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13

No tenía sentido retrasarlo, fue directamente a Hightrees Farm. Griswold lo escuchó con disgusto creciente, y en mitad del relato se sirvió un brandy con soda, sin ofrecerle nada a su subordinado.

– ¿Lee usted de vez en cuando los periódicos? -preguntó a Wexford cuando éste terminó.

– Sí, señor. Desde luego.

– ¿No se ha dado cuenta de que desde hace unos diez años la prensa se ha dedicado a meterle en la cabeza a la gente que sus libertades más elementales están bajo amenaza constante? ¿Y a quién se ataca más? A la policía. Lo que usted ha hecho es servirles una excusa en bandeja para seguir haciéndolo. Ya nos podemos preparar para mañana por la mañana.

– No creo que la señora Farriner se lo diga a la prensa, señor.

– Pero se lo dirá a sus amigos, ¿no? Alguno de esos sabuesos acabará enterándose. -El jefe de la policía, que se refería a Sussex como De Gaulle cuando hablaba de «la belle France», con celo y reverencia, prosiguió-: Entiéndame, no quiero que la prensa amarilla se cebe en el hasta ahora intachable historial de la policía de Sussex. No pienso ponerlo en peligro por culpa de un tonto que basa su actuación en la psicología y no en la evidencia circunstancial.

A Wexford le escoció eso de «tonto». Era difícil de encajar. Y le pesó más cuando Griswold continuó, aunque ahora lo llamara Reg, lo cual significaba que, al menos por el momento, no habría castigo.

– Esa mujer ha muerto hace ya dos semanas, Reg, y teniendo en cuenta lo que usted ha averiguado, podría haber venido de Marte. Es como si se diera una vuelta por el espacio cada vez que se iba a Kingsmarkham.

Estoy empezando a creer que así era, pensó Wexford.

– Usted ya sabe que no me gustaría llamar a los de Scotland Yard, pero si para el fin de semana mis mejores hombres no son capaces de más, tendré que hacerlo. Me parece -y dirigió a Wexford una mirada más profunda que la de un toro- que lo único que sabe usted hacer es exhibir su retrato en los periódicos como si fuera un actor de cine.

Sylvia estaba en el comedor, con la mesa cubierta de impresos de solicitudes de trabajo y cursillos.

– Has escogido la peor época del año -le dijo su padre al tiempo que cogía una solicitud de ingreso en la universidad de Londres-. El curso comienza el mes que viene.

– Mi idea es encontrar un trabajo hasta fin de año y empezar a estudiar a partir del que viene. Tengo que conseguir una beca.

– Pero, querida, tú no tienes posibilidades. Dirán que dispones del sueldo de Neil, él es tu marido.

– Tal vez para entonces ya no lo sea. Oh, ¡estoy tan cansada de que los hombres mandéis el mundo! No es justo dar por sentado que mi marido me va a entender como si fuera su hija y no su esposa.

– Tan justo como dar por sentado que los inspectores de Hacienda también lo harán. Ya sé que mis ideas o las de tu madre no te interesan en absoluto, pero te lo volveré a decir. De la manera en que está organizado el mundo, las mujeres tienen que demostrar que son tan capaces como los hombres. Bien, demuéstralo tú también. Sácate un título en cualquier facultad, o sigue un curso por correspondencia, probablemente eso te ayudará a encontrar un buen trabajo. Te costará cinco años y para entonces tus hijos ya se te habrán escapado de las manos. Entonces, cuando tengas treinta y cinco años, tú y Neil seréis dos profesionales con mucho trabajo y una criada a la que pagaréis. Nadie te tratará como si fueses un mueble, ya lo verás.-

Ella meditó con aspecto malhumorado. Comenzó a rellenar lentamente un impreso, en el apartado titulado «Calificaciones». Wexford vio con tristeza que la lista era escasa. Encabezó su nombre con la palabra «señorita» y alzó la cabeza haciendo que su cabello saltara hacia adelante.

– Me encanta tener niños, estaría desesperada si fueran niñas. ¿Tú no habrías preferido tener hijos varones?

– Supongo que sí, antes que Sheila naciera. Pero después dejé de pensar en ello.

– ¿No pensaste en lo que nos tocaría sufrir? Papá, tú eres una persona comprensiva y sensible. ¿No se te ocurrió pensar en el modo en que seríamos explotadas y utilizadas por los hombres?

Eso ya era demasiado. Allí estaba ella, esbelta y poderosa, rebosante de salud, con la juventud a flor de piel como el rocío en las plantas, con un diamante brillando en su mano y su pelo perfumado con Rive Gauche de Saint Laurent. Su hermana, considerada por los críticos como una de las actrices más prometedoras de su generación, poseía un gran apartamento en St. John’s Wood, donde, como su padre solía pensar, se dedicaba a explotar y a utilizar dulcemente a todos los hombres que a menudo la visitaban.

– No puedo enviarte de vuelta, ¿sabes? -espetó-. No puedo darle a Dios tu billete y decirle que en tu lugar prefiero un varón. Entiendo perfectamente lo que sentía Freud cuando dijo que había una cosa que siempre le había intrigado: «¿Qué buscan las mujeres?»

– Ser personas normales -respondió ella.

Él gruñó y salió del comedor. Los Crocker y un par de vecinos más entraban a tomar algún refresco. El doctor empujó a Wexford hacia arriba y sacó el esfigmomanómetro.

– Tienes mala cara, Reg. ¿Qué te pasa?

