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Era como una tarde de invierno. Desde finales de julio sólo cerraban por las noches, y ya estaban a veintitrés de agosto. Esa noche no sólo las habían cerrado, sino que las largas cortinas de terciopelo permanecían corridas.

– Pensé en encender el fuego -dijo Dora, que ya había conectado una estufa eléctrica.

– Tienes muchas cosas que hacer, aparte de eso. – Cuidar de los niños, cocinar para cinco y no sólo para dos, pensó-, ¿Dónde está Sylvia?

– Creo que ha ido a ver a Neil. Dijo algo sobre presentarle un ultimátum.

Wexford hizo un gesto de impaciencia. Empezó a caminar nerviosamente por la habitación, pero finalmente se sentó porque sabía que con eso sólo conseguía que quienes lo rodeaban se sintiesen irritados.

– ¿De qué se trata, querido? -preguntó Dora-, Odio verte así.

Él se encogió de hombros.

– Debería superarlo. Cuentan una anécdota de san Ignacio de Loyola. Alguien le preguntó qué haría si el Papa decidiese disolver la Compañía de Jesús de la noche a la mañana, y él respondió: «Después de diez minutos de plegaria me daría igual.» Ojalá yo fuera como él.

– No te pediré que hablemos si no quieres -dijo ella con una sonrisa.

– No nos haría ningún bien. He pensado en ello hasta la saciedad, me refiero al caso Comfrey. Y en lo que respecta a Sylvia… ¿hay algo que no hayamos dicho? Supongo que se divorciarán y que ella se quedará a vivir aquí, con los niños. Le dije que ésta era su casa, y desde luego, así lo considero. Leí en alguna parte que uno de cada tres matrimonios acaba yéndose a pique; el suyo será uno de esos, y la idea no me hace muy feliz.

Sonó el teléfono, Dora se levantó para atenderlo.

– Yo lo cogeré -dijo Wexford, alcanzando el auricular. Reconoció la voz de la hermana de Dora, que llamaba desde Gales, como solía hacer cada semana. Contestó que sí, que había habido una tormenta, y que todavía estaba lloviendo, tras lo cual le pasó el teléfono a su esposa. Dos semanas antes, aunque algo más temprano por la tarde, había recibido la llamada comunicándole el descubrimiento del cuerpo de Rhoda Comfrey. Entonces se había sentido confiado, lleno de optimismo, pues le había parecido un caso sencillo.

A través de toda una serie de hechos irrelevantes, información sobre gente a la que nunca más volvería a ver y a quien nunca necesitó preguntar, tras un desconcertante revoltijo de banalidades, una cara demacrada surgía de su memoria, y sus ojos mantenían aquella expresión indefinible. Tenía cincuenta años, era fea, gorda y vestía sin gusto, pero había sido víctima de un crimen pasional, de una venganza. Algún hombre que la amaba debió de creer que había ido a Kingsmarkham para encontrarse con otro. Parecía inconcebible, pero no podía ser de otra manera. El apuñalamiento apunta casi siempre a un crimen pasional, a la culminación de los celos, la rabia o la angustia que emergen en un momento. Nadie suele apuñalar para heredar de su víctima, o para conseguir cualquier otro beneficio…

– En Pembroke han tenido la tormenta esta mañana -dijo Dora cuando volvió.

– Fantástico -repuso su marido. Pero luego, rápidamente, rectificó su postura-. Perdón, no debí decir eso. ¿Qué hay en la televisión?

Ella consultó el periódico.

– Creo que a estas alturas ya conozco tus gustos. Sí te sugiriera algún programa de éstos me tirarías un vaso a la cabeza. ¿Por qué no lees algo?

– ¿Qué libros hay?

– Unos de la biblioteca, de Sylvia y míos. Los tienes al lado de tu silla.

Wexford puso una pila de ellos sobre su regazo. Era fácil distinguir los de Sylvia. Junto a La mujer y el complot sexista, estaban El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y La reivindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Los libros de Dora eran una novela de detectives, una biografía de María Antonieta y el libro de Grenville West Monos en el infierno. Su reacción al ver este último fue de rechazo inmediato; le recordaba demasiado su primer error. En su lugar habría preferido un libro sobre la liberación de la mujer vista por la suegra de Shelley. Pero ese comportamiento era lo que Burden llamaba «histérico».

– ¿Qué tal es?

– No está mal -respondió Dora-. Está bien documentado, pero el título no tiene demasiado sentido.

– Probablemente se refiere a una idea que los isabelinos tenían sobre las mujeres solteras. Según ellos, su destino era guiar monos en el infierno.

– ¡Qué extraño! Léelo. Está basado en una obra de teatro titulada La tragedia de la doncella.

Pero tras mirar la fotografía del autor, pipa en boca, en la segunda solapa, Wexford escogió el de María Antonieta. Durante una hora estuvo intentando concentrarse en la niñez y juventud de la reina de Francia, pero lo encontraba todo demasiado real, demasiado verídico. Eran hechos auténticos, pertenecían a la historia, y lo que él necesitaba era evasión. Por otro lado, por muy imaginativa que fuera una novela de detectives, por muy fantásticos que sus investigadores pudieran ser, era la última cosa que le apetecía leer en ese momento. Cuando Dora trajo la bandeja con el café, volvía a tener Monos en el infierno entre sus manos.

La biografía de Grenville West ya no le interesaba, pero Wexford era de aquellos a quienes antes de leer una novela les gusta familiarizarse con la trama y leen la sinopsis que los editores suelen colocar en las solapas o en las primeras páginas. Después de todo, si este resumen augura una obra terriblemente aburrida uno no tiene por qué seguir leyendo. Pero en este caso la solapa estaba tapada por la cubierta de la biblioteca, de modo que recurrió a las primeras páginas.

Al parecer se trataba de la tercera obra de West y había sido precedida de La elegancia de Amalfi y La mujer de Arden. El resumen del libro informaba que estaba inspirado en La tragedia de la doncella, de Beaumont y Fletcher, un drama situado en la Rodas clásica. West, sin embargo, había cambiado el emplazamiento a su Inglaterra favorita, la de los bosques y jardines laberínticos, y con su «maestría omnipotente» -esto era parte del panegírico del editor- había transformado a reyes y princesas en aristócratas del siglo xix. No era una mala idea, pensó Wexford, que los mismos Beaumont y Fletcher habrían podido elaborar de no haber sido porque escribir sobre los propios nacionales no estaba bien visto en su época.

Podía incluso echarle un vistazo. Volvió la página, y sus dedos se quedaron inmóviles. Contuvo un momento la respiración y abrió la boca, atónito.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dora.

Él no respondió. En la página que miraba estupefacto, dos líneas en cursiva rezaban:

«Para Rhoda Comfrey, sin la cual nunca habría podido escribir este libro.»