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La ausencia de Grenville West no podía ser producto de la casualidad. Había huido, y con toda seguridad llevaba tres semanas haciéndolo. Todo apuntaba a que él había sido el asesino de Rhoda Comfrey, y el viernes por la mañana Wexford pensó que el caso se estaba haciendo demasiado grande y que se le escapaba de las manos. Lejos de intentar convencer al policía jefe para que no llevase a cabo su amenaza, comprendió que era inevitable llamar a Scotland Yard, incluso a la Interpol. Pero la llamada de su superior lo dejó bastante deprimido, pues la áspera voz de Michael Baker, hablándole desde Kenbourne Vale, le hizo pensar que debía comenzar a admitir su fracaso.

Baker le preguntó cómo se encontraba, se refirió a su fiasco con lo de la señora Farriner y dijo:

– Supongo que ya no está interesado en ese Grenville West, ¿verdad?

A Wexford le parecía que todo el mundo estaba detrás de él, y ahí tenía a Baker, hablándole como si el auténtico culpable fuera todavía una pista falsa, alguien que había sido investigado sin motivo.

– Pues sí, todavía estoy interesado, ¿por qué?

– ¡Ah! -exclamó Baker-, Entonces será mejor que venga por aquí. Me tomaría demasiado tiempo darle todos los detalles por teléfono, pero lo importante es que el coche de West ha aparecido en el garaje de un hotel, no lejos de aquí, y que su dueño lo dejó el lunes de hace dos semanas, sin pagar la cuenta.

Wexford no necesitó preguntar nada más. No olvidó darle su más efusivo agradecimiento y antes de que pasase una hora estaba sentado frente a él en la comisaría de Kenbourne Vale; Stevens ya se había recuperado de su gripe, o de su antipatía al tráfico de Londres.

– Le haré un resumen global -dijo Baker-, y luego iremos al hotel Trieste, a ver al director. Recibimos una llamada de él esta mañana y envié a Clements. West se inscribió en el registro el domingo 7 de agosto por la tarde, y aparcó su coche, un Citroën rojo, en una de las plazas de parking del hotel. Cuando el miércoles por la mañana no apareció para pagar la cuenta, una empleada de habitaciones le dijo a Hetherington, el director, que hacía dos noches que nadie dormía en la habitación de West.

– ¿Y qué hizo él entonces? -preguntó Wexford.

– En ese momento, nada. Afirma que conocía a West, que tenía su dirección y que no hallaba motivos para desconfiar de él. Además, había dejado una maleta con ropa en la habitación y el coche en el garaje. Pero al llegar el fin de semana telefoneó a casa de West, y al no obtener respuesta envió a alguien a Elm Green. Puede seguir a partir de aquí, sargento, usted fue quien habló con ese hombre.

Clements, que había entrado mientras Baker hablaba, saludó a Wexford con una graciosa semireverencia.

– Bien, señor, ese tal Hetherington, que es un poco zalamero, aunque tampoco nada anormal, lo descubrió por la chica del bar sobre el que está el apartamento de West. La cosa no lo puso muy contento, pero pensó que West le escribiría desde Francia.

– Lo cual no ocurrió.

– No, señor. Hetherington no recibió una sola noticia y comenzó a sentirse molesto. Entonces, según él, se acordó de que la chica le había hablado de un viaje, y esto le pareció sospechoso, puesto que el coche todavía estaba en el Trieste. West se había llevado la llave de la habitación y no había dejado las llaves de contacto. Hetherington empezó a preocuparse, sospechó algo turbio, pero no nos dijo nada. En lugar de ello rebuscó en la maleta de West y encontró una libreta de direcciones. Encontró la de los editores de West, la de su agente y la de la señorita Flinders, y les telefoneó. Pero ninguno pudo ayudarle, todos le dijeron que West estaba en Francia. De modo que esta mañana por fin decidió llamarnos.

Los llevaron por North Kenbourne, Montfort Circus y después bajaron por una calle de casas altas. Wexford vio que Undine Road estaba a poca distancia a pie de la estación de metro de Parish Oak, cercana a Princevale Road y a la consulta del doctor Lomond. El hotel Trieste había sido una gran mansión familiar, pero sus balcones, torretas y salientes aguilones estaban ahora ocultos bajo tablas de chilla y un nuevo enladrillado; sus ventanas habían sido ampliadas y acristaladas con vidrio liso. El señor Hetherington también parecía remozado, con su alisado pelo rubio, su piel sonrosada y un traje en el que era imposible hallar una sola arruga. La comparación que podía hacerse entre él y los policías era análoga a la que existía entre el hotel y su vecindario. El cuidado acicalamiento de aquel hombre le recordó a Wexford la quisquillosidad de Burden, aunque el inspector nunca se había puesto laca.

