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16

Ese día el comisario Laquin no telefoneó, pero las investigaciones de Loring resultaron provechosas, y el asunto de la cartera quedó totalmente aclarado.

– Esas chicas no mintieron -le explicó Wexford a Burden-. West perdió una cartera en un autobús, pero se trataba de la vieja. Eso es lo que le comentó a la dependiente de Silk and Whitebeam cuando fue el jueves, 4 de agosto, a comprar otra.

– Y sin embargo fue la nueva la que encontramos en posesión de Rhoda Comfrey.

– Me inclino a pensar que acabó encontrando la vieja y que regaló la nueva a Rhoda, tal vez el sábado, cuando ya era tarde para decírselo a Polly Flinders. Ella debió de decirle que había cumplido cincuenta años el día anterior y tal vez él aprovechó la ocasión para regalársela.

– ¿Cree que eran primos?

– Sí, aunque no veo en qué puede esto ayudarnos. Hemos investigado a la gente de esa lista. Dos de ellos están muertos. Uno es toda una institución en Myringham, en el hospital Abbotts Palmer; otro tiene setenta y dos años; otro más emigró a Australia con su mujer; y el último, Charles Grenville West, es profesor, hace cinco años que se casó y vive en Carshalton. El padre, que se llama John Grenville West, habla de primos carnales y segundos con ese mismo apellido, pero ya chochea y es impreciso, no podrá darnos el paradero de ninguno de ellos. Intentaré encontrar a ese Charles.

Prácticamente lo primero que llamó la atención de Wexford cuando entró en la sala de estar de Charles Grenville West fue una estantería con títulos que le eran familiares: La mujer de Arden, La elegancia de Amalfi, Brisa en Alicante y Asesinada con amabilidad. Los habían colocado en un lugar preferente y estaban muy bien cuidados, al igual que el resto de la habitación, que el resto de la casa, tan simpática como el sonriente matrimonio West.

Cuando hablaron por teléfono, el inspector le había dicho a Charles West que le gustaría hablar con él sobre la muerte de una persona a la que lo unían vínculos de familia. West le dijo que nunca había conocido a Rhoda Comfrey, o que tal vez la viera cuando él no era más que un niño, pero que aun así lo recibiría. Y ahora, Wexford, tras aceptar una cerveza y responder a las preguntas de rigor sobre el viaje, miró los libros, los señaló y dijo:

– Parece ser que su tocayo también es su autor favorito.

– Fue el nombre lo que me atrajo al principio -dijo West después de coger un ejemplar de Brisa en Alicante-, pero luego me gustaron por sí mismos. Me pregunto si entre nosotros dos hay alguna relación. -Miró la fotografía de la solapa-. Llegué a creer que nos parecíamos, pero supongo que sólo era fruto de mi imaginación, la foto no es muy clara. Y también esas cosas en sus libros… me refiero a los ambientes en Inglaterra.

– ¿Qué cosas? -preguntó Wexford con crudeza. No utilizó este tono para ofender, sino para hacerle entender que estas cuestiones podían tener que ver con el asesinato.

– Bien, por ejemplo, en Asesinada con amabilidad, describe una casa claramente inspirada en Clythorpe Manor, que está cerca de Myringham. Se describen el laberinto y la larga galería. Yo he estado en la casa, la conozco bien. Mi abuela sirvió en ella antes de casarse. -Charles West sonrió-. Mis ascendientes eran todos humildes campesinos, las mujeres tenían que servir, pero vivieron en esa parte de Sussex durante generaciones. Esto hizo que me preguntara si Grenville West era pariente nuestro, primo lejano, por ejemplo, ya que conocía tan bien aquellos parajes. Le pregunté a mi padre, pero me dijo que la familia era enorme, que tenía muchísimas ramas.

– ¿Por qué no escribió a Grenville West para preguntárselo? -quiso saber Wexford.

– ¡Oh, claro que lo hice! Sus editores me proporcionaron su dirección. Él me respondió con una carta muy simpática. ¿Le gustaría verla? Debe de estar por alguna parte… -Fue a la puerta y gritó-: ¡Querida!, ¿podrías encontrarme esa carta de Grenville West? Pero no hay ninguna relación -dijo, dirigiéndose a Wexford-. Verá lo que dice en la carta.

La señora West la trajo. El papel tenía la dirección de Elm Green en su encabezamiento. La carta decía:

«Querido señor West:

»Gracias por su carta. Estoy encantado de que le hayan gustado mis novelas, y espero que también disfrute con Sir Bounteous, que será publicada el mes que viene, y que está basada en la conocida obra de Middleton Maestros míos, el mundo está loco.

