botellas, una variedad realmente exótica: Bacardi, Pernod, Campari, junto a los obligados whisky y ginebra. Abrió el cajón superior.

En el interior de una carpeta en la que había escrita la palabra «coche» encontró la póliza de seguros del Citroën, el documento de matriculación y el manual del conductor. Ni rastro del permiso de conducir. En otra carpeta titulada «casa» había otra póliza y gran cantidad de recibos de reparaciones domésticas. Todavía halló una tercera carpeta, con el título de «finanzas», pero sólo contenía un talonario del Barclays Bank de Montfort Circus, 19 Oeste.

– Y sin embargo no llevaba encima ningún talonario ni tarjeta de crédito -dijo Wexford más para sí que a sus colegas.

En el segundo cajón había papel de escribir, con la dirección de la casa inscrita entre adornos de dudoso gusto. Y bajo los papeles una libreta de teléfonos. Wexford buscó la «C» de Comfrey, la «P» de padre, la «H» de hospital y la «S» de Stowerton, para volver de nuevo a la «C», por si aparecía Crown. Pero nada…

– Aquí hay algo -dijo Burden en un tono anormalmente alto.

Había abierto el cajón de una mesita situada bajo la ventana. Wexford se acercó a él. Desde el exterior les llegó el sonido de la portezuela de un coche cerrándose.

– Debería ver esto -le dijo Burden, mostrando un documento. Pero antes de que Wexford pudiera cogerlo volvieron a oír algo, esta vez en la planta baja. Alguien estaba abriendo la puerta principal.

– No esperan a más agentes, ¿verdad? -preguntó Wexford a Baker.

Este no respondió; en lugar de ello se acercó con el sargento a la barandilla de la escalera. Se movían como ladrones sorprendidos in fraganti, y «ladrones» fue la primera palabra que pronunció la mujer que subió corriendo las escaleras y que se paró ante ellos.

– ¡Ladrones! ¡No me digan que me han robado!

Miró alrededor, a los cajones abiertos, a los adornos desordenados.

– La señora Cohen me ha dicho que la policía estaba en mi casa. No puedo creerlo, ¡en el mismo día de mi vuelta! ¡Oh, Bernard, mira este estropicio! -exclamó dirigiéndose a un hombre que la acompañaba-. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

– Todo está perfectamente, señora -dijo Baker con voz grave-, no ha habido ningún robo. Me temo que le debemos una disculpa.

Era una mujer alta pero proporcionada, y aunque tal vez era mayor no aparentaba más de cuarenta años. Era guapa, morena e iba muy maquillada; vestía unos caros pantalones vaqueros de corte, un chaleco y una camisa de seda roja. El joven que iba con ella era fornido, rubio y de facciones marcadas.

– ¿Qué está haciendo usted con mi partida de nacimiento? -le preguntó a Burden.

El se la devolvió mansamente, junto a un certificado de divorcio. Su cara expresaba muchas cosas, principalmente incredulidad y desconcierto. Era el turno de Wexford:

– ¿Es usted Rose Farriner?

– Desde luego que sí. ¿Quién pensó que era? El se presentó y le explicó por qué estaban allí.

– Esto no tiene ningún sentido -dijo el tal Bernard- Si quieres demandarlos por esto, Rosie, cuentas con todo mi apoyo. Nunca había oído nada semejante.

La señora Farriner se sentó, miró la fotografía de Rhoda Comfrey y después el periódico que Wexford le dio.

– Creo que me tomaré algo, Bernard. Un whisky, por favor. Pensé que estaban aquí porque creían que yo era esa mujer que asesinaron. ¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Wexford? Bien, señor Wexford, tengo cuarenta y un años, no cincuenta, hace ya nueve años que mi padre murió, y en mi vida he estado en Kingsmarkham. Gracias, Bernard, esto ya es otra cosa. Me ha dado un susto, ¿sabe? ¡Por Dios! No comprendo cómo ha podido cometer un error tan grande. -Le pasó los documentos a Wexford y éste los leyó en silencio.

Rosemary Julia Golbourne, nacida cuarenta y un años antes en Northampton. El otro documento, que era una sentencia firme, certificaba que el matrimonio habido entre Rosemary Julia Golbourne y Godfrey Farriner en Christ Church, Lancaster Gate, en abril de 1959, había sido disuelto catorce años después por el tribunal del condado de Kenbourne.

– De haberse retrasado otra semana -prosiguió la señora Farriner-, habría podido mostrarle mi segundo certificado de matrimonio. -El hombre le puso la mano sobre el hombro mientras dirigía a Wexford una mirada furiosa.

– No me queda otro remedio que presentarle mis más sinceras excusas, señora Farriner, asegurarle que no hemos causado ningún daño y que lo dejaremos todo tal como estaba.