Los condujo hasta su lujoso despacho, al que se llegaba por un pasillo alfombrado de blanco y paredes revestidas con maderas rojas, a lo largo de las cuales se alternaban grandes plantas que recordaban los capiteles corintios.

Ni Baker ni Clements eran aficionados a las cortesías grandilocuentes ni a los cumplidos.

– Tendrá que volver a contarnos toda la historia, señor -dijo Baker de una manera bastante ruda-. Estamos interesados en ella.

– Será un placer para mí -aceptó Hetherington con una resplandeciente sonrisa que delató su uso diario de dentífrico y que mantuvo como si estuviera posando ante las cámaras-. Yo también estoy interesado en el señor West. Estoy convencido de que le ha pasado algo malo. Pero, por favor, siéntense. -Miró el impermeable de Wexford con extrañeza y le señaló una silla de tapizado marrón, distinta a la que iba a ocupar-. Estará más cómodo aquí -le dijo como dirigiéndose a una persona de rango inferior-. ¿Por dónde debo comenzar?

– Por el principio -dijo Wexford con rotundidad-. No se pare hasta el final.

La expresión de Hetherington volvió a ser de extrañeza.

– El principio… -dijo-. Fue el sábado, el sábado 6. El señor West telefoneó y preguntó si podía disponer de una habitación para tres noches, las del domingo, lunes y martes. Habría sido imposible atender esta petición, pero dio la casualidad de que una encantadora dama de Minneapolis, que suele venir cada año, canceló su reserva por… -observó a Wexford, cuya mirada censuraba la digresión-. Sí, bien, como decía, resultó que fue posible y le dije al señor West que podría disponer de la habitación de la señora Gruber. Llegó a las siete del domingo y firmó en el registro. Aquí lo tengo.

Wexford y Baker lo miraron. Firmaba como Grenville West, y a su lado figuraba la dirección de Elm Green.

– Ya había estado antes aquí, ¿verdad? -preguntó Wexford.

– ¡Oh, sí! Una vez.

– Señor Hetherington, ¿no le sorprendió que un hombre que vive a pocos pasos de aquí quisiera alojarse en el hotel?

– ¿Si me sorprendí? -dijo Hetherington-. Desde luego que no, ¿por qué había de hacerlo? Eso no me interesaba. No me sorprendería si mi vecino quisiera hospedarse en el hotel.

Cogió el registro y lo apartó de ellos. Mientras se giraba, Clements murmuró con indulgencia:

– Ocurre a menudo, señor. Los hombres suelen pelearse con sus mujeres, o se olvidan las llaves de casa.

«Tal vez -se dijo Wexford-, pero entonces no reservan habitación con quince horas de antelación.» Aunque los otros no lo encontraran extraño, él sí. Le preguntó a Hetherington si West había traído mucho equipaje consigo.

– Sólo una maleta. Tal vez también llevaba un bolso de mano.

Aunque Hetherington había empleado esta palabra con toda normalidad, Wexford a punto estuvo de repetir la pregunta de Lady Bracknell: «¿Un bolso?» Pero en vez de ello se limitó a levantar las cejas.

– Preguntó si podía guardar el coche en el garaje – prosiguió Hetherington-, pero no quería dejarlo en el parking superior, así que le asigné la plaza número cinco, que estaba libre. Aparcó el coche él mismo. -Dudó un momento-. Ahora que pienso en ello, me parece extraño. Le pedí las llaves para que alguien le aparcase el coche, pero insistió en hacerlo él mismo.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Ya no lo vi más. El lunes por la mañana pidió que le llevaran el desayuno a la habitación, y nadie lo vio marcharse. El miércoles al mediodía esperé a que desalojara la habitación, pero no apareció para pagar la cuenta.

Hetherington hizo una pausa, y siguió relatando la historia tratando de resumir. Cuando terminó, Wexford le preguntó qué había pasado con la llave de la habitación de West.

– ¡Dios sabe! Nos cansamos de avisar a nuestros clientes de que entreguen las llaves en recepción cuando dejen el hotel, incluso las hacemos pesadas para que resulte incómodo llevarlas en un bolsillo, pero es inútil, muchos acaban llevándoselas. Así perdemos centenares de ellas. Tengo su maleta aquí, me imagino que querrán examinar su contenido.

Wexford había reparado en una maleta que estaba bajo el escritorio de Hetherington y que supuso debía de ser el equipaje de West. Era de cuero marrón, y aunque no parecía nueva, sí de buena calidad; bajo la cubierta tenía inscrito el nombre y el escudo de Silk and Whitebeam, de Jermyu Street. Baker la abrió. Dentro había un par de pantalones de pana, una camisa de cuello amarilla, un jersey ligero de color gris, un par de calzoncillos blancos, un par de calcetines marrones y unas sandalias de cuero.