»Esta novela también está ambientada en Inglaterra, más concretamente en Sussex. Me encanta su condado natal, pero siento decirle que no es el mío, y que no puedo adivinar ninguna relación posible entre su ascendencia y la mía. Yo nací en Londres; la familia de mi padre es original de Lancashire y la de mi madre de West Country. Grenville era el apellido de soltera de mi madre.

»Así que, aunque me hubiera gustado mucho tener primos, como hijo único de dos hijos únicos, apenas tengo parientes. Eso constituye una verdadera desilusión para mí y tal vez también para usted.

»Con mis mejores deseos, sinceramente suyo,

Grenville West.»

A excepción, naturalmente, de la firma, la carta estaba escrita a máquina. Wexford se encogió de hombros y la devolvió a su dueño. La información, o la falta de ella, proveniente tanto del autor como de Charles West le había decepcionado mucho. Pero había algo extraño en esa carta, algo de lo que no podía estar seguro. El estilo era pretencioso, con visos de arrogancia, y en sus medidos párrafos había detectado la elegante elisión del escritor profesional. Pero eso no era extraño, en absoluto… aunque ya se estaba cansando de sus intuiciones, de sus presentimientos, corazonadas y de la fingerspitzengefühl que parecía haber perdido. No recordaba ningún otro caso tan lleno de pistas que no llevaban a ninguna parte. Se despreciaba a sí mismo por no ser capaz de oírlas y entenderlas, pero por mucho que Griswold pudiera decir, él sabía que eran sólidas y verdaderas.

– Una carta muy amable -concluyó desilusionadamente. «Lástima -le habría gustado añadir-, que toda ella sea una sarta de mentiras.»

Todavía quedaba un Grenville West por visitar, el que consumía los últimos días de su vida en el hospital Abbotts Palmer. Wexford trató de imaginarse cómo sería ahora ese hombre, pero se sentía mareado. Además, era consciente de que había pensado ir al hospital para evitar tener que volver pronto a la comisaría, donde a buen seguro ese Laquin no tendría nada para él, y donde también se enteraría de que Griswold había pasado por encima de él para llamar a Scotland Yard. Era jueves, el fin de semana estaba muy próximo, y con él el plazo dado por su superior.

Pero ésa no era la actitud propia de un oficial de policía responsable. Entró en la comisaría, donde el ambiente volvía a ser caliente y bochornoso. Cuando vio a Malina Patel esperándolo, le pareció como si hubiera retrocedido una semana en el tiempo.

Una pequeña y delicada mano le tocó la manga, y cuando se giró vio un par de ojos claros que lo miraban ingenuamente. Parecía más pequeña y frágil que nunca.

– He traído a Polly conmigo.

Wexford recordó sus anteriores encuentros. La primera vez la había considerado una persona molesta; la segunda, una tonta encantadora. Pero ahora comenzaba a afectar su susceptibilidad. Aquella muchacha parecía querer que la vieran como una buena chica, que actuaba a impulsos locos pero en todo caso deliciosos. ¿Pero era una locura compatible con aquella cuidada manera de vestir, calculada para deslumbrar? ¿Podría ser esa candidez natural? El policía maldijo su propia sensibilidad cuando con voz suave y galante preguntó:

– ¿De veras? ¿Dónde está?

– En el lavabo. Dijo que estaba mareada y uno de los policías le indicó el camino.

– De acuerdo, alguien les informará dónde está mi despacho cuando se encuentre mejor. Burden había llegado antes que él.

– Parece que, según su amigo, están batiendo toda Francia para encontrar a nuestro autor. No ha estado en Annecy, a pesar de lo que le hayan dicho.

– Ya suben, a ver si lo ponemos todo en claro.

Las dos chicas entraron. La cara de Pauline Flinders tenía el tono verdoso típico del mareo, su labio inferior temblaba bajo los incisivos dientes. Llevaba unos téjanos descoloridos y deshilachados, y una camisa que tenía toda la apariencia de haber sido escogida al azar de un montón de ropa sucia. Malina llevaba téjanos de color marrón cosidos con hilo blanco, un jersey, y una larga cadena de medallones dorados.

– Le he pedido que venga -dijo Malina-. La encontré mal, creí que estaba enferma.- Después de dirigir una tímida mirada de soslayo a Burden, se sentó.

– ¿De qué se trata, señorita Flinders? -preguntó Wexford, amablemente.

– Díselo, Polly, me lo prometiste. Es tonto haber venido hasta aquí para nada.

Polly Flinders levantó la cabeza. Habló con rapidez y sin fluctuaciones en la voz:

– No recibí ninguna postal de Grenville. La que le enseñé era del año pasado. El sello estaba emborronado y pensé que usted no se daría cuenta. Y así fue.