– Eso está muy bien, pero fíjese en lo que ha hecho -protestó Bernard-. Entra en el hogar de mi futura esposa, forzándolo, y registra sus documentos privados, todo porque…

Pero la señora Farriner se había puesto a reír:

– ¡Oh, es todo tan ridículo! Una vida secreta, una mujer misteriosa. ¡Y esa fotografía! ¿Quieren ver qué aspecto tenía a los treinta? Por el amor de Dios, hay una fotografía en este cajón. -La cogió. Mostraba una bella chica de rizos morenos, cara sonriente, ojos enormes y cuya tez era apenas un poco más suave y lisa que la de ahora-. ¡Oh!, no debería reírme, ¡cómo he cambiado! Pero mira que confundirme con una vieja solterona que fue asaltada en un caminito campestre…

– Veo que te lo estás tomando muy bien, Rosie.

La señora Farriner miró a Wexford y dejó de reír. El policía pensó que, aunque poco comprensiva, era una bella mujer.

– No emprenderé ninguna acción legal, si eso es lo que le preocupa -dijo-. No me quejaré al ministro del Interior. Ahora que ya me he recuperado del susto, no dejemos que pase de una simple anécdota, ¿de acuerdo? Prepararé café para todos.

Wexford no se había recuperado del golpe, y rechazó el ofrecimiento de Baker de dejarlo en Victoria. Burden y él caminaron lentamente por la calle. Muchos vecinos de la señora Farriner, de idéntica apariencia, habían salido para ver cómo se marchaban. Lo que muchos de ellos llamarían más tarde «una redada de la policía», se había convertido en la comidilla del fin de semana, y los miraban mientras fingían que podaban sus setos.

En Kenbourne Tudor el sol brillaba con toda su fuerza sobre las superficies graciosamente pintadas y en las igualmente gráciles flores de colores, petunias de franjas o cuarteadas como si fueran banderas, y verdes jardines afelpados de donde emergían los aspersores. Wexford sentía un vacío dentro de sí. Experimentaba esa sensación enfermiza que sigue a un monstruoso planchazo o a un faux pas.

– Nos espera una gran reprimenda -dijo Burden desesperadamente, utilizando las mismas palabras que había pronunciado Robin dos días antes.

– Supongo que sí. Debí escucharlo.

– Bueno… yo tampoco le dije mucho. Era simplemente que durante todo el tiempo tuve ese presentimiento, y usted ya sabe cómo desconfío de ellos.

Wexford permaneció en silencio. Habían llegado al final de la calle, al punto en que convergía con Montfort Street. Una vez ahí preguntó:

– ¿Cuál era el presentimiento? Supongo que ahora ya me lo puede decir.

– Me lo ha preguntado usted en el lugar adecuado. De acuerdo, se lo diré. Se me ocurrió la primera vez que pasamos por este lugar. -Burden condujo a Wexford un poco más abajo de Montfort Hill, lejos de la parada de autobús-. Supongamos que Rhoda Comfrey va a la consulta del doctor Lomond, cuyo nombre acaba de hallar en el listín telefónico. No sabe muy bien dónde está Midsomer Road, de modo que no toma el autobús, sino que viene caminando desde la estación de Parish Oak. Por alguna razón que desconocemos no quiere darle al doctor Lomond su verdadera dirección, así que tiene que darle una falsa, que esté en el área en que él trabaja. Hasta ese momento no ha pensado ninguna, pero pasa por delante de estas tiendas y mira el estanco, ¿qué es lo primero que ve?

Wexford miró hacia donde Burden le indicaba.

– Un cartel que anuncia helados Wall. Por favor, Mike, un rótulo colgante de cigarrillos Player’s Número Seis. ¿En eso consistía su presentimiento? ¿Fue por este motivo que miró hacia atrás la primera vez que vinimos en coche? Ella ve el número seis, y luego ese letrero de Princevale Road, ¿no?

Burden afirmó tristemente.

– Creo que tiene razón, Mike, es la forma en que se comporta la gente. Pudo incluso ser algo inconsciente. La recepcionista del doctor Lomond le pide su dirección y ella sale con el número seis de Princevale Road. -Se golpeó la frente con la mano-. ¡Debí darme cuenta! Me encontré con algo parecido aquí mismo, en Kenbourne Vale, hace años. Una chica se hacía llamar Loveday porque había visto el nombre en una tienda. -Se volvió hacia Burden-. Mike, debió usted decirme eso, debió decírmelo la semana pasada.

– ¿Me habría hecho caso?

Wexford poseía un temperamento caliente, pero era también un hombre justo.

– Posiblemente no. Pero de todas formas habría querido entrar en esa casa.

Burden se encogió de hombros.

– Estamos de nuevo en la casilla número uno, ¿verdad?