– Esto era lo que llevaba cuando vino -explicó Hetherington, cuya preocupación por West había sido sustituida temporalmente ante la desagradable visión de aquellos pantalones con el trasero brillante y el jersey de mangas deshilachadas.

– ¿Y la libreta de direcciones?

– Aquí está.

Los nombres, direcciones y teléfonos eran escasos. Field and Bray, agentes literarios; la dirección personal de la señora Brenda Nunn y su número de teléfono; varios nombres y extensiones de los editores de West; los de Vivian, Polly Flinders, el ayuntamiento de Kenbourne, el número de emergencia de la Compañía de Gas North Thames; el de la compañía eléctrica de Londres; el de la biblioteca de Londres y el de la de Kenbourne, en High Road; también algunos nombres, lugares y números de teléfono de Francia. Y también la dirección de Lilian Crown, con el teléfono de la tía de Rhoda Comfrey en Kingsmarkham.

– ¿Dónde está el coche ahora? -quiso saber Wexford.

– Todavía en el parking en la plaza número cinco. No pude sacarlo de ahí, no hallé forma de hacerlo.

«Me pregunto si yo podré», pensó Wexford. Fueron hacia allí. El Citroën rojo estaba perfectamente conservado. La matrícula indicaba unos tres años de antigüedad. Las puertas y el maletero estaban cerrados con llave.

– Lo abriremos -aseguró Baker-. Encontraremos una llave que entre, no nos llevará mucho tiempo.

Wexford rebuscó entre el desorden de su bolsillo: dos llaves con un doble galón.

– Pruebe con éstas -dijo.

Las llaves entraron.

En el interior del coche no había nada, a excepción de unos planos y mapas de Europa occidental sobre el salpicadero. El contenido del maletero fue más prometedor: aparecieron otras dos maletas de cuero marrón, más grandes que la que West había dejado en su habitación, y que lucían la inscripción «Grenville West, Hotel Casimir, Rué Victor Hugo, París». Ambas estaban cerradas, pero abrir maletas es un juego de niños.

– Al diablo con las autorizaciones -murmuró Wexford procurando que Hetherington no lo oyera-. ¿Podemos llevárnoslas?

– Claro -dijo Baker. Y se dirigió a Hetherington en el áspero tono de amonestación que lo había hecho tan impopular entre sus colegas-. Ha hecho usted que perdiéramos nuestro tiempo y el de los contribuyentes al demorar tanto tiempo en contarnos esto. Para serle sincero, no tiene usted la menor posibilidad de cobrar esa cuenta.

De regreso condujo Loring; Baker iba a su lado y, detrás, Wexford y Clements. El embotellamiento del mediodía los retuvo, cosa que aprovechó el sargento para disertar sobre la falta de cooperación ciudadana, la negligencia y la obstrucción. Y también sobre el cabello de Hetherington, que aseguraba se había blanqueado. Al final Wexford pudo librarse de aquella perorata -resulta agotador escuchar a alguien que no deja de acusar a la gente- y consiguió que le hablara de James y Angela. Cuando llegaron a la comisaría, ambas maletas habían sido abiertas y yacían en el suelo del lóbrego y modesto despacho de Baker.

Las maletas estaban llenas de ropas, algunas de las cuales habían sido compradas recientemente, probablemente para las vacaciones. En una bolsa de cuero encontraron una máquina de afeitar eléctrica, un tubo de crema bronceadora y un aerosol para mosquitos, pero ni rastro del cepillo de dientes, de pasta ni de jabón; ninguna esponja o guante; y tampoco había agua de colonia.

– Si es homosexual -dijo Wexford-, resulta extraño que, falten todas estas cosas. Lo mínimo que podemos esperar es un interés por su aspecto físico. ¿Ni siquiera se limpia los dientes?

– Tal vez utilice dentadura postiza.

– ¿Que limpia cada noche con un cepillo de uñas y el jabón del hotel?

Baker había sacado un gran sobre marrón, cerrado.

– ¡Ah!, los documentos.

Pero en su interior había algo más que papeles. Baker rasgó el sobre con sumo cuidado y extrajo una llave atada a una etiqueta de madera y metal, cuya parte metálica tenía grabado el nombre del hotel Trieste y el número de la habitación que West había ocupado.

– ¿Qué me dice de esto? -preguntó Baker-. No está en Francia, en realidad nunca dejó el país.

Lo que entregó a Wexford era un pasaporte, cuyo titular, según la cubierta, era el señor J. G. West.