La esperada explosión de ira no sobrevino. Wexford sólo afirmó con la cabeza.

– Usted -dijo- pensó que yo no sabía que él conocía a Rhoda Comfrey. Pero la conocía desde hacía años, ¿no es así?

– Ella le ayudaba con sus libros -admitió Polly entre jadeos-. Pasaba muchos ratos en su piso, pero no sé dónde vivía. Acerca de la postal, yo…

– No se preocupe por la postal. ¿Estaban usted y la señorita Comfrey en el piso del señor West la tarde del 5 de agosto?

La respuesta a esto fue una afirmación y un sollozo.

– ¿Y la oyeron las dos mientras telefoneaba desde allí, diciendo dónde iría el lunes?

– Sí, pero…

– Dile la verdad, Polly. Dísela y todo se arreglará.

– Ya me encargaré yo de que hable, señorita Patel -dijo Wexford sin apartar los ojos de la otra muchacha, a quien siguió preguntando-: ¿Tiene usted alguna idea del paradero actual del señor West? ¿No? Creo que me contó esa mentira de la postal porque tenía miedo de él, porque creía que tenía algo que ver con la muerte de Rhoda Comfrey.

Ella volvió a afirmar patéticamente, con las manos apretadas.

– Creo que no tenemos mucho más que decirnos por ahora -concluyó Wexford-. Iré a verla mañana por la tarde, eso le dará tiempo para calmarse. -Malina parecía decepcionada, pero él prosiguió-: Le preguntaré el nombre del hombre con quien pasó la noche del lunes. ¿Pensará en ello?

Volvió a afirmar con un monosílabo desesperado, y Burden se las llevó. Cuando volvió le dijo:

– Rhoda Comfrey chantajeaba a West. Me pregunto por qué no pensamos antes en eso.

– Porque no es una idea muy brillante -dijo Wexford-. Puedo explicarme que alguien intentara hacerle chantaje a ella, porque llevaba una vida que quería mantener oculta, ¿pero a West?

– West es, casi con toda seguridad, homosexual – dijo Burden en tono contenido-. ¿Por qué si no rechazó a Polly?, ¿por qué vagaba por el Soho casi todas las noches?, ¿por qué se iba de copas con esos tipos?, ¿y por qué la mayoría de ellos suele tener una vieja amistad, puramente platónica, con mujeres mayores? Es lo que esos maricas suelen hacer. Les gusta relacionarse con mujeres, pero tienen que ser «seguras», es decir, que ya estén casadas o sean mucho mayores que ellos.

Wexford se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Una vez más había topado con el aplastante sentido común de Burden. ¿No era eso lo que sospechó cuando leyó la carta que le envió a Charles West?

Se rió sin importarle mucho.

– Así que esa vieja amiga no tiene mejor idea que hacerle chantaje, pero… ¿después de diez años? Sí, después de todo ese tiempo, y amenaza con dar a conocer su inclinación homosexual. -Nunca le había gustado la palabra «marica», ¿pero de qué se preocupaba? En estos días esto ya no era ningún escándalo-. Tal vez incluso se anunciara en Gay News. [2]

– ¿Sí? Entonces, ¿por qué lo ignora su amiga india? ¿O Vivian?, ¿o Polly? No le haría mucho bien que sus lectores, gente decente, se enteraran de lo que iba a hacer al Soho por las noches. A mí no me gustaría enterarme, se lo aseguro.

– ¿Desde cuándo es usted lector suyo?

Burden pareció tan avergonzado como siempre que cometía un lapsus, por leve que fuera.

– Desde ayer por la mañana -admitió-. Tengo que hacer algo mientras me paso el día pegado al teléfono, ¿no? Le dije a Loring que me trajera dos o tres libros suyos en edición de bolsillo. Pensé que estarían más allá de mi comprensión, pero no fue así. Eran emocionantes, realmente ingeniosos, la última cosa que uno podría pensar es que el autor es homosexual.

– Pero usted dice que lo es.

– Sí, y que quiere mantenerlo en secreto. Es marica, pero aun así piensa vivir con Polly, que es lo que suelen hacer cuando llegan a cierta edad, y es posible que a Rhoda no le guste la idea de encontrarse con otra mujer cada vez que vaya a su casa. Así que lo amenaza con decirlo todo, a menos que renuncie a Polly. Ahí tiene el motivo.

– Pero esto no explica que tenga el mismo apellido que toda esa tribu de parientes de su tía.