– Esto lo tienes que decir tú. ¿Cómo va mi presión?

– No está mal. ¿Es por Sylvia?

Odiaba tener que explicar por qué su hija y los niños estaban viviendo en casa. La gente tiende a etiquetar a los demás en categorías, dentro de los limitados compartimentos que su imaginación produce. Debían estar suponiendo que Sylvia o su marido habían sido infieles, o que Neil la había maltratado. No pudo decirlo y tuvo que conformarse con soportar aquella mirada de extrañeza y aceptar su compasión.

– En parte -aceptó-. Y también por el caso Comfrey. Sueño con ella, Len. Me estrujo los sesos pensando en ella, y acabo de cometer un error fatal. Griswold ha estado a punto de crucificarme esta mañana; me llamó tonto.

– Todos nos equivocamos, Reg -dijo Crocker con aire de director de colegio liberal.

– Sus ojos tenían un brillo sardónico cuando la encontramos, no sé si te diste cuenta. Me siento como si se estuviera riendo de mí desde su tumba. Un histérico, ¿eh? Eso es lo que dice Mike que soy.

Pero Mike no volvió a decirlo, sabía cómo tratar al inspector jefe, aunque Wexford no estaba de tan mal humor puesto que en los periódicos del lunes y el martes no había aparecido nada que se refiriera al fiasco cometido con la señora Farriner.

– Pero no todo ha sido vanidad y vejación -dijo-. Hemos aprendido algo de ello. La desaparición de Rhoda Comfrey, o como quiera que se hiciera llamar, pudo no haber sido tenida en cuenta por sus vecinos porque suponían que estaba de vacaciones. De modo que sólo tenemos que esperar a que pase el tiempo y alguien acuda a nosotros.

– ¿Por qué harían una cosa así a estas alturas del caso?

– Exactamente por eso, porque ya hemos llegado a cierto punto. ¿Cuánto tiempo suele irse la gente de vacaciones?

– Quince días -respondió Burden rápidamente.

Wexford afirmó con la cabeza.

– Así que quienes la conocen la habrán esperado para el sábado pasado. No se habrán preocupado mucho al ver que no llegaba ese día, pero, ¿y cuando no respondió el teléfono el lunes? ¿Y cuando no apareció por el trabajo, cualquiera que fuera? ¿Y cuando hoy tampoco la han visto?

– Esto ya tiene más sentido.

– Todo aquel que lee los periódicos sabe que todavía no conocemos la identidad de Rhoda Comfrey en Londres. La prensa se ha encargado de decirlo repetidamente. ¿No sería fantástico, Mike, que en este mismo momento algún servicial ciudadano estuviera entrando en algún periódico o comisaría de Londres, para decir que está preocupado porque su jefe o su vecina no ha vuelto de Mallorca?

Burden siempre se tomaba las fantasías de Wexford al pie de la letra.

– No pudo ir allá, con un nombre supuesto no habría podido conseguir un pasaporte.

– Si viajaba como Rhoda Comfrey, sí. Aparte de esto, hay cantidad de trucos para manipular pasaportes. No me diga que una mujer que nos ha estado trayendo de cabeza durante dos semanas no habría sido capaz de hacerse con una docena de pasaportes falsos de haberlo querido.

– De todos modos, no viajó a Mallorca. Vino aquí y la apuñalaron. -Burden se dirigió a la ventana y dijo con preocupación-: Hay una nube allá arriba.

– Apostaría a que no es más grande que la mano de un hombre.

– Sí, mayor aún -respondió Burden sin reconocer la cita de El libro de los reyes-. De hecho, hay muchas. -E hizo el comentario típico de los ingleses, con más aspereza que sorpresa-: Va a llover.

La habitación se oscureció y tuvieron que encender las luces. En el fondo del bosque, un rayo quebró el cielo púrpura; el trueno que siguió los hizo retroceder; Burden cerró las ventanas.

Por fin empezó a llover, perezosa e intermitentemente, como suele hacerlo tras semanas de sequía. Wexford recordó que cuando Sylvia era niña creía que la lluvia era almacenada en una bolsa en el cielo, hasta que alguien la rajaba. Se sentó y volvió a llamar al departamento de personas desaparecidas, pero ninguna de las que obtuvo información se parecía a Rhoda Comfrey.

A media tarde el cielo se calmó. Demasiado tiempo para confiar en la ansiedad del servicial ciudadano…, ese día necesariamente tenía que ocurrir algo. La bolsa se rompió de nuevo y la lluvia se precipitó como una catarata contra los vidrios, trayendo con ella un súbito descenso de temperatura. Wexford estaba temblando; tenía frío por primera vez en semanas y se puso la chaqueta. Se sorprendió contemplando la tormenta como si fuera una profecía, como si ese cambio en el tiempo anunciara otra intuición. No tenía sentido, desde luego, pues sólo sería la intuición de un tonto. Pensó que ya había tenido dos antes, y que ambas habían acabado en nada.

A las seis no había recibido llamadas relativas a Rhoda Comfrey, pero siguió esperando, aunque a esa hora nada lo obligaba a seguir en su despacho. Esperó hasta las siete, hasta las siete y media, cuando ya había concluido la pirotecnia de rayos y truenos y sólo la lluvia seguía cayendo monótona y firmemente. A las ocho menos cuarto, cuando ya había perdido la fe en sus presagios, en la importancia de ese día sobre todos los demás -y que había sido uno de los más aburridos de su vida-, cogió el coche y se fue a casa cortando la lluvia gris.