– Mire -explicó Burden-, Charles West le escribió pensando que tal vez fuese primo suyo. ¿Por qué Rhoda no pudo hacer lo mismo años antes, después de leer su primer libro, por ejemplo? Charles West no se preocupó más del tema, pero tal vez ella sí. Esa pudo ser la razón de que se hicieran amigos, amistad que debió fortalecerse cuando Rhoda se puso a trabajar para él en ese libro que le dedicó. El nombre es relevante sólo en la medida en que fue lo que los unió.

– Ya -aceptó Wexford-. Sólo espero que mañana sepamos algo de West.

Cuando llegó, Robin fue hacia el coche y le abrió la puerta.

– Muchas gracias -dijo Wexford-. Eres el nuevo portero, ¿no? Supongo que ahora querrás una propina. -Le dio los helados que había comprado en el camino-. Uno es para tu hermano, ¿eh?

– Ya no podré hacer más de portero -dijo Robin.

– ¿Por qué? ¿Empiezas el colegio?

– Volvemos a casa, abuelo. Papá nos vendrá a buscar a las siete.

Wexford no pudo expresar lo que sentía. A pesar de que había deseado con ganas volver a estar solo con Dora, no pudo evitar decir:

– Te voy a echar mucho de menos.

– Sí -dijo Robin con complacencia.

«Los niños felices suelen tener un alto concepto de sí mismos -pensó Wexford-, esperan que los quieran y que los echen de menos.»

– Pero al final no pudimos ver la rata de agua.

– Ya tendremos ocasiones, no te vas al Polo Norte.

El pequeño se rió ante la ocurrencia de su abuelo. Wexford lo envió a buscar a Ben para darle el helado y entró en la casa. Sylvia estaba en el piso de arriba haciendo las maletas. Subió, se acercó a ella y la abrazó. Su hija se volvió hacia él.

– Bien, cariño -dijo Wexford-, así que al final tú y Neil habéis resuelto vuestras diferencias, ¿no es así?

– No exactamente. Pero se ha comprometido a darme todo el apoyo que necesite para obtener un título; empezaré el año que viene. Y además… ¡ha comprado un lavavajillas! -Rió medio avergonzada-. Claro, ése no es el motivo de que vuelva.

– Creo que ya sé por qué lo haces.

Ella se separó de él al tiempo que volvía el rostro. A pesar de su altura y de su porte majestuoso, era tímida y torpe en su trato con las personas.

– No puedo vivir sin él, papá -confesó-. Lo he echado terriblemente de menos.

– Ésa es la razón, ¿verdad?

– La otra cosa… bien, tú puedes decir que las mujeres somos iguales que los hombres, pero la verdad es que no podéis darnos vuestra posición en el mundo. Esto está muy metido en la cabeza de los hombres, una tendría que practicar el eonismo para cambiarlo.

¿Qué había estado leyendo? Antes de que pudiera preguntárselo entraron los niños.

– ¿Podríamos intentar por última vez ver la rata de agua, abuelo?

– ¡Oh, Robin! -dijo Sylvia-. El abuelo está cansado y papá vendrá a buscarnos dentro de una hora.

– ¡Una hora! -exclamó su hijo con la concepción que tienen los niños del tiempo-. Es más que suficiente.

De modo que los tres salieron por la pequeña colina hasta el meandro del Kingsbrook. Estaba calmado, el ambiente era húmedo y neblinoso, los sauces proyectaban amorfas sombras azuladas y en cada brizna de hierba brillaba una gota de agua. El río había aumentado su caudal y discurría con rapidez; era lo único que se movía en aquel remanso de paz.

– Llévame, abuelo -pidió Ben antes de lo previsto.

Pero en el mismo momento en que Wexford se agachó para subírselo a la espalda, algo se movió a un lado del río. Un poco a su derecha, en la otra orilla, un par de ojos brillantes emergió por la boca de un agujero.

– Sssh… -susurró Wexford-. ¡Quietos!

La rata de agua salió lentamente. No se parecía a una rata común; era pequeña y bonita, con el pelaje erizado color foca y un rostro redondo y vigilante. Se acercó al agua con rapidez y sigilo y comenzó a nadar, extendiendo y estirando su cuerpo, hacia la orilla en que ellos estaban. Cuando llegó se detuvo y los miró sin aparentar ningún miedo, antes de escabullirse en la espesura de juncos verdes.

Robin esperó hasta que hubo desaparecido. Entonces empezó a bailar con alegría.

– ¡Hemos visto la rata de agua! ¡Hemos visto la rata de agua!

– ¡Ben quiere ver a papá! ¡Ben quiere volver a casa! ¡El pobre Ben tiene frío en los pies!

– ¿No estás contento de haber visto la rata de agua, abuelo?

– Sí, mucho -respondió Wexford, deseando que sus propios problemas se resolvieran de un modo igual de simple y satisfactorio.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Publicación homosexual.